24 de diciembre de 2017

DOMINGO IV DE ADVIENTO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sam 7,1-5.8-12.14-16; Salm 88; Rom 16,25-27; Lc 1,26-38

Y el ángel se retiró…

Y después, queda el silencio. Después de la Palabra siempre el silencio. La Palabra que engendra la vida, en la cámara del silencio.

Acabamos de escuchar un diálogo único de singular belleza y esperanza para toda la humanidad, para ti para mí, para cada ser humano…

Y a continuación del dialogo, el ángel se retiró. Queda el silencio. Y más allá del silencio nos encontramos con María. Contemplo a santa María en aquel silencio que se hace después de la retirada del ángel. Y me viene a la memoria una bella página de «Palabras calladas»:

«Sentada a mi ventana, como cada día, me miré las manos bañadas por la luz del amanecer. Sentada junto a la ventana, comencé a recitar los salmos que sabía desde niña. Me gustaba el ir y venir de sus versos como flujo y reflujo de olas:

»Levanto mis ojos a Ti
que habitas en el cielo.
Como los ojos de la esclava
pendientes de la mano de su señora
Señor, cantaré toda la vida, vuestros favores,
de una generación a otra anunciaré tu fidelidad…

»Cada mañana, la penumbra me invitaba al silencio. De pronto, como siempre que entraba en el silencio, mi ser interior se ensanchó, y se abrió como un abismo en mis entrañas. Sentía que poco a poco las cosas de fuera se habían desdibujado, y mi alma se perdía inundada, arrastrada en un mar de luz. Caí en una profundidad insospechada que no sabría definir. Sentí en los ríos de mis venas una inundación. Algo nuevo, muy especial, estaba ocurriendo dentro de mí».

Y el ángel se retiró… quedó el silencio.

Ayer se nos decía en una hermosa homilía los nombres concretos e innumerables de ilustres comentadores del Magníficat a lo largo de la historia. El comentario del Magníficat continua hoy.

Ahora, podríamos decir algo parecido de esta escena de la Anunciación. Han sido muchos artistas del lienzo que han plasmado con sus pinceles o esculpido en la piedra o el retablo la escena de este singular diálogo del Arcángel Gabriel y María. Obras de arte que han nacido del silencio. Aquel silencio interior donde se empieza a configurar la obra de belleza para pasarla luego al lienzo, a la piedra, o, en definitiva, a la vida donde se puede admirar.

Pero esta obra de belleza continua hoy, pues con las celebraciones de estos días el plan de Dios, que estaba escondido en el silencio de los siglos, como nos enseña san Pablo, y que comienza a manifestarse con la creación, ahora llega a la plenitud con el Misterio del Nacimiento de Dios revestido de nuestra débil naturaleza humana.

Y empieza a manifestarse a través del silencio de santa María, pues ella como enseñan los Santos Padres de la Iglesia concibió a Jesús antes en el corazón que en el cuerpo.

Pero esta manifestación del amor, Dios la quiere seguir revelando a la humanidad a través de la Iglesia. Por esto también enseñan los Santos Padres, que lo que María ha dado a luz en su cuerpo, la Iglesia debe hacerlo mediante la fuerza del Espíritu del mismo Jesús.

Y el ángel se retiró….

Y queda el silencio… Después de la Palabra siempre el silencio. La Palabra engendra la vida, pero siempre se engendra en la cámara del silencio.

El evangelio, hoy, nos invita a contemplar esta escena singular, este dialogo único de Dios y su criatura. Es una invitación a cada uno de nosotros a vivir un diálogo con Dios. Tu diálogo, mi diálogo, el diálogo de cada ser humano, de cada criatura con Dios. Y que es único para cada uno.

María nos enseña en la recitación y en la escucha de la Palabra. «Dichosos los que escuchan y cumplen la Palabra…» María nos enseña a cantar la misericordia y la fidelidad de Dios.

Y el ángel se retiró…

Ahora, el silencio…

1 de octubre de 2017

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre

Ez 18,25-28; Sal 24; Filp 2,1-11; Mt 21,28-32

Hay algo en el corazón del hombre que está en sintonía con la palabra Dios.

La búsqueda de Dios es una constante en la historia de la humanidad, hasta el punto de considerar que la dimensión religiosa forma parte de la esencia de la vida, de ser una estructura de la humanidad, o como, afirma el filósofo Zubiri: el hombre está religado, atado a un ser superior de quien depende. Lo acepte o no, por lo cual viene a decir que no existen ateos.

No es extraño que, cuando los apóstoles le piden a Jesús que les enseñe a orar, éste les responda con la enseñanza del Padrenuestro. Jesús nos orienta a mirar y dirigirnos a Dios como a un Padre. Y en esta oración entre otras cosas le pedimos que «se haga su voluntad en la tierra como en el cielo».

Más tarde en el monte Tabor, el de la Transfiguración, se escucha la voz del Padre: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle» (Mc 9,7). Y ¿qué nos dice el Hijo, Jesucristo?: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo; yo juzgo como me dice el Padre… El Padre dispone de la vida, y ha concedido al Hijo disponer también de la vida… No he bajado del cielo para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me envió…» (Jn 5,19s). «Quien me ve a mí ve también al Padre» (Jn 14,9).

Este tema de cumplir la voluntad de Dios nos propone el Evangelio. De los dos hijos ¿Quién cumple lo que quería el padre?: el que cumple su voluntad, que era ir a trabajar a su viña.

Ya lo habéis oído: un hijo es que sí, y luego resulta que no; otro es que no, y luego resulta que sí. Éste cumple la voluntad del Padre.

Aquí tenemos una invitación clara a ser conscientes de cómo rezamos y cómo vivimos el Padrenuestro, donde afirmamos «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Pero, ¿es así?, ¿es así en nuestra vida como monjes y como cristianos?

Acaso no nos movemos con mucha frecuencia en aquella contradicción de la que habla san Pablo: «Pues lo que yo quiero, eso no lo ejecuto, y, en cambio lo que detesto, eso lo hago. Ahora. Si lo que hago es contra mi voluntad, estoy de acuerdo con la Ley en que ella es excelente, pero entonces ya no soy yo el que realiza eso, es el pecado que habita en mí» (Rom 7,15s). Y ante esta contradicción en su persona, en su vida, san Pablo exclama: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte? Pero doy gracias a Dios por Jesús el Mesías, Señor nuestro» (Rom 7,24).

Pablo desata pues la contradicción en su vida y encuentra al camino para cumplir la voluntad de Dios en Jesucristo.

Por esto en la lectura a los Filipenses Pablo nos ha dicho: «Todo lo que encontréis en Cristo de fortaleza de espíritu, de amor que consuela, de dones del Espíritu, de afecto entrañable, de compasión, ponerlo por obra».

Pero al hacer esta invitación no olvida que esto no lo vivimos en solitario sino en la convivencia con nuestros hermanos. Y así continúa poniendo de relieve la persona de Jesucristo como referencia: nos exhorta «a la unidad, a tener idénticos sentimientos, a no hacer nada por rivalidad ni por vanagloria, a mirar a los otros con humildad, considerándolos superiores, que siempre podemos aprender de ellos». Pero esto también es lo que hace Dios: Toma la condición humana, haciéndose hombre, se rebaja, se hace obediente y en su rebajarse se hace nada, llegando a la expresión suprema d amor, muriendo en la cruz.

Que la Palabra del Señor, hoy día del Señor, os descubra el camino hacia el manantial de la vida y descubráis como nos dice san Columbano (monje irlandés peregrino del s. VII): «las fuentes de la vida, de la vida eterna, de la luz, de la gloria. Es Cristo este manantial, el pan para el camino…».

«¡Danos siempre, oh Cristo Señor, esta agua, para que sea en nosotros manantial de agua viva, que brota para la vida eterna! Ciertamente, pido algo grande, ¿quién no lo sabe? Pero, tú, oh Rey de la gloria sabes dar cosas grandes, porque cosas grandes has prometido. Nada es más grande que tú mismo; tú te has dado a nosotros, y per nosotros te has dado a ti mismo. Por esto te pedimos de hacernos conocer esto que amamos, porque nada más pedimos que nos venga dado fuera de ti. Tú eres todo para nosotros: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios».

No nos acostumbremos a quedarnos en la contradicción de nuestra vida, no sea que lleguemos a decir o a vivir el reproche del Señor por medio del profeta Ezequiel: El Señor dice: «Vosotros pensáis: No va bien encaminada la manera de obrar del Señor».

30 de abril de 2017

DOMINGO III DE PASCUA (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Hech 2,14.22-33; Sal 15; 1Pe 1,17-21; Lc 24,13-35

«Enséñame, Señor, el camino que conduce a la vida».

Así canta el salmista este salmo. Un salmo de los más bellos del Salterio. Viene a ser como una breve historia del hombre contento y feliz con su Dios.

Una belleza para acompañarnos en el camino de la vida, un camino como van haciendo los discípulos de Emaús. Un camino tantas veces con desesperanza cuando perdemos el horizonte como les sucede a los caminantes de Emaús, y a los demás apóstoles.

Pero esta Belleza va caminando con nosotros, y quiere penetrar en nuestra vida, va penetrando imperceptiblemente en nuestros corazones, cuando nosotros le vamos correspondiendo con un diálogo de vida, con el diálogo de la nuestra vida, que en el fondo tiene sed de Dios. De un Dios que nos busca con pasión, como dice el Cantar (7,11).

No ha faltado quien cante esta belleza de Dios:

«A Ti luna de Dios
A Ti, columna fuerte
A Ti, que el ánfora del divino licor,
que el néctar de eternidad pongas en nuestros corazones»
(Unamuno)

¿Y acaso no iba derramando este néctar de eternidad con su palabra, en los caminantes de Emaús?

El divino licor de la Palabra de Dios va embriagando su corazón, su persona toda; una embriaguez que se va a volver pronto un fuego que no podrán contener:

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos abría el sentido de las Escrituras?», exclaman.

Es la belleza del fuego que alumbra y da calor al frío de nuestro corazón, de nuestra vida.

«Tú has embriagado mi corazón. Tú has desatado mi lengua… lléname de las delicias de tu rostro, lugar en que todos los caminos terminan». (Claudel)

Así se sacia, se embriaga el corazón con el ánfora del divino licor de la Palabra. Y el salmista no deja de cantar la belleza y la alegría que encuentra y desea en el Señor:

«Ninguno como Tú me hace feliz,
con él a mi derecha no caeré
Mi corazón se alegra y todo mi ser es una fiesta,
me enseñareis el camino que lleva a la vida.
Alegría y fiesta sin fin junto a Ti».

Y aquellos que caminaban invadidos de la tristeza por una ausencia que nada ni nadie podía colmar, quedan transformados en hombres nuevos que necesitan decir, comunicar la alegría que les ha cambiado. Con las primeras sombras del atardecer, de la noche, ya desvanecida sin embargo en la luz nueva del Resucitado necesitan, les urge, volver a Jerusalén.

Es la paz, es la alegría del Resucitado que quien la tiene como experiencia en su interior necesita comunicarla, en un deseo inconsciente de crecer y crecer más en ella.

Es propio de quien ha caminado en el camino de la Vida, gustar de la dulzura de la diestra de Dios.

«Jesucristo se hace pan comunicando su Palabra y confirmando el corazón del que lo come; se hace copa por la contemplación de la verdad, dando gozo del conocimiento a quien come y bebe con amor». (Orígenes)

Llegan a Jerusalén, donde estaba todos reunidos y que comentaban: «Realmente el Señor ha resucitado, y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaban lo que les había pasado por el camino. Y como le había reconocido al partir del pan».

Y en esta mutua experiencia de la presencia del Resucitado en sus vidas les lleva a comunicar esta alegría a todo el pueblo:

«Este Jesús, Dios lo ha resucitado. Todos nosotros somos testigos».

¿Todos nosotros somos testigos? Esta debe ser nuestra verdadera Pascua: Ser testigos de la paz y de la alegría del Resucitado.

Y al hilo de esta estampa evangélica de los caminantes de Emaús, nos podemos hacer preguntas:

Como vamos haciendo el camino de la vida? ¿Verdaderamente reconocemos al Resucitado al partir el pan? ¿La eucaristía tiene para nosotros la fuerza de transformarnos en paz y alegría profundas, para poder llegar a decir: nosotros somos testigos….

Quizás debemos recoger las palabras de san Pedro: «Vigilad sobre vuestra conducta mientras vivís en este mundo».

20 de marzo de 2017

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sam 7,4-5.12-14.16; Sal 88,2-5.17.29; Rom 4 13,16-18.22

«Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades».

Es el canto del salmista ante el silencio de Dios. Es el canto al final de la soberanía de la casa de David sobre el reino de Judá. El grito conmovedor, pero esperanzado, ante el silencio de Dios. El salmista no cree que Dios sea incapaz de mantener sus promesas. Y canta ante el silencio de Dios. Canta su fe, canta su esperanza…
Es el canto del silencio
En el silencio se gesta, nace, la luz de la Palabra, la luz y la sabiduría de la vida.
En el silencio percibieron la obra de Dios Abraham, David y muchos de sus elegidos llamados a ser una obra de Amor, la obra y el proyecto de Dios con la humanidad.
Es en el silencio, que llenos de asombro escucharon la llamada del Amor, y respondieron con fidelidad para el cumplimiento de una obra de amor.

En el silencio escuchó san José el anuncio del cumplimiento de las promesas de Dios. En el silencio vino a discernir el designio inescrutable de Dios.
En el silencio percibe que la obra de Dios ya no es promesa, ya no es futuro
sino presencia viva.
Una presencia silenciosa.
Una presencia ardiente.
¡Fuego!
Un fuego que no se puede contener, capaz de hacer arder la tierra.
Un fuego que san José mantuvo en un silencio expectante.
Un silencio de espera.
Una presencia solo aliviada por el canto.
El canto del salmista

«Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades».

Este el Magníficat de san José.
El canto del silencio, que acoge el Amor en su casa.
El silencio precede, acompaña, para penetrar en el misterio de Dios.
Este es el Magníficat de san José.
El silencio confiado que espera la llegada de la Palabra
Es en el silencio atento y delicado que se acoge la más brillante palabra de amor.
Del Amor que se reviste de nuestra fragilidad.
Es en el silencio del darse cada día cuando el amor manifiesta toda su riqueza de vida.
En la escucha y la respuesta fiel.
Es en el silencio donde al amor madura y ofrece sus frutos más dulces, precioso y duraderos.
El silencio es la cuna de la palabra.
En la cuna contemplamos la obra del amor, descubrimos la ternura del amor.
En la cuna despiertan nuevos sueños de amor.

Santa María canta el Magníficat en su Visitación. Canta la obra de Dios profundamente conmovida por la obra del Señor. Canta la obra de Dios que rezuma con esperanza en su pueblo de Israel, y en su corazón y sus labios en presencia de Isabel.

Hoy san José canta el Magníficat del silencio, porque la obra de Dios se gesta en el silencio, y hoy la humanidad sigue necesitando ese silencio de san José para dar lugar a la PALABRA que debe iluminar nuestros pasos.

No lo olvides nunca:

«Dios alumbra por dentro
antes de salir a nuestro encuentro por fuera».

19 de marzo de 2017

DOMINGO III DE CUARESMA (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Ex 17,3-7; Sal 94; Rom 5,1-2.5-8; Jn 4,5-42

Juan Pablo I en una catequesis, durante su corto pontificado dio esta enseñanza: «Me encontraba en el estado de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: fuera, levántate. Yo, a mi vez, decía: Sí, pero más tarde, todavía un poquito. Finalmente, el Señor me dio un empujón, me echo fuera. Así, pues, no hay que decir: Sí, pero…, sí, pero más tarde. No, hay que decir ¡Señor, sí! ¡Ahora mismo! Esto es la fe. Responder generosamente al Señor. Pero ¿quién dice este sí? Quien es humilde y se fía plenamente de Dios».

Ese sí, pero… es frecuente en nuestra vida de fe. Sucede que abunda en nuestras vidas la cardio-esclerosis, la dureza del corazón, para recibir el mensaje de Jesús, y en consecuencia para la escucha y la respuesta. Y esto nos lleva al peligro de la rutina, el estancamiento espiritual, la tibieza, el desamor. Y esto ya viene de lejos como lo certifica el salmista:

«Ojala escuchéis hoy su voz,
no endurezcáis el corazón».

Este es un salmo que comienza con una procesión festiva, un himno alegre, comunitario: «venid, celebremos al Señor con gritos de fiesta, aclamemos a la roca que nos salva, él es nuestro Dios, somos su pueblo». Pero, de repente se alza la voz de Dios con una grave amonestación: «Si hoy escucháis su voz no endurezcáis el corazón». Dios aparece como un aguafiestas. Como si un hijo disoluto y derrochador viniera a festejar a su padre con efusivas muestras de cariño y el padre en vez de recibirlas y agradecerlas le soltase una severa reprimenda… Esta es la impresión que produce el salmo.

Pero esta llamada de atención nos puede hacer bien, cuando hemos escuchado en la primera lectura, como el pueblo de Israel endurecía su corazón y murmuraba contra Moisés y Dios, a pesar de haber visto los prodigios para salir de la esclavitud de Egipto.

Parece que gozamos de poner a prueba la paciencia de Dios. Ponerlo a prueba. Esto también es de hoy: Dios, ¿existe o no?, ¿está con nosotros o no? ¿cómo permite tanta desgracia i violencia?...

Esto viene a ser consecuencia de la superficialidad de nuestra vida religiosa. No llegamos a vivir un encuentro en profundidad con el Señor. Nos saciamos, como la Samaritana, del agua del pozo, de los placeres del siglo, y tenemos necesidad de volver repetidamente por agua al pozo.

«Esta mujer —dice san Agustín— es figura de la Iglesia», en ella nos podemos reconocer cada uno de nosotros. Aquí, en este relato, encontramos una preciosa enseñanza, una brillante catequesis, para nuestra vida creyente: «Dame de beber», pide Jesús. Esta invitación nos llega hoy a nosotros a través de muchas voces de hermanos nuestros, marginados en la sociedad…, incluso en nuestras mismas familias y comunidades… «¿Y que tengo yo que ver contigo?», respondemos. Cuántas veces decimos con la palabra o el silencio: «¿Y que tengo yo que ver contigo?» Y Jesús, aunque no le escuchamos, responde: «Su supieras que quiere darte Dios, y quien es el que te pide agua, tú se la darías y él daría agua viva».

Agua viva es la que se coge del manantial mismo. Jesús empieza a sugerirle, otro nivel más profundo: es el nivel del Espíritu Santo. «Todo el que bebe de esta agua vuelve a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré ya no tendrá sed, pues el agua que yo le daré se convertirá en una fuente de agua viva que manará siempre dentro de él para darle vida eterna».

La Palabra de Jesús promete no solo saciar sino poner dentro de nosotros el manantial, un manantial de vida permanente, eterna. En tu mismo corazón.
La necesitamos. Por eso la samaritana le dice: «Dame de esa agua».

Y Jesús la va llevando a su interior: «Llama a tu marido. No tengo. Tienes razón, porque tuviste cinco y el que ahora tienes no es tu marido». San Agustín nos enseña como estos cinco maridos son los cinco sentidos que utilizamos desde que nacemos, para vivir según la carne. Para vivir solamente una religiosidad exterior. Puro folklore.

Jesús nos invita a vivir desde dentro, según el Espíritu que nos viene de él: vivir según el Espíritu, que es la energía divina que unifica toda nuestra persona, toda nuestra vida. Es decir que necesitamos que la Palabra de Dios no se quede en el exterior, en los sentidos externos, sino que penetre dentro para impedir que se nos endurezca el corazón sino que pueda gozar siempre del rumor de las fuentes de la vida.

«Guarda tu corazón, porque de le brota la vida» (Pr 4,23).

22 de enero de 2017

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Is 8,23-9,3; Sal 26; 1Cor 1,10-13.17; Mt 4,12-23

Hay un proverbio que dice: «Las palabras se las lleva el viento». Depende. Cuando las palabras nacen de un silencio interior, profundo del corazón, pueden llegar al corazón del otro. Difícilmente se las lleva el viento. Cuando hay una escucha silenciosa seria, atenta, con un corazón abierto, tampoco las arrastra el viento.

Las palabras más bellas del hombre nacen del silencio. El silencio es el horno ardiente de las palabras, el crisol de las palabras esenciales, que dan vida y calor al corazón humano.

Esto se suele decir de la palabra humana. Y ¿qué decir de la Palabra de Dios? Nos responde la epístola a los Hebreos: «La palabra de Dios es viva, enérgica, más tajante que una espada de dos filos, penetra hasta la unión del alma y del espíritu, de órganos y médula, juzga sentimientos y pensamientos. No hay criatura que escape a su mirada, todo está desnudo y vulnerable a sus ojos y es a ella a quien habremos de dar cuenta». (Heb 4,12)

¿Viene a ser así en nuestra vida la relación con la Palabra, o también se la lleva el viento? Mirad, Isaías nos decía en la primera lectura: «El pueblo que caminaba a oscuras ha visto una gran luz, una luz resplandece para quienes vivían en tinieblas y los ha llenado de gozo, de una alegría inmensa».

El Salmo nos vuelve a decir: «El Señor me ilumina y me salva».

¿En verdad somos iluminados por esta luz de la palabra? Porque aquí no se refiere a la luz del día, que ya gozan de ella nuestros ojos físicos, sino de la luz del corazón. Y yo pienso que no siempre esta luz de la palabra baja a nuestro interior. Y yo creo que esto se debe a que nuestra relación con la Palabra de Dios es superficial.

Hay una evangelización en las profundidades del ser, de las fuentes de nuestra afectividad, de las raíces mismas del inconsciente que nunca tendrá lugar si no aplicamos los sentidos de nuestra alma a las cosas de Dios. Nuestro amor a Dios seguirá siendo enteramente cerebral. Y nuestra persona no lograra unificarse en Cristo y viviremos en un divorcio interior. La cabeza estará en el Señor, pero el corazón se irá a otros objetos.

La misma santa Teresa dice: «Me hizo mucho daño no saber que era posible ver más allá de los ojos del cuerpo, es decir ver con los ojos del alma».

San Bernardo en su Sermón 10 «De diversis» tiene unas palabras llenas de profunda sabiduría acerca de los sentidos interiores.

Si nos quedamos en la superficie de nuestra vida, tenemos en peligro, muy real, de vivir inmersos en profundas divisiones. Nos lo ha recordado san Pablo, hoy en su epístola a los Corintios. Nos lo está recordando a todos los cristianos estos días el Octavario de oración por la unidad de los cristianos.

Es Cristo el artífice de la unidad, solo él nos ilumina y nos salva, pero él no busca en nosotros personas divididas. El es el Maestro que pasa y llama e invita a la conversión, es decir a una vuelta de todo nuestro ser hacia el misterio de Dios.
Jesucristo es la Palabra que ha nacido de la profundidad del Misterio de Dios, de un misterio de Amor, que es profunda comunión. Y nace para envolvernos en el misterio de Amor de la divinidad. Recordar aquel verso del Salmo: «La luz te envuelve como un manto. Te vistes de belleza y majestad». (Salmo 104) Pues esta luz nos ofrece Cristo. Es la Palabra de Dios que nace del más profundo del silencio de Dios. La Palabra que nace de un corazón que es todo Amor. Y esta Palabra lleva toda la fuerza y energía, toda la capacidad para penetrar hasta lo más profundo de nuestro ser.

La Palabra de Dios no se la lleva el viento, más bien la lleva el viento sagrado del Espíritu de Dios a tu interior, para ayudarte con su luz y su sabiduría a cambiar de vida y hacerte, en el camino de esta vida, instrumento permanente de unidad y de reconciliación.

Hombre, mujer, que grandes sois, para que el Señor se acuerde de ti, para darte poder poniendo bajo tu mandatos toda su obra. Pero también a su imagen es decir con una dignidad de hijos libres, que pueden decirle no a Dios.

Hermanos, hermanas, dejad que la Palabra de Dios arraigue en vuestros corazones, que no se la lleve el viento y lleguéis a ser coronados de gloria y dignidad.