11 de octubre de 2020

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Is 25,6-10; Sal 22; Filp 4,12-14.19-20; Mt 22,1-14

Escribe Santa Teresa en uno de sus bellos poemas:

«Porque tú eres mi aposento,
eres mi casa y mi morada,
y así llamo en cualquier tiempo
si hallo en tu pensamiento
estar la puerta cerrada…»

Y con el salmo de la eucaristía de hoy cantamos: «viviré siempre en la casa del Señor».

Pero parece ser que no siempre estamos en la casa del Señor. La misma santa Teresa tiene otro verso que parece sugerirlo: «vivo sin vivir en mí», pero que en realidad es una expresión que, conociendo la vida de santa Teresa, pone de relieve más bien el deseo tan vivo que tenía siempre de reposar en Dios, de vivir esa íntima familiaridad con Dios en su espacio interior.

Pero nos puede suceder también la experiencia de san Agustín cuando se lamentaba: Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí y yo esta fuera, y allí te buscaba. Me llamaste, me gritaste. Y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí. Y quitaste la ceguera de mis ojos. Exhalaste tu perfume y pude respirar. Y ahora suspiro por ti. Siento hambre y sed de ti. Me tocaste y me abrase en tu paz.

Siente hambre y sed de Dios. Escuchando las lecturas de hoy también podríamos afirmar que Dios tiene hambre y sed de ti, de mí, de nosotros.

Dios ha preparado un banquete para todos los pueblos, enjugar las lágrimas de todos los hombres, borrar todas las humillaciones… es lo que anuncia el profeta en la primera lectura de Isaías.

Este anuncio lo presenta el evangelio como una realidad que se cumple en su Hijo. Jesús hace sitio a los pobres. Jesús se hace presente en la vida de los hombres y los invita a su mesa para compartir con ellos el pan y el vino, su vida.

Es evidente que se repite la historia: son muchos los que rechazan la invitación, o que reaccionan con violencia a la invitación del Señor. Pero el Señor no retira la invitación y manda salir a los caminos e invitar a todos. Y la sala del banquete se llenó de invitados y aún añade: buenos y malos.

Dios busca a todos, busca al hombre. Esto deja sorprendido al salmista cuando se pregunta: «Señor, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que te ocupes de él?» (Sal 8)

El hombre, toda persona humana, es objeto del deseo de Dios, de su amor. Porque la mirada de Dios llega al corazón del hombre. Llega hasta el interior del hombre donde está su casa, su aposento como dice santa Teresa. Y es ahí donde Dios empieza a trabajar a favor del hombre, ayudándonos a tejer el vestido de fiesta, para entrar dignamente en el convite.

Él, nuestro Dios, tu Dios, está dentro de ti, y espera que nosotros entremos dentro y le proporcionemos los hilos para ir tejiendo, con nuestra colaboración ese vestido de fiesta del que tenemos necesidad para entrar al convite.

Y estos hilos que Dios quiere que nosotros le proporcionemos son los que él mismo nos ha proporcionado, los que pone en nuestras manos: esa sabiduría que nos enseña con su vida con su Palabra, y que debe mover a salir a los caminos a buscar más invitados; esa sabiduría que nos permita decir y hablar cómo es el corazón de nuestro Dios que nos invita a su mesa.

La liturgia de este domingo nos muestra como es el corazón de Dios, su sensibilidad para todo aquello que es humano, su ternura con el hombre. La liturgia de este domingo, la palabra de Dios que hemos escuchado deberíamos guardarla en el corazón para que cada día crezca nuestro deseo de este Dios, que, en su gran amor, que no llegamos a comprender del todo, nos revela lo que nos tiene preparado. Un camino para comprender un poco más este amor puede ser recordar con frecuencia el salmo de hoy:

Viviré siempre en la casa del Señor. El es mi pastor, él me guía, Me hace descansar en prados deliciosos, me lleva a descansar junto al murmullo de las aguas, en los senderos de este mundo. Él va conmigo. su amor y su bondad me acompañan siempre. Y nos prepara la mesa. El es un Padre amoroso y una madre buena.