22 de noviembre de 2010

LA CARTA DEL ABAD

Querido Pablo,

Estos días hemos tenido una nueva sesión de la Fundación Poblet en torno al tema de las ONG. Se han dicho cosas interesantes para tener muy presentes y reflexionarlas.

Se habló de unos valores en alza en nuestra sociedad: «Individualismo, como libertad y autorrealización, tolerancia respecto a la libertad de los otros, pluralismo ideológico, religioso…, democracia como forma de organización social, conciencia medioambiental, conciencia de igualdad de género, revalorización del ocio y del tiempo libre».

También se apuntó a los valores en baja de nuestra sociedad: «trabajo como cultura del esfuerzo, sentido de la trascendencia, religiosa o no; sentido de responsabilidad, de los derechos, no de los deberes; sentido del compromiso, personal y social; solidaridad extensa, más allá del ámbito local; austeridad».

Ante este panorama social he recordado todo este panorama preelectoral que tenemos en nuestra sociedad. En una sociedad donde también están a la baja la asociación asistencial, religiosa, política, sindical…

Y cuando nos disponemos a comenzar este tiempo de Adviento, un tiempo con el que empezamos los cristianos el Año Litúrgico, y también la preparación espiritual de la fiesta de Navidad leo en la Palabra de Dios del Domingo 1º de Adviento: «Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer… Conduzcámonos como en pleno día con dignidad».

¿Seremos capaces de mirar a nuestra sociedad con mirada sencilla, limpia y dejarnos interpelar? O sea, darnos cuenta del momento en que vivimos. No ser inconscientes de lo que nos rodea. O también vivir nuestras responsabilidades con dignidad.

Me preguntarás, Pablo cuales son estas responsabilidades. Yo creo que hay prioridades.

Y si el terreno político no tiene un buen eco social, sería bueno que a lo largo de una nueva legislatura que se presenta sería un buen camino aparte de intentar cumplir un programa que pocos conocen a pesar de la campaña, porque lo que domina son las descalificaciones mutuas, hacer un esfuerzo de trabajar juntos para una dignificación de la clase política. Y no solo por llegar al poder, pues por otro lado ya sabemos que el poder siempre tiene un camino de alternancia.

La Iglesia tiene también otras responsabilidades. Quizás sería bueno menos dinamismo y una más profunda reflexión para llegar a descubrir si el evangelio lo escuchamos y practicamos, o solamente lo escuchamos. Una escucha que luego se diluye en una acción superficial. Y esto nos puede llevar a la dureza de corazón. San Bernardo habla de «la dureza del corazón a la que nos puede llevar las malditas ocupaciones…Tantas ocupaciones ¿no se reducirá a puras telas de araña?».

En la sesión de la Fundación Poblet se dijo otra cosa importante: «El joven es generoso. Pero para comprometerse necesita dos cosas: una tarea apasionante, un líder con una ética, un compromiso auténtico».

Mira Pablo, tu me has dicho más de una vez que la tarea esta fuera y no en el monasterio. Yo te diría que a tenor de todo lo dicho la vida monástica tiene esas dos cosas que pueden atraer para un compromiso social, porque los valores de nuestra vida son para proyectarlos en la vida de la sociedad y de la Iglesia.

Te deseo que este tiempo de Adviento sea un buen camino para una buena celebración de la Navidad, más allá de los superficial y folklórico de la fiesta. Un abrazo.

+ P. Abad

LA VOZ DE LOS PADRES

Textos para el Adviento

San Pascasio Radberto, abad (s. IX)

«Vigilad, porque no sabéis el día ni la hora. Nos lo dice a todos, aunque parezca que solamente lo decía para los hombres de aquel tiempo, como sucede en otros pasajes de la Escritura. Son palabra para nosotros, para todos, ya que a la hora de la muerte todos nos vamos a encontrar en el último día que, de hecho, será para cada uno de nosotros el fin del mundo.

»Es inevitable que cada uno salga de este mundo según como haya sido juzgado en esa hora última. Por esto el hombre debe estar atento y no desfallecer en su vigilancia, para que el día de la venida del Señor no le coja desprevenido. Pues aquel a quien le coja de improviso es que no estaba preparado.

»Pienso que los apóstoles sabían que el Señor no vendría para el juicio final durante los días de su vida en la tierra; sin embargo, no hay que dudarlo, procuraban no engañarse a sí mismos, vigilaban y ponían en práctica lo que el Señor nos manda, de manera que nos encuentre preparados.

»Hemos de pensar siempre en la doble venida de Cristo: aquella en que se manifestará para que le demos cuenta de todas nuestras acciones; y aquella otra venida de cada día mediante la cual visita nuestra conciencia, se nos hace presentes para ayudarnos a estar preparados».

San León Magno (s. V), Homilía 1

«Por la oración se busca la propiciación de Dios, por el ayuno apaga la concupiscencia de la carne, por las limosnas se perdonan los pecados (Dan 4, 24) Al mismo tiempo por todas estas cosas se restaura en nosotros la imagen de Dios y siempre estamos preparados para la alabanza divina, si somos solícitos para nuestra purificación y para la sustentación del prójimo.

»Esta triple observancia nos atrae los afectos de todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de Dios, nos hace inseparables del Espíritu Santo. Pues en las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas la benignidad».

21 de noviembre de 2010

Domingo XXXIV del tiempo ordinario (Año C)

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Sam 5,1-3; Salm 121,1-5; Col 1,12-20; Lc 23,35-43

Esta fiesta de Cristo Rey me resulta un tanto extraña. Quizás sea debido a la manipulación que hemos hecho y hacemos de ella. Es una fiesta que tiempos atrás la celebrábamos en Octubre, luego se traslado al final del Año Litúrgico, como un coronamiento lógico del Reino cuando éste llega a establecerse en su plenitud. Pero yo tengo mis dudas de si llegamos a captar el mensaje de esta fiesta. Leía hace poco estas palabras del jesuita Ignacio Ellacuria, que en estos días se cumplen años de su asesinato: «En el Reino habrá abundancia para todos, pero nadie se podrá considerar rico en contrapartida con el poder y en contraposición a él».

Al nombre de Cristo Rey se han cometido abusos sangrantes, llegando a matar. También es verdad que al grito de Cristo Rey se ha dado la vida, pero evidentemente con un matiz muy distinto de la realeza de Cristo.

Rezamos varias veces cada día el Padrenuestro, donde pedimos a Dios que venga a nosotros su Reino. Pedimos que pase este mundo y que llegue Cristo a ser Señor y dominar en nuestras vidas, en la plenitud y consumación de toda la creación. ¿Verdaderamente somos conscientes de lo que pedimos con esas palabras? ¿de verdad queremos que pase este mundo?

Porque a continuación también decimos otras palabras con suma ligereza. Aquellas de «perdónanos, porque nosotros también perdonamos»… Y la realidad es que no llegamos a vivir con verdadera alegría y paz esas palabras del Padrenuestro.

¿Como nos muestra la Palabra de Dios el trayecto del Reino?

Aparece primero en David como un servicio pastoral que le pide todo el pueblo: «Hueso y carne tuya somos, tú serás el jefe»… Un servicio que buscará proteger la vida de todo el pueblo y guiarlo al bienestar sobre la tierra. Este servicio de David es sobre todo un servicio profético, que anuncia el futuro Rey. David subirá a la dignidad de rey desde la oscuridad y el olvido de pastorear el rebaño de ovejas.

Jesucristo, inicia este camino del Reino negándose a sí mismo, dejando su condición divina, y en negación llegar al trono de la Cruz, para acabar sumergido en el silencio de Dios y el abandono de los hombres

Podemos repasar la escena del evangelio:

El escenario de la Cruz. Cristo subido a su trono. Alrededor del trono de la cruz contemplamos el pueblo que está mirando; los jefes del pueblo tentando a Jesús poniéndole a prueba al recordarle que es el protegido, el amado de Dios. Se mofan a partir de una realidad muy seria: la relación del Padre y del Hijo.

Más cerca están los soldados burlándose, recordando el valor político del título de Mesías: un rey dispone de poder, ya se lo había insinuado Satanás en las tentaciones.

En primer plano los dos ladrones que hablan con él. Aquí está la tentación más fuerte porque también ellos están sufriendo en la cruz junto a Jesús. ¿Por qué el Salvador de los hombres que se ha conmovido ante los sufrimientos humanos no responde al grito de los que sufren en esta tierra? Es la más diabólica de las tentaciones porque intenta romper la unión del Padre y del Hijo.

Por último culmina la escena con la inauguración solemne del Reino: «Hoy estarás conmigo en el paraíso», le dirá el ladrón confiando en él, lo mismo que Cristo se entregará confiadamente en los brazos del Padre.

No podemos celebrar la fiesta de Cristo Rey sin mirar detenidamente el crucifijo. La palabra rey tiene demasiadas connotaciones, no siempre positivas, difícilmente compatibles con la imagen de Cristo que nos ofrecen los evangelios. Por supuesto Cristo es Rey. Él mismo lo reconoce delante de Pilato en el momento de jugarse la vida. Pero también es verdad que cuando las multitudes pretendían proclamarlo rey, tras la multiplicación de los panes, Jesús desapareció discretamente para evitarlo. Y es que el término rey resultaba equívoco, entonces y ahora. Podía prestarse a malentendido. Y Jesús dejó constancia de su manera de pensar cuando los discípulos buscaban los primeros puestos en el reino. En aquel tiempo les dijo, lo mismo que nos dice hoy: «que los poderosos de este mundo explotan y oprimen», y que eso no vale entre cristianos. «Que el que quiera ser el primero que ocupe el último lugar, que el que quiera mandar que sirva». Eso es todo. Así de fácil y de claro.

Cristo no alardea de su categoría divina sino que se rebaja hasta ocupar el último lugar, para servir, para entregar su vida y morir en la cruz para la salvación del mundo. Toda la vida de Jesús se resume en dos palabras: al servicio de la voluntad del Padre, al servicio de la humanidad.

El evangelio sigue siendo la buena noticia, la gran noticia, la mejor noticia que podemos recibir. Por eso debemos volver los ojos a Cristo crucificado para entender la fiesta de hoy. No tienes más leyes que las del amor. No necesita cuerpos legislativos; ni más política que el amor al enemigo, por eso no necesitas armas ni ejército…

Resulta comprensible que muchos no puedan entender ni aceptar un rey tan extraño. No lo pueden entender los poderosos, porque su empeño es dominar más que servir. No lo entendió Pilato que lo condenó a muerte. Ni los judíos escandalizados… Para los cristianos la cruz es la fuerza de Dios para salir de las tinieblas y entrar al reino de la luz… ¿Lo entendemos nosotros?

Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILÍA
2Sam 5,1-3; Salm 121,1-5; Col 1,12-20; Lc 23,35-43

Reflexión: El Reino

Terminamos el Año Litúrgico con la fiesta de Cristo, Rey del universo. Este Reino de Cristo que los Apóstoles no llegan a entender cuando están con Jesús, que había iniciado su predicación, su anuncio del Reino diciendo: «Convertíos, el reino de Dios está cerca». Otro evangelista la expresará con otro matiz: «El reino de Dios está dentro de vosotros».

Los tres sinópticos a lo largo del evangelio dan una importancia relevante a este reino que anuncia Jesucristo. En cambio en Juan no es así, sino al final de la vida. Todos los evangelistas traen el breve diálogo de Pilato con Jesús: ¿Eres tú el rey de los judíos?... Pero sólo Juan trae una respuesta más clara de Jesús: ¡Tú lo dices!.. para manifestarle a continuación que su reino no es de este mundo. El reino que anuncia Cristo no está relacionado con un proyecto político, con ninguna estrategia socio-económica o militar. Se apoya solamente en la verdad. Jesús viene a dar testimonio de la verdad. Viene a evocar la revelación de la bondad del Padre y la expresión de la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación. El anuncio del reino viene a mostrarnos que es el evangelio mismo, que es Cristo mismo.

Dos reinos contrapuestos: el reino de Dios y el reino del mundo. Este último está dominado por los poderes de este mundo, por la sabiduría de este mundo, que va por caminos diferentes de la sabiduría de Dios. ¿Por dónde va esta sabiduría de Dios? Tenemos una sugerencia muy clara en el Prefacio de la Eucaristía de esta fiesta:

Un reino eterno y universal. Es decir Cristo viene a romper todo límites y abrir a una reconciliación universal. Quien trabaja por el reino debe estar abierto y trabajar dentro de estos horizontes. Dios quiere la salvación de todos los hombres; Dios quiere que su amor llegue a todos los hombres.

El reino de la verdad y de la vida. El creyente debe ser un buscador de la verdad. Cristo es la verdad; Él mismo lo confiesa claramente, y además se postula como el camino hacia esa verdad. Buscar la verdad es buscar a Cristo. Y también defender la vida. Respetar la vida, favorecer la vida, este misterio precioso que nos supera. Crear vida, extender la vida, luchar por la vida. Cristo también se postula como la vida, y como el camino hacia la vida.

Un reino de santidad y de gracia. Solo Dios es santo. Solo Dios es la fuente de la gracia. Trabajar por un reino de santidad y de gracia es ser buscadores de Dios. He aquí una tarea para toda la vida del hombre, una tarea además con un valor absoluto: buscar las fuentes de la santidad y de la gracia. Buscar a Dios.

Un reino de justicia, de amor y de paz. Un reino que es preciso trabajar y cuidar ya aquí abajo en nuestro peregrinar por este mundo hacia la casa del Padre. Hay que trabajar por la justicia en un mundo fuertemente injusto. Hay que estar profundamente "cogidos" por el amor de Dios. Por Él mismo, que es amor. Que el amor de Dios nos domine, para que lleguemos a ser testigos del amor. Dejarnos pacificar por la presencia de Dios, pues solamente una vez pacificados podemos ser verdaderos trabajadores de la paz.

Palabra

«Todas las tribus de Israel fueron a ver a David y le dijeron: El Señor te ha prometido: Tú serás el pastor de mi pueblo, tú serás el jefe de Israel». El pueblo receptivo a la voluntad de Dios elige a David como rey. Dios lo había elegido antes por medio de profeta, y el pueblo refrenda esta elección.

«Él nos ha sacado de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido». El reino al que nos llama es la luz, a participar de su plenitud, de la plenitud de Quien ha hecho todas las cosas y que nos ha mandado a su Hijo para incorporarnos a Su misterio de amor. Cristo es el primogénito, el primero, y nosotros llamados a acompañarle en su gloria, en su reino.

«Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». El trono de Cristo es la cruz, el punto de apoyo para acceder a su reino. Es necesario llegar a conocer, como lo hace el Buen Ladrón, o a descubrir su reino. Y hacer nuestra la oración del Ladrón: Acuérdate de mí.

Sabiduría sobre la Palabra

«Hay que tener una cosa muy clara a propósito del Reino de Dios: de la misma manera que no hay "participación posible de la justicia con la iniquidad", ni "asociación de la luz con las tinieblas, ni "acuerdo entre Cristo y el demonio", así tampoco puede coexistir el Reino de Dios con el pecado. Así pues, si queremos que Dios reine en nosotros, de ningún modo "ha de reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal", sino que "habremos de mortificar" nuestros "miembros terrenos" y fructificar en el Espíritu; a fin de que Dios, como en un espiritual paraíso, pueda pasearse por nosotros y reine exclusivamente en nosotros con su Cristo, sentado dentro de nosotros a la diestra de aquella virtud espiritual que deseamos recibir: sentado hasta que todos los enemigos suyos que hay en nosotros se conviertan "en el escabel de sus pies" y desaparezcan de nosotros todo principado, potestad y virtud que no sean los suyos». (Orígenes, Sobre la oración)

«Quien, según la enseñanza sobre la forma de orar, pide que venga a él el reino de Dios, una vez que sabe que el verdadero rey es rey de justicia y de paz, enderezará completamente su propia vida hacia la justicia y la paz, para que reine sobre él Aquel que es Rey de justicia y de paz. El ejército de este rey está constituido por todas las virtudes, pues estimo que todas las virtudes han de entenderse en conexión con la justicia y la paz. Si alguien, abandonando la milicia de Dios, se enrola en el ejército de los enemigos y, despojándose del escudo de la justicia y de toda la armadura de la paz, se convierte en soldado del inventor de la maldad, ¿cómo podrá continuar bajo el rey de justicia tras haber arrojado el escudo de la verdad? El distintivo de su armadura mostrará necesariamente a su rey, ya que, en su forma de vivir, mostrará a su rey como imagen impresa en sus armas. Por esta razón, bienaventurado aquel que está colocado bajo el mando divino, está enrolado en los escuadrones de aquellos que se cuentan por millares de millares, y se encuentra armado contra la maldad por las virtudes, las cuales muestran en quienes las visten la imagen del rey». (San Gregorio de Nisa, Sobre la vocación cristiana)

14 de noviembre de 2010

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILÍA
Mal 4,1-2; Salm 97,5-9; 2Tes 3,7-12; Lc 21,5-19

Reflexión: El Día del Señor

«Llega el día… los iluminará un sol de justicia». El Día del Señor… Aparece esta expresión de «Día del Señor» por primera vez en Apoc 1,9-10, como un momento de la vida de los cristianos: la celebración del domingo, en que recordamos y celebramos la resurrección del Señor. Pero esta expresión aparece ya antes en el AT como una referencia a los últimos días o la Parusía. El clima de las lecturas de este domingo muestra este clima de los últimos días cuando estamos celebrando el final del Año Litúrgico.

Para el creyente no es la historia un comienzo perpetuo; la historia conoce un progreso marcado por las visitas de Dios, en momentos privilegiados: el Señor vino, viene sin cesar, vendrá, para juzgar al mundo y salvar a los creyentes. Para designar la intervención solemne de Dios en el transcurso de la historia, el término «el día del Señor» es una expresión privilegiada, a veces abreviada en «el día» o en «aquel día». Esta expresión recubre una acepción doble. Es en primer lugar un acontecimiento histórico, el día por excelencia que ve el triunfo del Señor sobre sus enemigos. Es también una designación cultual, el día especialmente consagrado al culto de Dios. Estas dos significaciones no carecen de correlación mutua. El culto conmemora y anuncia la intervención de Dios en la historia: el acontecimiento histórico, puesto que emana de Dios, emerge fuera del tiempo; pertenece al presente eterno de Dios, que el culto debe actualizar en el tiempo histórico.

La espera de una intervención fulgurante de Yahvé en favor de Israel parece haberse expresado muy temprano en la creencia popular: se esperaba un «día de luz» Am 5,18. A través de los profetas, se puede reconocer un esquema que describe el día del Señor. «Yahvé lanza su grito de guerra» (Sof 1,14 Is 13,2). «¡El día de Yahvé está cerca!» Es un día de nubes (Ez 30,3), de fuego (Sof 1,18 Mal 3,19); los cielos se enrollan (Is 34,4), la tierra tiembla (Jl 2,1-11), el mundo es devastado (Is 7,23), sumergido en una soledad. El pánico se apodera de los humanos (Is 2,10.19), la gente se oculta, llena de turbación, asustada; se pierde el ánimo (Is 13,17), siendo imposible mantenerse de pie (Mal 3,2). Es el exterminio general (Sof 1,18), el juicio, la separación (Mal 3,20), la purificación (3,3); es el fin (Ez 7,6s).

Con la venida de Cristo adquiere el tiempo una nueva dimensión, que se refleja en la complejidad del vocabulario utilizado. Se trata siempre del día de la visita (1Pe 2,12), de la ira (Rom 2,5), del juicio (2Pe 2,9), del día del Señor Jesús (1Cor 1,8), del Hijo del hombre (Lc 17,24ss); se hallan igualmente las palabras apokalypsis (2Tes 1,7); epiphaneia (1Tim 6,14), parusía (Mt 24,3.27). Este último término significa ordinariamente «presencia» (2Cor 10,10) o «venida» (2Cor 7,6s); era utilizado en el mundo grecorromano para designar las visitas oficiales de los emperadores; su empleo en el NT puede también derivar de la tradición apocalíptica del AT sobre la «venida del Señor» (p.e., Zac 9,9). Estas breves indicaciones sobre el vocabulario del NT muestran que en adelante el día del-Señor designa ya el día de Cristo.

Palabra

«Llega el día ardiente como un horno…a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia». El profeta anuncia el «Día del Señor», la presencia de Dios en medio de fuego, para el juicio definitivo con su pueblo. Recuerda la presencia en medio del fuego en el Sinaí, cuando da su ley al pueblo. Ahora viene a examinar en el amor. A juzgar como hemos vivido la nueva ley que nos trajo Él mismo haciéndose hombre: la ley del amor, punto de referencia principal en el juicio.

«Ya sabéis como tenéis que imitar mi ejemplo». Pablo trabaja para no ser una carga para nadie, lo que no hacen algunos cristianos de Tesalónica esperando la llegada de la Parusía, que consideran inminente. Pero Pablo les habla claro en el sentido de que él no enseñaba que fuese próxima. Él vivía con la preocupación de anunciar a Cristo, y vivir su misma vida como testimonio vivo y ardiente.

«Esto que contempláis llegará día en que no quedará piedra sobre piedra». Es el anuncio de la desaparición de la belleza de este mundo que pasa, para quedar todo incorporado a la belleza eterna. Este momento va precedido de una gran conclusión de guerra, violencias… momentos en que se pone a prueba la fe de los creyentes, y en los que es necesaria la perseverancia, como sugiere el Señor.

Sabiduría sobre la Palabra

«No tenemos necesidad de genios, de cínicos, de despreciadores de hombres, de estrategas refinados, sino de hombres sinceros, sencillos, rectos. ¿Habrá quedado bastante grande nuestra fuerza de resistencia interior contra lo que se nos impone? ¿Habrá quedado la sinceridad para con nosotros mismos suficientemente implacable, de suerte que nos haga volver a encontrar el camino de la sinceridad y la rectitud?». (B. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión)

«Quien no espera el juicio del Señor, sino que se anticipa a su juicio, se deja llevar por conjeturas humanas, fabricándose para sí mismo una gloria entre sus hermanos, con su propio esfuerzo, y haciendo las mismas cosas que hacen los infieles. El infiel busca los honores humanos en vez de los celestiales, como dice el mismo Señor en algún lugar. ¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís la gloria mutuamente unos de otros y no buscáis la gloria que proviene exclusivamente de Dios? ¿A quiénes pienso que se parecen? ¿No será a aquellos que limpian el exterior de la copa y el plato, y que en su interior están llenos de vicios de todas clases?». (San Gregorio de Nisa, Sobre la vocación cristiana)

13 de noviembre de 2010

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

«¿Qué hacemos con la dedicación del templo? En el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe levantamos una inmensa mole de materia... Es un signo visible del Dios invisible... Así se une la realidad del mundo y la historia de la salvación. Los hombres se ponen ante el misterio de Dios revelado en el nacimiento, pasión muerte y resurrección de Jesucristo. Dedicación a Dios de un espacio sagrado para ser definitivamente Dios con los hombres. Para unir la verdad y dignidad de Dios con la verdad y dignidad del hombre. Y mostrando a Dios como amigo de los hombres e invitando a los hombres a ser amigos de Dios. Para unir la verdad y dignidad de Dios con la verdad y dignidad del hombre». Bellas palabras pronunciadas por Benedicto XVI en la Dedicación de la Basílica de la Sagrada Familia de Barcelona, y que podemos aplicar a otro nivel a nuestra Basílica de Poblet en la fiesta de la Dedicación que estamos celebrando.

Palabras que rezuman belleza, que permanecerán y serán recordadas. Como nosotros recordamos cada año la nuestra con la celebración solemne de la Eucaristía, con la celebración del misterio de Dios revelado en el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

Un misterio profetizado ya en el Antiguo Testamento cuando Salomón traslada el Arca de la Alianza al nuevo templo de Jerusalén acompañados de un gran clima de fiesta con toda clase de instrumentos: «trompetas, platillos, instrumentos musicales y las voces de los cantores que alababan al Señor porque es bueno y eterna su misericordia». La gloria del Señor llenó el templo, pero «el Señor quiere habitar en la tiniebla» y seguirá «envuelto en un manto de luz», como dice el salmista, una luz que el hombre no era capaz de penetrar.

Pero el Dios invisible continuara su manifestación en la visibilidad humana hasta ofrecer con palabras humanas su amistad al hombre, como hemos oído en el evangelio: «Zaqueo baja, que hoy quiero hospedarme en tu casa». Y Jesús se hospeda en casa de Zaqueo, para escándalo de los fariseos, y para llevar a Zaqueo a la amistad de Dios: «hoy ha sido la salvación de esta casa».

Y el corazón de Zaqueo debió ponerse en un clima de fiesta, como en la fiesta de Salomón, cuando trasladaban el Arca. Jesús toca el corazón de Zaqueo. Jesús se gana su corazón. Y Zaqueo se siente cogido por la amistad y el amor divinos.

Pero Jesús vino con horizontes más dilatados. «Él es la piedra angular del edificio. Piedra viva». Corazón de fuego. Dios amigo de los hombres. Y por ello derrama su Espíritu, para que encienda otras piedras vivas, llamadas a levantar con esa piedra angular que es Cristo un nuevo edificio. Llamados a entrar en la construcción del templo del Espíritu. Por eso los hombres levantan estos edificios de piedra como Poblet y muchos otros.

«Y en estos templos de piedra escuchamos la Palabra y tenemos la presencia de Dios, y la Iglesia recibe su vida, su doctrina, su misión. Para luego ser instrumentos de Cristo, para mostrar al mundo el rostro de Dios, que es amor, y el único que puede responder al deseo más profundo del hombre. Y esta es la gran tarea, el gran servicio nuestro: mostrar que Dios es Dios de paz y no de violencia, de libertad y no de coacción, de concordia y no de discordia». (Benedicto XVI)

Nosotros conocemos profundamente estas piedras de Poblet. Más aún: yo diría que somos piedras vivas, piedras de calidad. Pero hemos de trabajar con inteligencia, con corazón sobre todo; más aún: con fe, con profunda fe, para ensamblarnos unos a otros en la edificación del templo de piedras vivas. Todos tenemos necesidad en este levantamiento, piedra sobre piedra, de la comunidad, del templo vivo, de pulir muchas aristas, para que las piedras estén bien compactas entre si. Esta es nuestra tarea de cada día.

Es también una buena invitación la que nos hace la vidriera poética de Xirau, que escribe:

«La Iglesia silenciosa canta
una palabra de oro,
otra del ciervo,
cantan los muros,
cantan los árboles».

Pero el canto nace del silencio. Nosotros hemos recibido unas piedras, unos muros,… impregnados todavía del canto de siglos; piedras que vibran todavía del canto lejano de monjes que buscaban a Dios en el silencio y le alababan con el canto, como alabanza de toda la creación.

Hemos sido acogidos en el silencioso seno de este monasterio, de este templo, de estos muros. Para escuchar una Palabra de vida, que despierte en mi, en ti, en todos y cada uno de nosotros, una palabra de oro, que ayude a construir una comunidad viva, que continúe colocando en el silencio de esta iglesia una nueva voz, un nuevo canto de alabanza al Creador del universo.

2 de noviembre de 2010

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Job 19,1.23-27; Salmo 24; Filp 3,20-21; Lc 23,33.39-43

La muerte, plenitud de la vida. Es el título de un libro. Y en prólogo de este libro dice cosas tan atractivas como estas: «Si existe hoy en día una urgencia terminante para el hombre es la descubrir caminos que conduzcan a la luz. Estamos casi todos muy detenidos e instalados en las sombras. Es el gran mal general: nos dirigimos a ningún sitio y nos hemos habituado a sobrevivir en el centro de la noche. Si sufrimos un preocupante eclipse de Dios ello se debe al olvido sistemático del hombre. El problema radica en haberse vuelto de espaldas al hombre».

Con estas palabras quizás estaremos bastante de acuerdo a poco que contemplemos el panorama de nuestra sociedad, de nuestras propias vidas. Puesto que vivimos también en esta sociedad, no nos excluyamos de modo privilegiado.

Pero también dice en el mismo prólogo: «Todo es gracia. Algún día, cuando el hombre haya concluido su carrera, descubrirá, fervoroso, que todo absolutamente le fue regalado, como un hermoso quehacer inmerecido. Provenimos de la gracia y al reino de la gracia nos encaminamos. La vida es una larga marcha hacia la plenitud, de modo que la muerte misma parece que arrambla toda esperanza, pero no es sino un abrir puertas a los campos infinitos del ser pleno…Nos dirigimos derechos hacia un mundo en el que los bosques, los ríos, los ocasos transparentes, los claros amaneceres, las palabras sobre la existencia se inundaran de música de la otra orilla. No nos aviejamos, nos hacemos niños. Es decir nos vamos sazonando de eternidad…».

Quizás con estas palabras nos cueste más ponernos de acuerdo. Nos cuesta mirar al mundo. Y cuando lo miramos nuestros ojos se quedan en la superficie y quedamos enseguida cogidos por lo negativo, y nuestra mirada queda empañada para la belleza. Y nuestros oídos se cierran también a la armonía de la belleza eterna, cuya melodía ya ha empezado.

La celebración de hoy, día de los Fieles Difuntos puede rejuvenecer nuestra esperanza, si llegamos a abrirnos para acoger el regalo de la gracia divina.

Y para esto celebramos, como el mejor de los caminos, la muerte de Cristo, que no es un suceso pasado (lo es para muchos cristianos). En lo externo es pasado, pero tiene una validez eterna ante Dios: es el acontecimiento de la historia de la humanidad por causa de la cual el Dios eterno mantiene abrazada sin descanso esa humanidad, en su misericordia y en su amor.

Es importante, es necesario, contemplar este Cristo pendiente sobre el altar, donde celebramos el gran y profundo misterio de la muerte y la vida. Contemplar a este Cristo pendiente en otros lugares significativos de la casa. Es el amor crucificado.

¿Puede estar crucificado el amor? Puede. Lo crucifica mi rutina. Lo crucifica mi inconsciencia. Lo crucifica mi corazón cerrado que impide el renacer de algo nuevo dentro de mí, y así continuo con lo de siempre, con lo viejo, con el resentimiento, que viene a ser un volver a sentir lo antiguo, lo viejo, lo de siempre… Así hago perfectamente imposible la reconciliación. Así crucifico el amor.

Pero así, también, no entiendo el amor. No entiendo tampoco la muerte. Y en definitiva vengo a ser una profunda ignorancia de la vida.

Porque la vida es la verdadera muerte; y lo que solemos llamar muerte es el fin de ese morir, que se extiende a lo largo de la vida.

Esa vida que va muriendo, y ese morir en vida es precisamente el acto permanente de la fe que nos lleva a una aceptación voluntaria de nuestro destino. Pero al vivir esa pobreza de aceptación de nuestro destino nos hacemos más libres para la feliz inmensidad de Dios, que dispone de nosotros, queramos o no.

La muerte que se realiza a lo largo de la vida es, por tanto un acto de fe lleno de confianza, que da al hombre el valor de dejarse dominar, o es el pecado mortal, la soberbia, que dispone de mi mismo, el miedo, la desesperación.

Para comprender este misterio de la muerte y la vida necesitamos mirar la muerte de Cristo, oír y repetir en la vida y en la muerte las palabras que él dijo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».

Cuando, en el abandono más extremo y duro, nos dejamos caer en las manos del Dios eterno, llegamos a comprender y superar la muerte.

No olvidemos la escena del evangelio: Junto a Cristo hay dos hombres que van a morir. Maldecían la muerte, no la comprendían. ¿Quién es capaz de comprenderla?
Pero uno miró la muerte de Cristo. Le basto para comprender la suya. Y por eso le dice: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino». Y el Hijo del hombre que participaba en nuestro destino de muerte le contesta: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

A nosotros nos dice lo mismo. Si lo oímos tenemos resuelto el enigma de la muerte.
Pero para que el mensaje de la felicidad de la muerte no nos quite el santo temor en que hemos de vivirla, nada dijo al otro ladrón. La tiniebla y el silencio que penden sobre esa muerte, es una advertencia a nosotros que la muerte puede ser el comienzo de la muerte eterna.

Contemplemos pues el amor crucificado, el amor que ha venido a ofrecernos la reconciliación, y a colaborar con él en el camino de la reconciliación. Contemplemos el amor crucificado. Porque solo el amor crucificado tiene abiertas de par en par las puertas de la Resurrección.

1 de noviembre de 2010

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

Esta fiesta de Todos los Santos quizás no llega a tener un perfil muy definido en la conciencia de los cristianos, a pesar de que la Iglesia la celebra con gran solemnidad y alegría. El motivo es que está unida al Día de Difuntos. Y habitualmente en este día vamos a visitar los cementerios, como una muestra de que no olvidamos a los seres queridos que nos dejaron. Sin embargo desde el punto de vista teológico no resulta extraño que todos los santos y todos los difuntos formen una única comunidad.

Al celebrar Todos los Santos, pensamos sobre todo en los santos anónimos, en los desconocidos, en los que no han llamado la atención en la Iglesia, en los que no han conquistado la fama. Cada una de estas fiestas encierra su propio misterio.

¿Cuál es el mensaje de hoy, de esta fiesta de Todos los Santos? El hecho que hay personas humanas que han alcanzado su objetivo; hay personas que han alcanzado su perfección, lo inverosímil: amarse a sí mismo por encima de sí mismos, que no lloraron en vano, que trabajaron por ser instrumentos de paz, con hambre y sed de justicia, que fueron perseguidos, que encontraron la vida a través de la muerte, que encontraron la riqueza eterna mediante la pérdida de la temporal.

El vidente del Apocalipsis nos habla de «una muchedumbre inmensa que nadie podía contar». El vidente del Apocalipsis está contemplando «los cuatro ángeles, en los cuatro ángulos de la tierra, preparados para dañar a la tierra». «De repente aparece otro ángel con el sello del Dios vivo». Está a punto de desvelarse el secreto íntimo de la historia.

Pero la escena se detiene y no puede continuar ante el grito de este último ángel: «no dañéis a la tierra, hasta que marquemos a todos los siervos de Dios». Se pone en escena un rito de tipo litúrgico.

El «sello del Dios vivo» queda impreso en la frente de los servidores de Dios. En una inmensa muchedumbre de personas, de las que no sabemos su nombre y apellidos, pero acabaron su vida con el sello del Dios vivo. Un sello alcanzado a través de la gran tribulación de esta tierra. Pero un sello donde estaba grabado el programa de las bienaventuranzas.

Esta fiesta nos da derecho a la esperanza de encontrar a todos aquellos a quienes amó nuestro corazón, a nuestros seres queridos, a los amigos que ya se fueron, a todos aquellos de los que tenemos la impresión que hubo en ellos demasiada bondad, demasiada grandeza humana, como para que pudieran perder a Dios para siempre.

Podríamos creer que en esta fiesta se afirma que toda la vida humana es tan noble y tan valiosa, que ha de terminar en un desenlace como éste. Podríamos suponer que la fiesta nos dice: Dios puede transformar a todos en santos, en algo admirable, en obra de arte, en sorpresa ante la que el corazón se parará lleno de asombro por toda la eternidad. Celebramos a estos hombres anónimos en unión con aquellos que conocemos por su propio nombre, a los que la Iglesia invoca habitualmente en medio de la asamblea de la comunidad de los santos.

La gracia de Dios más fuerte que la resistencia de los hombres. La gracia de Dios tiene la última palabra y ha asumido el mundo en la carne muerta y glorificada de Cristo.

Pero no se nos ha manifestado plenamente. En Cristo ha dicho su palabra definitiva, que también se ha cumplido en una inmensa muchedumbre cuyos rostros desconocemos.

Pero el amor de Dios ha triunfado en su Hijo primogénito, y en El en muchos hermanos nuestros… Y en el Hijo nos ha manifestado su amor, hasta el extremo de llamarnos también hijos suyos. ¡Lo somos! Aunque no se ha manifestado esta realidad, ni siquiera nosotros mismos tampoco vivimos con una plena conciencia de esta realidad, dado que el programa de vida de un hijo de Dios no siempre lo tenemos a mano. Es el programa de las bienaventuranzas. Es el Sermón de la Montaña. Donde Jesús se sienta, toma la palabra y empieza a enseñar: «Dichosos los pobres de espíritu».

Comentará san Bernardo: «¿Por qué vosotros, insensatos hijos de Adán, seguís buscando y ansiando las riquezas, si la felicidad de los pobres ya está garantizada por Dios, proclamada en el mundo y aceptada por los hombres? ¿con qué cara o con qué alma puede ir el cristiano tras las riquezas, después que Cristo proclamó dichosos a los pobres?» (Sermón 1)

Todos los Santos es la fiesta del amor. Deberíamos pedir que Dios quiera tocar nuestro corazón con su Palabra, para que podamos de una vez olvidarnos de nosotros mismos, para que nos mueva siempre una palabra de vida. Deberíamos alabar a Dios porque es poderoso y misericordioso, y hacerlo con aquel amor que se abre con la actitud de esa pobreza de las bienaventuranzas en los demás. Incluso en su felicidad. Deberíamos escuchar el silencio de la eternidad, que si queremos oír, nos habla más alto que el ruido huracanado del mundo. Deberíamos oír las palabras: «Dice el Señor: bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, han de descansar de sus trabajos, y sus obras les acompañan». Deberíamos descubrir la incalculable grandeza del mundo de la historia, que ha sido ya integrada en la eternidad de Dios, para que nosotros, los que llegamos después, encontremos esperanza, consuelo, ánimo y confianza. Y deberíamos hablar con nuestros santos, deberíamos saludarles, deberíamos invocarlos para que nos ayuden en el camino que conduce hasta ellos: ante la faz de nuestro Señor.