21 de marzo de 2011

JUEVES SANTO: LA CENA DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 1-8.11-14; Salm 115,12-18; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

Leemos en la Sagrada Escritura un relato sobre la preparación de la Cena del Señor, el día de Jueves Santo. Dice así: «Llegó el día de los Ázimos (o de la Pascua), en que había que sacrificar el cordero pascual. Entonces envió a Pedro y a Juan diciéndoles: —Id a prepararnos la cena de Pascua. Le preguntaron: —¿Dónde quieres que la preparemos? Él les contestó: —Mirad: al entrar en la ciudad os encontraréis con un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo hasta la casa donde entre, y decidle al dueño: "El maestro te pregunta que dónde está la habitación en la que va a comer el cordero con sus discípulos". Él os mostrará una sala grande con divanes en el piso de arriba. Preparadlo allí. Ellos se fueron encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua» (Lc 22,7).

El evangelio no nos dice el nombre del dueño de la casa donde Jesús va a Cenar cuando llega su «Hora». Ese hombre con el cántaro de agua puedes ser tú, o yo, o cualquiera de nosotros. Ese hombre, mejor, somos todos. «Él vino a su casa y los suyos no le recibieron». Él nos llama ahora, hoy, a nosotros a entrar en su casa. Y sentarnos a su mesa y celebrar el misterio de su Pasión y su Resurrección. El misterio de su entrega en la expresión suprema del amor. Así nos lo cuenta san Pablo al hablarnos de la tradición que ha recibido: «Tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: —Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Y después dijo: «Esta cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva».

Esto es la Cena. Pero en las cenas significativas, en las cenas solemnes, suele haber una sobremesa donde se tratan los negocios que hacen que la cena sea importante para quienes han asistido a ella. En la Última Cena pasa algo semejante. También hay sobremesa. En esta hay tres puntos que no deberíamos olvidar en nuestra vida jamás, ya que están entrelazados:

Primer punto: el hecho de estar sentados invitados a la Mesa del Señor, donde Él nos dice su amor. Dios hace siempre lo que dice. Estamos sentados en una mesa en la cual el Señor nos hace participes de su preocupaciones, sus problemas, sus esperanzas. Una cena que ya viene de lejos como nos sugiere Pablo al relatarnos la tradición recibida. Una tradición que se remonta al tiempo en que Dios saca de la esclavitud en Egipto, a su pueblo. Dios quiere seguir sacando de la esclavitud el hombre. Al hombre de hoy. Y quiere además contar con nosotros.

Segundo punto: el anuncio de la traición. Judas, sentado a su mesa, junto a Jesús, lo va a vender por unas monedas. Es terrible haber convivido con Él unos años y no haber estado receptivo al amor del Maestro. Judas se va de la casa, antes de terminar la Cena. Hay muchas maneras de traicionar el amor. Yo diría que tantas cuantos niveles de amor hay en nuestras vidas: en una vida matrimonial, en la relación padres-hijos, en la vida de una comunidad, en la relación social, amistad… hasta llegar a ese nivel supremo de la entrega de una vida en una expresión de amor supremo, como es la Eucaristía. Traicionar el amor que es nuestra más preciosa capacidad, el tesoro más caro a nuestro alcance. Tantas veces sentados a esta mesa de la Eucaristía y podemos traicionar el amor. Hoy deberíamos preguntarnos todos en nuestro corazón sobre el nivel de conciencia con que celebro la eucaristía cada día, y cual es mi compromiso de fe de acuerdo a lo que vivo en ella.

La liturgia de hoy no recoge este punto de la traición de Judas que tiene lugar en esta primera eucaristía. Quizás la Iglesia, como madre nuestra, quiso ser más positiva con nosotros sus hijos, y ha recogido de la Cena de Jesús y sus amigos solamente el último punto que tiene un matiz mucho más positivo: «Si yo que soy vuestro Maestro y Señor os he lavado los pies también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros».

Así acaba el evangelio. Un evangelio que empieza con estas significativas y bellas palabras: «Él, que siempre había amado a los suyos en este mundo, quiere ahora demostrarles hasta que punto los ama, hasta el extremo».

Este es el compromiso que nos pide Jesús de esta Última Cena, de su Misterio de la Pasión y Resurrección. De cada Eucaristía: ¿Nos lavamos los pies unos a otros? Es decir si nos servirnos los unos a los otros, pero no desde la norma, la obligación, desde el fuego del amor, sino desde la generosidad de un corazón que lleva dentro el espíritu de este Jesús. ¿O damos de comer el demonio, sentándonos a esta Mesa, con personas con las que no nos hablamos, con las que nos negamos a tener trato alguno, con las que ni en broma compartiría un trabajo o un viaje con ella?

Jesús les da la señal para saber la casa de la Ultima Cena: un hombre con un cántaro de agua. Nosotros debemos entrar en la casa del Señor con el cántaro para que él nos la llene con el agua que sacia la sed, con el agua que lava los pies del que esta cansado, con el agua que nace del corazón como de una fuente viva.

El Señor nos invita a entrar en su misterio de Muerte y Resurrección. Puedes estar a la mesa con tedio, aburrido, inconsciente del misterio de muerte y vida que aquí se celebra, y seguir inconsciente tu vida. O deliberadamente traicionarlo. No cabe la tibieza o te convertirás en un vómito repugnante. Hemos de entrar con nuestro cántaro de agua, para que el fuego de Jesús nos la caliente, y se despierte en nosotros un deseo muy vivo de servir, de amar, de lavar los pies. O todas nuestras eucaristías serán inútiles.