13 de noviembre de 2008

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

Domingo XXXIV (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ez 34, 11-12; Salmo 22, 1-6; 1Cor 15, 20. 26-28; Mt 25, 31-46

El evangelio nos presenta una escena de gran magnificencia, grandiosa: Jesús, seguro de su autoridad, de su poder, afirma: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre y todos sus ángeles, se sentará en el trono de su gloria… Este Hijo del hombre que ha aparecido humilde en su existencia terrena, pero en realidad es Hijo de Dios, y al final aparecerá en su trono de gloria, para poner fin a toda la historia humana. Aparece Cristo, el Hijo de Dios de nuevo en una visión universal, para separar unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras.

¿Esto va a ser así? ¿Cristo tiene interés en que tengamos muy presente ese panorama grandioso de un juicio universal, estremecedor?

Porque también leemos en el evangelio estas palabras de Cristo: Quien oye mi mensaje y da fe al que me envió posee vida eterna y no se le llama a juicio; no, ha pasado ya de la muerte a la vida (Jn 5, 24). Escuchar el mensaje de Jesús aquí abajo, parece que tiene pase para la vida eterna, y no tiene que esperar, no tiene que hacer cola.

También dice Jesús: Se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los muertos escucharan la voz del Hijo del hombre, y al escucharla tendrán vida…Se acerca la hora en que los que hicieron el bien resucitarán para la vida; los que practicaron el mal resucitaran para el juicio (Jn 5, 25s). Ya ha llegado la hora, dice Jesús. Lo importante es escuchar la voz del Hijo del hombre. Parece que aquí abajo tenemos la opción de recoger el pase para no hacer cola, o bien esperar la decisión del juez.

Y todavía afirmará en otro momento: Al que escucha mis palabras yo no le juzgo…El que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene quien le juzgue: el mensaje que he comunicado, ése le juzgará el último día (Jn 12, 47). Aquí da la impresión de que ese juicio final no va a ser sino tomar conciencia de cómo hemos tomado y vivido en este mundo el mensaje del Hijo del hombre. Es decir qué opción hemos hecho por los caminos de este mundo.

¿Con qué nos quedamos: con el espectáculo del final de los tiempos, o con estas recomendaciones que nos hace Jesús para el tiempo de esta vida en la tierra? De hecho en la mente de los creyentes ha quedado muy grabado esa escena del juicio como un elemento más de los Novísimos: muerte juicio infierno y gloria. La mayoría de las veces siempre con un aire de estremecimiento, paralizante, de miedo…que después no sé si ha tenido una proyección importante en la vida concreta del creyente.

Yo creo que resultan más atractivas las enseñanzas de Jesús que hace durante su vida, las enseñanzas y su misma vida.

Las enseñanzas que vienen sugeridas en estas palabras de Juan:

Quien oye mi mensaje y da fe al que me envió posee vida eterna y no se le llama a juicio.

Se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los muertos escucharan la voz del Hijo del hombre, y al escucharla tendrán vida.

Al que escucha mis palabras yo no le juzgo…

Son enseñanzas que mueven a tener un dinamismo de vida, ya ahora, sin esperar ningún juicio final. Parece ser, pues que la preocupación de Cristo no es meternos en la cabeza aquella escena del juicio final.

Nuestro Rey no es Rey que viene con aires de venganza, a condenar. Es un Rey que tiene sus tropas “dispersas”, en este mundo en los lugares de la miseria. Un Rey que pasa revista a sus tropas. Pero ¿Cómo lo hace?

Dando de comer a los hambrientos. Se compadeció de ellos, porque estaban como ovejas sin pastor. Y a continuación saca del horno panes para cinco mil.

Da de beber al sediento. Y por eso dice a la samaritana: el que beba del agua que yo le daré, su interior será un manantial. ¡Qué cosas hace la Palabra del Señor!

Acogió a los forasteros. Le costó un poco más, sin pensamos en su primera reacción con la mujer cananea, o en el centurión que pide la curación de su criado, por el cual interceden también los que le acompañaban

Vistió al desnudo. Con una palabra de perdón a la mujer adultera. O como dice Pablo: siendo rico se despojó de su condición para enriquecernos con su desnudez. Así nos ofrece su vestido a todos.

Visitó a los enfermos, o dejaban que se acercaban a él. De este gesto hay muchas páginas en el evangelio. Parecen que fueron sus predilectos.

Visitó a los encarcelados. Enviando un mensaje a Juan Bautista, o la libertad a Barrabás.

Estos son los gestos de Cristo, claros, concretos; un dinamismo de viva compasión por todo lo humano. Verdaderamente si Dios se encarnó en el hombre, lo más importante en esta vida es el hombre. Cristo, nuestro Rey nos enseña a acercarnos al hombre, con una actitud receptiva, compasiva. Esta escena grandiosa del evangelio comienza a ser una realidad aquí y ahora…, se acerca la hora, mejor dicho ya ha llegado, … Pero muchos parecen que siguen mirando al cielo, cuando Cristo está ya entre nosotros. Recordad la Palabra de Jesús: Yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos. El evangelio de hoy nos enseña los espacios donde lo podemos encontrar, los rostros donde lo podemos contemplar.

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5, 6-10. 13-6, 2; Salmo 83; 1Pe 2, 4-9; Lc 19, 1-10

Que delicia es tu morada, Señor de los ejércitos,
mi alma se consume anhelando los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.

Así empieza el salmista este poema que es el salmo 83; con la belleza de una nostalgia viva: que delicia, consumirse, retozar… son palabras que rezuman de un corazón enamorado, de un corazón lleno de ternura por su Dios, por el Dios que es la fuente de su vida. Qué delicia: retozar por el Dios vivo…. Retozar, es decir saltar, danzar, jugar con Dios. Una imagen viva, seductora de un Dios amable apasionado por el hombre y que despierta nostalgias, deseos, pasiones.

Este salmo va contra la rutina en el trato con Dios. ¿Qué es lo que desata en el salmista tanto entusiasmo, tanta dulzura, tanto cariño. No es simplemente el templo, sino Aquel que habita en el templo. En la oscuridad del templo, como nos dice la lectura del libro de las Crónicas, pero para llenar de luz y de deseo a quienes penetran en el templo para alabarlo. Con Dios encontrará el secreto de su vida y una fuerza interior que le permitirá andar un camino recto de acuerdo a la ley del Señor.

Este salmo es un recurso precioso para avivar la nostalgia de Dios, para desearlo más ardientemente. Y si tenemos este deseo, sabemos que tenemos ya este don que nos viene de Dios. Dice san Agustín: Dios dilata el deseo para que crezca y crece para que alcance a Dios. Dios no ha de dar una cosa pequeña al que desea; Dios no ha de dar algo de lo que hizo; se dará a sí mismo que hizo todas las cosas.

¿Quien es este Dios por el que suspira mi alma; como es su casa por cuyos atrios me consumo de deseo? San Bernardo recurre a una imagen del profeta Isaias: ¡Que buena soldadura… Estas piedras (las piedras vivas del templo de Dios) tienen la doble soldadura del pleno conocimiento y del amor perfecto. Cuanto más cerca están de Dios, que es amor, mayor es el amor que las une entre sí.

Que buena soldadura! Es la expresión de Isaías que seduce a Bernardo. Pero es interesante todo el contexto de esta expresión del profeta Isaías. Así cuando leemos: ¿Con quien comparareis a Dios, qué imagen vais a contraponerle? El escultor funde una estatua, el orfebre la recubre de oro y le suelda cadena de plata. Se ayudan uno a otro, dicen a su compañero: «Ánimo!», y el fundidor anima al orfebre; el que forja a martillo al que golpea el yunque diciendo: “Buena soldadura”.

La buena soldadura del conocimiento y del amor perfecto. Este pensamiento de san Bernardo, nos debe llevar a la consideración de las palabras de san Pedro: Nos acercamos cada día a la piedra viva, elegida y digna de honor a los ojos de Dios. A la piedra angular, a Cristo. Nos acercamos como piedra vivas, para entrar en la construcción del templo. Así seremos linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios para publicar las proezas de Dios. Pueblo de Dios.

En un pueblo todos se conocen. ¿Y no nos conocemos en este pequeño pueblo que es nuestra comunidad? Conocimiento y amor perfecto

Nos conocemos nuestras virtudes y nuestros defectos. Llegamos a saber sus gustos, sus fallos, lo oscuro de su vida. Pero no lo utilizamos como materia de juicio y de distanciamiento, de rechazo, sino como detalles oscuros que hay en su vida, para ponerme de relieve sus luces, sus virtudes. Porque estas sí que necesitamos utilizar. Porque todos somos piedras vivas para entrar a formar parte de la construcción del nuevo templo de Dios, cuya piedra angular es Cristo. Es importante en esta tarea de edificación del templo de Dios el claroscuro de cada miembro de la comunidad. Dios nos ha hecho así. Podríamos recordar aquella expresión fuerte, enigmática de Pablo: Dios nos encerró a todos en el pecado, para hacer misericordia con todos. Dios necesita de nuestro claroscuro, como la materia más apropiada para que el Espíritu vaya haciendo su trabajo de purificación de nosotros, para mostrar su gran corazón a través de su generosa misericordia. Conocimiento y amor perfecto. Dios nos conoce como somos y nos ama con la perfección de su amor. Así también debe ser en nuestra vida.

A nosotros nos viene bien este claroscuro para vivir una permanente tensión hacia la luz; para colaborar con el Espíritu divino en el trabajo de ir puliendo las aristas del corazón, de ir puliendo las aristas de la piedra que somos, de manera que podamos ensamblarnos con nuestros hermanos para dejar que el Espíritu de Dios edifique su templo santo. Conocimiento y amor perfecto. Nos conocemos, pero para ser generosos, para vivir un amor generoso.

Es posible, si somos sinceros, que no nos veamos como piedras dignas a los ojos de Dios, e incluso, desde una actitud humilde, a los ojos de los demás. Pero como Zaqueo hemos oído hablar de Jesús, incluso hemos leído sus enseñanzas, busquemos, entonces, una vez más su mirada. La mirada de Jesús es capaz de purificar nuestro corazón, como purificó la vida toda de Zaqueo.

¿Eres bajo de estatura? No importa, ¡súbete a la higuera! Es posible que quiera hospedarse en tu casa.

2 de noviembre de 2008

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Domingo XXXI del tiempo ordinario

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 25, 6-9; Salm 22; 2Tim 2, 8-13; Jn 11, 32-45

Maragall acaba su Cántico Espiritual con estas palabras: «Que la muerte sea para mí un mayor nacimiento».

La muerte es un nacimiento más grande, para el que necesitaremos unos nuevos ojos y un cuerpo nuevo. Morir es acabar de nacer. Dios no nos crea para vernos morir, sino para llevarnos hacia la vida que es Él mismo. Para reunirnos en torno a esa mesa del banquete que nos tiene preparado, mostrándonos cómo la imagen de Dios es muy diferente de la que se hacen los hombres. Nuestro Dios es un buen anfitrión que nos tiene preparado un gran banquete. Un banquete de manjares suculentos, un festín de vinos de solera. Un banquete donde se aniquilará la muerte para siempre. Aquel dia se dirá: Aquí está nuestro Dios.

¿Lo podemos decir nosotros? ¿lo decimos nosotros? Aquí está nuestro Dios. ¿Es esta nuestra imagen de Dios? ¿Transmitimos en esta vida, nosotros los creyentes, la imagen de este Dios que nos espera con una fiesta preparada? Esta vida es el lugar donde preparamos la fiesta, fabricamos la vida que esperamos. En tal caso morir no es una desgracia, sino que es lo que mejor le puede suceder a una persona responsable de su vida. En esta vida, vivida con sentido profundo, cuanto más vivo, más soy capaz de vivir, y llega un momento que soy tan capaz de vivir, que la vida en el tiempo y en el espacio ya no puede satisfacer y me muero.

Recuerdo una conferencia de un medico oftalmólogo de 108 años, que nos decía que sentía deseos de irse de aquí, de morir, porque habían marchado ya todos aquellos más allegados, amigos y parientes próximos, y esta soledad le llevaba a buscar esa otra dimensión de la vida. Lo que este médico experimenta físicamente, bien, o mejor, lo podemos vivir espiritualmente los creyentes.

En la vida hay cosas que son nuestras, por ejemplo los rasgos personales; en la muerte se dan cita todas ellas. Es decir, que si en la vida hay cosas intransferibles, muy nuestras, la muerte es totalmente nuestra. Cada uno muere su propia muerte. La muerte no se repite nunca; nadie ha muerto ni morirá como yo moriré. Morir es lo más personal que yo haré en toda mi vida. Toda la vida junta no es tan personal como lo será mi muerte. La muerte es la gran propiedad del Hombre, la única propiedad que no estorba su ser, es su grandeza y su dimensión, y es de tal profundidad y calibre el misterio de la muerte que cada uno la vive de una manera única y personal, y es de tal trascendencia que la muerte mía, la muerte que yo he de «vivir» no la ha vivido jamás nadie en toda la humanidad.

Pero es en el amor donde vamos preparando ese nuevo nacimiento. El camino de esta vida, nos permite ir despertando la capacidad para el amor que nos ha dado Dios, viviendo este amor que es ya un morir a sí mismo, de manera que la vida vaya siendo un ensayo para el nacimiento definitivo, o la entrada al banquete de manjares suculentos…

Como la personalidad de cada uno, la muerte se elabora, fermenta y madura en las profundidades del ser de cada uno, en los inmensos silencios de la soledad personal, en la vasta serenidad en cuyo vacío puede oírse sólo la voz de Dios. Ello quiere decir que la muerte acontece en la profundidad e intensidad en que la vida ha sido vivida, es decir, que la muerte es «pequeña» donde la vida ha sido pobre en experiencia espiritual, pero la muerte es grande y estelar donde la vida ha sido vivida en cada instante con responsabilidad y conciencia.

Y esta grandeza de la muerte que guarda relación con la vida es en razón del amor con que hemos vivido la vida de aquí. Amar es aprender a morir. Es morir. Es abrir el camino del nuevo nacimiento. Es abrir las puertas del banquete de nuestro Dios.

Pero además este Dios, nuestro Dios, no el mío o el tuyo, el nuestro, el Dios con nosotros, se ha hecho presencia viva en esta vida para hablarnos el lenguaje del amor, para vivir el amor, y un amor hasta el extremo. Y para ser de este modo un punto de referencia permanente para nuestra existencia, para nuestro vivir provisional de esta vida. Para vivirla en el amor y con el amor.

Por esto hacemos memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Por esto nos dice Pablo cual es la doctrina segura: Morir con Él, para resucitar con Él, perseverar para reinar con Él. Confiar siempre en Él aunque no alcancemos siempre a ser fieles, pues Él permanece fiel. Y no negarle jamás, ya que Él no nos va a negar.

No es fácil vivir esta dimensión de la nueva vida, de la resurrección, que es lo que da hoy sentido a nuestra celebración. Si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe no tendría sentido. Pero Cristo ha resucitado y entonces… ¿tenemos esta fe, está seguridad en ese nacer definitivo a la plenitud de la vida?

¿O nos pasa como a Marta? Marta conocía a Jesús, los tres hermanos vivían una amistad profunda con Jesús, pero la mirada de Marta no llegaba más allá del horizonte de aquí abajo, a juzgar por la escena del evangelio que acabamos de escuchar. En cualquier caso haremos bien de recoger una vez más la palabra de Jesús y guardarla en el corazón: ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?

1 de noviembre de 2008

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7, 2-4. 9-14; Salm 23, 1-6; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12

Hoy, el Señor Dios todopoderoso y eterno nos otorga celebrar en una fiesta los méritos de todos los santos… Así nos dirigimos a Dios en la oración-colecta para alcanzar mediante todos esos intercesores la misericordia divina, su perdón.

Hoy, nos dice san Bernardo, honramos a todos en común, aunque no con la misma intensidad, pues cada uno encarna la santidad según su personalidad. Unos merecen ser colmados de honor porque fueron verdaderos amigos suyos. Vivieron identificados con su voluntad. Vivían aquella expresión del salmista: para mí lo mejor es estar junto a Dios. Otra forma de santidad es la de aquellos que superaron la persecución. Blanquearon sus vestiduras en la sangre del Cordero. Otra especie de santidad es la que pertenece a aquellos que corren actualmente pero que todavía no han llegado a la meta.

Pero la fuente de toda santidad la tenemos en el evangelio, la fuente de la suprema bienaventuranza se nos ofrece mediante la sabiduría de las Bienaventuranzas. Esta es la sabiduría de Dios. Las bienaventuranzas nos hablan de Dios. Y nosotros hallamos esta felicidad cuando vivimos en nuestro camino bajo el temor de Dios, como dice la Escritura: Dichoso el hombre que se mantiene alerta. Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Una felicidad distinta de aquellos a quienes ya no les asusta el camino de la vida, porque viven y cantan: Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre. Pero, para todos, la fuente de la dicha, la fuente de la vida es Dios. Las bienaventuranzas nos hablan de Dios.

Leer las bienaventuranzas es, en primer lugar leer el corazón de Dios tal como Jesús lo describe al pronunciarlas. No nacen solo de un corazón y de sus entrañas de hombre, sino de un foco más íntimo que Él mismo. De un corazón abrasado de amor, de aquel al que llama Abbà, Padre (o literalmente: ¡Papá!)

Ya mucho antes de Jesús se llamaba a la divinidad «padre», con la idea del origen de la vida, para lo cual nosotros utilizamos el nombre de «madre». Israel habla también de Dios como «padre», pero para atender a la intervención de Dios en la historia de su pueblo. En Jesús «Abbá» no es la madre de la vida, ni el padre que interviene en la historia. Es aquel en quien se puede confiar, del que podemos fiarnos por completo, con el que se puede respirar.

No se trata de padre o madre en el sentido masculino o femenino. Es lo uno y lo otro. No es una madre que retiene afectivamente al niño, sino una madre que lo pone en el mundo enviándolo hacia la vida. No es un padre que le impone su nombre, su imagen, su autoridad, sino un padre que le abre caminos de libertad, con el deseo de que corra su propia aventura. Nuestro Dios, no es un Dios que nos recuerda los deberes y obligaciones… El Dios dibujado por Jesús es Amor, que tiene un único deseo: que los seres humanos hagan su propia vida y sean «amor».

Las bienaventuranzas hablan, sobre todo, de Dios. De un Dios-Amor. Nos revelan que Dios es pobre, es manso, es paz, es compasivo, es justo… No son un programa moral para nuestra vida. Sí, tocan nuestro corazón, nos invitan a cambiar nuestro comportamiento, pero es sobre todo la revelación del corazón de Dios. Un Dios que invita a prender nuestro corazón en el Suyo.

¿Por qué sube el Señor al monte para impartir su enseñanza?

Para poder comunicar los mandamientos del cielo, dejando lo terrenal y buscando lo sublime (Cromacio). Para llevar al pueblo a una vida más alta. (Jerónimo). Para dar a conocer las más sublimes enseñanzas del Padre y del Hijo (Agustín). Para poner ante nuestros ojos que todo aquel que enseña el modo que tiene Dios de hacer justicia debe revestir su enseñanza con las más altas virtudes espirituales (anónimo).

Jesús en el Sermón de la Montaña no habla de Dios, o con Dios, habla a Dios mismo. Quien me ve a mí ve al Padre. Quien me escucha a mí escucha al Padre. Luego a lo largo de su vida entre nosotros, vivirá fielmente todo lo enseñado en la Montaña. Esta enseñanza en la Montaña debe ser todo un signo elocuente para nosotros:

Para avivar al deseo de Dios, para desear elevarnos hasta la altura de esta sabiduría divina, para asumir de manera más vital el misterio de Dios. Y por encima de todo para que, agarrados fuertemente por el amor de este Dios Padre y Madre, corramos la aventura de la vida, por el sendero de la libertad. Una libertad que se alimenta, que crece, llega a la madurez, y se expresa en el amor.