20 de diciembre de 2020

DOMINGO IV DE ADVIENTO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sam 7,1-5.8b-12-14.16; Sal 88; Rom 16,25-27; Lc 1,26-38

«No se puede imaginar una escena más divina y más humana a la vez, y que nos dé una idea mejor de lo que pasa a menudo en la vida de los hombres» (J. Guitton). Una escena largamente contemplada en silencio y plasmada en obras de gran belleza: en la pintura, la arquitectura, la literatura…, pero sobre todo es una invitación para nosotros, a contemplarla y considerar que pasa en nuestra vida.

Hoy, esta escena evangélica está sabiamente completada con las otras lecturas de la Palabra de Dios, lo cual nos puede ayudar a enriquecer nuestra contemplación y adentrarnos en este misterio de amor.

En la primera lectura, David quiere construir un templo digno a Dios, pues el Arca de la Alianza, que era el signo de la presencia de la divinidad, se guardaba en un envelado. En un principio parece que Dios le escucha, pero poco después Dios rectifica por medio del profeta: “No serás tú quien me edifique una casa, un templo. Seré quien te edificaré una casa, y te daré un sucesor, un descendiente salido de tus entrañas, y consolidaré su reino para siempre”.

En la Carta a los cristianos de Roma, san Pablo da gloria a Dios porque ha revelado su plan, escondido en el silencio de los siglos, y que ha ido saliendo a la luz, mediante los escritos proféticos, y puesto, finalmente, al servicio de todos los pueblos. ¿Y cuál es este plan de Dios?

Lo contemplamos en esta escena singular, bellísima, del Evangelio. Escena muy sugerente, que ha atraído siempre la mirada contemplativa, de artistas, de místicos, de todo el pueblo cristiano. Es una escena que retumba en los campos de la cristiandad, con las campanas del Ángelus, y que viene a ser por sus Ave María una especie de respiración de la tierra hacia el cielo.

Una escena que el evangelista Lucas recoge de labios de la Virgen, en una escena que parece querer recordarnos la llamada de Abraham. Aunque esta escena, solemne también, es más dulce, más entrañable.

Una escena que nos da primeros y preciosos detalles de la construcción de la casa por parte de Dios, como prometió a través del profeta del Antiguo Testamento. Y que recuerda los preciosos versos de santa Teresa, que pone en la boca de Dios: «Porque tú eres mi aposento, eres mi casa y mi morada».

En esta escena la persona humana, la Virgen no está pasiva. Después del saludo y la primera comunicación del ángel Gabriel, María responde. Para manifestar su desconcierto ante un Dios que parece contradecirse a sí mismo, pues Él ha aceptado su virginidad, y ahora parece mostrarle otro horizonte: la maternidad. Pero no duda de los designios de Dios, pues no responde: “esto no puede ser, pues no conozco hombre”, sino que presintiendo un camino que desconoce, que desconoce, dice al ángel: «¿Cómo será eso, porque yo no conozco varón?»

El ángel completa su mensaje, solemnemente, y recordando los primeros días de la creación, anuncia un nuevo nacimiento, una nueva creación, ahora con una manifestación más concreta del Misterio de Dios, el Misterio de Amor Trinitario.

El Padre que muestra su potencia en una nueva creación. El Hijo que va a nacer en un nacimiento temporal, imagen de su generación eterna. Y el Espíritu que va a fecundar y envolver en amor consumado la acción del Padre y del Hijo.

Esta es la esfera divina de la escena. En la esfera humana, aparece María. Sola. Silenciosa. Nadie sabe lo que sucede en su interior. En silencio. Los TRES respetan su consentimiento, que no coarta la libertad.

Y viene a la memoria el texto memorable de san Bernardo en su obra Alabanzas a la Virgen Madre: «Señora, esperamos esa palabra tuya… Di la palabra que ansían los cielos, los infiernos y la tierra. El mismo Rey y Señor suspira por escucharte… Contesta con prontitud…»

María presiente que lo fundamental de su respuesta tiene dos matices: uno de alegría y de gloria; y otro de pena y redención. Acepta la carga, la gloria con todo su peso de dificultades y sufrimiento.

Pero su respuesta no es SI. Como si fuera a ser una falta de delicadeza, como si todo estuviera hecho. Ella dirá: «HAGASE EN MI SEGÚN TU PALABRA». Que esto se cumpla en mí… Como deslizando su libertad en el designio de Dios, hoy de alegría y mañana de sufrimiento. FIAT, más allá de la alegría y la pena: que se cumpla en mí.

Hermanos: «alcemos los dinteles, elevemos los portones eternos que va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 23,7) como invita el salmista. Y cantemos hoy con el salmista: «Señor, cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88).

8 de noviembre de 2020

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Sab 6,12-16; Sal 62; 1Tes 4,13-18; Mt 25,1-13

Hay un libro delicioso que seguramente habéis leído: «El Principito». Es un cuento que nos narra las aventuras de este personaje que se dedica a recorrer los planetas. En el segundo planeta que visita vivía un vanidoso.

«—¡Buenos días!, le dijo, qué sombrero más raro lleva usted. —Es para saludar cuando me aclaman, le respondió el vanidoso. —Desgraciadamente por aquí nunca pasa nadie. —Y qué hay que hacer para que se caiga el sombrero, le dijo el Principito. Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos solo oyen las alabanzas. —¿De verdad me admiras mucho?, le dijo el vanidoso. —¿Qué significa admirar? Le dijo el Principito. —Admirar significa reconocer que soy el hombre más guapo, el mejor vestido, el más rico e inteligente del planeta. El mejor en todo… —Pero, ¡si estás solo en el planeta! —Dame ese gusto, admírame a pesar de todo. —Te admiro, dijo el Principito encogiéndose de hombros. —Pero ¿para que puede interesarte esto. Y el Principito se fue. —Desde luego, los mayores son muy raros se dijo a sí mismo durante el viaje.»

Evidente. Los humanos, los mayores, somos muy raros. Fijaos, acabamos de escuchar la Palabra de Dios que nos decía que la sabiduría nunca se apaga, que la encuentran los que la buscan; que no tienes que cansarte para encontrarla, pues está sentada a las puertas de casa, y además que está rondando siempre buscándonos.

Pero desplegamos la mirada sobre el mundo y la vida de los humanos, sobre nuestra vida, y reconocemos que no sabemos hacia donde vamos. Que nos falta esa sabiduría. Y cada día vamos más desorientados, más perdidos, con más oscuridad, más aburridos… Pero, vanidosos mucho: queremos ser los mejores en todo, ser más felices, más ricos, más inteligentes… como el vanidoso del cuento. Queremos que nos admiren…

Evidente. Los mayores somos muy raros. Debemos de salir de casa por la ventana, y, claro, así no encontramos esa sabiduría que está sentada a la puerta. O ni siquiera por la ventana, sino que bajamos rápidamente al sótano para salir a toda velocidad por la puerta del garaje.

Pues vamos con prisa, con mucha prisa. No tenemos tiempo; vivimos en una sociedad sin tiempo. tenemos necesidad de encontrar al Principito de turno que nos admire, que nos reconozcan como los mejores… Trabajamos eficazmente para dar lugar a una nueva sociedad: la sociedad de la locura.

Por ello, toda esta fatiga nuestra no llega a poner paz en el corazón. Porque el corazón humano tiene otros deseos, otras preocupaciones: el corazón, como hemos cantado en el salmo tiene sed. «Sed de Dios, como una tierra reseca sin una gota de agua». Toda esta fatiga de la vida del hombre, de nuestra vida, por ser reconocidos los mejores nos hace transformarnos en una tierra seca, vacía, sin una gota de agua, pero no con una sed de Dios, sino con esa sed de ser admirados como los mejores. Y esto nos lleva a la desorientación, a la crispación… Sin embargo el corazón humano no está configurado para ser admirado y ser reconocido como el mejor en todo, sino que esta configurado para contemplar la gloria, el poder, el amor de Dios. Entonces, Dios es el único que puede saciar nuestra sed.

Hay que salir por la puerta donde nos espera la sabiduría que pone en nuestras manos la luz del Evangelio y de la Regla, para caminar con seguridad a comprar el aceite para nuestra lámpara, y volver de nuevo a casa, a recogernos en la quietud de nuestra casa a la espera del Esposo, que no tiene una hora exacta anunciada, que parece que le gusta sorprendernos, pues ya habéis oído que llega a medianoche. Debemos tener dispuestas las lámparas. ¿Tiene aceite tu lámpara?

Este año hay una buena cosecha de aceite. Salgamos a comprarlo mientras es de día. Salgamos por la puerta. Y retornemos a nuestra casa. A la intimidad de tu espacio interior. A esperar al Esposo, que se presenta en tu morada, en tu aposento, que es también el Suyo.

No pierdas el tiempo buscando que te admiren, vuelve con prontitud al recogimiento de tu casa, A enderezar tu lámpara con una buena luz. Antes de medianoche. Aviva tu deseo de encontrarte con Aquel que quiere saciar tu sed. La sed de tu corazón reseco «como una tierra sin una gota de agua».

11 de octubre de 2020

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Is 25,6-10; Sal 22; Filp 4,12-14.19-20; Mt 22,1-14

Escribe Santa Teresa en uno de sus bellos poemas:

«Porque tú eres mi aposento,
eres mi casa y mi morada,
y así llamo en cualquier tiempo
si hallo en tu pensamiento
estar la puerta cerrada…»

Y con el salmo de la eucaristía de hoy cantamos: «viviré siempre en la casa del Señor».

Pero parece ser que no siempre estamos en la casa del Señor. La misma santa Teresa tiene otro verso que parece sugerirlo: «vivo sin vivir en mí», pero que en realidad es una expresión que, conociendo la vida de santa Teresa, pone de relieve más bien el deseo tan vivo que tenía siempre de reposar en Dios, de vivir esa íntima familiaridad con Dios en su espacio interior.

Pero nos puede suceder también la experiencia de san Agustín cuando se lamentaba: Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí y yo esta fuera, y allí te buscaba. Me llamaste, me gritaste. Y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí. Y quitaste la ceguera de mis ojos. Exhalaste tu perfume y pude respirar. Y ahora suspiro por ti. Siento hambre y sed de ti. Me tocaste y me abrase en tu paz.

Siente hambre y sed de Dios. Escuchando las lecturas de hoy también podríamos afirmar que Dios tiene hambre y sed de ti, de mí, de nosotros.

Dios ha preparado un banquete para todos los pueblos, enjugar las lágrimas de todos los hombres, borrar todas las humillaciones… es lo que anuncia el profeta en la primera lectura de Isaías.

Este anuncio lo presenta el evangelio como una realidad que se cumple en su Hijo. Jesús hace sitio a los pobres. Jesús se hace presente en la vida de los hombres y los invita a su mesa para compartir con ellos el pan y el vino, su vida.

Es evidente que se repite la historia: son muchos los que rechazan la invitación, o que reaccionan con violencia a la invitación del Señor. Pero el Señor no retira la invitación y manda salir a los caminos e invitar a todos. Y la sala del banquete se llenó de invitados y aún añade: buenos y malos.

Dios busca a todos, busca al hombre. Esto deja sorprendido al salmista cuando se pregunta: «Señor, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que te ocupes de él?» (Sal 8)

El hombre, toda persona humana, es objeto del deseo de Dios, de su amor. Porque la mirada de Dios llega al corazón del hombre. Llega hasta el interior del hombre donde está su casa, su aposento como dice santa Teresa. Y es ahí donde Dios empieza a trabajar a favor del hombre, ayudándonos a tejer el vestido de fiesta, para entrar dignamente en el convite.

Él, nuestro Dios, tu Dios, está dentro de ti, y espera que nosotros entremos dentro y le proporcionemos los hilos para ir tejiendo, con nuestra colaboración ese vestido de fiesta del que tenemos necesidad para entrar al convite.

Y estos hilos que Dios quiere que nosotros le proporcionemos son los que él mismo nos ha proporcionado, los que pone en nuestras manos: esa sabiduría que nos enseña con su vida con su Palabra, y que debe mover a salir a los caminos a buscar más invitados; esa sabiduría que nos permita decir y hablar cómo es el corazón de nuestro Dios que nos invita a su mesa.

La liturgia de este domingo nos muestra como es el corazón de Dios, su sensibilidad para todo aquello que es humano, su ternura con el hombre. La liturgia de este domingo, la palabra de Dios que hemos escuchado deberíamos guardarla en el corazón para que cada día crezca nuestro deseo de este Dios, que, en su gran amor, que no llegamos a comprender del todo, nos revela lo que nos tiene preparado. Un camino para comprender un poco más este amor puede ser recordar con frecuencia el salmo de hoy:

Viviré siempre en la casa del Señor. El es mi pastor, él me guía, Me hace descansar en prados deliciosos, me lleva a descansar junto al murmullo de las aguas, en los senderos de este mundo. Él va conmigo. su amor y su bondad me acompañan siempre. Y nos prepara la mesa. El es un Padre amoroso y una madre buena.

6 de septiembre de 2020

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Ez 33,7-9; Sl 94; Rm 13,8-10; Mt 18,15-20

«Amar es toda la Ley». «Dios es amor». Amar es estar arraigados profunda y totalmente en Dios. La única obligación, el único deber, nos recuerda hoy san Pablo en la Carta a los Romanos es el amarnos unos a otros. Nuestra naturaleza está creada, estructurada para vivir esta ley: Por esto afirma san Agustín: «Señor, nos ha hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti».

Y cuando a Jesús le pregunta un Maestro de la Ley sobre cual es el primer mandamiento (Mt 22,37s) responde citando el precepto de amor a Dios. Pero añade una precisión que no se le había pedido: sugiere al jurista que le pregunta que no hay un gran mandamiento sino DOS: amar al prójimo, un mandamiento igual o equivalente al precepto de amar a Dios. Todo está, pues, recogido en esta dimensión del amor. No hay más que un mandamiento: AMAR. Un amor idéntico con dos objetivos distintos: Dios y el prójimo.

San Bernardo, y también el resto de la teología cisterciense, tiene escritas palabras bellísimas sobre el amor. Así cuando nos dice: «El amor basta por sí solo, satisface por si solo. El mérito y el premio del amor está en él mismo. No requiere otro motivo. El fruto del amor está en practicarlo. Amo porque amor, amo por amar. Gran cosa es el amor. De entre todas las emociones, sentimientos y afectos del alma el amor es lo único con que la criatura puede corresponder al Creador. Lo único que quiere es ser amado».

Amar es toda la Ley. Pero, damos la impresión con frecuencia de que somos «ilegales». Que esta Ley no ha llegado a penetrar en nuestro corazón. Ya habéis oído el Evangelio, donde ponía de relieve la dificultad de encontrarse las personas mediante el diálogo; la dificultad de ponerse de acuerdo en el camino de esta vida. Lo cual parece sorprendente cuando la Palabra de Dios nos asegura que todo lo que pidamos desde esta dimensión del amor que nos abre a la unidad, nos lo va a conceder, porque, además, Dios ya está presente en todo grupo o comunidad unida y reconciliada.

El salmo que acabamos de cantar nos está llamando la atención, y nos la clave de la dificultad de encontrarnos, de hacer camino de unidad: «Si hoy escucháis su voz no endurezcáis el corazón».

La sabiduría de este salmo nos la confirma la historia de la humanidad, la vida concreta de cada uno de nosotros: ¡Cuantas pequeñas cosas de nuestra vida diaria nos van encerrando en nuestros deseos personales, en nuestros caprichos… que al final hacemos de todo ello ley! Y de esta manera pasamos a la condición de «ilegales», pues convertimos esa palabra: «Amar es toda la Ley», por otra semejante, pero que nos aleja unos de otros: «Amarme a mí mismo es toda la ley».

El problema, de aquí la seria advertencia del Salmista, puede estar en nuestra dureza de corazón; que caminamos por la superficie de la vida, vamos resbalando por los senderos de esta existencia nuestra, de la que, por otro lado, con tanta frecuencia nos quejamos. Y es que la mera corteza de la vida termina por secarse, y hacerse dura, insoportable.

Contemplad la vida, la creación… ¿de dónde viene tanta belleza que podemos contemplar en tantas y tan diversas manifestaciones de la vida en la naturaleza? de estar estrechamente unida a las raíces. Pues lo mismo sucede con nosotros, con las personas. Perdemos nuestra calidad humana cuando nos separamos de nuestras raíces. Por ello san Bernardo nos vuelve a sugerir estas hermosas palabras: «Abrid el oído de vuestro corazón a esta voz interior y escuchad atentos a Dios que habla en la intimidad, no a mí que os hablo desde fuera. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica, sacude el desierto, quiebra los secretos y hace saltar a las almas embotadas. No hay que esforzarse mucho para advertir esta voz».

La habéis escuchado al ser proclamada en las lecturas de la Eucaristía de hoy. Se trata de dejar que baje hasta las raíces, hasta el corazón, y dejar, o mejor colaborar con esta Palabra de Dios, para que vaya renovando vuestra vida.

5 de julio de 2020

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. Josés Alegre

Zac 9, 9-10; Salm 144; Rom 8, 9-11.13; Mt 11,25-30


Hace unos días recibí una carta de la que tomo este párrafo: «El ejercicio de entrar dentro de nosotros es muy duro, ya que nos da miedo de lo que podemos encontrar. La dicotomía entre lo que se dice y lo que se hace, el querer ser más que los demás, la vanidad disfrazada de humildad, el exceso constante de información, las órdenes y recomendaciones contradictorias, vengan de donde vengan, y lo que es peor, los chismorreos puros y duros, muchas veces al límite de la maledicencia, y aparentemente explicadas con buena intención, pero sin ningún sentido, que nos suelen llegar un día sí, y otro también».


Verdaderamente, ¿puede ser tan duro entrar dentro de uno mismo? ¿Nos da miedo? ¿O quizás estemos alienados por nuestra vida exterior, superficial?


En este sentido también podríamos recordar algunos puntos de la reciente homilía del Papa Francisco en la solemnidad de san Pedro y san Pablo. Decía: «Es inútil e incluso molesto que los cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de la sociedad de lo que está mal. Las quejas no cambian nada. Las quejas son la segunda puerta cerrada al Espíritu Santo. La primera es el narcisismo, la tercera el pesimismo. ¿Cuidamos nuestra unidad en la oración? ¿qué pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos, con la lengua un poco más contenida?»


Yo creo que aquí, en estas dos intervenciones, de un seglar y del Papa, podemos encontrar una aplicación de la Palabra de Dios en este Domingo, pues la Palabra de Dios nos dice por boca de san Pablo que «nosotros no vivimos según las miras de la carne sino según las del Espíritu, que el Espíritu de Cristo habita en nosotros, que hace morir en nosotros las obras propias de la carne».


En principio nos puede sonar todo esto a una contradicción. O bien el seglar y el Papa exageran, o bien esto de vivir según el Espíritu de Cristo todavía no es una realidad firme en nuestra vida.


Pero podemos escuchar otras voces. El evangelio nos dice hoy por boca del mismo Jesús que Dios revela su sabiduría, manifiesta su fuerza a los sencillos y la esconde a los sabios y entendidos de este mundo. Para decirnos a continuación que vayamos a él, que aceptemos ser sus discípulos, que aceptemos su yugo y encontraremos reposo y paz.


Os propongo otra voz en sintonía con este evangelio. Es de los Santos Padres: Nos dice Clemente de Alejandría en su obra El Pedagogo, que nuestro pedagogo es Cristo, Dios santo, Palabra que conduce toda la humanidad. Dios mismo que ama a los hombres es nuestro maestro, y que la formación recibida de Dios permanece para siempre.


Si yo no tengo la conciencia de que Cristo, el Maestro, conduce mi humanidad, mi yo no llega a tener su reposo y su paz. Y no es suficiente asistir a la Escuela de este Pedagogo, sino aprovecharnos de su enseñanza, dejar que su enseñanza conduzca toda nuestra existencia.


O sea, que no basta haber recibido su bautismo, no basta vivir en un monasterio y hacer una profesión, no basta estar consagrado a èl en una vida religiosa o sacerdotal, todo esto es inútil si mi vida no es iluminada y conducida por la enseñanza de este Padagogo único que es Jesucristo.


Una enseñanza de nuestro Pedagogo ya la hemos escuchado en el evangelio: es el reposo y la paz interiores. Pero todavía hay otra palabra que no debemos desperdiciar. Nos la recuerda el profeta Zacarías: «¡Alégrate! Que él va entrar y a dirigirte un mensaje de paz».


¿No tenéis todavía en vuestra mente la invitación del diácono en el reciente tiempo pascual?: ¡Id y llevad a todos la alegría del Cristo Resucitado!


No es duro, puede ser trabajoso, pero nunca duro entrar dentro de ti mismo, porque emprendes un camino en el cual vas descubriendo lo que nos dice otro santo Padre, en una Homilía Antigua del siglo V: «El alma habitada por Dios es plena de belleza y resplandor, porque tiene como guía y huésped al Señor, con todos sus tesoros espirituales.


Amigos, amigas, hermanos, vale la pena ser discípulo permanente en la escuela de este Pedagogo».

19 de marzo de 2020

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sm 7,4-5.12-14.16; Sal 88; Rom 4,13-16.18-22; Mt 1,16-18.21-24

Hoy celebramos la solemnidad de san José. Quizás, más acordes a la singularidad de su persona, podríamos decir: Hoy celebramos la sencillez de san José, un corazón abierto al Misterio, un corazón atento y receptivo al Misterio. Por esto no tiene nada de extraño que la persona de san José resalte en el evangelio por su silencio. La presencia del Misterio en la vida del hombre como podemos contemplar en las Sagradas Escrituras siempre conlleva un profundo silencio de admiración, de adoración… Provoca el eco de un profundo silencio en aquel a quien se revela o se hace presente Cuando nosotros nos esforzamos en un camino ascético del silencio, siempre nos resulta difícil lograr un mínimo que ayude al clima de la vida de la comunidad. Lo contrario sucede cuando es el Misterio quien viene a ser una presencia viva en nuestras vidas.

Y ya no digamos cuando el Señor nos confía este Misterio. Es el caso de san José: se le confía el Misterio de un Dios que se reviste de nuestra condición humana. También a san María. Esta recibe el Misterio, canta las obras grandes de Dios en la historia y prácticamente ya no habla en todo el evangelio. Por eso María viene a ser el silencio del Evangelio. San José será su compañero fiel en cuidar este Misterio. Los dos silencios del Evangelio.

Y hoy la Iglesia se vuelve a san José celebrándolo y pidiendo para todos nosotros seguir siendo los buenos y fieles custodios de este Misterio para encaminarlo, como miembros de la Iglesia, hacia la perfección como pedimos en la oración-colecta de hoy.

Nos podemos preguntar sobre este camino de perfección. O quizás mejor volvernos hacia las enseñanzas de la Palabra Sagrada, que nos va siempre sugiriendo los caminos en nuestro peregrinar de esta vida.

En la primera lectura, David, reconociendo la grandeza y bondad de Dios hacia él quiere construirle un templo. El Señor no se lo permite, pero tiene la bondad de hacerle la promesa que lo hará un descendiente suyo, y que será un templo eterno, que se mantendrá para siempre, y en donde Dios se manifestará como Padre.

San Pablo hace una referencia interesante a Abraham. Este Patriarca, como sabemos, no viene después de David sino antes, pero resalta el Apóstol una Promesa, que se realizará en el futuro, realización que no viene determinada por la ley, sino por la fe. Una fe que ya sugiere la creencia en un Dios Padre de todos los pueblos, un Dios que es creador, y que hace revivir los muertos. Una figura, pues, que, aunque en el tiempo es antes de David, esa dimensión de la fe lo proyecta más allá de David, hacia el Misterio que será presencia viva y definitiva en la vida de la humanidad.

La Escritura no solo nos narra este crecimiento de la presencia del Misterio en la vida de los hombres, sino que la canta, aludiendo a una dinastía perpetua, a la fidelidad del Señor a sus promesas, a un Dios Padre, a un Dios Roca, a un Dios Amor.

Y toda esta trayectoria adquiere un nombre que revela a san José y le pide que le ponga por nombre Jesús. Un Salvador que llevará nuestros pecados a la Cruz y derramará su Espíritu de Amor, para que seamos piedras vivas y nos entreguemos a edificar aquel templo que David quería material, pero que Dios lleva a una dimensión más auténtica y profunda, un templo espiritual. Y este es el templo cuyas primeras piedras ponen con su silencio de adoración María y José.

El silencio de san José es la belleza del Misterio en su vida. Debe serlo en la nuestra, llamados a ser custodios del Misterio de Dios.

Mirad: Mahler en su segunda sinfonía escribe: «Yo pertenezco a Dios y retornaré a Dios. Dios me dará un cirio para iluminar el camino hacia la bendición de la VIDA ETERNA».

¿No creéis que el silencio de san José puede ser el cirio que ilumina la presencia del misterio que tenemos como custodia, mientras caminamos hacia la bendición de la VIDA ETERNA?

23 de febrero de 2020

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Lev 19,1-2.17-18; Salm 102; 1Cor 3,16-23; Mt 5,38-48

La Palabra de Dios nos da unos consejos muy concretos. Es importante recogerlos para nuestra vida cristiana y monástica. Nos exhorta el beato cisterciense abad Guerrico: «Vosotros que os paseáis por los jardines de las Escrituras, guardaros de atravesarlo con un vuelo rápido e inactivo, sino más bien escrutadlo todo, y, como abejas diligentes recoged la miel de las flores, recoged el espíritu de las palabras».

Entremos, pues, en el jardín, donde el Levítico nos decía: «Di a toda la comunidad sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo». En otra parte del jardín nos exhorta san Pablo: «No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios».

Todavía podríamos encontrar en el jardín más palabras de sabiduría para la santidad, como aquellas del profeta Sofonías: «Dios exulta, danza por ti, Dios está dentro de ti renovándote con su amor». Y santa Teresa, visitante asidua de estos jardines de las Escrituras, pone en boca de Dios estos preciosos versos: «Porque tú eres mi aposento, mi casa y mi morada, a Mi buscarme has en ti».

Parece que esa invitación a la santidad que hoy escuchamos, parece que es un camino a nuestro alcance, pues se nos invita a ser santos como lo es Dios, pues nos encontramos que este Dios ya habita en nosotros, está presente en nuestra vida. Luego, por lo menos se nos tendrían que ir transmitiendo la sabiduría de la santidad de un huésped tan íntimo. En cambio, si miramos a nuestra vida, advertimos que no se percibe esa santidad, advertimos nuestras debilidades y pecados.

Quizás es que necesitamos escuchar un silencio habitado que ensanche nuestro corazón. Habitados por Dios, templo suyo, quizás estamos necesitados del silencio interior habitado por la Palabra que ensanche nuestro pequeño corazón para que entre en sintonía con el corazón de Dios, con la sabiduría y la luz de su Palabra.

Quizás necesitamos escribir, dibujar, las flores de este jardín de las Escrituras en ese libro que todos llevamos dentro, pero que se nos cierra con las preocupaciones que nos hacen olvidar la luz.

Pero hoy, el Dios compasivo y misericordioso, que nos sacia de amor entrañable, al que hemos cantado en el salmo nos sugiere cosas muy concretas para ir creciendo en la santidad, ir creciendo en el deseo de ir encarnado en nuestra vida esa santidad de Dios.

Ya en el Levítico se nos dice: «No te vengues ni guardes rencor contra nadie de tu pueblo». San Pablo nos exhortaba a no dejarnos engañar por la sabiduría de este mundo que es una clara ignorancia de la sabiduría divina que lleva la paz al corazón humano. Y en el evangelio es la palabra del mismo Jesús, nuestro Maestro quien nos da una enseñanza muy clara: «Ya sabéis que a nuestros antepasados les dijeron: “Ojo por ojo y diente por diente”, pero yo os digo: no os volváis contra quienes os hacen mal». También nos dice: «Da a quien te pide, y no te desentiendas de quien te pide algo prestado». Y todavía nos hace partícipes de una tercera enseñanza: «Se dijo ama a los otros, pero no a los enemigos. Pero yo os digo: Amad a los enemigos y orad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir el sol para los buenos y los malos, y da la lluvia para los justos y los injustos».

Este es nuestro camino para ir creciendo hacia la santidad: escuchar la Palabra, guardarla en el corazón, no olvidarla, más bien meditarla en el silencio del corazón para que la sabiduría de esta Palabra vaya dominando toda nuestra existencia.

O lo que vendría a ser equivalente: Que el silencio habitado ensanche tu corazón.

5 de enero de 2020

DOMINGO II DE NAVIDAD

Homilía predicada por el P. José Alegre
Eclo 24,1-2.8-12; Sal 147; Ef 1,3-6.15-18; Jn 1,1-18

Celebramos el Domingo II de Navidad. ¿Qué celebramos en este Domingo? El mismo misterio que celebramos el día de Navidad, y que estamos celebrando en estos días del ciclo navideño.

El Dios del Evangelio, de una perfección total, no se muestra como un ser trascendente, retirado en una soledad absoluta e inabordable. Él tiene un Hijo único que ama como objeto privilegiado de su caridad, que no duda en enviarlo en persona a quienes rechazan el mensaje de los profetas.

Esta concepción de Dios y de sus relaciones con la humanidad es la primera revelación del Evangelio. La bondad de Dios no espera el primer movimiento de arrepentimiento del pecador, él lo provoca. La venida del Reino no es otra cosa que esta propuesta de perdón, una iniciativa de Dios a entrar en una relación con él… Más todavía: el Hijo mismo, a la manera de un sembrador va arrojando las semillas de la Palabra de Dios.

La Iglesia nos propone este tiempo de Navidad, como en Pascua será el tiempo pascual, para tener la oportunidad de reflexionar y penetrar más profundamente en el misterio de Cristo, de este Dios que te ama.

El camino es abrirnos a la sabiduría de la Palabra de Dios, es adentrarnos en la vivencia de las Sagradas Escrituras. Hay un texto bellísimo de san Jerónimo que nos exhorta de este modo: «El prado de las Escrituras es un prado esmaltado de flores policromas y todas se pueden coger… Las hay de todas las clases: rosas, encarnadas, lirios blancos, flores de variado colorido. La dificultad está en elegir. A nosotros nos incumbe coger las flores que nos parezcan más bellas. Y si cortamos las rosas, no nos dé pena dejar los lirios; si nos decidimos por los lirios no despreciamos las humildes violetas. Todo resultará bello y fascinante en la deliciosa tierra prometida al alma generosa, que haya aceptado cansarse un poco sobe los Libros Santos. Nada más dulce o mejor que la ciencia de las Escrituras».

Coger las que nos parezcan más bellas, o las que consideramos más necesarias para hacer vivo en nosotros el misterio de Cristo.

Y para esto nada mejor que volvernos a este prado de las Escrituras que se nos ha puesto delante en la proclamación de las lecturas, y consideremos cada uno de qué palabra, de qué flor necesito más para hacer vivo el misterio de Cristo en mi vida.

En la primera lectura se nos ofrece una flor espléndida: la sabiduría. Esta nos habla de la gloria de Dios, a través de la belleza de la obra de la creación; la belleza de la liturgia… Aquí al hilo de esta palabra nos podríamos preguntar, si nuestras obras dejan en nuestra vida una estela de sabiduría, o necesitamos contemplar más y mejor las obras de Dios en su creación, en nuestro tiempo, para adquirir este aroma de la sabiduría divina.

En la segunda lectura, yo diría que nos invita a contemplar el “árbol del Amor”, la comunión en el Amor de las Tres divinas Personas, un Dios que abre su círculo de amor para invitarnos a nosotros a adentrarnos en esta experiencia de amor en el Amor. Y hasta nos proporciona una breve oración para pedirlo: «Ilumina la mirada interior de nuestro corazón, y concédenos conocer a qué esperanza nos llamas, qué riquezas nos tienes preparadas, y qué herencia nos tienes destinada».

En la tercera lectura, el Evangelio, nos recuerda el valor incalculable de la Palabra, de la Palabra divina, y de la palabra humana. Nos recuerda que la Palabra contiene una riqueza incalculable de vida, de luz. Nos habla de la palabra como una luz que ilumina a todos los hombres. Que en nuestra pequeña palabra humana se refleja esa vida y esa luz de la Palabra divina.

Estás en el prado de las Escrituras. Elige una flor, aquella que crees necesitar mas en tu vida: la sabiduría, el árbol de la vida, la fuerza de vida y de luz de la palabra.
Coge una flor, solo una, y cuídala. Y no olvides que Cristo, este Dios amigo que se acerca a nosotros en el misterio de Navidad, desea que tu seas su aroma en esta sociedad, que seas el buen aroma de Cristo.