26 de agosto de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES


TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 31º del tiempo ordinario (Año B)

Del comentario al evangelio según san Juan, de san Cirilo de Alexandria, obispo
«El Espíritu es el que da la vida. La carne no sirve de nada». Ninguna cosa creada dará nunca la vida, al contrario, es ella que reclama alguien para dársela a ellos. Pero si examinas atentamente el misterio de la encarnación y si comprendes bien quién es el que habita en esta carne, podrás admitir que puede dar la vida, aun si en general la carne, por sí misma, no sirve de nada. Debido a que está unida al Verbo vivificante, ella se convierte a su vez plenamente vivificante; el más fuerte, el Verbo, da fuerza a la carne, mientras que la carne no impone su propia naturaleza al que nunca es vencido. La carne, por importante que sea para dar la vida, llega a hacerlo porque lleva en ella el Verbo vivificante. Este cuerpo pertenece a aquel que es vida por naturaleza, y no a ninguno de estos hombres hechos de tierra de los cuales podemos decir con razón: «La carne no sirve de nada». No es de la carne de Pablo, de Pedro o de cualquier otro que esperamos la vida, sólo la podrá dar, con exclusión de toda carne, la carne de Cristo nuestro Salvador, en el que «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad».

He aquí, pues, lo que el Señor quiere decir en las palabras que hemos citado: «Mirando el fondo de vuestro pensamiento, veo que me acusa sin motivo de haber dicho que mi cuerpo hecho de tierra daba naturalmente la vida; no es de ninguna manera lo que os quería decir: mi explicación sólo se refería al Espíritu divino y a la vida eterna. No es la naturaleza de la carne la que da el Espíritu vivificante, es por virtud del Espíritu que el Cuerpo da vida. “Las palabras que os he dicho son espíritu”, es decir, espirituales y relativas a aquel que es por naturaleza la vida». Su designio, hablando de esta manera, no es el de rebajar su propia carne, sino de enseñarnos la verdad. Es él quien ha hecho de su cuerpo una fuente de vida al regenerarlo para comunicarle su propia fuerza. ¿Cómo ocurre esto? La razón no lo puede imaginar, la lengua no puede decir, pero hay que adorar en silencio, con una fe que sobrepasa el entendimiento.

LA CARTA DEL ABAD


Querida Mª Luisa:

Hoy he leído en el evangelio estas palabras que el domingo escucharan también muchos creyentes: «El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida».

Y pienso en nuestra vida, para preguntarme si la nuestra es la misma vida de la que nos habla Jesucristo. La nuestra suele estar agitada por mil pensamientos, deseos con una fuerte dosis de contradicción, frustraciones, esperanzas. Un oleaje en un mar embravecido. Vivimos la vida en la superficie, y esto quiere decir vivirla con una amplitud de conciencia muy fina, delgada, o poco profunda.

Necesitamos para este camino o viaje de la vida aquella sabiduría de un Padre del Desierto: «Un día un viajero pidió al maestro una palabra de sabiduría que le guiase en su viaje. El maestro accedió cortésmente, y aunque era aquel día, un día dedicado al silencio, pidió una hoja de papel y escribió una única palabra: “conciencia”. ¿”Conciencia”?, dijo perplejo el viajero. Verdaderamente, es demasiado breve; ¿no podrías desarrollarla un poco? Entonces, el maestro tomó el papel y escribió: “conciencia, conciencia, conciencia”. Pero, ¿qué quiere decir esta palabra?, insistió el viajero. El maestro tomó de nuevo el folio y escribió, de modo claro y firme: “conciencia, conciencia, conciencia, significa… conciencia”».

La consciencia de lo sagrado mantiene unido nuestro universo, la falta de consciencia y de sentido lo está destruyendo. Hoy necesitamos subir a la azotea como me comentas en tu carta: «subir a la azotea cuando empieza a amanecer. El silencio del amanecer aquí es de gran belleza. ¡Cómo lo voy a explicar! No hay palabras. Es un silencio que llena el alma y el cuerpo. Estremece».

Cuando empieza a amanecer… Cuando apunta de nuevo el ritmo de un día nuevo, de una vida nueva, necesitamos subir a la azotea y gustar la experiencia del silencio. Solo el silencio puede ser palabra. No hay palabras. Solo debería ser ese silencio que acoge amorosamente la vida que nace nueva con un nuevo amanecer. Un silencio que haga más profunda nuestra conciencia. Que nos ponga en el camino de la sabiduría.

Nuestras palabras son pobres, nacen de deseos, de inquietudes superficiales. La palabra es un apoyo fundamental para la relación humana. Luego nuestras relaciones humanas también son, generalmente, pobres, débiles, de poca consistencia. Hay que subir a la azotea cuando empieza a amanecer. Todavía no ha aparecido la luz del sol, pero el silencio de amanecer previo va a recoger la palabra nueva de un nuevo día.

En este camino de la vida creo que debemos cambiar el ritmo, y buscar aquel ritmo que nos permita crecer en una conciencia más profunda. Es la sabiduría que nos puede guiar en nuestro viaje.

Maria Luisa, sé asidua a los amaneceres de la azotea. Un abrazo,

+ P. Abad

20 de agosto de 2012

SAN BERNARDO, ABAD Y DOCTOR DE LA IGLESIA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Sab 7,7-10.15-16; Salm 62,2-9; Filp 3,17-4,1; Mt 5,13-19

Bernardo «habla Biblia» a lo largo de todos sus escritos con unas 31.000 citas y alusiones. Algo difícil de comprender, pero suficiente para hacer amar y conocer su «juego bíblico», y la Biblia misma. Bernardo estaba convencido de que solo Dios habla bien de Dios. Por esto primero grita con Samuel: «Habla, Señor, tu siervo escucha», y habiendo «recibido varias veces las visitas del Verbo», y convencido de que el texto: «en él vivimos, nos movemos y existimos» dice la verdad, no puede dejar de hablar. Y lo hace a la manera de la Escritura, que utiliza nuestras palabras, para decir la sabiduría oculta en el misterio, que se insinúa en nuestros corazones.

Y cuál es el camino del monje sino «pedir esa sabiduría oculta, invocarla, preferirla a cetros y tronos, a la riqueza y piedras preciosas, preferirla a la salud y a la belleza». Bernardo habla Biblia, porque verdaderamente para él lo primero es esta sabiduría de la que nos habla la lectura de esta celebración. Y por esto Bernardo «habló con conocimiento y con unos pensamientos dignos de los dones de sabiduría que recibía de Dios», a través de su Palabra.

Deberíamos atender a la invitación que nos hace Bernardo mediante las palabras de Filipenses: «Sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros». Esta imitación no es fácil. Porque tenemos o bien el Dios de la cruz o el dios del vientre. Y esto supone estar haciendo de modo permanente un discernimiento, en los detalles concretos de nuestra vida diaria para llevar a cabo nuestra opción: el Dios de la Cruz, el Dios del amor hasta el extremo, el Dios que da la vida, que la sirve hasta la última gota, o el dios del vientre, de la apetencia de lo terreno.

Nuestra sociedad tiene planteada esta tensión esta lucha encarnizada, entre la cruz y el vientre, entre lo espiritual y lo material, entre la vida y la muerte. No se ve clara una opción por la cruz. Más bien lo contrario.

Los medios de comunicación reflejan en ocasiones repetidas el crecimiento de la esclavitud en esta sociedad; en una sociedad donde un número reducido va creciendo en su riqueza mientras una masa esclavizada crece en número y en desprecio a la dignidad humana. La misma Europa, que la actividad de Bernardo y sus monasterios tanto ayudaron a formarse y consolidar, quiere olvidar la referencia a Dios. Con toda seguridad para dejarse arrastrar por la tentación del vientre, del bienestar que no se puede suportar y que es necesario recortar, nos dicen. Pero la realidad es un recorte para la masa, pero no para la minoría privilegiada.

No puede haber vida sino cuando se vive para el otro; no puede construirse vida auténtica, sino cuando ponemos en el horizonte al otro, a los demás, sobre todo a los más débiles.

Por esto Bernardo es elocuente en sus Cartas: «Nadie viva para sí, sino para el que murió por él. ¿Para quién he de vivir más honrosamente que para él, pues yo no viviría si no fuera por su muerte? Pero yo le sirvo voluntariamente porque el amor da libertad. A esto os animo con todo mi ser: servidle con ese amor que echa fuera todo temor, no siente los trabajos, ni se fija en los méritos, no exige el premio, y, sin embargo, es lo que más nos apremia. Ningún terror nos inquieta tanto, ningún premio nos estimula así, ninguna justicia nos exige de ese modo. Que ese amor os una conmigo inseparablemente, os haga pensar en mí con frecuencia, muy especialmente en los momentos de oración» (Carta 143)

El amor da libertad. Por eso exclamará con fuerza en el Comentario al Cantar: «El amor se basta por sí sólo. No requiere otro motivo. Amo porque amo. Gran cosa es el amor. Cuando Dios ama lo único que quiere es ser amado: si él ama es para que nosotros le amemos a él… ¿Puede no ser amado el que es el Amor en persona?» (Sermón 83)

Esto es lo que tenemos que vivir como monjes si queremos ser luz en este mundo. Si queremos ser sal….Es lo que tenemos que vivir y es lo que tenemos que enseñar con nuestra vida. Si lo hacemos así seremos grandes en el Reino de los cielos. Si no lo hacemos, no sé lo que seremos en el Reino, pero lo que es seguro que aquí seremos unos mediocres. Y hoy día la mediocridad, en todos los niveles y terrenos, da ganas de vomitar. Lo dice hasta el Apocalipsis.

15 de agosto de 2012

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal 44, 11-12.16; 1Cor 15, 20-26; Lc 1, 39-56

«Ella ahora, su figura enternecedora,
se juntará a los nuevos bienaventurados
e imperceptiblemente, luz con luz, se situará entre ellos…
Y sucedió un silencio de admiración.

Mira: como mata de espliego
reposó ahí por un momento,
para que en lo sucesivo la tierra retenga su olor,
depositado en los pliegues como en exquisito paño.
Todo lo mortal (¿lo sientes?), todo lo doliente
está adormecido por su fragancia».

(R.M.Rilke)

En el cielo «sucedió un silencio de admiración». En la tierra, un aroma exquisito, como de espliego, esperando que esta fragancia se derrame en la inmortalidad.

En el cielo un silencio de admiración, en la tierra un aroma exquisito como de espliego. Y en este misterio de Santa María contemplamos una visión optimista sobre la condición humana. Como una preciosa plasmación del pensamiento de san Ireneo: «la gloria de Dios es que el hombre viva».

Escribe san Bernardo: «nuestro maravilloso artista no deshace lo que está tan destrozado, prefiere rehacerlo de nuevo. Del antiguo Adán nos plasmó otro nuevo, y a Eva la transformó en María».

La victoria de Cristo sobre la muerte con su Resurrección, es un signo de su victoria sobre el pecado, que resplandece plenamente en María y nos abre a nosotros la esperanza de la vida.

«La "biografía total" de María viene a inscribirse en la "biografía total" de Cristo. Y así es como en María resplandece el proyecto divino sobre la criatura humana: la dignidad del hombre aparece plenamente iluminada en este destino supremo realizado ya en la Virgen Madre». (B. Forte)

Pero este destino glorioso no nos ahorra la lucha, como nos sugiere el Apocalipsis.
«Después de la tempestad viene la calma dice el refrán». Que nos sirve para la vida espiritual, como aliciente para afrontar esa tormenta formidable de la que nos habla la lectura primera: «rayos y truenos y un terremoto. Una tormenta formidable». Y en el fragor de la tormenta aparece una figura portentosa en el cielo: «una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada por doce estrellas. Entre los espasmos del parto».

Este parto en el que también andamos metidos nosotros. «La humanidad entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto» (Rom 8,22).

En esta lucha, en este parto, para nacer a una vida nueva, miramos a Santa María y la contemplamos envuelta en el sol, en un manto de luz, en el sol de la luz y sabiduría divina que le llega al corazón a través de la Palabra, que guarda y canta en su Magníficat al visitar a Isabel.

La contemplamos también con la luna bajo sus pies. La luna considerada como símbolo de necedad, por sus cambios continuos, y que representa también a la Iglesia ya que recibe la luz de otro astro. «El necio cambia como la luna, y el sabio es constante como el sol» (Eclo 27,12). El sol siempre tiene fuego y resplandor; la luna, en cambio, sólo tiene un resplandor incierto y voluble, ya que siempre está cambiando. Verdaderamente, podemos decir de María tiene la luna bajo sus pies, aunque de muy distinta manera.

Este misterio que celebramos hoy con toda la Iglesia, es un misterio profundamente arraigado en el corazón del hombre, que quiere vivir siempre, permanecer, ser inmortal. Por ello se nos invita a continuar esa lucha de la mujer con el dragón. Invitación a una lucha por la vida. Una lucha donde es necesario apostar por el hombre y por su dignidad, sobre todo en este tiempo que habitualmente es ultrajada y menospreciada dicha dignidad.

El dragón sigue acechando a la mujer, para devorar a quien va a dar a luz. El dragón, los muchos y fieros dragones de esta sociedad están pronto a devorar al hombre, despreciando al Dios que lo ha creado. Quizás necesitamos también huir al desierto para replantearnos la lucha por la dignidad humana.

Quizás necesitamos un silencio de admiración, para amar, agradecer y responder a lo que Dios hace por el hombre.

Quizás necesitamos también en esta sociedad en que caminamos con falta de aliento, que corremos, que no vivimos, quizás necesitamos aspirar el aroma del espliego para percibir aquí en la tierra en los pliegues de todo lo humano, el aroma de inmortalidad escondido, que estamos llamados a despertar.

«Ahora es la hora de la victoria de nuestro Dios, lo hora de su poder y de su Reino».

Aspiremos el aroma del espliego en los pliegues de esta tierra, y hagamos un silencio de admiración.