28 de agosto de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 22º del Tiempo Ordinario (Año A)

De los sermones de san Agustín, obispo (96,1-4)
«Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y que me siga». Palabras, de entrada, duras. Esta orden del Señor aparece como una carga pesada a los que quieren seguirlo. Pero, bien mirado, no son ni duras ni pesadas, porque el Señor mismo viene en ayuda de quienes cumplen sus mandamientos. Porque son también verdad aquellas otras palabras: «Mi yugo es suave y mi carga ligera». Es que el amor transforma en dulzura la aspereza que encontramos en el cumplimiento de los mandamientos. ¡Bien lo sabemos lo que puede llegar a hacer el amor, hasta cuando es deshonesto e impuro! ¡Cuantas cosas duras, cuantas pruebas indignas e intolerables, los hombres de para poder alcanzar el objeto de su amor! ¿Cuál es, pues, el negocio más importante de nuestra vida? Elegir lo que necesitamos amar. ¿Qué tiene de extraño entonces que el que ama a Cristo y quiere seguirlo, se niegue a sí mismo? Si el hombre muere cuando se ama a sí mismo, se encontrará plenamente cuando se niegue.

Es bueno seguir a Cristo, pero debemos saber cómo. Cuando Cristo dijo estas palabras a quienes le querían seguir, aún no había resucitado de entre los muertos, aún no había sufrido la pasión. Tenía todavía por delante la cruz, el desprecio, los azotes, las espinas, los insultos, la muerte. He aquí cuáles son las dificultades del camino. ¿Te dan miedo? ¿No te atreves emprender la marcha? El camino es duro, y es el hombre mismo quien hace duro el camino de su vida. Pero los obstáculos han sido invertidos. Cristo les ha pisado. ¿Quién hay que no quiera llegar a la exaltación? Ocupar un lugar bien alto es algo que agrada a todos los hombres. Pero la escalera para alcanzar la cima es el abajamiento. ¿Por qué, pues, quieres hacer unos pasos tan largas? ¿Acaso quieres caer, en vez de subir? Pone, pues, el pie encima de cada escalón, y subirás.

Este grado de humildad, no lo querían ver aquellos discípulos que pedían: «Decid, Señor, que uno de nosotros se siente a tu derecha y otro a tu izquierda en tu reino». Querían llegar a la cima, y no se daban cuenta de la escala. Y el Señor se la muestra: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» Vosotros, también, que buscáis la cima de la grandeza, ¿puede beber el cáliz de la humillación? Tened en cuenta que el Señor no ha dicho sólo: «Que se niegue a sí mismo y que me siga», sino que ha añadido: «Que tome su cruz». Que tome lo que cuesta y pesa, así me seguirá. Si alguien se propone seguirme obedeciendo mis mandamientos e imitando mis ejemplos, no le faltarán contradicciones. Muchos se le pondrán en contra, muchos intentarán disuadirle, y esto incluso entre los que se dicen seguidores de Cristo. También iban con Jesús los que impedían al ciego de llamar. Amenazas, burlas, oposiciones de todo tipo... si me quieres seguir, haz de todo esto tu cruz. Los mártires llegaron a la meta alentados por estas palabras. Si alguna vez nos sobreviniera la persecución, ¿no deberíamos despreciar todo por causa de Cristo?

LA CARTA DEL ABAD

Querida María Luisa,

Bajo tu estrella de este mes que habla sobre la «vida». Esta es una estrella cuya luz busca hoy día mucha gente. De hecho, somos todos quienes buscamos la luz de esta estrella. Porque la vida todos la recibimos, todos nos encontramos con este don de la vida, pero no todos llegamos a alcanzar la sabiduría verdadera de la vida, aquella sabiduría que lleva a vivirla con verdadera luz y paz y sentido. Son innumerables las personas que viven su vida mal, muy mal, sin los recursos materiales mínimos. Otras muchas, no tantas en este caso, desbordantes de esos recursos la viven ahogados en un clima personal agobiante cerrados sobre sí mismos… La vida tiene muchos matices, de todo signo. El poeta Rilke escribe: «Debes con dignidad soportar la vida, tan sólo lo mezquino la hace pequeña».

Pero, de hecho, hay mucha mezquindad que hace la vida pequeña, miserable, para muchos, y, por supuesto, que no siempre lo que determina esa dignidad es el elemento material, sino otros valores fundamentales, de los que se está resintiendo.

La Palabra de Dios del próximo domingo XXII nos ofrece una clave para dar sentido a la vida: «salvar la vida es perderla, perderla es ganarla», pero esta aparente contradicción se deshace cuando se vive abrazado por la Vida profunda, que para el cristiano tiene un nombre: Cristo. Cristo se nos presenta como la Vida. Dice a los judíos: «quien tenga sed, que se acerque a mí; quien crea en mí que beba. Como dice la Escritura: "de su entraña manarán ríos de agua viva"» (Jn 7,38).

El libro de los Proverbios nos enseña: «Hijo mío, haz caso de mis palabras, presta oído a mis consejos: que no se aparten de tus ojos, guárdalos dentro de tu pecho; pues son vida para el que los consigue, son salud para el cuerpo; por encima de todo guarda tu corazón, porque de él brota la vida» (Prov 4,20s).

La palabra de Jesús, era, y es, una palabra de vida, porque nace desde su corazón e iba directamente hacia el corazón del otro. Él perdía la vida, la ofrecía desde el impulso del amor, la servía. Perdía la vida, para ganar el corazón. Perdía, o servía la vida para ganar la fuente de la vida. Ponía una estrella luminosa en el firmamento oscuro de este mundo. Esto es vivir la vida en «círculos crecientes, que pasan por las cosas», que dice el poeta, solo que habría que completar el verso: «y por las personas».

No han faltado personas en este mundo, como el profeta Jeremías que han sido seducidas por el valor y el fuego de la Palabra. Las seguirá habiendo, porque no podemos vivir sin esta estrella de «la vida». María Luisa, como dice el profeta Ezequiel: «¡Vive, sigue viviendo, y crece!». Un abrazo,

+ P. Abad

21 de agosto de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 21º del Tiempo Ordinario (Año A)

Comentario al evangelio de san Lucas, de san Ambrosio, obispo (L. VI, 93-97)
Jesús pide a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Y Simón Pedro le contesta: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». La opinión que la gente tenía sobre Jesús tiene su interés: unos creían que Elías había resucitado y que venía nuevamente a la tierra, los demás pensaban que era Juan Bautista, que había sido decapitado y ahora había vuelto a la vida, o aún pensaban que era alguno de los antiguos profetas.

Si el apóstol Pablo no quiso conocer otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado, ¿qué más podría desear y conocer yo sobre Cristo? En este solo nombre hay expresada la divinidad, la encarnación y la realidad de la pasión. Así, aunque todos los demás apóstoles tienen todos el mismo conocimiento sobre Cristo, Pedro responde el primero: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». ¿Podríamos nosotros especular ahora sobre la generación de Dios, cuando san Pablo creyó que no debía saber nada más que Jesucristo, y éste crucificado, cuando San Pedro ha creído que no debía confesar otra cosa que el Hijo de Dios? Nosotros investigamos, con los ojos de la debilidad humana, cuándo y cómo nació y cuál es su grandeza. Pablo vio en todas estas cuestiones un escollo más que un provecho para la edificación, y desde entonces decidió no saber otra cosa que Cristo Jesús. Pedro supo que en el Hijo de Dios subsisten todas las cosas, porque el Padre lo ha dado todo al Hijo. Pues si se lo ha dado todo, le ha transmitido también la eternidad y la majestad que él posee. Pero, ¿por qué me tengo que ir tan lejos? El término de mi fe es Cristo, el Hijo de Dios.

Creamos, pues, tal como Pedro creyó, para ser felices y sentirnos como él de labios de Jesús: «Eso no te lo ha revelado nadie de carne y sangre, sino mi Padre del cielo». En efecto, los hombres de carne y de sangre sólo pueden revelar realidades terrenas, en cambio, el que habla de los misterios en espíritu no se fundamenta sobre la enseñanza de la carne y de la sangre, sino sobre la inspiración divina. No os fiéis, pues, de la carne y de la sangre, si es que vosotros mismos no os queréis volver carne y sangre. El que ha vencido la carne se ha convertido en fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar Pedro, puede, al menos, imitarlo. Grandes son, en efecto, los dones de Dios: no sólo ha restaurado lo que era nuestro, sino que nos ha dado lo que era suyo.

El Cristo es la piedra. Y no sólo no ha rechazado la gracia de este nombre a su discípulo, sino que lo ha hecho también Piedra, porque la piedra tiene la solidez inalterable, la firmeza en la fe. Esforzaos, también vosotros, en ser piedras: busca la piedra no fuera de vosotros, sino a su interior. La vuestra piedra es vuestra acción; la vuestra piedra es vuestro espíritu. Es sobre esta piedra que se construye vuestra casa, porque ninguna tormenta del espíritu maligno pueda derrumbarla. Vuestra piedra es la fe, la fe es el fundamento de la Iglesia. Si vosotros sois piedra, permaneceréis en la Iglesia, porque la Iglesia está edificada sobre la piedra.

LA CARTA DEL ABAD

Querido Miguel,

Leyendo la Carta de san Pablo a los Romanos del próximo domingo (día 21 Agosto) pensaba en ti. Es un grito de entusiasmo de Pablo: «¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién la ha dado primero para que él le devuelva? El es origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amen.»

Pensaba en ti cuando en tus cartas me hablas de tus paseos al pie del castillo, con un libro en las manos, cuando me escribes sobre tus entusiasmos con este o aquel autor, o cuando me escribes sobre las dudas; dudas de esos autores, o tuyas propias. Pensaba en los entusiasmos que te despiertan, este libro, o aquella obra musical… con frecuencia girando todo ello alrededor del problema de la fe, o del misterio de Dios.

Y considero lo positivos que son esos entusiasmos; esa vibración intensa de todo nuestro mundo interior, capaz de estremecerse ante la más pequeña insinuación de la vida. Una vida que se nos insinúa por multitud de caminos: en los fragmentos de nuestra existencia, en una planta o flor que nos habla del misterio de la vida, en una palabra de una persona que nos puede decir mucho del misterio de la vida, en un silencio interior que permite nacer algo nuevo dentro de nosotros, una mirada limpia al horizonte… Son muchos los fragmentos de nuestra vida que nos abren a la belleza, y que pueden ser una «insinuación» del misterio divino. Una posibilidad más de entusiasmo.

Porque ese grito de Pablo es un grito que nace desde una experiencia honda de su existencia. Hoy esto no es fácil, pues exige un ritmo diferente del que nos proporciona la vida ordinaria. Tú lo tienes a tu alcance ese ritmo, por esos paseos de lector y de reflexión, quizás también por estar habitualmente interesado en temas de cierta hondura.

Miguel, necesitamos leer mucho a san Pablo. Leerlo y meditarlo. Pues él es un hombre que rebosa siempre de entusiasmo. Es un profundo enamorado de Cristo. Y hoy tenemos todos necesidad de este entusiasmo. Ya sabes que la palabra «entusiasmo» etimológicamente quiere decir «estar en Dios». Yo creo que todos estamos en Dios. El mismo Pablo lo dice en otro lugar cuando escribe: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17,27). Pero también es verdad que no llegamos a tener conciencia de este «entusiasmo». Nos falta vibrar con esta presencia divina en nuestra existencia. El camino será poner otra frecuencia en nuestra audición, otro ritmo de vida… Un abrazo,

+ P. Abad

20 de agosto de 2011

PROFESIÓN TEMPORAL DE FRAY BERNARDO FOLCRÀ Y DE FRAY BORJA PEYRA

Alocución del P. Abad José Alegre Vilas en la sala capitular
Salmo 50; Regla de San Benito 4

«Dios es excelso y tiene 100 misericordias. De éstas 99 se las retiene dentro y sólo una la ha manifestado al hombre. En virtud de ésta, las criaturas se muestran recíproca compasión: la madre se enternece del hijo y el animal es afectuoso con su criatura. Y cuando llegue el día de la Resurrección, Él juntará esta misericordia con las 99 y las pondrá sobre las criaturas y cada una será amplia como el cielo y la tierra» (Maestro místico del s. XI).

Conviene que meditemos mucho la primera parte de este salmo 50,1-11. La palabra del salmo necesita apoyarse en el silencio del corazón para percibir como dice Rilke «el soplo de una onda, el mensaje ininterrumpido que se forma del silencio» (p. 114).

Este mensaje nos habla de nuestro pecado. Nos conviene ser conscientes de modo permanente de nuestro pecado, como nos sugiere esta primera parte del salmo, sabiendo que la historia acaba siempre en la misericordia. Por ello la segunda parte arranca con un grito de epíclesis, de invocación del Espíritu, que nos introduce en el reino de la gracia, en la alegría de saberse amado de Dios, lo cual nos arrastra a vivir esa misericordia de Dios con todas las criaturas con profunda generosidad.

Aquí tenemos la sugerencia de un trabajo permanente en nuestra vida, que no será sino una positiva colaboración con el Dios que nos va creado un corazón nuevo. Como dice el v. 8, que nos sugiere que Dios mismo trabaja en la intimidad del hombre para que adquiera sensatez y se manifieste en consecuencia con sabiduría. El perdón de Dios supone ser «tocados» por su amor, lo cual nos da una sabiduría que luego tiene repercusión en la vida concreta. Dice san Agustín:

«Sabemos que la hierba hisopo es una planta humilde, pero medicinal, y que, según se dice, se adhiere con la raíz a las piedras. De aquí se tomó la semejanza con el misterio de la limpieza del corazón. Adhiere tú también la raíz del amor a tu piedra; sé humilde ante tu Dios; humilde para que seas excelso con tu Dios glorificado. Si eres rociado con el hisopo, te limpiará la humildad de Cristo. No desprecies la hierba; atiende a la efectividad del medicamento» (Comentario al salmo 50).

Y atender a la efectividad de este medicamento del hisopo en también, como dice san Bernardo: «Vigilar la construcción de este edificio espiritual que sois vosotros» (1 Co 3,17). I sigue diciendo Bernardo: «Tened cuidado de elegir las vigas cuya madera no se pudra, tales como el temor de Dios, que dura por los siglos (Sab 18,10); la paciencia, pues según la Escritura la paciencia de los pobres no perecerá (Sal 9,19); la longanimidad, que no perece bajo el peso de ninguna construcción y perdura por los siglos, como ha dicho el Salvador: "Quien persevera hasta el final será salvado" (Mt 10,22); pero sobre todo la caridad que no muere jamás (Cant 8,6). Luego fijad este armazón otras maderas igualmente bellas, con las que haréis los artesonados y ornamentos de vuestra casas: los propósitos de sabiduría o de ciencia, la exégesis de los textos, o cosas semejantes, más bien propias para adornar que para proporcionar la salvación. Puedo poseer abundancia de estas maderas en la Iglesia, jardín del Esposo, que está llena de ellas: la paz, la bondad, la dulzura, la alegría en el Espíritu Santo, la piedad alegremente ejercitada, la limosna hecha con sencillez, llorar con los que lloran. Dame, te suplico estas maderas, para que pueda presentarte siempre acogedora la cámara nupcial de la conciencia: de mi conciencia y de la de los otros» (Sermón 46, sobre el Cantar).

Construir una casa, o levantar este edificio espiritual, requiere un trabajo entregado por parte nuestra. Trabajar fuerte y generosamente en nuestro taller. Y el taller hemos oído en la lectura de la Regla es el monasterio. El monasterio, nuestro obrador. «Obrador» es una palabra que hace referencia a un «taller de obras manuales». Por ejemplo un obrador es el taller de cerámica, donde hay que manejar el barro, combinar en el los colores… para que finalmente obtengamos un a obra bella; semejante podríamos de dice del taller de encuadernación, e incluso, ampliando nuestra mirada, el mismo huerto. Aquí se trabaja en obras materiales, y obtenemos un resultado material, bello, necesario, pero en definitiva material. El obrador del que os habla hoy la regla es un trabajo que os ayude a preparar la casa interior, a hacer la obra del corazón.

Evidentemente aquí los materiales son muchos más y mucho más diversos. Nada menos que 74 sugerencias muy concretas, tomadas de la Biblia y de los Santos Padres, para lo cual nos ha prometido la recompensa: ver el que ningún ojo ha visto nunca, ni ha presentido el corazón del hombre, lo que Dios tiene preparado para los que le aman.

O sea que lo vuestro, y lo nuestro, es un trabajo permanente, espiritual, que vaya dominando sobre cualquier otro trabajo. Empieza con una invitación a amar a Dios, con todo el corazón. Dios siempre es la primera referencia, él tiene también la iniciativa del amor. Y acaba con el recuerdo de que todo lo envuelve la misericordia de Dios. La primera y la última palabra de todos los materiales de nuestro trabajo espiritual es la misma: Dios. Palabra que es perdón y amor. Dos palabras muy a tener presentes en la vida del monje. Todo está en las manos de Dios.

En las sentencias más decisivas y como razón última de la existencia del monje y como objeto y garantía de su amor, «no anteponer nada a Cristo».

En este catálogo aparecen repetidas sobre todo dos palabras: amar, desear.

Y con la luz y el estímulo de estas dos palabras en el taller del monasterio se ha de ir combinando y utilizando en cada momento los materiales apropiados de este capítulo 4, para ir haciendo el camino de una vida espiritual, que será la edificación de la casa interior.

Por ejemplo en los momentos que está en el coro, seguramente no tendrá la preocupación de darse al vino, o ser goloso o dormidor, pero quizás tendrá que tener en cuenta de esclafar los malos pensamientos contre al Cristo, o de escuchar con gusto las lecturas santas. O sea que en el obrador monástico cada cosa tiene su tiempo, y lo importante será vivir cada situación, cada tiempo, de acuerdo a la exigencia del momento. Eso sí procurando que de este obrador monástico salga una obra bien hecha.

El objetivo pues, construir la casa interior. O como escribe Ester de Vaal: «Transformar la vida a imagen de Cristo. Cuando el Espíritu atrapa nuestra imaginación, se reconfiguran nuestros deseos, esperanzas y valores, la forma que tenemos cada uno de ver el mundo; en definitiva toda la vida humana. Por lo tanto, redescubrir la imaginación es un paso importante para aprender a responder a lo que Dios está haciendo en nuestras vidas y a nuestro alrededor».

15 de agosto de 2011

ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN

Profesión solemne de fray Edwin Oblitas Vera

Homilía predicada por el P. José Alegre Vilas, abad de Poblet
Apoc 11,19; 12,1.3-6.10; Sal 44,11-12.16; 1Cor 15,20-26; Lc 1,39-56

Hoy, como acabamos de escuchar en la lectura del Apocalipsis, vuelve a aparecer en el cielo un gran prodigio: una mujer que tiene el sol por vestido, la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas. En el cielo un gran prodigio y en la tierra la solemnidad de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos. «Un regalo de gran precio —como escribe san Bernardo— porque es el sello de una feliz alianza entre el mundo humano y el mundo divino, entre la tierra y el cielo. El mejor fruto de nuestra tierra que enviamos allá de donde descienden todos los dones y las gracias». El mejor regalo, el mejor fruto que enviamos al cielo, pero también la firme esperanza de que esta tierra nuestra sigue siendo una buena tierra para continuar nuestra respuesta, nuestra ofrenda singular a Dios.

Nuestra reina nos ha precedido, y ha recibido una acogida tan maravillosa que podemos con toda confianza, nosotros, sus humildes servidores, seguir sus pasos gritando con la Esposa del cantar: «llévanos tras de ti, corremos al olor de tus perfumes» (Cant 1,3).

«La Virgen gloriosa subiendo hoy al cielo ha aumentado la felicidad de los que lo habitan», escribe con profundo y atrevido amor san Bernardo. Admiración que también hace decir al poeta: «Oh tú, sabrosa, óleo que la altura quiere, borde de humo azul que del incensario sube».

Sabrosa, sabiduría viva, vibrante, que despierta aquel rincón más íntimo y genuino de nuestro ser. Ser hecho para la eternidad. Óleo, que la altura quiere, diseñado ya antes de toda la creación. Diseño de la primera casa que Dios hace para sí mismo. Dice el evangelio: «Jesús entró en la ciudad y una mujer le recibió en su casa» (Lc 10,38). Lucas el pintor de la Virgen, quizás no hace sino recordar ese «óleo que la altura reclama»: Dios entró en el mundo y una mujer le recibió en su casa.

Dios sigue viniendo al mundo y tú, yo, nosotros… estamos llamados a recibirlo en nuestra casa. Un Dios que está ya, de alguna manera, en gestación dentro de cada uno de nosotros.

Dios entró en el mundo y una mujer lo recibió en su casa. Dios sigue viniendo a su casa del mundo para encontrar al hombre. El objetivo de la vida monástica es "buscar a Dios". Quien se consagra como monje a vivir una vida monástica se consagra a una cosa tan sencilla como esto: buscar a Dios. Buscar a Aquel que da valor a la vida, y esto es encontrar la Vida misma. Ahora bien la búsqueda de Dios requiere un cultivo de la Palabra. La Palabra nos abre el camino para buscar a Dios. Por esto san Benito establece una Escuela del Servicio Divino, en la cual es importante el ejercicio de la Palabra. La Palabra nos hace estar atentos unos a otros. Y esto abre al nacimiento de una comunidad. Por ello el monje busca a Dios en el seno de una comunidad. Esto viene a exigir otros valores necesarios en la búsqueda de Dios: el silencio, el diálogo, el encuentro, un trabajo bien hecho, vivir el tiempo, cada momento con el gozo del trabajo bien hecho.

Todos estos valores que la Regla de san Benito viene a resumir en dos palabras: «Ora et labora». De aquí nace un talante de vida nuevo, diferente. Pero de este talante nuevo, nos puede decir algo contemplar la escena del Evangelio que hemos escuchado. Contemplar unos instantes el evangelio para comprender este movimiento de Dios en la casa del mundo, en la casa de Isabel, en la casa de María.

«Ella, María —escribe san Bernardo— es aquella cuyo saludo basta para hacer saltar de alegría el niño todavía en el seno de su madre». La escena es de una belleza singular, una belleza inmortalizada en innumerables ocasiones, en los lienzos, en los retablos de artistas de todo el mundo.

María llama a la puerta de la casa de Isabel. Esta abre la puerta y se entusiasma. Y fruto de este entusiasmo grita una palabra de bendición: «eres bendita entre todas las mujeres. Al oírte el niño ha saltado en mis entrañas».

Y María la esclava del Señor calla, y deja que hable Dios, deja que hable el Verbo que agita sus entrañas. Y en esa agitación vuelve a desplegarse el amor de Dios a toda la humanidad.

Un amor que se recoge en el canto único del Magníficat. Lo que el pueblo judío había hecho a lo largo de su historia: el recuerdo de las maravillas de Dios, vividas y enseñadas de esta manera a sus hijos, para que este amor se revitalizase permanentemente, Santa María vuelve a recordarlo con el sabor de la plenitud de los tiempos. María recuerda las grandezas de Dios. María recuerda la obra de Dios. Pero María nos recuerda que esta obra continúa con fuerza incontenible hacia el futuro. O que este futuro ya está aquí y ahora. Tan solo hay que dejar que nos abrace el amor de Dios que nos transforma, que nos resucita.

Por esto nuestra alma, como la de María, debe engrandecer al Señor, que nos mira, a pesar de todo, en nuestra pequeñez. Su santidad y su amor se extienden de generación en generación. Y llegan hasta nosotros. Para que hagamos la obra de Dios. La obra que exalta a los humildes, que mira con predilección a los pobres, a los sencillos.

Dios no olvida, el recuerdo de Dios recoge el amor desde el inicio; su amor, yo diría que crece con sus obras, y por ello su amor llega de generación en generación. Santa María sabe en su recuerdo de esta obra de Dios en la historia de su pueblo y en su propia existencia, y por ello canta: todas las generaciones me llamaran bienaventurada.

El poeta también canta este misterio cuando escribe: «Como en el ojo de una aguja
quiere enhebrarse en ti la larga mirada mía antes que te sustraigas a lo visible».

Querido Edwin, como en el ojo de una aguja, es importante enhebrarse en Santa María. En esta solemnidad de la Asunción quieres consagrarte al Señor en la vida cisterciense, que mira y celebra a Santa María en su Asunción a los cielos de una manera singular, y vivir como monje. Que tu vida monástica vaya configurándose, enhebrándose, a santa María. Deja que, día a día, ella tire de ti. Tienes virtudes en tu vida que te acercan a ella: eres un monje que habla poco, eres un monje que hace con diligencia sus trabajos. Es el «Ora et Labora» monástico, dos palabras que caen bien a la vida monástica. Al monje que desea serlo. Deja que Santa María tire siempre de ti. Porque ella está siempre cerca de nosotros. Que ella sea siempre una referencia principal para ti. La paz y la alegría de Dios no te faltaran. Y tú serás también fuente de paz y de alegría para la comunidad.

14 de agosto de 2011

PROFESIÓN REGULAR DE OBEDIENCIA DE FRAY EDWIN OBLITAS VERA

Alocución del P. Abad José Alegre Vilas en la sala capitular
Regla de San Benito, capítulo 5: La obediencia

«Purifica el corazón, despreocúpate de todo, sé monje, esto es, único. Pide al Señor una sola cosa y búscala. Afánate y mira que él es Dios. Así cuando purifiques tu corazón por el espíritu de inteligencia, inmediatamente verás a Dios por el espíritu de sabiduría; y gozarás de Dios».

Estas palabras de san Bernardo nos sugieren que llegar a la Profesión solemne es un punto importante de una línea que hay que seguir trazando a la largo de la vida monástica, que se centra en una búsqueda permanente de Dios. Esta búsqueda va unida de manera muy íntima a un trabajo sobre el propio espacio interior.

«Purifica el corazón, céntrate en lo único importante: ser monje». Esta actitud nos pone en un camino de alcanzar el espíritu de sabiduría, y como consecuencia ver a Dios. Para este camino, o para este trabajo necesitamos no olvidar en ningún momento tres palabras. Son tres palabras que aparecen en los dos primeros versículos del capítulo sobre la obediencia, que acabamos de escuchar: HUMILDAD, OBEDIENCIA, CRISTO.

Tres palabras que nos abren el camino para ir al encuentro de Dios. Y todo ello con una referencia muy concreta, muy evangélica. La humildad. La humildad es Cristo. La humildad es una palabra que recoge todo el misterio de Dios. De un Dios que no se aferra a su condición divina, sino que se despoja, se reviste de nuestra debilidad, y se humilla hasta morir en la cruz. Esta es la expresión de la suprema humildad. Un camino así no se hace sino bajo el impulso del amor. Dios es amor. Por ello Dios hace este camino revestido de nuestra naturaleza, para enseñarnos que la manifestación de la grandeza pasa por la humillación vivida con amor. Esta humildad es la que contemplamos en Cristo, que es el camino que nos lleva al Padre.

Para vivir, pues la humildad, no podemos dejar de contemplar a Cristo. Si nosotros, los monjes, no debemos anteponer nada a Cristo, estamos llamados a contemplar a este Cristo en el cual destaca por encima de todo su gesto humilde.

¿Por qué vive durante su vida este gesto humilde Cristo? Porque no abandona nunca en ningún momento la referencia al Padre. «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre», dirá Jesús.

De esta manera comprendemos que su vivencia humilde nace de una obediencia permanente al Padre. «Yo no puedo hacer nada sino lo que veo hacer al Padre», dice Jesús. Cristo pues, está en permanente dependencia del padre. Cristo obediente, hasta la muerte, y una muerte de Cruz. Una obediencia que vive también asediado por la tentación: «Que pase de mi este cáliz, pero si no puede ser que se haga tu voluntad».

Hace falta, pues una gran madurez humana y espiritual para vivir con fuerza y generosidad la obediencia. Una madurez que en nuestros tiempos no siempre se encuentra, en una sociedad sometida al capricho y a lo superficial, en una sociedad donde sobra mucho gusto personal, y más compromiso con quienes convivimos.
La obediencia de Cristo no es una obediencia ciega, es una obediencia que nace de la exigencia de su unión con el Padre, que le lleva a manifestar su amor a todos los hombres.

Una obediencia según Cristo es una obediencia que nace de la libertad y del amor. La libertad de quien acepta vivir una relación viva con Dios, de búsqueda permanente, de despertar su espíritu dentro de sí mismo, y de manifestar este espíritu con amor.

Por todo esto hay que decir que para un monje que acepta plenamente las exigencias de una obediencia, que esta, la obediencia es Cristo. Él debe ser siempre el punto de referencia principal a la hora de vivir esta virtud fundamental de la vida monástica.

Este capítulo nos habla de las características importantes de la vida de obediencia: prontitud decidida, generosidad, olvido de si mismo, aceptación de un camino estrecho, aceptación de una exigencia comunitaria, alejamiento de toda murmuración, dar con alegría…

Pues todo esto viene a ser el compromiso que se pone de relieve en este breve diálogo entre el monje que profesa y el abad: «asumir el camino de la obediencia monástica para configurarse más y más a Cristo humilde y obediente».

Y en este mismo diálogo se sugiere también la necesidad de asumir en la propia vida «una escucha humilde de la palabra de Dios», como un medio, un instrumento necesario para llevar a cabo con fidelidad la vida humilde y de obediencia que nos configure a Cristo.

Pero la Palabra es un instrumento de purificación permanente si se le acoge en el corazón. «La Palabra es más penetrante que una espada de dos filos, que penetra hasta la unión del alma y del espíritu, que juzga los sentimientos y pensamientos. Nada se escapa a su mirada, todo está desnudo y vulnerable a sus ojos y es a ella a quien habremos de dar cuenta» (Hebr 4,12).

Es fuerte este texto. Tanto que hay que decir que el monje que no tome en serio estas palabras de la Escritura, podrá ser monje, pero un monje mediocre, una vulgaridad que pasa sin pena ni gloria. Muchos en la vida monástica pasan sin pena ni gloria. Pero un paso así es triste.

Edwin, no pases sin pena ni gloria. Aliméntate cada día de la fuerza, de la luz y de la sabiduría de la Palabra de Dios a quien quieres consagrar tu vida, como acabas de aceptar en este diálogo con el Abad, delante de la comunidad. Sé generoso con Dios, y con tus hermanos. Y vivirás la experiencia de que Dios te gana en generosidad.