25 de noviembre de 2012

Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario / NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Dan 7,13-14; Salm 92,1-2.5; Apoc 1,5-8; Jn 18, 33-37

«Pilato dice a Jesús: Así que tú eres rey. Jesús le contesta: Tú lo dices: soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

No parece tener mucha lógica este diálogo. Como un diálogo de sordos. Da la impresión de una incoherencia. Por un lado tenemos la pregunta de Pilatos desde la mentalidad que tiene del poder: «¿Tú eres rey?» Una mentalidad que también tenemos nosotros, porque ¿en qué poder pensamos cuando pensamos en un rey, un presidente del gobierno, un mandatario de nuestra sociedad. Ya lo dice la misma palabra «mandatario»: mandar, dominar…

Por otro lado tenemos la respuesta de Jesús: «soy Rey y he venido al mundo para ser testigo de la verdad».

Seamos sinceros con nosotros mismos, y pensemos en lo íntimo de nuestro corazón si no hay aquí una respuesta incoherente de Jesús. O quizás más bien tenemos que considerar que el Reino de Cristo va por otros caminos, diferentes de los nuestros. Por eso Pilatos le responderá: «¿Y qué es la verdad?» Pero ya no esperó una respuesta de Jesús, sino que salió fuera, a escuchar la muchedumbre.

Jesús ya había hablado durante su vida pública de la Verdad. Había enseñado que él era «el Camino, la Verdad y la Vida». Había enseñado también que «el que es de la verdad escucha su voz».

Pilatos no escucha su voz; pregunta qué es la verdad, pero no espera respuesta, sale fuera y seguirá en la mentira. Porque la verdad no se coge a trozos, sino que se toma o se deja, y si no la tenemos nos ponemos en un camino de alcanzarla por completo, que no es llegar a vivir mi trozo de verdad sino estar en un esfuerzo permanente de asumir la Verdad por completo, lo cual nos pone en el camino de escuchar a los demás. Lo contrario es vivir, es permanecer en la mentira. La verdad solo está en Cristo. Pero Cristo no es un mandatario es un servidor, sirve la verdad, que es su misma persona. Su persona que es compasión, misericordia, humanidad… Su persona revela lo más profundo, lo más íntimo, lo esencial de la naturaleza humana. Y quien no va por este Camino va por la mentira.

Esta fiesta nos invita a reflexionar y preguntarnos si vivimos en la verdad o en la mentira.

¿Vive en la verdad un gobierno de una nación que firma una Declaración de Derechos humanos, donde se afirma?: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios». (Art. 25)

«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho» (Art. 47, de la Constitución)

«Las personas que no disponen de los recursos suficientes tienen derecho a una vivienda digna, para lo cual los poderes públicos establecerán por ley las medidas que garanticen este derecho». (Art. 26, del Estatuto)

Nos podemos preguntar si vivimos en la verdad o en la mentira, cuando hay tantas casas vacías, incluso muchos con más de una casa, mientras familias enteras no tienen donde reclinar la cabeza.

«Abrid de par en par las puertas de vuestros graneros, dad salida a vuestras riquezas en todas las direcciones. Dime, ¿qué es lo que te pertenece?, ¿de dónde trajiste nada a la vida?, ¿de quién lo recibiste?... Si cada uno se contentase con lo indispensable para atender a sus necesidades y dejara lo superfluo a los indigentes, no habría ricos ni pobres». (San Basilio)

¿Vivimos en la verdad cuando nos dicen los Padres de la Iglesia que lo que ahorramos pertenecen a los pobres que no tienen que comer?

Vivimos en la verdad cuando nos dice el evangelio: «el que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene, y el que tenga que comer haga lo mismo»…

Vivimos en la verdad cuando vivimos sin compasión hacia nuestros hermanos.

Jesús habla muy claro: «El que es de la verdad escucha mi voz». Pero nos puede salir la pregunta de Pilatos: «¿y qué es la verdad?» Para salirnos fuera a escuchar las voces o el griterío de la multitud, quizás es que no nos tomamos en serio a este testigo de la verdad que es Jesucristo, que no viene a ser un mandatario sino un servidor.

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 34º: Jesucristo, Rey del Universo (Año B)

Del Camino de Perfección, de santa Teresa de Jesús (22)
Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis. Cuando en el Credo se dice: «Vuestro reino no tiene fin», casi siempre me es particular regalo. Aláboos, Señor, y bendígoos para siempre; en fin, vuestro reino durará para siempre. Pues nunca Vos, Señor, permitáis se tenga por bueno que quien fuere a hablar con Vos, sea sólo con la boca... Sí, que no hemos de llegar a hablar a un príncipe con el descuido que a un labrador, o como con una pobre como nosotras, que como quiera que nos hablaren va bien.

Razón es que, ya que por la humildad de este Rey, si como grosera no sé hablar con él, no por eso me deja de oír, ni me deja de llegar a sí, ni me echan fuera sus guardas; porque saben bien los ángeles que están allí la condición de su rey, que gusta más de esta grosería de un pastorcito humilde, que ve que si más supiera más dijera, que de los muy sabios y letrados, por elegantes razonamientos que hagan, si no van con humildad.

Así que, no porque El sea bueno, hemos de ser nosotros descomedidos. Siquiera para agradecerle el mal olor que sufre en consentir cabe sí una como yo, es bien que procuremos conocer su limpieza y quién es. Es verdad que se entiende luego en llegando, como con los señores de acá, que con que nos digan quién fue su padre y los cuentos que tiene de renta y el dictado, no hay más que saber...Sí, llegaos a pensar y entender, en llegando, con quién vais a hablar o con quién estáis hablando. En mil vidas de las nuestras no acabaremos de entender cómo merece ser tratado este Señor, que los ángeles tiemblan delante de él. Todo lo manda, todo lo puede, su querer es obrar. Pues razón será, hijas, que procuremos deleitarnos en estas grandezas que tiene nuestro esposo y que entendamos con quién estamos casadas, qué vida hemos de tener.

LA CARTA DEL ABAD

Querido Cristian:

Cuánto más conozco a Dios, más me conozco a mí mismo. Cuánto más profundizo en mi propio conocimiento más me siento motivado a buscar y conocer a Dios. Esto me sugiere el párrafo que recojo de tu carta: «Quisiera que las personas comprendan el camino sencillo que es Dios, y el camino angosto que es el conocerle, pues cuanto más conoces a Dios más te das cuenta de lo sucio que estás, libras una lucha diaria, empezando contigo mismo, contra ti; buscas siempre la manera de acercarte más a Dios, buscas siempre que Dios te ilumine en tu próximo defecto para que dé tiempo a extirparlo, y cuando lo consigues eres consciente que por ti mismo jamás hubieras podido hacerlo, sino que es Dios en su infinita misericordia que ha derramado su gracia en todo tu ser, y eso te ha dado la fuerza de continuar, de volver a levantarte, y de conseguir cerrar una puertecita más al mal que siempre acecha».

Dios es Dios y el hombre no es Dios. Pero la verdad del hombre, la verdad de mi vida se manifiesta cuando la pongo a la luz de Dios. También puedo afirmar de Dios que es un don gratuito, que tiene una naturaleza personal y a la vez suprapersonal; que se ha hecho inmanente en la vida humana, pero a la vez trasciende todo ser, pensamiento y deseo; es majestad irreductible; es exterioridad, pero profunda interioridad e incomprensible; es gracia y amor crucificado; Misterio que se revela al hombre, pero que no deja de serlo, sino que todavía crece como tal Misterio, pues tiene un «exceso» sobre toda criatura; no cabe en el mundo ni en el cosmos, pero a la vez habita en el cosmos y en la conciencia del hombre…

Lo que tú escribes en tu carta no hace sino poner de relieve que el quehacer que decimos tiene como primordial el monje que es buscar a Dios es una tarea que se pide a toda criatura humana. Toda esa lucha diaria que postulas para toda persona es la lucha por la verdad. Y sería deseable que todas las personas comprendieran lo trascendental que es este camino, esta actitud, de cara a profundizar en nuestro propio conocimiento y simultáneamente orientar nuestra vida en la verdad. ¿Qué puede haber más importante que ir descubriendo la verdad, y vivir en ella?

Yo creo que la verdad de mi vida, la verdad de toda vida humana está en la persona de Jesucristo. Y él dice con mucha claridad: «para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

Pero la experiencia nos dice que no todos buscan la verdad, o bien han aprendido una mala pedagogía en la búsqueda de la verdad, y buscan «su verdad», imágenes defectuosas de la auténtica verdad, caminos de la mentira que a uno le alejan de Dios y de sí mismo.

El punto de apoyo de la lucha humana es nuestra propia persona, no para atesorar, sino para edificar una “persona nueva” que nunca será factible sino en la medida en que la encuadramos en la persona de Cristo, verdadero «Alfa y Omega, principio y fin», que nos da la medida del verdadero horizonte de nuestra existencia.

Cristian vive siempre transitando el camino sencillo de Dios, un camino que cada día empieza en tu propia casa, en tu propio corazón. Un abrazo,

+ P. Abad

24 de noviembre de 2012

Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario / NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (Año B)

I VÍSPERAS
BENDICIÓN DEL NUEVO ÓRGANO DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
1Cr 15,14-16.25-28

El texto del libro de las Crónicas nos presenta una bella escena, toda ella una fiesta solemne, trasladando el Arca de Dios, símbolo de la presencia de Dios, hasta el Templo de Jerusalén. Todo el pueblo de Israel vibra con este traslado, todo lo llena un aire de fiesta solemne: aclamaciones, trompetas, címbalos, arpes y liras…

Nosotros hoy también celebramos una fiesta grande, solemne: Cristo Rey, que nos muestra la verdad de la vida. No trasladamos ninguna Arca de la Alianza al Templo. El templo somos nosotros. Nuestra fiesta será despertar la conciencia de esta presencia en nuestra vida.

Además, hoy, en esta solemnidad de Cristo Rey, que además coincide con el aniversario de la restauración de la vida monástica en Poblet, nos disponemos a bendecir un nuevo órgano. Todo un conjunto de circunstancias muy significativas para nuestra vida monástica.

La música tiene siempre un componente espiritual fuerte, profundo. Pero la música del órgano acompañando a las voces de la comunidad, tiene un componente espiritual yo diría, más profundo todavía, pues nos lleva a despertar en nuestro espacio interior la conciencia de una relación viva con Dios.

La música del órgano debe ser un punto fuerte de atracción de las voces de la comunidad, para que alabemos, aquí en la plegaria con nuestra voces armonizadas con la música, al Dios que merece nuestra alabanza, y nos ayuda a armonizar la comunidad, para qué nuestra vida sea un testimonio de vida de Dios, a través de la armonía de nuestra vida humana y religiosa.

El sonido del órgano viene a ser un signo esplendido del cántico nuevo que hemos de ofrecer a Dios. Pero esto nos pide dejar que Dios haga de nosotros hombres nuevos, y desde esta conciencia colaborar todos en un esfuerzo por hacer una comunidad nueva, que debe comenzar por nuestro trabajo del corazón en una íntima colaboración con el amor de Dios.

Y en este esfuerzo nuestro y esta colaboración nos puede ser una buena ayuda vivir con una conciencia muy despierta este rito de la bendición del órgano, que podemos prolongar este tiempo de Adviento que vamos a empezar con una meditación de los textos, de gran belleza, que tenemos en el ritual de bendición, así como en estar atentos en la vida de la plegaria comunitaria a las sugerencias del órgano, de los cantores, y sobre todo a que nuestro interior y nuestra boca vayan de acuerdo como nos exhorta la Regla, y, simultáneamente, buscar llevar a cabo todo nuestro servicio monástico, ora et labora, con un solo corazón y una sola alma.

18 de noviembre de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 33º del Tiempo Ordinario (Año B)

Homilía de Orígenes sobre el libro de Josué (16,3; SC 71)
«Queda todavía mucha tierra por conquistar» (Jos 13,1). Considera el primer advenimiento de nuestro Señor y Salvador, cuando vino para sembrar su palabra sobre la tierra. Se adueñó de toda la tierra por la sola fuerza de esta siembra: hizo huir a las fuerzas adversas y a los ángeles rebeldes que dominaban los espíritus de las naciones, y al mismo tiempo sembró su palabra y difundió sus iglesias. Tal fue su primera posesión de toda la tierra.

Sin embargo a través de la Escritura, yo te mostraré lo que es la segunda conquista de una tierra de la que se le dice a Josué/Jesús que todavía queda mucha por conquistar. Escucha las palabras de Pablo: «Hace falta que reine hasta que haga de todos sus enemigos estrado de sus pies» (1Co 15,25; Sal 109,1). He aquí la tierra sobre la que se dice, que ha sido dejada hasta que todos estén completamente sometidos a sus pies y qué así herede todos los pueblos... En cuanto a nuestro tiempo, vemos muchas cosas «que quedan» y todavía no están sometidas a los pies de Jesús; por tanto hace falta que lo posea todo. Porque no podrá llegar el fin del mundo hasta que todo se le haya sometido. El profeta dice en efecto: «Que domine de mar a mar, del gran río al confín de la tierra» (Sal 72), y «Desde las orillas de los ríos de Cus, mis adoradores, los deportados traerán mi ofrenda» (Sof 3,10).

Resulta de ahí, que en su segundo advenimiento Jesús dominará esta tierra de la que queda mucho por conquistar. ¡Pero bienaventurados aquellos qué habrán sido adquiridos desde el primer advenimiento! Serán verdaderamente colmados de favores, a pesar de la resistencia de tantos enemigos y los ataques de tantos adversarios; recibirán... su parte de la Tierra prometida. Pero cuando la sumisión tenga que hacerse por la fuerza, el día en que hará falta que «sea destruido el último enemigo, es decir la muerte» (1Co 15,26), no existirán favores para los que se nieguen a someterse.

LA CARTA DEL ABAD

Querida Mª Luisa:

Gracias por tu carta. Y por el «silencio de la azotea» que me pones en ella: «Duerme en paz, mi niña, sola en la azotea. ¿Qué silencio buscas? ¡Que la luz de las estrellas te acompañe mi niña, que te acompañe la luna, que el susurro del viento te dé bonitos sueños. Lloré. Mientras haya una niña que tenga que dormir en la azotea para evitar el hacinamiento… este país es pobre».

Este es el panorama de nuestra sociedad: pisos donde se amontonan varias familias por haber sido desalojadas de sus pisos por no poder pagar la hipoteca a entidades bancarias que siguen teniendo beneficios, y que, a falta de espacio, alguien prefiere la luz y el calor de los astros del firmamento. Azoteas para dormir. También hay azoteas para el aterrizaje de helicópteros de ejecutivos que buscan más seguridad en sus desplazamientos a sus oficinas.

Es el panorama de una sociedad donde tiene que haber 400.000 desahucios, para que los grandes partidos políticos se sienten a hablar para buscar una solución.

Hemos firmado la Declaración de los Derechos humanos cuyo artículo 25 dice: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios».

Así que uno se pregunta quién es «toda persona», porque hay personas a las que no llega este artículo. O ¿acaso están «despersonalizadas» por la sociedad?

Desgraciadamente, hay muchos más silencios en esta sociedad. Desde nuestras azoteas se pueden percibir muchos silencios.

Pero ante la situación profundamente triste, o dramática, cobran fuerza palabras que escuchamos estos días, al finalizar el Año Litúrgico: «Serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora». No sé si globalmente nuestros tiempos son más duros que tiempos pasados, pero lo que aparece claro es que en una sociedad con tantos recursos como ahora no los hubo, y sin embargo para mucha gente la vida se les presenta como un problema de supervivencia, de profundo dramatismo.

Hay más palabras para la reflexión: «Después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo». Incluso en azoteas va a faltar, o va faltando ya, la luz y el calor de los astros del firmamento.

Mª Luisa, no quiero decir con todo esto que tengamos un fin del mundo inminente, como parecen sugerir estas palabras de la celebración litúrgica, pero sí que estamos trabajando «mucho y bien» en esta sociedad, para que a todos nos envuelva una densa tiniebla, y que está oscuridad nos lleve por caminos que nadie sabe a dónde nos conducen.

Esta, evidentemente es una hora difícil, profundamente difícil, dramática, de vida o de muerte para muchas personas. Por eso yo también creo que debe ser una hora de profunda humanidad, de sobriedad en nuestra vida, que se nos ha dado un tiempo para que lo administremos bien. Solo que en nuestro caso no se contabilizan dineros, aunque no todos lo creen así, sino que se trata de contabilizar humanidad.

Nada más, continúa siendo muy humana. Un abrazo,

+ P. Abad

13 de noviembre de 2012

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

«Esta fiesta es nuestra. En las demás festividades de los Santos nos unimos a todas las Iglesias. Esta fiesta es nuestra. Nos es tan propia que sólo nosotros la conmemoramos. Es nuestra porque concierne a nuestra iglesia, y, aún más, porque se refiere a nosotros mismos. No os admire ni sonroje celebraros a vosotros mismos. ¿Qué santidad pueden tener estas piedras para rendirles homenaje? Si son santas lo son por vuestros cuerpos. Y no hay duda que vuestros cuerpos están santificados, porque sois templo del Espíritu Santo, y cada uno sabe controlar su propio cuerpo santa y respetuosamente. Podemos, pues, decir que el Espíritu Santo que vive en vosotros santifica las almas, éstas comunican su santidad a los cuerpos y éstos a la casa. Dios es admirable en sus santos, tanto en los del cielo como en los de la tierra. Los tiene aquí y allí, y en todos realiza maravillas: a aquellos les comunica su felicidad, y a estos su santidad» (San Bernardo, Sermón 1,1 Sobre la Dedicación).

Nos acercamos hoy a Cristo, la piedra viva, la piedra angular, la piedra clave que cierra todo el edificio construido con las piedras vivas que somos nosotros, cuando entramos o nos incorporamos a la construcción de un edificio espiritual que se realiza y consolida, cuando dejamos que la piedra clave cierre todo el edificio. Nos acercamos hoy a Cristo, él es nuestra fiesta.

«Entrad, entrad, aquí lo encontrareis como todavía no le conocéis, como él es la vida y la verdad, como quiere ser conocido por todos y sobre todo por vosotros» (Joan Maragall).

Porque un edificio vivo, un edificio espiritual, nunca está construido de una vez por todas. Es necesario colocar piedras cada día. Cada día necesitamos trasladar el Arca con sus tablas de la Ley. Cada día es necesario trasladar el Arca tocando los instrumentos musicales y cantando himnos.

Dice Salomón: «El Señor quiere habitar en la tiniebla», un espacio de silencio, el espacio de tu corazón. Cristo, el nuevo Salomón, ha edificado un espacio donde habita para siempre tu Dios.

Quizás sea ésta una fiesta para cuidar el DESEO de Dios, un deseo que nos lleve a estar más pendientes de ese espacio interior, donde habita Dios para siempre. Un deseo que suscita el mismo Dios, pero que nosotros debemos cuidar. Escribe san Agustín: «Dios dilata el deseo para que crezca, y crece para que alcance a Dios. Dios no da una cosa pequeña al que desea. Dios no da algo de lo que hizo; Dios se da a sí mismo, que hizo todas las cosas».

El salmista nos inspira, nos ilumina para cuidar y estimular ese deseo de Dios: «qué deliciosas son tus moradas, mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo… Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre».

El salmo de esta fiesta es todo un canto para despertar nuestro entusiasmo por Dios, para vivir despiertos trabajando contra la rutina en el trato con Dios. Retozar por el Dios vivo. Por un Dios vivo en tu corazón. «Un Dios que retoza por ti, danza por ti, como en los días de fiesta» dice el profeta, y te renueva en su amor, y en el tuyo. El salmista nos invita a retozar por el Dios vivo. A saltar y gozar con nuestro Dios, a entusiasmarnos con él y por él. El pone la primera piedra, la piedra angular; nosotros debemos continuar la construcción de la casa, de la casa de Dios, de nuestra casa. Esta es nuestra preciosa tarea: levantar en este tiempo que nos da, y en colaboración con él, un edificio espiritual.

«Señor de las energías, que amables son vuestras casas! Mi alma desfallece y se muere de deseo a la puerta de mi Señor. Mi corazón, mi carne se ha estremecido de alegría en el Dios vivo… Feliz que ha encontrado un lugar en tu casa» (Paul Claudel).

En el encuentro con el Señor en su casa, en mi casa, como vemos en el encuentro de Zaqueo con Jesús, se despierta un profundo entusiasmo que primero vive en su espacio interior, en su corazón, pero la energía, la fuerza de Dios es tal que se derrama generosamente hacia el exterior. La energía, la fuerza de Dios nos lleva a poner nuestra piedra con las piedras de los demás para levantar la casa de Dios. Esta es nuestra tarea, nuestro trabajo primero. Sobre la firmeza de la piedra angular, sobre la sabiduría de Cristo, levantamos la casa de Dios en este tiempo que él nos da, que coincide con levantar tu casa, la casa de tu hermano. Nuestra casa humana.

11 de noviembre de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 32º del Tiempo Ordinario

De los escritos de santa Teresa del Niño Jesús (Manuscritos autobiográficos B,1 r°-v°)
«Quiero hacerte leer en el libro de la vida, donde está contenida la ciencia del amor». ¡La ciencia del amor! ¡Sí, estas palabras resuenan dulcemente en los oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de haber dado por ella todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Cantar de los Cantares, que no he dado nada todavía (Ct 8,7). Comprendo tan bien que, fuera del amor, no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor es el único bien que ambiciono.

Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina; ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre. «El que sea pequeñito, que venga a mí» dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón (Pr 9,4) y ese mismo Espíritu de amor dijo también que «a los pequeños se les compadece y perdona» (Sab 6,6). Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día «El Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho» (Is 40,11).

Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el alma de tu Teresita, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cima de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud, como dijo en el salmo 49: «No aceptaré un becerro de tu casa ni un cabrito de tus rebaños, pues las fieras de la selva son mías y hay miles de bestias en mis montes... Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y de acción de gracias». He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, (Sl 49) no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana (Jn 4,7). Tenía sed... Tenía sed de amor. Sí, me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento, entre los discípulos del mundo sólo encuentra ingratos e indiferentes, y entre sus propios discípulos ¡qué pocos corazones encuentra que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor infinito!

LA CARTA DEL ABAD

Querido Miguel:

Tardó en llegar tu carta de otoño, pero llegó con una interesante reflexión sobre el silencio que te comentaré otro día. Pero hoy me quiero detener en las palabras que vienen en tu carta después del silencio: «el ruido conlleva el desorden, la avaricia, el egoísmo, el odio, la palabra vana, la prepotencia… estos tiempos son así. El capitalismo feroz en su deseo de acaparar las riquezas y las voluntades de los hombres, es un inmenso ruido que devora la paz, que sume en la desesperación. Los filósofos, los políticos, los obispos, los “salvadores” se empeñan en buscar la solución en el trueno, en el huracán… y no. La solución está en la brisa, que pasa casi desapercibida».

Así vamos haciendo el camino en este mundo. Por un lado el ruido, el desorden, la prepotencia, por otro lado, la muchedumbre inmensa de gente sencilla que nace, vive y muere sin más, la “humanidad silenciosa”, en la que me hace pensar el episodio de la viuda pobre del evangelio, que arroja unas pocas monedas, lo poco que tiene para vivir, en el templo. Y merece un gran elogio del Señor.

Yo creo que el ruido del trueno y del huracán alejan de nosotros toda posibilidad de escuchar el rumor de la brisa de vida. La “humanidad silenciosa” inmersa en ese rumor de la brisa, no tiene otros recursos, otra fuerza que el de nacer, vivir y morir. Y sin embargo como subrayó en alguna ocasión el monje Tomas Merton es posible que sea en esta mayoría silenciosa donde se encuentra esa alma contemplativa que todavía mantiene el mundo en el difícil camino de la vida de cada día.

Pero esto no es suficiente. Un creyente no puede dejarse seducir por el desorden, el odio, el poder… sino estar preocupado por escuchar el suave rumor de la brisa, signo de la cercanía de Dios, que le da fortaleza para caminar. Y esto tampoco es nada fácil, e insuficiente, ya que precisamos de una “presencia” más fuerte y determinante como sugiere en su obra el mismo Merton: «Tal vez fuese demasiado decir que el mundo necesita otro movimiento como el que condujo a estos hombres a los desiertos de Egipto y Palestina… Tenemos que liberarnos, a nuestra manera, de las implicaciones de un mundo que se precipita en el desastre. Pero nuestro mundo es diferente del suyo… No podemos hacer exactamente lo mismo que ellos hicieron. Pero hemos de ser tan concienzudos e implacables en nuestra determinación de romper todas las cadenas espirituales y desechar el dominio de coacciones ajenas, para encontrar nuestro verdadero ser, para descubrir y desarrollar nuestra inalienable libertad espiritual y emplearla en construir, en la tierra, el Reino de Dios… Necesitamos aprender de estos hombres del siglo IV cómo ignorar los prejuicios, desafiar las coacciones y adentrarnos sin miedo en lo desconocido».

Hay aquí una serie de afirmaciones muy importantes y muy necesarias vivirlas para que el hombre se realice, para que la sociedad no se sienta frustrada: liberación, implicación en el mundo, cadenas espirituales, construir el Reino… En el fondo, todo esto supone apostar por la libertad. Y como ya se ha escrito: hay un miedo a la libertad, y tenemos una inclinación a abdicar de nuestro camino de libertad, para dejarlo en otras manos, que no son una verdadera garantía de perseguir ese objetivo que nos debe llevar a una dimensión humana y creyente más profunda.

Que el otoño haga renacer en ti los sentimientos de la mejor nostalgia. Un abrazo,

+ P. Abad

4 de noviembre de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES


TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 31º del Tiempo Ordinario (Año B)

Los sermones de san Agustín, obispo
No ignoramos que vuestros corazones se alimentan cada día con las exhortaciones de las lecturas divinas y con la Palabra de Dios. Con todo, como que deseamos amarnos cada vez más unos a otros, siento el deber de entretenerme un poco con vuestra caridad sobre el amor.

Quien quiera hablar del amor no debe preocuparse de elegir lecturas que lo describan de una manera expresa. No hay ninguna página de la Escritura que no hable del amor. El Señor mismo nos lo atestigua y el evangelio nos lo enseña. Así, cuando le preguntaron cuál era el primer mandamiento de todos los de la Ley, Jesús respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda el alma, con toda tu mente. Y al prójimo como a ti mismo». Y para que no buscáramos nada más en las páginas sagradas, añadió: «De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los profetas». Si toda la Ley y los profetas dependen de estos dos mandamientos, mucho más el evangelio.

El amor renueva el hombre, lo hace nuevo. Que la caridad es la porción del hombre nuevo, lo expresa personalmente el Señor cuando dice: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros». Si, pues, la Ley y los profetas, que es tanto como decir todo el Antiguo Testamento, dependen del amor, mucho más el evangelio, es decir, el Nuevo Testamento, desde el momento que el Señor sólo proclamó como suyo este mandamiento: «Que os améis unos a otros». Después de haber venido a hacernos hombres nuevos, lo declaró mandamiento nuevo, y nos prometió una herencia nueva, una herencia eterna.

El amor está presente en ambos testamentos. En el primero, de una forma más velada, y, en cambio, con el temor más a la vista. En el segundo, por el contrario, es más evidente el amor que el temor. Porque cuanto más crece el amor, más disminuye el temor. Al crecer en el amor, el alma se libera del temor, y, al llegar a la plenitud de esta liberación, desaparece el temor. Lo dice el apóstol Juan: «El amor ahuyenta el temor».

LA CARTA DEL ABAD


Querida Mª Luisa:

Estos días he pensado en otros de tus «silencios»: «el silencio de la lluvia —escribes— es un ruido silencioso, pone unción en el alma. Es que lo he experimentado muchas veces y me sabe a cielo».

Solo que aquí, estos días «el silencio de la lluvia» ha alternado con el «grito de la lluvia», pues ha habido momentos de una lluvia fuerte, provocando en el claustro un verdadero espectáculo, con todas las gárgolas, funcionando a pleno rendimiento, apenas pudiendo encauzar toda al agua que descendía de lo alto. En tu tierra es más frecuente la caída de la lluvia suave, silenciosa, que va impregnando la tierra y la hace fecundar hasta hacer de ella toda una alfombra verde de gran belleza.

Pienso que son dos experiencias interesantes, y que ahora, a mí, me trae el recuerdo del profeta Isaías: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca, no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,9).

El silencio de la lluvia que empapa la tierra y la fecunda. El silencio de la palabra que empapa la tierra del corazón y hace fecunda la vida humana.

El silencio de la palabra de Jesús: «Ama a tu Dios, el único Señor para tu vida, tu único espacio, ámale con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. Ama a tu prójimo como a ti mismo».

Esta palabra de Jesús nos llega como un regalo precioso, envuelto en un manto de silencio. La palabra de Jesús nos viene desde el corazón de Dios, que habla en silencio y en silencio debe ser escuchada. La palabra de Jesús es una semilla preciosa, semilla de vida nueva, que necesita ser acogida por la tierra abierta del corazón. Acogida en silencio y guardada en el corazón, para que en nuestro interior germine en silencio hasta dar fruto. La palabra vale lo que vale el corazón, nos revela el corazón. Vale lo que vale el silencio de quien la pronuncia, y que le proporciona la sabiduría que necesita toda palabra para manifestar su valor.

Es cierto, que en nuestra vida, con frecuencia hablamos muchas palabras, que nuestra vida es un derroche de palabras, que son como el «grito de la lluvia», lluvia fuerte que arrastra la tierra, que en ocasiones incluso llegan a ser un espectáculo ante el mundo, como las gárgolas que desbordan de agua. Pero que pasan como el viento. Son sonidos que nacen en las capas superficiales de nuestra persona. Difícilmente llegan al corazón del otro.

Hoy necesitamos otras palabras. Palabras profundas, palabras con sabiduría, palabras que nos lleguen como lluvia fina, y que impregnen la tierra del corazón. Palabras que nazcan del silencio. La Palabra de Jesús nos enseña este camino. Porque con su palabra se da él mismo. Pasa haciendo el bien, dando su vida. Y la da hasta el extremo.

Su palabra, su vida, su amor nos invita a seguirle: «Ama a tu Dios, único Señor, ama a tu prójimo como a ti mismo». Palabras para ser escuchadas, guardadas en el silencio del corazón, y dichas con la vida desde el silencio del corazón.

Que el silencio de la lluvia siga poniendo unción en tu alma. Un abrazo,

+ P. Abad

2 de noviembre de 2012

TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Job 19,1.23-27; Sl 24; Filp 3,20-21; Jn 14,1-6

«La muerte es la plenitud de la vida». Pero quizás, nuestra manera de pensar y sobre todo nuestra manera de vivir no nos ayuda a entender la verdad de esta afirmación: La muerte es la plenitud de la vida. Quizás deberíamos empezar por corregir nuestro vocabulario. Pensamos en izquierda y derecha, blanco y negro, bello y feo, verdadero y falso, bueno y malo, masculino y femenino y también vida y muerte. Pero la vida y la muerte no son duales. Una no es contraposición de la otra; la muerte no es una realidad contraria a la vida, la muerte está dentro de la vida.

Nos lo dice san Bernardo cuando escribe: «Decimos que el hombre muere cuando se acerca la muerte con toda certeza. Pero desde que empezamos a vivir, ¿qué hacemos sino acercarnos a la muerte y empezar a morir?» (Sermón 17, 1, sobre el salmo 90).

O la palabra del poeta:

«Pues somos tan sólo corteza y hoja.
La gran muerte, que cada uno en sí lleva,
es fruto en torno a la que todo gira».
(Rilke, libro de la pobreza y la muerte)

La misma palabra de Jesús: «Yo soy la Vida». Pero por un momento cortan esta vida. ¿Verdaderamente la cortan? Yo diría que tan solo hieren la Vida. Cristo deja que abran en su misterio de vida una herida para que se derrame toda su riqueza de amor, que se había ido manifestando cuando pasaba haciendo el bien, anonadado en nuestra frágil naturaleza. Quien da la vida desde la generosidad del amor la vuelve a recobrar. La vida viene a ser un ejercitarnos en el morir para preparar el acceso a la plenitud de la vida. Cristo muere y nos abre a la plenitud de la vida. La muerte aceptada con amor, vivida con amor es la puerta abierta de par en par a la vida. A la plenitud de la vida.

«Eres tú de los muertos el primogénito,
Tú el fruto, por la muerte ya maduro,
del árbol de la vida ya maduro
del que hemos de comer.
Tú, con tu muerte afirmas nuestra vida».

Esta es nuestra Verdad, la verdad de Cristo, que reside en el misterio de nuestra fe y que proclama hoy con fuerza la liturgia: «Dios se llevará con Jesús a los que han muerto con él». Pero morir con Jesús es vivir ya ahora con él. «Los que creen en mí tienen vida eterna». Creer en Jesús es vivir una relación personal, profunda con él. Es tener a Jesús, en todo momento como camino, como punto de referencia permanente.

Deberíamos tener muy presentes las palabras de Job. Son palabras proféticas. Él vive, en la oscuridad, de alguna manera la presencia divina y esto le reafirma en la esperanza de una vida contemplando el rostro de Dios. Y nos muestra el deseo de tener esta experiencia grabada en su corazón para no olvidar un futuro que le abre a una gran esperanza.

Ese futuro de Job para nosotros es ya una realidad. En Cristo. En él conocemos el amor que abre a la plenitud de la vida. Un amor que no es solamente el amor puntual de la cruz, sino el amor vivido en su corta e intensa vida entre nosotros, revestido de nuestra frágil naturaleza, pasando haciendo el bien, y culminando su obra de vida en la cruz. Cristo es la Roca. En él, la Roca, están grabadas las palabras de Job y de todos los profetas. En esta Roca están grabadas las palabras de Cristo que fueron vida, verdad y camino para muchos hombres y mujeres, una multitud que nadie puede contar, nos decía la liturgia de Todos los Santos.

«Cristo muere de puro amor». Y esta es la exigencia que pone en nuestra vida nuestra fe en Cristo: morir de amor. Es un don que necesitamos pedir y recibir de él. Él, que se marchó para prepararnos la casa. Por eso le decimos: Danos vida, Jesús, que es llamarada que calienta y alumbra.

La vida de Cristo es amor. El es el amor que nos marca el camino, para vivir la auténtica verdad de nuestra vida, hasta llegar a la plenitud.

1 de noviembre de 2012

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues lo somos». La Palabra de Dios hace lo que dice, luego si hace esta afirmación de nuestra condición de hijos, entonces es cierta, es verdad. Pero ¿para qué sirve una verdad que no influye en nuestra vida? Porque puede ser así.

Pues a continuación afirma: «el mundo no nos conoce como hijos, porque no conoce a Dios». Esto es evidente: si no conoce a Dios, ¿Cómo va a reconocer a quien son sus hijos? Pero hay una segunda afirmación: «ahora somos hijos y aún no se ha manifestado lo que seremos». ¿Qué se ha de manifestar? Nuestra condición de hijos. Una condición que se va manifestando a medida que vivimos con esta esperanza, que no es una actitud pasiva de recibir, sino un ejercicio permanente de purificación. La vida humana, la vida del creyente viene a ser un camino. Un camino para vivir apasionadamente.

El hombre es camino hacia Dios. Es algo que han dicho todas las filosofías y religiones. Pero el cristianismo añade: Dios es camino hacia el hombre. Dios se ha abierto camino por la historia, que el hombre ha forjado para llegar donde está. Dios viniendo a nosotros ha hecho camino por medio del Hijo, y nos ha dejado a su propio Hijo como camino. Más todavía: en él nos ha hecho hijos. Entonces, si estamos con Dios, «como hijos tenemos que proceder como procedió Jesús» (1Jn 2,6).

En caso contrario ya no nos comportamos como hijos, y como dice san Agustín: «A los que se les llama hijos de Dios, sin serlo, ¿de qué les aprovecha llevar el nombre si están privados de la realidad?, ¿a cuántos se les llama médicos y no saben curar?, ¿a cuántos se les llama serenos y pasan la noche entera durmiendo?, ¿a cuántos se les llama cristianos o monjes y están en excedencia?. No son tales en la realidad, pues no son lo que indica este nombre, es decir no lo son en la vida, en las costumbres, en la fe, en la esperanza, en la caridad» (Obras XVIII, Hom. 4ª sobre 1Jn, BAC 187, p. 568).

¿Y cómo procedió Jesús? Jesús vive la realidad insondable de Dios como «un misterio de compasión. Lo que define a Dios no es el poder sino sus entrañas maternales de Padre. La compasión es el modo de ser de Dios, su manera de mirar el mundo y de reaccionar ante las criaturas». Es la compasión de Dios la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento y a la humillación de las gentes. La primera mirada de Jesús no es hacia el pecado del ser humano, sino a su sufrimiento. Desde esta experiencia de la compasión de Dios introduce un principio radical: «sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». La compasión no es una virtud más, sino el único camino para reaccionar ante el clamor de los que sufren y para construir un mundo más humano.

Y con este estilo habla Jesús un lenguaje provocativo, original e inconfundible: «las bienaventuranzas. Una de ellas es esta de la compasión, de la misericordia».

Jesús con el mensaje de las bienaventuranzas nos muestra una sabiduría que da primacía a los últimos, a los pobres, a los que sufren. Ser compasivos como el Padre exige buscar la justicia de Dios empezando por los últimos. El camino hacia un mundo más digno y dichoso, para todos, se comienza a construir desde ellos. Así lo quiere Dios. Así lo manifiesta su Hijo, así llama a sus hijos a hacerlo.

La Iglesia en sus orígenes vivió profundamente esta llamada de Jesús a la compasión, sensible al sufrimiento. Y a lo largo de los siglos hasta hoy no han faltado instituciones, asociaciones y personas al servicio de enfermos, hambrientos, refugiados… No se apagó nunca la compasión, pero a la vez se puso el acento en exceso en la cuestión de la culpa, y se relativizó la del sufrimiento. De ser una religión sensible al sufrimiento, pasó a ser una religión sensible al pecado. La primera mirada de Dios es para el sufrimiento de la criatura, y no para dar preeminencia a la culpa. Este espíritu de Jesús se recoge en las Bienaventuranzas, núcleo central de lo que vivió y enseño Jesús. Y que puede resumirse en esa palabra de la compasión.

Por eso las Bienaventuranzas son una bendición de Jesús, la manera que tiene Dios de amar. El camino que nos ofrece para asumir. Quien funda su vida en Dios, la funda sobre Jesucristo, vive como él. La vida de Jesucristo es muy humana, pero con una humanidad que nos lleva al conocimiento del Padre. Es la realización más sensata y acabada de la vida.