25 de mayo de 2008

CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

RECUERDA…, no sea que te olvides…

El Deuteronomio nos repite esta invitación. Hoy es la fiesta de la memoria. Memoria de lo que nos hace vivir. Memoria del Cuerpo que nos alimenta. Hoy en el centro está el Cuerpo. Es la fiesta del Cuerpo. Nos alegramos, damos gracias, se prepara un cortejo triunfal, precisamente para el Cuerpo glorioso de Cristo.

Y este cortejo triunfal tendrá su expresión, su imagen plástica, después que todos hayamos participado y comido el Cuerpo y la Sangre del Señor en la Eucaristía, en la procesión por el claustro, de la misma manera que muchas comunidades parroquiales la tendrán por calles de pueblos y ciudades.

Con la Procesión hacemos una manifestación de nuestra fe en el Resucitado, que con su Cuerpo recibido en el pan y el vino nos hace a nosotros su Cuerpo. Y con nuestra manifestación de fe estamos diciendo que todos comemos de este Pan que paseamos por el claustro y a quien cantamos; que a todos nos alimenta el mismo Pan.

Pero no todos digieren este Pan. Hay quienes lo asimilan y viven de él, y hay quienes no llegan a asimilarlo y lo devuelven, lo vomitan. Se vomita aquello que no asimila el cuerpo, que no acepta como alimento.

Y sin embargo la obra de Dios no pierde con el paso de los tiempos su eficacia y su fuerza de salvación. Es un alimento sin fecha de caducidad. Porque no es un mero recuerdo histórico. Cristo nos ha dejado su memorial, como nos recuerda la Oración colecta. Y un memorial es no sólo un recuerdo de acontecimientos del pasado, sino que viene a ser la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado a favor de los hombres. Con la celebración litúrgica esos acontecimientos se hacen presentes y actuales; la obra de Dios se hace presente aquí y ahora y nos permite a nosotros que seamos asumidos, incorporados a esta obra de salvación.

Habitualmente nuestra manera de expresarnos suele ser: he recibido la eucaristía, he recibido el Cuerpo de Cristo. Es verdad, cuando tomamos la comunión, pero fijémonos en las palabras de Jesús que acabamos de escuchar en el evangelio: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mi, y yo en él.

Podemos decir que hay una interioridad recíproca perfecta. Pero en las palabras de Jesús tiene prioridad habitar en él: Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí. El primer movimiento es ser introducidos en Cristo, en su Cuerpo, somos células de su Cuerpo.

Entonces toman una expresividad especial para nosotros las otras palabras de Jesús: El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí.

Luego es verdad que yo soy cuerpo de Cristo, célula suya, si habito en él, vivo por él, que es la fuente misma de la vida y del amor. En Él encuentro todo el dinamismo de mi existencia, toda la fuerza de vida y de amor que necesito. Entonces podremos decir las mismas palabras de Pablo: Ya no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal 2, 20).

Es importante para nuestra vida no perder este dinamismo de vida y de amor. Pero podemos perderlo, porque podemos en ocasiones jugar con dos barajas. Y no faltan cristianos que tienen a mano las dos barajas: en el templo recibo el Cuerpo del Señor, recibo su carne y su sangre, reunido en comunidad con todos mis hermanos, con quienes formo el Cuerpo visible de Cristo en este mundo. Pero luego en la vida, después que se me dice: la misa ha acabado, podéis ir en paz, pues no nos llevamos la paz, la dejamos en el templo y volvemos a sacar en la vida de cada día nuestro hombre viejo, la otra baraja, con la que creemos que vamos a ganar la partida, cuando la partida, al final solamente es ganada por la fuerza del amor, de un amor que se da hasta el extremo.

En la primera lectura se invita a recordar lo que hizo Dios a su pueblo a lo largo de 40 años en el desierto, y que lo hizo para poner a prueba a su pueblo y conocer sus intenciones…

También la eucaristía es una prueba para el creyente; una prueba para el corazón. La eucaristía pone a prueba nuestro corazón. Un corazón árido, vacío, frío, sin latidos de humanidad es prueba evidente del fracaso de la eucaristía. En la eucaristía Cristo se pone una y otra vez a nuestra disposición para ser la fuerza del amor en nuestra vida, para ser fuente de vida eterna. Un pan que me hace vivir más allá de mis posibilidades, y también de mis necesidades. Y por eso yo debo servir este amor a los demás, para hacer vivir a otras personas. Porque el amor crece, se enriquece y nos enriquece y nos hace madurar como personas y como creyentes, cuando lo damos en un generoso servicio a los demás.

Hagamos cada día un esfuerzo especial por escapar de toda rutina en la celebración del memorial del Señor, y busquemos que este fuego prenda en nuestra vida como nos sugieren las palabras del poeta:

Amor de Ti nos quema, blanco cuerpo;
amor que es hambre, amor de las entrañas;
hambre de la Palabra creadora
que se hizo carne; fiero amor de vida
que no se sacia con abrazos, besos,
ni con enlace conyugal alguno.
Sólo comerte nos apaga el ansia,
pan de inmortalidad, carne divina.
Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre…

(Miguel de Unamuno, El Cristo de Velázquez, Edit Espasa–Austral, 781, Madrid 1976, p.56).

18 de mayo de 2008

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 34, 4-6. 8-9; Dn 3, 52-56; 2Co 13, 11-13; Jn 3, 16-18

«El besugo está por las nubes». Cuando en determinada época del año algunos suelen comer este pescado, y su precio se hace prohibitivo, fuera del alcance del bolsillo, se viene a decir esta expresión... Esto está por las nubes.

Bueno, pues esto es lo que hemos hecho con el misterio de la Trinidad durante mucho tiempo: poner el misterio por las nubes. Y no nos atrevíamos ni a predicar sobre él. El Misterio no se toca. Cuando lo importante del Misterio no es precisamente lo oculto, sino lo que se ha revelado de él, lo que podemos conocer y conocemos del mismo.

Podemos repasar los textos litúrgicos. Por ejemplo, la oración colecta, que suele ofrecernos la idea central de la celebración: O Dios Padre, al enviar al mundo el Verbo de la verdad y el Espíritu santificador, revelaste tu admirable misterio...

El misterio de este Dios Trinidad abierto al mundo, bajado de arriba, para arraigar en su manifestación y revelación en el corazón de la humanidad.

Podemos repasar textos de la Tradición de la Iglesia, textos patrísticos y los vemos en esta misma línea. Así: «Meditemos qué obras ha hecho la Trinidad en el universo y con nosotros desde la creación del mundo hasta su consumación. Contemplemos cuán solícita está la divina majestad, de quien depende el gobierno y orden de los siglos. Desplegó su poder al crearnos y todo lo dirige con sabiduría» (San Bernardo, «Sermón 2 de Pentecostés», o.c. t. IV, BAC 473, Madrid 86, p. 205). Es decir, la Trinidad obrando en el mundo, en la creación, desplegando su poder en nuestra vida. Y nosotros, ¿sin enterarnos?

«La Trinidad santa todo lo ha dispuesto en el alma fiel a su imagen y semejanza. Por ella somos renovados a imagen de nuestro Creador, en nuestro interior. Allí está el instrumento de salvación de los hombres (Guillermo de Saint Thierry, «Le Miroir de la foi», n.º 1, SC 301, París 82, p. 61). Es decir, la Trinidad obrando, manifestándose en el interior mismo del hombre. Y nosotros ¿sin enterarnos?

«Guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el que quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir, la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida» (San Gregorio Nacianceno, Catecismo de la Iglesia católica, n.º 256). Es decir, un creyente consciente de la acción beneficiosa de este Misterio en la vida de cada día, para ir progresando en su vida espiritual e ir penetrando más y más en la experiencia de este misterio. Todo un testimonio para todos nosotros.

Vemos pues a través de la liturgia, de la Escritura y de la Tradición que este Misterio es un dinamismo de vida y de amor en el que hay el protagonismo de tres Personas y que tiene una fuerte incidencia sobre la vida de los hombres. Lo que era por encima de todo un tema o un misterio de amor, se resolvió en un tema de matemáticas, o de la cuadratura del círculo. No se predicaba sobre este misterio. ¿Cómo hablar de lo que pasa en las nubes, cuando sabemos tan poco de lo que pasa por aquí abajo?

Y así es como el Misterio de la Trinidad, el Misterio de nuestro Dios, Misterio de amor, se queda en una abstracción, impenetrable, que nos llevará a una Iglesia más jurídica, más administrativa, con estructuras preocupadas de doctrinas que no se desvíen... Lo mejor era no tocarlo. Y así tenemos que el que viene a ser el misterio central de nuestra fe cristiana, de hecho ha tenido un influjo mínimo en la vida de los cristianos, en la espiritualidad de la gran mayoría de creyentes. Por lo menos de manera consciente.

Pero la Iglesia «es un pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (san Cipriano), y los teólogos ortodoxos Endokimov y Clement no dudan en sostener que la existencia de la Iglesia es una participación real en la existencia trinitaria, fuente de una vida de amor. Lo cual vendrá a poner de relieve el valor absoluto de la persona, así como el valor absoluto de la comunión en el amor, reflejo del dinamismo de amor de la vida trinitaria.

Y esto es lo que vamos descubriendo cuando nos asomamos a las páginas de la Escritura, de las cuales son un pequeño y elocuente reflejo las lecturas de hoy, cuando nos hablan de que Dios bajó de las nubes, y aunque envuelto en su nube, se quedó con Moisés para enseñarle a pronunciar su nombre. No sé como pronunciaría Moisés el nombre de Dios, porque no era fácil de palabra, pero sí que aprendió de él que era un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad.

Y que este Dios que acompañó a su pueblo en un camino de libertad, al final, llevado por el vértigo de su amor a la humanidad, se reviste de nuestra naturaleza, para mostrarnos este misterio de amor que tiene sus manantiales en las profundidades de la Trinidad. Y que llevará también entre nosotros su amor hasta el extremo, para que tengamos vida eterna.

Pero no contento con revestirse de nuestra frágil naturaleza y entregar su vida, nos deja su tarjeta de visita en lo profundo del corazón: el Espíritu Santo. El Dios del amor y de la paz, para que no nos falte la alegría, dice Pablo, para que tengamos coraje para trabajar por la perfección y la comunión entre nosotros, que es la antesala del Misterio de amor trinitario.

Y un misterio de amor como este, con tanta fuerza de vida, con un servicio tan generoso... ¿nos puede dejar indiferentes? ¿Qué gloria y alabanza damos a esta Trinidad cuando nos inclinamos al final de cada salmo, o cuando hacemos un trabajo, o cuando vivimos nuestra relación personal en la comunidad?

11 de mayo de 2008

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Misa del Día

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2, 1-11; Sal 103, 1.24, 29-31. 34; 1Cor 12, 3-7. 12-13; Jn 20, 19-23

Era una casa de dominicos, Caleruega, donde precisamente nació el fundador, ahora una casa de espiritualidad con una pequeña comunidad. Fui a visitarla con un laico de la parroquia. Nos recibió un hermano. Nos dijo que aquellos días habían estado de votaciones para superiores de las comunidades, con sus correspondientes retiros y plegarias para que el Espíritu Santo les asistiese. Pero -añadió- cuando llegó el Espíritu Santo ya habíamos hecho el trabajo, o sea la elección.

Son muchos los casos en que se echa la llave a la puerta y abrimos al Espíritu cuando ya se ha hecho el trabajo. Porque intentamos administrar o manejar incluso al Espíritu, reglamentarlo. Le abrimos la puerta para que entre a garantizar el orden, el nuestro, para garantizar las decisiones que previamente hemos tomado a puerta cerrada, para que se atenga a las reglas cuidadosamente fijadas por nosotros.

Y nos dice la Escritura: De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban...

Quizás sería bueno no echar la llave, dejar las puertas y ventanas entornadas para que el viento las sacuda violentamente, y levante los cortinajes, haga oscilar las lámparas, sacuda las cogullas. Que haga volar los sombreros de las cabezas, o las mitras, gafas, bolsos...

El viento silba rabioso, revuelve, levanta, arrastra, desordena, sacude, arranca de raíz... Es propio del viento. Quizás hay que dejarle hacer así, de vez en cuando.

Recemos a este Espíritu que se manifiesta a través del signo del viento, invoquémosle, supliquémosle... Pero después no corramos a refugiarnos en los agujeros de siempre. El refugio de nuestros agujeros. Se llenaron todos de Espíritu Santo... Tengamos el coraje de dejarnos habitar por el viento.

Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno...

¿Y quien no tiene miedo al fuego. También al fuego del Espíritu. Porque este no es un fuego decorativo, que acompaña y calienta discretamente con recursos técnicos modernos. El Espíritu de Dios viene a provocar una nueva creación. Y esta creación nace de un nuevo y colosal incendio. El Espíritu de Dios viene a encender una pasión, una gran pasión. Que no va muy acorde con una sociedad que busca una cómoda seguridad, donde todo lo queremos tener controlado, en una vida amenazada por muchos costados.

Viento y fuego, no deberíamos olvidarlo, tienen una característica común: son incontrolables, imprevisibles, no programables. Y estos dos símbolos son signos característicos del Espíritu de Dios. La Iglesia se muestra fiel al Espíritu en la medida en que no quiera administrarlo, en la medida en que le deje en libertad, en que acepta que se le escape de las manos.

El Espíritu es una realidad interior, que pone el sello en el interior del corazón, como había prometido por los profetas. En la oración colecta de hoy hemos pedido que no deje de realizar en el corazón de sus fieles las mismas maravillas que llevó a cabo al comienzo de la predicación evangélica.

Y entre estas maravillas están las de poner a quienes lo reciben fuera de si, incluso son tenidos como borrachos, como nos cuenta la primera lectura, de los Hechos.

La Iglesia, hoy, despertará el entusiasmo si logra contar las maravillas de Dios. Nosotros, como miembros de esta Iglesia, solo seremos buenos testigos si abandonamos un estilo frío, distante, protocolario... y damos más espacio a la fantasía, a la provocación. Porque esta sociedad que está movida por una sabiduría del cálculo, de la seguridad egoísta, de un bienestar partidista... necesita la provocación del Espíritu, que sopla donde quiere y como quiere, pero sí que sabemos algo de hacia donde va, pues lo vamos descubriendo a través de los indicios que nos ha dado Jesucristo: Nadie puede decir, Jesús es Señor, sino es bajo la acción del Espíritu Santo.

Si tienes fuerzas para perdonar, para olvidar, para vivir una profunda y creciente reconciliación, es el Espíritu quien te está llevando. Si te encuentras con alguien que en lugar de darte consejos moralizantes o normas frías, respuestas prefabricadas, te ofrece una palabra cálida, viva, eficaz, que te llega al corazón, que te ilumina... ese está movido por el Espíritu de Vida. Si lees una página del evangelio, releída tantas veces, y la descubres ahora como nueva, como leída por primera vez, que te conmueve interiormente, estás guiado por el Espíritu. Si te avergüenzas de tus pecados y te crecen las ganas de vivir, de ser nuevo, un deseo fortísimo de renacer, estas bajo la acción de aquel mismo Espíritu de Dios que Jesús dio a sus discípulos cuando exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu».

Y se llenaron de una profunda paz y una alegría desbordante, que les llevó a abrir, sin miedo, las puertas y ventanas de su vida, para que el fuego y el viento del Espíritu arrastrase a otros muchos.

Somos templo, casa del Espíritu Santo, del espíritu de Dios, nos enseña san Pablo. San Cirilo de Alejandría, al creer esta verdad, nos dice: «Convenía que fuésemos participantes de la naturaleza divina y consortes de Dios. Es decir, que dejásemos nuestra vida y la transformásemos en otra. Y esto solo podía ser por la comunicación del Espíritu Santo. El Espíritu transforma la naturaleza de aquel en quien habita.»

¿Te va transformando a ti?

10 de mayo de 2008

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Misa de la Vigilia

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

Queridos hermanos y hermanas,

La secuencia, que cantaremos en la Misa de mañana, con un tono de súplica confiada, expresa nuestro deseo de vida. Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Cuando el mundo ofrece la danza de la confusión, cuando hace falta más imaginación para solucionar los problemas, cuando no acabamos de comprender a nuestra querida Iglesia... necesitamos valor y coraje. Entonces podemos cantar, con humildad, desde nuestra realidad: Ven, padre de los pobres; ven dador de gracias, ven luz de los corazones. La Liturgia de la Iglesia nos introduce de lleno en esta gran solemnidad, donde encontramos conexiones evidentes con los pasajes de Nicodemo y de la Samaritana. «Nacerán ríos de agua viva del interior del que cree en mí», dice Jesús. Esta expresión hace referencia a la fertilidad del agua, alabada por la Biblia. El Agua Viva no sólo apagará la sed de los que se acercan a Dios con fe, sino que les dará una gran fecundidad en méritos espirituales: como una fuente que brota de su interior con buenas obras que siembran el bien. Añade el Evangelio que acabamos de escuchar: «Decía eso refiriéndose al Espíritu que debían recibir los que creerían en Él».

La sed de espiritualidad del hombre contemporáneo nos empuja a precisar conceptos. Actualmente se habla mucho de vibraciones y de energía. El significado bíblico de «rûah» o «pneûma» es el de viento, respiración, aire y aliento; que son signos de vida, alma y espíritu. El don del Espíritu a los discípulos, según la descripción de los Hechos de los Apóstoles, tuvo un elemento visible: unas lenguas de fuego y el viento impetuoso que hizo temblar la casa. El don del Espíritu se hace visible en las personas que reciben su fuerza. ¡Oh luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles. El primer diálogo entre Dios y el mundo tiene lugar en la creación. Y la relación con Dios continúa por la acción del Espíritu que nos hace recordar las Palabras de Jesús, y que aviva el sentimiento de que somos hijos de Dios. Por eso, cada Pentecostés es el aniversario de cada cristiano que quiere responder, con su vida, a los dones que ha recibido del Señor. «Ya que el Espíritu nos da la vida, dejémonos guiar por el Espíritu» (Ga 5, 25). Necesitamos, hermanos, la ayuda del Espíritu que mueve el corazón y lo convierte a Dios; que también abre los ojos y el entendimiento para ver qué uso hacemos de los dones que hemos recibido.

Continuamos con la secuencia: Lava lo que está manchado, riega lo que está árido, sana lo que está enfermo. En todo hay un desgaste y las personas tenemos límites: los entusiasmos primeros pueden verse ahogados, el desencanto puede cubrirnos como densos nubarrones que impiden contemplar la claridad del sol; la panorámica social es desconcertante para quien se ha creado un «paraíso artificial» sin pensar en las consecuencias y la insatisfacción subsiguientes. No tenemos que perder la confianza en Dios y la seguridad en nosotros mismos. Es necesario mirar y contemplar al Señor, que no ha dicho su última palabra en la Ascensión, sino que continúa manifestándose en un interminable Pentecostés: «Yo estaré con vosotros día tras día hasta al fin del mundo, enviaré sobre vosotros el Espíritu que mi Padre ha prometido».

Hemos sido convocados y congregados por el Espíritu, y nos acompaña María, la Madre. Ella dijo: «Haced lo que Jesús os diga». Hoy la celebración de la Eucaristía nos invita, de manera más intensa, a escuchar al Señor, para ver qué tenemos que hacer y cómo. Él nos ilumina con una nueva luz para actuar de manera siempre renovada: es como un faro que orienta las naves durante la noche; es también como la luz del día que ilumina, calienta y permite contemplar el gran regalo de la Creación, que Dios ha puesto en nuestras manos y que nosotros debemos amar y respetar. Pentecostés es, pues, la gran fiesta de acción de gracias.
Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.

4 de mayo de 2008

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Sal 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20

Con demasiada frecuencia las predicaciones han venido a fustigar los pecados de los creyentes, y no digamos años atrás cuando se enarbolaba los horrores del infierno como elemento de disuasión del pecado. De aquí nacía una espiritualidad impulsada por el miedo, que vivía la fe proyectada a hacer sacrificios, como para aplacar a Dios, o como para completar la obra de Jesús sacrificado en la cruz. De esta manera, por este camino, han tenido más fuerza en la vida de los creyentes los ejercicios cuaresmales que no las alegrías de la Pascua.

Una lectura reflexiva y correcta del Evangelio de hoy nos da un perfil diferente de lo que debe ser la vida del cristiano. Podemos hacer dos lecturas diferentes.

Una primera lectura, en sintonía con lo que decía al principio, en que Jesús asciende a los cielos y nos manda a anunciar el Reino, a predicar, a convertir, a salvar..., y a partir de aquí nosotros nos empeñamos en un esfuerzo sobrehumano de una actividad que nos desborda hasta el punto de que uno no tiene tiempo ni para rezar, para cultivar sosegadamente una relación de amistad con Aquel que nos ama. «Hay que trabajar, agotarse, ya descansaré en la otra vida», me comentaba no hace mucho un obispo.

Una segunda lectura nos la ofrece el Evangelio de hoy que está en conexión con las palabras de Jesús en la última cena: Os doy un mandato nuevo: que os améis. En esto os conocerán. Este es el trabajo: amar. Amarnos. ¿Y para amar hace falta tanta actividad? Pues parece ser que sí. ¿Y para amar no hay tiempo ni para rezar? Pues parece ser que sí. ¡Pero es que no! Aquí nos equivocamos con tanto activismo. Para amar, previamente hay que contemplar el amor. Y vivir la experiencia de Aquel que nos ama primero.

Hoy ¿qué nos dice el Evangelio? Mateo no nos habla del hecho de la Ascensión, aunque se adivina. No pone el acento en la partida de Jesús a lo alto de los cielos. El acento está más bien en la partida de los discípulos hacia una misión muy concreta que les encomienda el Maestro: Id, partid, haced discípulos, convertid, a todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El poder que se le ha dado a Jesús, tanto en el cielo como en la tierra, pasa en cierto sentido a sus discípulos, que deberán asegurar su presencia en el mundo. Habrá que descubrir itinerarios, una manera creyente de vivir, un lenguaje adecuado a esta misión al servicio del reino. Ya no es solo el Dios con nosotros. Es necesario decir Dios está con vosotros. Dios está con nosotros, con todos en una presencia viva cada día hasta el fin del mundo. Esta es la buena noticia: la presencia de Jesús en el mundo a través de la Iglesia.

Llevan una misión muy concreta: Partid, convertid todos los pueblos y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Primero es necesaria la conversión. Pero este cambio del corazón sólo es obra de Dios. Los discípulos tan solo son colaboradores de la fuerza del Espíritu de Dios. Será necesaria una sintonía espiritual con Jesucristo. Que en los servidores del Reino tenga una preeminencia esta sabiduría que Pablo pide para los Efesios: Que Dios os conceda los dones espirituales de una comprensión profunda y de su revelación, para que conozcáis la esperanza a la que os llama, las riquezas de la gloria que os tiene reservadas. Conocer la grandeza del poder que obra en vosotros, la eficacia de su fuerza soberana con la que obró la resurrección de Jesucristo...

Pero todo esto supone dejar en Él todas nuestras preocupaciones, o como dice el salmista: por la mañana te expongo mi causa... y me quedo aguardando...

Esta actitud pide una actitud predominantemente contemplativa en nuestra vida. Un predominio de una actitud orante, un tiempo fuerte para tener experiencia de esta fuerza de Dios en nuestra vida. Y a partir de aquí estar dispuesto a llevar a cabo lo más externo, a realizar las consecuencias de dicha conversión al Señor: que sería la incorporación a la Iglesia mediante el bautismo: Bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...

Esta es la aventura del Evangelio en el mundo: una misión que llevan a cabo los discípulos del Señor, pero conscientes de que Él está presente en esta acción nuestra.

También señala el texto de Mateo, las dudas... Y evidentemente tenemos el peligro de ceder a las dudas, a la impaciencia... cuando no vivimos conscientes de la presencia del Señor de la fuerza con que obra en nuestra vida.

O nos podemos quedar mirando al cielo. Buscar al Resucitado por espacios equivocados. No nos podemos quedar plantados, estáticos, como pasmados... Hay que entrar dentro de sí y estar siempre en camino, iluminados dentro por la fuerza de Dios y fuera por la Palabra que va iluminando nuestros pasos. Y esto nos ayudará a caminar con este espíritu que nos recomienda san Juan Crisóstomo: «Debemos tener en nuestro espíritu la ciudad de Jerusalén, contemplándola en lo alto, teniendo los ojos puestos en su belleza: es la capital del rey de los siglos; donde todo es inmutable, donde nada pasa, donde todas las bellezas se mantienen incorruptas. Contempladla para así llegar cada día con afecto a hacerla realidad en nuestros hermanos y así llegar al reino de los cielos.»

Pero, ya veis que se nos exige un dinamismo de camino permanente desde una fuerza interior, desde una alegría del corazón, como nos ha sugerido bellamente la oración colecta: Concédenos el don de una alegría y el don de una ferviente acción de gracias, porque la Ascensión de Cristo es también nuestra elevación, y a la gloria donde ha llegado Cristo, también como cuerpo de Cristo esperamos llegar.