8 de diciembre de 2014

INMACULADA CONCEPCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 3,9-15.20; Salm 97,1-4; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38

Admitir la Inmaculada es admitir el pecado, el estado de caída de la humanidad y la necesidad de una reparación, lo cual es un camino muy diferente de cómo concebía la Ilustración al hombre: con una bondad natural, como criatura inocente, un «alma bella»; además consideraba que la naturaleza y el hombre son portadores de infinitud y divinidad, son santos y están salvados… no necesitan por tanto un redentor ni alcanzar la plenitud… es suficiente con un autodesarrollo de sí mismos.

Queda bastante huella de estos pensamientos en la sociedad moderna. Aunque aquellas esperanzas de “Un mundo feliz” que traería el futuro se han desvanecido bastante. El optimismo ha rebajado claramente sus horizontes, no se ve hoy una claridad de cara a un futuro. Y la experiencia nos está diciendo que en esta sociedad donde se prescinde de Dios, se está prescindiendo también del hombre como tal, y, en consecuencia llevando a la sociedad a una mayor deshumanización.
Dentro de este panorama la fiesta de la Inmaculada viene a poner un punto de esperanza a la vida humana, a poner una luz en el horizonte. Hay futuro.

Os invito a volver a la Palabra de Dios que acabamos de escuchar. Son tres iconos de gran belleza y muy sugerentes.

Una palabra previa sobre el Icono: El icono es una imagen que escapa al espacio y el tiempo; que bajo unas formas se representa un misterio escondido. No tiene como finalidad manifestar una belleza artística sino ante todo crear una comunión con una presencia trascendente, y llevarnos a una experiencia religiosa. No son, las del icono, unas figuras materiales para orientar nuestra imaginación durante la plegaria, sino un centro material donde reposa una energía, una virtud divina que se une al arte humano.

Icono 1º: la escena del primer pecado. El hombre vive una intima amistad con Dios, una relación que el hombre rompe, pero Dios no se retira sino que inicia un diálogo con nuestros primeros padres, que cobran conciencia de su pecado, y donde Dios ya habla de un futuro restaurador en el cual el hombre recobrará la amistad con Dios.

Este icono nos habla de la belleza de la comunión, de la amistad, del amor. Escribe san Gregorio de Nisa: «El hombre y el cristiano no pueden prescindir de la belleza sin dispersarse y perderse. Hecho a imagen, tiende a la imagen porque su semejanza con Dios es epifanía de la belleza divina». Es la belleza de la amistad divina

Icono 2º: La lectura 2ª, nos ofrece todo el proyecto divino con respecto a la humanidad. Más allá de toda vicisitud vivida en relación de Dios con el hombre a lo largo de la historia, Dios nos ha bendecido en Cristo como punto de partida, nos ha elegido en Cristo para ser santos, para vivir eternamente en el amor. Toda la dispersión provocada por el pecado está destinada finalmente a ser recogida, a recapitularse todo en Cristo. Cristo es el hombre, la medida justa para arrojar fuera el pecado y crear un mundo más humano. Esta palabra de la segunda lectura sería un bello icono que nos muestra el corazón de Dios.

Icono 3º: El Evangelio. Una escena que ha atraído la mirada de la humanidad, de los artistas, de la contemplación orante, de los Padres de la Iglesia. Así lo descubrimos en estas palabras que san Gregorio de Nisa pone en los labios de Dios: «Quiero renovar el género humano en el seno virginal; quiero, en forma atemperada al hombre, amasar de nuevo la imagen que modelé, quiero curar… la imagen vieja hecha pedazos. El diablo arrastró y pateó mi imagen caída. Quiero hacerme, de tierra virgen, un nuevo Adán para que la naturaleza se defienda a sí misma de forma congruente».

«Dios te guarde llena de gracia». Es la intuición de la santidad primera, de aquella primera amistad del Paraíso, la que lleva en germen la santidad de la Inmaculada Concepción.

María llena de gracia divina y cristiana, rodeada del amor redentor y santificante guarda la evidencia de que «Dios nos amó primero», que quedó habitada por el Espíritu Santo y convertida en propiedad de Dios e icono del Espíritu Santo. Anticipa la suerte de todos, como victoria sobre el mal y el pecado. Pertenece a la gloria del Hijo, es una criatura pascual desde el principio.

Bien podemos llevarnos de esta celebración los sentimientos con los que la empezamos:

«Gaudens gaudebo…
Desbordo de gozo con el Señor,
y me alegro con mi Dios,
porque me ha vestido un traje de gala,
y me ha envuelto en un manto de triunfo…»

13 de noviembre de 2014

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

PROFESIÓN SOLEMNE DE FRAY DAVID RENART

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

«¿Qué nos dice la fiesta de la dedicación del templo? Que en el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres levantamos un templo material. Un templo que es el signo visible de Dios invisible. Un templo para que los hombres se pongan ante el misterio de Dios; para adentrarse y vivir la experiencia de este misterio de Dios. Es la dedicación a Dios de un espacio sagrado para ser definitivamente Dios con los hombres». (Benedicto XVI)

Un espacio sagrado para vivir nuestro encuentro con Dios. Como Zaqueo. El templo es la higuera a la que nos subimos para ver a Jesús. Zaqueo tenía deseos de ver a Jesús, trataba de distinguir a Jesús. Ha oído hablar de él, pero no se han encontrado todavía. El deseo le llevará no sólo a encontrarlo sino a recibirlo en su casa. Y esto tendrá unas consecuencias profundas en su vida. Unas consecuencias muy positivas, también, para la vida de los demás.

Para vivir este deseo haces la Profesión solemne; para vivir cada día la experiencia apasionada de la búsqueda de Dios. El deseo de Dios que es lo que nos lleva a llenar el corazón. El deseo que pone de relieve de modo admirable el salmista:

«¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo».

¿Qué es lo que desata el entusiasmo y la dulzura del salmista? Es Aquel que va a encontrar en el templo, y con él encontrará el secreto de su vida y una fuerza interior que le permitirá hacer un camino recto de acuerdo a la ley del Señor. Es el deseo de Dios, que nunca permite que la rutina domine en nuestra vida. El deseo del que escribe san Agustín: «El deseo de la casa de Dios ya es un don de Dios. Dios dilata el deseo para que crezca, y crece para que alcance a Dios. Dios no da una cosa pequeña al que desea; Dios, que hizo todas las cosas, se da a sí mismo».

El salmista se siente invadido por una sed casi física de Dios y de su vida, que es «nuestro manantial de agua viva». (Jer 17,13) Y es hacia ese Dios viviente hacia donde tiende el hombre entero con su corazón y su alma, su respiración más profunda: «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa, y prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir con los malvados».

La actitud del salmista es la de quien hace una opción radical por Dios, y rompe con los dioses falsos del mundo, con los ídolos; y toma la decisión de vivir según el espíritu de la ley del Señor, de vivir del deseo de Dios, de orientar sus pasos hacia él. El salmista en su deseo de Dios juega con los números: un día y mil días. Los mil días son los nuestros, un día es el de Dios. Nuestros días sin Dios son vacíos se desvanecen sin sentido. La presencia de Dios es lo que da valor infinito a un solo día pasado con el Señor.

Es preciso perderse en el corazón de Cristo, que es la plenitud del templo, y también la plenitud de nuestros días, porque en él habita Dios. Él debe ser nuestro espacio, nuestra casa. Y sentiremos su presencia cuando vivimos en comunión con nuestros hermanos, cuando verdaderamente somos comunidad, el templo de piedras vivas edificado con el amor, para celebrar el amor.

Tú, vas a dirigir una breve plegaria a Dios: «Recíbeme Señor según tu palabra, y viviré, que no vea confundida mi esperanza».

Pronuncia estas palabras con confianza, desde el corazón, cree y espera en lo que dices, desea a Dios… Y tendrás la garantía de que estas palabras se cumplirán.

Este amor de Dios se hace presente, además, al consagrarte a este Amor que contemplamos en el misterio de un amor comunión entre las tres personas divinas, el amor de la Trinidad, que te recuerda el Dios Creador… Te consagras a un Dios creador de todas las cosas y le pedimos que te bendiga, de manera que su bendición haga de ti un hombre nuevo, a medida que correspondas cada día a su amor. Te consagras a Jesucristo que te enseñará el camino hacia Dios. Por ello, sabiamente san Benito nos dice de no anteponer nada a Cristo. No dejes de alimentarte de su Palabra, y tu corazón reposará en su paz. Te consagras al Espíritu Santo que es el amor del Padre y del Hijo. Escucha este Espíritu de Amor y no te faltará la sabiduría para la vida, la fuerza para el camino, y en definitiva la fuente del amor.

David, di a Dios cuando empieces a vivir el regalo de cada día, que te hace Dios: Señor, te quiero construir hoy una casa, un espacio para que residas en él.

PROFESIÓN REGULAR DE OBEDIENCIA DE FRAY DAVID RENART

Alocución del P. José Alegre, abad de Poblet
Regla de San Benito, capítulo 5º: La obediencia

«El primer grado de humildad es una obediencia sin demora. Esta obediencia es propia de aquellos que ninguna cosa estiman tanto como a Cristo».

La respuesta que das hoy es que quieres «asumir este camino de la obediencia monástica, para configurarte más y más a Cristo, humilde y obediente». No olvides esta promesa a lo largo de tu vida, y te aseguro que dirán de ti: es un buen monje. ¿Y qué es un buen monje? El que se asimila, se configura a Cristo. El programa para esta asimilación a Cristo ya está hecho y experimentado a lo largo de los siglos. Mira, aquí tienes la experiencia de monjes venerables:

«Monje es un abismo de humildad que ha sometido y dominado en sí mismo todo espíritu malo» (Juan Clímaco, Escala 22,22). Todos tenemos necesidad de dominar este espíritu malo. Luego este es un buen consejo.

«Monje es aquel que ha apartado de su mente las cosas materiales, y que mediante la continencia, la caridad, la salmodia la plegaria tiene la mirada fija en Dios» (Máximo el Confesor, Centurias sobre la caridad 2,54). Nuestra mente no está totalmente alejada de lo material. Necesitamos estas gafas de la caridad, salmodia, meditación… para tener la mirada en Dios.

«Monje, de hecho es aquel que mira sólo a Dios, desea sólo a Dios, se dedica sólo a Dios, elige servir sólo a Dios, y viviendo en paz con Dios viene a ser un servidor de paz para los demás» (Teodoro Estudita, Pequeñas catequesis, 39).

Solo Dios basta, nada te turbe…, pues sí, nos turban todavía muchas cosas en la vida monástica, por ello tenemos necesidad de volver una y otra vez la mirada a Cristo que es el camino, que nos abre la ventana a la experiencia de Dios y a hacernos conscientes de que es verdad que todo se desvanece en este mundo rápidamente, y que sólo Dios basta, porque él permanece.

Desea ardientemente su paz. «Cristo es nuestra paz». Sólo él pacificará tu corazón. Si obedeces podrás vivir la alegría de ser pacificador de otros.

Esta obediencia monástica, como la pone de relieve otra de las preguntas del Abad es una escucha humilde y permanente de la Palabra de Cristo. Esta obediencia monástica no es sólo para ti sino que es para toda la comunidad como sugiere otra pregunta del abad: «obedecer a los superiores y buscar la voluntad de Dios practicando la obediencia en una escucha mutua con los demás miembros de la comunidad».

Puedes dar una mirada al camino recorrido en tu corta vida monástica. También podemos tener esta mirada los demás monjes que te acompañamos. Es muy posible que percibas que los momentos vividos con más paz interior, y con más alegría, son aquellos vividos a partir de un mandato recibido y realizado con una obediencia de corazón. Esos momentos vividos en la obediencia son momentos que nos centran la vida en profundidad, a no ser que uno esté tan descentrado que viene a ser una maquina humana tan desquiciada que no sirve sino para el desguace. Y ya sabemos que los desguaces son para que otros aprovechen piezas para sus máquinas.

Por esto yo quiero decirte con abbá Iperechio, que «el tesoro del monje es la obediencia. Quien la posee será escuchado por Dios y vivirá con confianza ante el Crucificado, porque el Señor se hizo obediente hasta la muerte». (Iperechio, 8).

Y todavía un matiz interesante que nos aporta abbá Mios: «Obediencia por obediencia:si uno obedece a Dios, Dios le obedece a él» (Abba Mios, 1).

No puede ser de otra forma, ya que vivir con fidelidad la obediencia es hacer nuestra la actitud de Cristo que se hizo obediente hasta la muerte. Cristo tiene como alimento hacer la voluntad del Padre, obedece en todo al Padre, y el Padre le obedece dándole la respuesta de confirmarle en su vida, en su doctrina, diciéndonos que tenía razón.

Así que la obediencia es el camino seguro, único, para llegar a Dios. Coloca a la criatura en el lugar que le corresponde dentro de la obra armónica de la creación. Si esa obediencia es perfecta, la mantiene completamente unida a la voluntad de Dios, y no de una manera estática, sino que moviéndose ambas voluntades al unísono hace que la humana colabore con la divina y sea una plasmación continua del deseo, del querer de Dios. San Benito ha comprendido la trascendencia de esta virtud a la luz de la figura de Cristo, en obediencia total a la voluntad del Padre. Para san Benito, la obediencia es, junto con la humildad, la base del ascetismo monástico, lo que nos pone en el camino de nuestra verdadera realización como monjes.

David, toma buena nota. Y no pierdas la agenda.

12 de noviembre de 2014

EXEQUIAS SRA. ELENA ROIG Y OBRADÓ

Madre de fray Xavier Guanter

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Rom 14,7-10.12; Mc 15,33-39. 16,1-6

Es importante esta palabra que acabamos de escuchar: «Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor».

Podríamos decir que ni siquiera Dios vive para sí mismo. Dios vive para los demás, para cada uno de nosotros. Dios vive y muere para nosotros. Dios vive y muere y resucita, como hemos oído en el evangelio para nosotros. Para darnos una esperanza. La esperanza de una vida nueva, que acaba de estrenar nuestra hermana Elena.

Dios hizo la hermosura de la creación, la belleza del mundo… Pero no se quedó con esto: él mismo bajó de su cielo y apareció en la confusa noche de los hombres para que brillase una luz en la vida de todos ellos, de todos y de cada una de sus criaturas. Ese Dios hecho hombre fue sembrando con amor esta vida, que era la semilla de una primavera eterna, que trae para nosotros los hombres.

Ahora en estos días de otoño la vida en la naturaleza va apagándose hasta desvanecerse del todo en el silencio del invierno, pero con toda seguridad vendrá después la vida nueva de primavera.

Algo así pasa en el corazón de los hombres, en la vida humana cuando acogen la semilla de vida, la Palabra de Dios y la guardan en el corazón. Y dejamos que Dios diga la última palabra, como sucedió con Cristo en la Cruz. Así nace una nueva esperanza.

¡Qué grande es Dios, qué bueno!… que no vive y muere para sí, sino que vive y muere y resucita para nosotros.

Para que nosotros aprendamos a vivir y a morir por él. Quizás no todos lo hacemos así. Pero hay alguien que sí que lo hace bien, que vive y muere para él. Es la madre. La madre vive de un modo especial su servicio a la vida. Y esto hace que viva en una especial y profunda intimidad con el Dios de la vida. Por esto cada madre es un poco, o un mucho la primavera de Dios en la tierra. Porque a través de cada madre la vida reverdece.

Por esto, porque las madres tienen fuerte el corazón, porque son una fuente de vida, y este servicio de la madre está cerca del corazón de Dios.

Y cuando una madre se muere… No se muere. Hace como Jesús en la cruz: entrega su espíritu. Y lo hace como Jesús: mirando al manantial de las aguas vivas. Porque se muere como se vive. Y una madre siempre vive amando la vida. Cuando una madre se muere lo hace como todo cristiano que ha vivido y muerto para el Señor de la vida: en silencio, en un silencio obediente a la Palabra de Dios. Y aunque lo haga en medio del silencio de Dios como Jesús en la cruz, siempre es in silencio envuelto totalmente en la más firme esperanza: que Dios el Padre de la vida dirá para ella la última palabra, que ya sabemos cuál es porque nos la ha adelantado su Hijo Jesús de Nazaret: el aleluya, la alegría gozosa de la resurrección.

2 de noviembre de 2014

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 25,6.7-9; Salm 26; 1Tes 4,13-18; Jn 11,17-27

«Yo soy la resurrección. El que cree en mí aunque haya muerto vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá».

¿Crees esto? ¿Qué encierra esta palabra: ¿“Yo soy la resurrección”?

«Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo».
«¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros, cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
«La paz con vosotros. Recibid el Espíritu Santo».
«¿Quién podrá privarnos del amor del Mesías?»
«Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor».
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».
No vivo yo, es Cristo quien vive en mí

¿Crees esto? Son, con otras muchas, palabras llenas de vida y sabiduría del Resucitado. Vivir la sabiduría encerrada en estas palabras, supone, exige morir a sí mismo, morir a una sabiduría vieja y dar lugar a que nazca una sabiduría nueva que da lugar a una nueva vida. A una vida con un horizonte más dilatado. En definitiva el horizonte del Resucitado.

¿Crees esto? ¿Vives esto?

«No queremos que estéis en la ignorancia respecto a los muertos, para que no os entristezcáis como los que no tiene esperanza». ¿Tu esperanza está revestida de tristeza? Estás en la ignorancia respecto a los muertos? Nosotros tenemos motivos para una esperanza viva, por lo tanto para una esperanza revestida de alegría. «Porque creemos que Jesús murió y resucitó, y porque creemos que Jesús llevará consigo a los que viven su Palabra, la Palabra de la vida, la palabra de la nueva sabiduría». Y porque creemos esto nos reunimos en torno al altar para celebrar el festín divino. Para celebrar el banquete de la Eucaristía el banquete del pan y del vino en el altar del templo, y el banquete de manjares enjundiosos y vino generosos en el altar del mundo.

Celebramos este banquete de la Eucaristía recordando a los hermanos que también se sentaron en él en tiempos pasados. Y lo celebramos porque esperamos, de este modo, prepararnos para sentarnos con los hermanos que nos dejaron en el banquete de la casa del Padre. Aquí tenemos a nuestro Dios, es el canto de nuestro banquete eucarístico. Y este canto hace amanecer la luz de Dios en nuestro interior, y sentir la seguridad de la salvación, y por tanto empezamos a «gozar de la bondad del Señor en el país de la vida».

Porque el Resucitado ha traído ya la plenitud de la vida, y su resurrección nos da la seguridad de una vida nueva. Esta es la voluntad de mi Padre: «que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna y yo le resucite en el último día» (Jn 6,40).

Pero la vida eterna ya no tenemos que esperarla el último día; esta vida eterna, vida nueva, es la vida del Resucitado, y para empezar a vivir esta vida eterna el Resucitado nos ha dejado su Espíritu. Este Espíritu Santo que preparó en el seno de santa María una nueva naturaleza, una vida humana, es el que ahora está en nosotros como en un templo; somos templo del Espíritu Santo, para preparar en nosotros una nueva naturaleza, una naturaleza divina, aquella deificación de la que hablan los Santos Padres, a fin de que vivamos la experiencia de la Palabra de Jesús: «el que cree en mí ya tiene la vida eterna». Pero la fe no es algo meramente pasivo, sino que es una relación personal con la persona de Cristo, que necesitamos manifestar mediante unas obras concretas. Hagamos estas obras cada día, creyendo y viviendo las palabras del Resucitado, que nos invita a celebrar el amor en torno al altar de la Eucaristía, como un anticipo de la fiesta definitiva en la casa del Padre.

1 de noviembre de 2014

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

«Viendo la muchedumbre, Jesús subió al monte, se sentó, sus discípulos se le acercaron y Él tomando la palabra le enseñaba».

A toda la tierra alcanza su pregón. La belleza de la creación habla de la belleza divina. Dios domina la tierra y sus habitantes. Dios habita en ella y le gusta pasear como puede hacer un agricultor por sus fincas (cf Gen 3,8). Creada por Dios, la tierra tiene un carácter religioso. Es delicioso presentir y gozar del rumor cercano de las fuentes de la vida… que estamos estropeando con nuestros atentados al medio ambiente.

Cristo ha venido a recuperar toda esa belleza para ti, para todos los hombres. Cristo con su nueva creación convoca, por medio de la Iglesia, al nuevo paraíso. Dios construye su paraíso sobre la inestabilidad de las aguas, sobre la fragilidad de la Iglesia, pero también sobre la Roca de su Palabra. Él sigue tomando la palabra y nos enseña. Cristo nos enseña a través del salmo:

Una invitación positiva: «tener las manos inocentes y puro el corazón».
Una invitación negativa: «no tener ídolos, no ser injustos».

Esta palabra del salmo viene a ser como una primera palabra, un primer peldaño para subir a la montaña, para acercarnos a Jesús, el cual nos enseña con su palabra. Nos dice un santo Padre: «¿Qué debe hacer aquel que desea subir al “monte espiritual”? El Espíritu Santo responde y el salmista anuncia de alguna manera el sermón de Cristo sobre la montaña».

El salmista anuncia las condiciones para acercarnos a Cristo. Su Espíritu nos irá descubriendo la sabiduría de su palabra.

La bienaventuranza de la pobreza, de la mansedumbre, de las lágrimas de la justicia, de los saciados, de la misericordia, de la pureza de corazón, de la paz, de la persecución… Las bienaventuranzas, que acabamos de escuchar, y que vienen a ser como las fuentes de la sabiduría evangélica, la sabiduría de la que tenemos necesidad para nuestro camino como creyentes, y como personas consagradas a Dios.

Tenemos necesidad de subir al monte espiritual y encontrarnos con Dios, el Dios de quien brota esta bienaventuranza, el Dios que proclama este nuevo camino por medio de su Hijo revestido de nuestra naturaleza. Tenemos necesidad de acercarnos a Cristo para oír aquella palabra que necesita el corazón de cada uno de nosotros para que en nosotros viva el Cristo de las bienaventuranzas.

Todas las generaciones han hecho, hacen o harán este camino de búsqueda de la sabiduría de la vida. De una manera o de otra. Con más o menos conciencia de ello. Lo necesita la humanidad. Lo necesitamos cada uno de nosotros. Encontrarnos con Cristo, escucharle y cambiar nuestra vida. Es una de las tareas más bellas de la vida cristiana, e incluso de toda vida humana: ser buscador de Dios. Es lo único que puede llenar la vida. Porque es lo que nos abre a un inmenso horizonte de vida nueva. Así lo han entendido y lo han expresado los místicos, como santa Teresa cuando escribe: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura».

A desear esta presencia y esta figura nos invita también san Bernardo: «Gustad y ved qué dulce es el Señor. Nada hay comparable a esta finura, a este sabor, a esta sabiduría; es algo divino. Te encanta, y con razón, el ardor del sol, la policromía de la flor, el pan sabroso y la tierra fecunda. Todo esto procede de Dios. Se ha prodigado a sus criaturas. Pero posee en sí mismo infinitamente más» (San Bernardo, Sermón 1, Todos los Santos).

A este «infinitamente más» nos abre la Palabra de Jesús, la sabiduría de Dios, que sin gritar, sin vocear por las calles te sugiere a tu corazón unas palabras que desbordan profunda y autentica sabiduría para el camino de vida creyente. ¿Qué necesita en estos momentos tu corazón? ¿Qué palabra de Jesús de Nazaret, que te habla hoy desde el monte de las bienaventuranzas tiene más eco en tu corazón? ¡Agárrala y no la sueltes!

13 de septiembre de 2014

MISA EXEQUIAL Y ENTIERRO DEL P. BENET FARRÉ Y LLORETA

ORACIÓN FÚNEBRE
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

¡Oh Dios, Padre bueno y amigo de los hombres…!
Te pedimos que acojas a tu hijo Benito, que después de la manifestación de sus diadas, ha llegado a tu casa, al tiempo de rezar completas…

¿Sabes?... ¡Oh Dios, Padre bueno y amigo de los hombres…!

Su diada ha sido durante 72 años de vida monástica ir con alegría a la casa del Señor, a tu Casa, a cantar tus alabanzas, aquellas alabanzas que se cantan perpetuamente en las moradas celestiales, en tu Casa oh buen Dios; y que nos introdujo aquí tu Hijo, nuestro hermano y Salvador Jesucristo. Él, tu hijo Benito, inicio estas alabanzas en Poblet, rodeado de ruinas, de un abandono de 100 años y lo hizo diciéndote estas palabras:

«En vuestras manos Señor hago entrega de mí. Trabajad una y otra vez esta arcilla como la vasija en manos del alfarero. Dadle forma vos mismo; hacedla luego pedazos si os place, y nada tendrá que decir. Es bastante con que sirva para vuestros fines».

Y de la confianza y el abandono en tus manos, de tu hijo Benito, acompañado de la misma ilusión de un pequeño grupo de monjes, han devuelto la belleza a esta casa de Poblet y la esperanza de una comunidad nueva.

Su diada ha sido durante 72 años de vida monástica comer cada día el Pan bajado del cielo, guardar en el corazón el Pan de la Palabra, no anteponer nada en la busca de Aquel que tú oh Dios nos enviaste para que empecemos a tener vida eterna.

Y ha sido al declinar del día, cuando va muriendo la claridad, y llega la noche, que se ha ido a brillar en otra región, a otro espacio, a tu Casa, para prolongar, allí en tu presencia, una alabanza eterna.

Y de la manifestación de sus días, tu que escrutas el corazón de los hombres, y que tienes una mirada más profunda que nuestra pobre mirada humana, sabes que en el silencio le has regalado tu Presencia, en el silencio le has regalado tu Paz, y nosotros con nuestra pobre mirada hemos alcanzado a descubrir en él una generosidad en la vida monástica, manifestada en una disponibilidad permanente y total, que se resolvía en un servicio concreto y generoso a sus hermanos de comunidad.

Y si nos tuviéramos que quejar de algo ante Ti, yo te diría que a mí me duele que nos hayas arrebatado de la comunidad una porción muy preciosa de humor. Un punto precioso de sano y sencillo humor que en muchas ocasiones necesitamos en nuestros complicados corazones.

Tu, oh Dios y Padre bueno, que escrutas los corazones de tus hijos sabes de los momentos felices que ha hecho vivir a la comunidad, que los años no han sido obstáculo para hacer explotar la carcajada a los monjes, en una recreación.

Todo esto lo contemplo, Padre, como una prueba cierta de que tu Amor estaba arraigado en su corazón, y por esto tu hijo Benito era una referencia permanente de auténtica vida monástica para el resto de la comunidad, como una referencia muy importante y necesaria para nosotros, que nos hemos ido incorporando a la comunidad de Poblet en los años sucesivos. Nada le apartaba del amor de Cristo. Tenía bien esculpida la Regla en su corazón.

Tú oh Dios y Padre bueno con tus hijos, eres un Dios discreto y sabes que tu hijo Benito vivía todo esto con discreción, deseando más bien vivir en el amor de las cosas vulgares y sencillas.

¡Oh Dios, Padre bueno y amigo de los hombres…! Que escuchas las plegarias de tus hijos. ¡Bendícenos! Tu bendición siempre es algo nuevo. Danos el regalo de una nueva vocación que llene el hueco que ha dejado tu hijo Benito que se ha ido a rezar completas a tu Casa.

20 de agosto de 2014

SAN BERNARDO, ABAD Y DOCTOR DE LA IGLESIA

PROFESIÓN SOLEMNE DE F. BERNAT FOLCRÀ Y F. BORJA PEYRA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Sab 7, 7-10.15-16; Salm 62, 2-9; Filp 3,17-4,1; Jn 17,20-26

San Bernardo es un verdadero maestro de teología admirativa. Admirar, contemplar es una actitud que necesita el hombre de hoy descentrado en una actividad que le consume en la angustia y la preocupación. San Bernardo es contemplativo y profundo buscador y admirador de la persona de Jesucristo. Sumido siempre en las páginas de la Sagrada Escritura para alimentar su espíritu y hacer del Señor su delicia. Con tanto acierto que se le llama «el Doctor Melifluo por su habilidad en tomar el alimento de la Palabra de Dios. Sabía destilar de la letra el sentido espiritual y no solo con su doctrina sino con su caridad y la santidad de su vida». (T. Merton) No será extraño que sus palabras sean un torrente de asombro, fascinación y éxtasis ante la persona de Jesús; un corazón que se derrama en oración de alabanza y gratitud. Sobre todo cuando contempla el amor, que le lleva a hablar así de Cristo:

«Sí, su amor es excesivo porque rompe todos los moldes, desborda todas las medidas y está por encima de todo lo conocido… ¿Hay, hubo o habrá otra caridad semejante a ésta?... Viniste a justificar gratuitamente a los pecadores y hacernos hermanos…»

San Bernardo en su profunda pasión y admiración por la persona de Jesús nos sigue diciendo de él: «El motivo más determinante y eficaz en la vida de Cristo es su amor incondicional al hombre: derrocha misericordia, es un padre de familia todo amor para los suyos, es bondad y humanidad personificadas, siente la compasión más humana que podemos imaginar, se compadece de nosotros con un amor ilimitado… Brilla en él una soberana libertad, junto a una obediencia y sumisión absolutas, que le lleva a renunciar a su propia voluntad».

San Bernardo en su admiración por Jesús al contemplar este vivo retrato de su persona busca vivir una relación viva con él, mediante la oración, deseando recibir, poseer y vivir su Espíritu.

«¿Estarás dispuesto, Señor Jesús, a darme tu vida, como me has dado tu concepción? Y él me responde: Te doy mi concepción y mi vida en todas tus etapas: infancia, niñez adolescencia, juventud. Te lo doy todo: hasta mi muerte y resurrección, mi ascensión y el mismo ES. Para que mi concepción limpie la tuya, mi vida informe la tuya, mi muerte destruya la tuya, mi resurrección anticipe la tuya, mi ascensión prepare la tuya, y el Espíritu acuda en ayuda de tu debilidad. .. En mi vida reconocerás la tuya.»

Y ¿que reconocemos hoy en el misterio de Cristo celebrado en esta Eucaristía? San Bernardo con este Espíritu de Jesús iluminó y encendió con su amor la Iglesia. Si a él le escuchó el Señor tenemos motivos y confianza para que también nos lo conceda a nosotros, hoy, por intercesión de san Bernardo. Por esto lo pedimos en la oración colecta: «caminar como hijos de la luz, con el mismo espíritu» que lo hizo Bernardo.

Con el mismo Espíritu y con la misma sabiduría, como nos sugiere la lectura de la Palabra en el texto del libro de la Sabiduría: «Pedí a Dios el entendimiento, y me lo concedió; grité al Espíritu de sabiduría y me vino; quiero que sea mi luz, porque su claridad no se apaga».

Esta fue la pasión, la sed permanente de Bernardo, como también lo manifiesta el salmista: «Dios mío, yo te busco, mi ser tiene ansia de ti, por ti languidece mi cuerpo como tierra reseca, agostada, sin agua…»

Por esto san Bernardo nos invita hoy a través de las palabras de Pablo: «sed imitadores míos y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre y cuya gloria lo vergonzoso…»

Bernardo admirador apasionado de la persona de Cristo, que se gastó y desgastó en su servicio a la Iglesia, en una vida contemplativa que como una vida auténticamente arraigada en el amor de Jesucristo se proyectó con gran fuerza y luz a toda la Iglesia.

La persona de Cristo que nos muestra el evangelio de esta fiesta de san Bernardo es un Cristo obsesionado por la unidad: «que todos sean uno. Así el mundo creerá. Padre, que sean uno como nosotros así el mundo conocerá que me has enviado». Repetidas veces en este capítulo 17 de san Juan muestra su deseo profundo por la unidad, y lo pide al Padre, para que se cumpla en sus amigos, los apóstoles y amigos que están dispuestos a anunciarlo.

Fray Bernat y fray Borja, el Señor os ha llamado a esta vida monástica, y él os ha prometido la vida. Vosotros, hoy se lo recordáis en vuestra consagración a él, y le decís que necesitáis de su don, de su ayuda con el canto que apoyamos toda la comunidad: «recibidme, Señor, como me prometiste y viviré, que no vea defraudada mi esperanza». Que os salgan del corazón este canto. Que nos salga a toda la comunidad.

No será defraudada vuestra esperanza si vivís la belleza de vuestra consagración a Dios. Una consagración a la Trinidad amorosa. A través de Cristo que es nuestro camino queréis llegar al Padre, Dios Amor, Creador de todos los dones, de la vida, para ser testigos e instrumentos de este Amor, y este «Cristo, al cual no debéis anteponer nada», os da su Espíritu, que os iluminará y ayudará para ir siempre por el camino de la unidad y de la reconciliación; y mostrar así los caminos y, yo diría también, el rostro de un Dios Amor que nos quiere asumir e incorporar a su misterio de Amor.

Y de este camino, vosotros con vuestra consagración al Amor de Dios, y con vosotros la comunidad, somos un signo para el mundo de un Dios que ama al hombre y lo quiere incorporar a su comunión de amor.

19 de agosto de 2014

PROFESIÓN SOLEMNE DE F. BERNAT FOLCRÀ Y F. BORJA PEYRA

PROMESA DE OBEDIENCIA
Alocución del P. José Alegre, abad de Poblet

Regla de San Benito, capítulo 58

Fra Bernat y Fra Borja,

«Aquí estoy orque está escrito en el libro que cumpla tu voluntad. Dios mío, lo quiero, llevo Tu ley en las entrañas».

Sabemos que es el mismo Cristo quien ha hecho suyas estas palabras, antes que nosotros. Ahora es vuestro turno, Bernardo y Borja, y con vosotros también nosotros, la comunidad que os acompañamos queremos renovar el mensaje de estas palabras.

Toda la vida, día a día, puede ser vivida bajo el signo de estas palabras: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al iniciar una nueva jornada, con la plegaria de Maitines: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Nosotros no sabemos lo que aquel día, cada día de la jornada monástica, nos reservará; solamente sabemos una cosa con certeza: «queremos hacer la voluntad de Dios». Nosotros, no sabemos con certeza como será el camino de cada día; pero es hermoso ponernos en camino hacia él con estas palabras en los labios: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».

Es un buen pensamiento para empezar la jornada, para saltar del lecho, para caminar, aunque sea algo somnolientos, hacia la primera plegaria monástica. Luego, a lo largo del día, tenemos ocasión de repetir este pensamiento, cuando en diferentes momentos rezamos el Padrenuestro. Es la plegaria del mismo Cristo, es la plegaria que él por encima de todas las demás nos ha dejado y recomendado. Esforzaros por decir siempre esta plegaria con una conciencia y un deseo muy vivos.

Este pensamiento es primordial cuando vais a hacer vuestra consagración definitiva al Señor. Y ya no sólo por cumplir esta palabra esta palabras de compromiso de una obediencia que acabáis de hacer, sino sobre todo por el contenido de este compromiso.

«Asumir el camino de la obediencia monástica para configuraros más y más con Cristo humilde y obediente. Asumir el camino de la obediencia monástica como un modo de escucha humilde de la Palabra de Cristo a quién no queréis anteponer nada».

Además, este es el punto fundamental que recuerda la Regla en el capítulo que acabáis de leer: «Buscar a Dios. Una búsqueda mediante un profundo celo por el oficio divino, por la obediencia, por las humillaciones». Para buscar a Dios no hay más que un camino, el Camino que es Cristo, por esto la Regla recuerda en más de una ocasión «no anteponer nada a Cristo». Pero el retrato de Cristo, la imagen a contemplar de quien debe ser vuestro camino, os la acaba de dar la Regla: «Una búsqueda mediante un profundo celo por el oficio divino, por la obediencia, por las humillaciones».

Este es un primer paso muy importante y decisivo; pero la Regla en este mismo capítulo resalta otro punto que entra en este retrato de Cristo: «Incorporarse a la comunidad y en ella vivir como monje y ser obediente». Cristo nos dice en el evangelio: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Aquí no somos dos o tres, sino una comunidad y que nos hemos consagrado todos a buscar a este Dios que es el verdadero sentido de la vida del hombre.

Luego la obediencia es preciso vivirla en el seno de esta comunidad, con sus luces y sus sombras, con sus virtudes y sus defectos, dada nuestra condición de caminantes.

La obediencia que pide Benito no es una dependencia muda, como una máquina, sino una obediencia a la voluntad de Dios y al Espíritu que obra en todos. En la comunidad monástica todos existen para los demás. La precisión de una fidelidad de vida para los demás depende de cómo vivimos este pensamiento: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».

Uno de los problemas más graves de Occidente es la tensión entre el grupo y el individuo. Nuestra cultura educa en el individualismo, y después le condena a vivir en grandes grupos. La Regla, en cambio, educa a vivir en comunidad. Aquí nos tenemos que preguntar la comunidad si nos dejamos educar. Nos educa como monjes, para que nos ayude a sacar desde dentro el buen espíritu que hemos recibido del Señor. Es importante en este sentido que seamos responsables. Y por supuesto que nos dejemos educar, sabiendo que la educación es una tarea que abarca a toda la vida de la persona.

La responsabilidad es la obediencia en el mejor sentido de la palabra. El servilismo es la obediencia en el peor sentido de la palabra. Una es interdependencia, la otra es dependencia. Un maestro decía a su discípulo: «Para encontrar la verdad debe tenerse una prontitud para admitir que se puede estar en el error», quiere decir que la plenitud de la vida depende de tener nuestro corazón abierto para encontrar a Dios, repetidamente, no en un inventarnos un camino justo para siempre y después permanece agazapados.

Benito nos pone en guardia: «Hay caminos que algunos llaman justos y que finalmente precipitan en el infierno» (RB 7).

Para nosotros, el camino es Cristo y su pedagogía es la que está contenida en las palabras del principio: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Rezad bien cada día el Padrenuestro y seréis unos buenos monjes.

15 de agosto de 2014

ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal 44, 11-12.16; 1Cor 15, 20-26; Lc 1, 39-56

«Apareció en el cielo un gran signo: una Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas.»

Este gran signo se aplica a la Iglesia, pero hoy la Iglesia en la liturgia lo atribuirse también a María. Hoy la Palabra de Dios nos invita a contemplar en esta Mujer del Apocalipsis a santa María.

«Santa María, de la cual dice san Bernardo que se ha hecho toda para todos; que en su inagotable caridad se ha hecho deudora de todos, prudentes e insensatos. A todos abre el seno de su misericordia, para que todos reciban de su plenitud: el cautivo la libertad, el enfermo la curación, el afligido el consuelo, el pecador el perdón, el justo la gracia, el ángel la alegría; en fin, la Trinidad entera la gloria y el Hijo su carne humana. No hay nada que escape a su calor. Es la mujer envuelta en el sol. Sin duda ella es la que se vistió de otro Sol, y está accesible a todos; para todos está llena de clemencia y se compadece de las necesidades de todos con un amor sin límites. Ella está por encima de todas las miserias y supera toda fragilidad y corrupción con una grandeza incomparable. Descuella de tal manera por encima de todas las criaturas que con razón se dice que la luna está bajo sus pies». (Sermón, Octava de la Asunción)

María está envuelta en el sol; penetró en el abismo insondable de la sabiduría divina mucho más de lo que podemos imaginar. Estuvo inmersa en esa luz inaccesible, con la única salvedad de no perder la unidad personal de su condición de criatura. Los vestidos de esta Mujer son infinitamente inmaculados y ardientes; todo está en ella tan iluminado que no encontramos la menor tiniebla, oscuridad o tibieza.

«Ella está por encima de todas las miserias y supera toda fragilidad y corrupción con una grandeza incomparable. Descuella de tal manera sobre las demás criaturas, que con razón se dice que la luna está bajo sus pies. La luna, que tiene un resplandor incierto y voluble, que siempre está cambiando».

La Palabra de Dios nos habla de «otro signo en el cielo: un gran Dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos, y sobre su cabeza siete diademas… que se dispone a devorar al Hijo de la Mujer que va a dar a luz.»

Este es el signo de la tiniebla, de la violencia, de la oposición, de la guerra contra el Hijo que va a nacer de la Mujer… Aquí tenemos la tensión permanente entre la luz y las tinieblas, la vida y la muerte… Una tensión que se resuelve en vida: Resurrección. La muerte es vencida. Todos somos llamados a vivir. En esta sociedad de violencia y muerte nos viene bien tener en el corazón la plegaria de una canción: «en el silencio regálame tu paz, que es mi vivir».

Esta fiesta es una llamada a la vida, a una visión optimista sobre la condición humana, llamada a la vida. Lo reflejará muy bien san Ireneo cuando escribe: «la gloria de Dios es que el hombre viva.»

Esta victoria sobre la muerte del Resucitado, resplandece plenamente en María. Y nos abre a todos nosotros la esperanza de estar asociados a esta victoria, lo cual nos pide una colaboración concreta que es vivir la sabiduría del Magníficat que canta María en su visita a su prima Isabel.

La devoción a María nos pide vivir esta sabiduría del Magníficat, cantar con nuestras obras de amor el amor de Dios, abrirnos cada día al don de Dios para que continúe obrando sus maravillas a través de nuestra pequeñez, hacer la obra de la justicia que Dios pide a través de sus profetas, y sobre todo del Justo, su Hijo revestido de nuestra humanidad. Ser buenos siervos de Dios, viviendo el servicio a los hermanos, como nos enseña Cristo que vino a servir.

Estas expresiones del Magníficat cantadas por la comunidad primitiva revelan la situación vital del que ha conocido la victoria de la resurrección-exaltación de Cristo, a través de su muerte-humillación. Todo un camino para nosotros herederos de esta fe.

María, pues, nos marca el camino en la tensión del desierto de este mundo, donde se la señal del Dragón sigue viva, acosando al Hijo que está naciendo.

La liturgia etíope celebra este misterio todos los meses con la mayor solemnidad:

«Te saludo asunción del cuerpo de María, misterio que no cabe en el corazón humano; tu carne era como una perla y la misma muerte se avergonzó, cuando asombrada te vio subir llena de luz. Saludo a asunción de tu cuerpo que gana en belleza al esplendor del sol y a la gloria de la luna. Saludo la resurrección de tu carne paralela a la resurrección de Cristo que se encerró vivo en ti».

11 de julio de 2014

SAN BENITO, ABAD, PATRONO DE EUROPA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Prov 2,1-9; Salm 33,2-4.6.9.12.14s; Col 3,12-17; Llc 22,24-27

«Alegrémonos en el Señor, en la fiesta de san Benito»... La antífona de entrada es una invitación a la alegría, una alegría que involucra el cielo y la tierra, porque san Benito buscó la gloria de Dios y la paz en el corazón, el nacer de Cristo en su vida. Isaac de Estella, monje cisterciense del s. XII, escribe:

«Que el Hijo de Dios crezca en ti,
pues se configura en ti.
Que se haga inmenso en ti
y se convierta en una gran sonrisa,
y exultación y gozo perfecto».

El nacimiento de Cristo, su crecimiento en ti, el configurarse en tu vida, se traduce en el gozo perfecto, un gozo que se traduce en una gran sonrisa. Es la alegría de Dios, que tiene una manifestación muy concreta en la vida de la persona como nos sugiere el Papa Francisco: «¡Dios es alegre. Interesante esto: ¡Dios es alegre! ¿Y cuál es la alegría? La alegría de Dios es perdonar. Es la alegría del pastor que reencuentra a su oveja; es la alegría de la mujer que halla su moneda, es la alegría del padre que vuelve a acoger al hijo que se había perdido y ha vuelto a casa; es la alegría del miembro de una comunidad que vuelve a encontrar a otro miembro que estaba alejado… ¡Aquí está todo el evangelio! ¡Aquí! ¡Aquí está todo el evangelio, está todo el cristianismo!» (Angelus, 15 septiembre, 2013)

San Benito buscó y acogió el don de Dios en su vida, y por ello es para nosotros, como enseña su Regla y recoge hoy la oración colecta, un maestro en la escuela del servicio divino. En esta escuela estamos nosotros. Y los que estamos matriculados en esta escuela tenemos necesidad de ciertas condiciones para permanecer en ella, y que también recoge la oración colecta:

«No anteponer nada al amor. Tener el corazón dilatado». Ya sabéis que las cosas se dilatan con el calor. El corazón se dilata con el calor del amor.

Y otra condición necesaria es «correr por el camino de los mandamientos». Es la dulzura del amor lo que nos impulsa no a caminar sino a correr. A crecer en la fidelidad a los mandatos.

Esta tarea desborda nuestras fuerzas, pero cuando escuchamos esa invitación a la alegría, volvemos el corazón a Dios para pedirle la gracia de su don. Un don que está a nuestro alcance como nos sugiere la misma Palabra de Dios. El libro de los Proverbios es muy claro y muy expresivo:

«Hijo mío si acoges lo que digo, si guardas como un tesoro lo que te mando, si escuchas la sabiduría y tu corazón está abierto a comprender, si pides inteligencia, si la buscas con aquel interés con que se busca hoy el dinero encontrarás el conocimiento de Dios…»

Esto supone cambiar el chip en nuestra vida. Lo tenemos cambiado con nuestra consagración religiosa, pero no basta una consagración teórica, sino práctica. Pues nos puede suceder como a quienes se examinan de conducir: aprueban el examen teórico, pero luego fallan en las prácticas. La práctica fiel de nuestra vida religiosa nos permite «entender la bondad y la justicia y acertar en el buen camino».

En la lectura de Colosenses vuelve a hablar de la alegría: «cantad a Dios con salmos, himnos, canticos…», del perdón, de la compasión, la paciencia, el soportarse… que sugería el Papa, «del amor que todo lo ata y perfecciona», como indicaba la oración colecta.

Una repetición propia de la vida monástica, como comenta Unamuno:

«Felices aquellos cuyos días son todos iguales!
Lo mismo un día que otro
lo mismo un mes que un día
y un año lo mismo que un mes.
Han vencido el tiempo; viven sobre él
y no sujetos a él….
Viven a Dios que es más que pensarlo, sentirlo o quererlo…»

La prueba de que vivimos esta sabiduría monástica la tenemos en el evangelio de hoy. Y que recuerda un antiguo anuncio de TVE llamado «la prueba del algodón». Consistía en pasar un algodón blanco por una superficie para descubrir si había restos de suciedad.

En el evangelio tienes la prueba del algodón: pasa la mirada, como blanco algodón por tu servicio monástico en la comunidad. Y comprueba si queda bien limpia en tu servicio la última palabra del evangelio: «Yo me comporto entre vosotros como el que sirve».

Fiesta de san Benito: «No anteponer nada al Cristo». Haz la prueba del algodón.

29 de junio de 2014

SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 12,1-11; Salm 33, 2-9; 2Tim 4,6-8.17-18; Mt 16,13-19

«Estos santos, cuyo glorioso martirio celebramos nos ofrecen muchos motivos y materia abundante de qué hablar. Aunque temo que con tanto repetir las palabras de salvación pierdan su valor. La palabra humana es algo insignificante y etéreo, no pesa nada, ni se detiene jamás, carece de valor y consistencia. Vuela como la hoja en alas del viento y nadie la ve. Hermanos, ninguno de vosotros reciba o desprecie de ese modo la Palabra de Dios. Os digo sinceramente que mejor le hubiera sido a ese tal no haberla oído. Las palabras de Dios son frutos llenos de vida, no simples hojas; y si son hojas, lo son de oro. Por tanto no las tengamos en poco, ni pasen de largo, ni dejemos que se las lleve el viento». (San Bernardo, Sermón 2)

Para que den ese fruto lleno de vida es necesario que pongamos nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios o bien que ante la proclamación de esta Palabra me pregunte como se cumple en mi vida. Hoy, en esta fiesta, la Palabra es muy directa. Hemos escuchado como Jesús caminaba con sus discípulos por la región de Cesarea y les pregunta acerca de la opinión de la gente sobre él. Pero Jesús se detiene sobre todo en la opinión que tienen de él, ellos, sus discípulos, sus amigos. Nosotros, con frecuencia somos dados a hablar de terceros: se dice, han dicho… Somos bastante indefinidos en nuestra vida; pero Jesús busca una claridad meridiana en su relación con quienes creen en él: «Y vosotros ¿Quién decís que soy yo?».

Y Pedro da una pronta respuesta sugerida por inspiración del Padre, como señala el mismo Jesús. Pero no es la respuesta de alguien que está cogido por completo por el amor del Padre. Por ello, a continuación de esta escena Pedro se deja llevar por la carne y la sangre, increpando a Jesús cuando les anuncia su Pasión: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor!» Y Jesús tiene palabras duras con él: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo».

El Papa Francisco dice a este respecto: «Cuando dejamos que prevalezcan nuestras Ideas, nuestros sentimientos, la lógica del poder humano, y no nos dejamos instruir y guiar por la fe, por Dios, nos convertimos en piedras de tropiezo».

Nosotros ¿Quién decimos que es Cristo? Nosotros, que nos hemos comprometido a decirlo con una fe, que es, siempre, una relación viva personal con Jesucristo. ¿Quién decimos que es? ¿Tenemos esta relación personal? Se refleja en nuestra vida?

¿Se refleja como se reflejó en la vida de san Pablo según nos habla en la lectura segunda? En esta lectura hemos escuchado las palabras conmovedoras de san Pablo: «He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe». (2 Tm 4,7)

«¿De qué combate se trata? —se pregunta el Papa Francisco—. No el de las armas humanas, que por desgracia todavía ensangrientan el mundo; sino el combate del martirio. San Pablo sólo tiene un arma: el mensaje de Cristo y la entrega de toda su vida por Cristo y por los demás».

La Palabra de Dios vivida con fidelidad por Pablo nos interpela hoy a nosotros, en el camino de nuestra vida.
El Señor da fuerzas para vivir y proclamar el mensaje del Evangelio. Pero depende de nosotros el pedir estas fuerzas, guardar la fidelidad a la Palabra, vivirla para que podamos decir con Pablo: «A él le sea dada la gloria por los siglos».

«¡Qué alegría creer en un Dios que es todo amor, todo gracia! —dice el Papa Francisco—. Esta es la fe que Pedro y Pablo recibieron de Cristo y transmitieron a la Iglesia. Alabemos al Señor por estos dos gloriosos testimonios, y como ellos dejémonos conquistar por Cristo, por la misericordia de Cristo».

22 de junio de 2014

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Deut 8,2-3.14.16; Salm 147,12-15.19-20; 1Cor 10,16-17; Jn 6,51-59

Celebramos la solemnidad del Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. Él entrega gratuitamente su vida, gracias a un amor llevado al extremo, un amor más fuerte que la muerte, que desborda el tiempo, y nos pone en los confines de la eternidad. Y que al entregarnos este amor nos incorpora a todos, como amigos, a una comunión en su amor, hace de todos nosotros su cuerpo. De esta relación de amor con Cristo, el Amado, escribe Ramón Llull: «El Amigo se levantó de madrugada para buscar a su Amado. En su camino encontraba mucha gente a la que le preguntaba: ¿Habéis visto a mi Amado? Y le respondían: —¿Desde cuándo los ojos de tu alma le han perdido de vista? Y el Amigo respondía: los ojos del alma le pierden vista cuando solamente lo ven a través de ellos; pero los ojos del cuerpo lo ven sin cesar, porque todas las cosas visibles nos lo hacen presente».

Para buscar, encontrar y gozar del Amado no bastan los ojos del alma, o si queréis la dimensión espiritual. Son necesarios también los ojos del cuerpo. Es decir la relación con el Amado, con Cristo es una relación que estamos llamados a vivir con toda la armonía de nuestra vida personal. Que se complementa con una relación a través de la armonía y belleza de la creación. Lo sugiere hoy la misma palabra de Jesús: «Yo soy el pan vivo. El pan que os daré es mi carne para dar vida al mundo. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». Se contempla pues aquí una relación de vida, una relación de la persona de Jesús con nuestra propia vida personal. No se puede tener una relación meramente espiritual con Cristo, ni tampoco una relación material. Ha de ser una relación completa de persona a persona. La persona completa es cuerpo y espíritu.

Por ello exhortaba el Papa en su visita a unas religiosas: «Este es vuestro camino: no demasiado espiritual. Cuando son demasiado espirituales, pienso, por ejemplo, en santa Teresa, la fundadora de los monasterios que son vuestra competencia. Cuando una religiosa iba a ella, oh, con estas cosas (demasiado espirituales) decía a la cocinera: “dadle carne”». Y añade el Papa: «Cuando un consagrado a Dios va por el camino de la contemplación de Cristo, de la plegaria y de la penitencia, con Cristo viene a ser profundamente humano. Llamado a tener gran humanidad, capaz de comprender todas las cosas de la vida, ser personas que captan los problemas humanos, que saben perdonar».

O sea que la relación personal con Cristo, el comer su pan y beber su sangre nos enseña que formamos todos un Cuerpo, que ha de ser vivificado por el mismo Espíritu de Cristo. Escribe Ramon Llull: «Sobre el Amor, muy por encima está el Amado, y bajó el Amor, muy por debajo, está el Amigo. Y el Amor, que está en medio, baja el Amado al Amigo, y sube el Amigo al Amado. Y en la bajada y en la ascensión tiene su principio el Amor, por el cual languidece el Amigo y es servido el Amado».

El Amado baja. Dios se hace presente en el Amor del Hijo e inicia un diálogo de amor. Nos habla de manera elocuente de la novedad del Amor de Dios. Un Dios que espera una respuesta de amor. Así en toda amistad verdadera: inicia quien tiene una riqueza y generosidad mayor y busca y espera una respuesta adecuada a aquella iniciativa.

El pueblo de Israel consciente de esta predilección de Dios recuerda el camino que el Señor ha hecho con ellos a través de desierto. El pueblo de Israel recuerda la presencia de Dios en su historia a lo largo de los siglos. Un recuerdo que le estimulaba a volver a la fidelidad a la Palabra del Señor.

Esta actitud es también importante y necesaria en nuestra vida: recordar los beneficios de Dios para con nosotros. Beneficios a nivel humano de nuestra propia vida. Y los beneficios que recibimos en nuestra vida de fe. El recuerdo es importante y necesario en nuestra vida.

Recordar sobre todo el don de la vida. Esta vida que vivimos con un ritmo muy inconsciente, pero en la cual vale la pena despertar y valorar lo mucho que hemos recibido: del Señor, de los padre, de amigos… Valorar tanta belleza que ha derramado Dios en nuestro mundo. Recordar la presencia de Dios en nuestra historia… Y agradecer sobre todo este don de Dios mediante el pan de la vida que nos da ya la vida eterna. Agradecerlo viviendo el servicio del amor en nuestra comunidad, en nuestra vida cristiana.

8 de junio de 2014

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

Jesús Resucitado se presenta en medio de sus discípulos y les dice: «Paz a vosotros». Les enseña las señales de su Pasión y repite: «Paz a vosotros». Y a continuación alienta sobre ellos y les dice: «recibid el Espíritu Santo».

San Pablo enseña que «nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no está impulsado por el Espíritu Santo». Es sólo el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la verdad de Jesús, sus palabras, su vida. Ya en la Última Cena, Jesús asegura a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14,26). Es el Espíritu Santo quien genera la paz que ofrece la Palabra de Jesús Resucitado. El aliento de Jesús es el Espíritu Santo, el Espíritu Santo es la paz que transmite la Palabra de Jesús

«¿Cuál es entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la vida de la Iglesia? se pregunta el papa Francisco. Y continua diciéndonos: En primer lugar, recuerda e imprime en los corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y precisamente a través de estas palabras, la ley de Dios —como lo habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento— se inscribe en nuestros corazones y en nosotros se convierte en un principio de valoración de las decisiones y de orientación de las acciones cotidianas, se convierte en un principio de vida. Se realiza la gran profecía de Ezequiel: “Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo... infundiré mi espíritu en vosotros y haré que sigáis mis preceptos, y que observéis y practiquéis mis leyes”. (36,25-27) De hecho, de lo profundo de nosotros mismos nacen nuestras acciones: es el corazón el que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él».

Tenemos necesidad de dejarnos impregnar por la luz y la sabiduría de este Espíritu Santo, porque solo él nos introduce en la verdad de la vida que es la verdad de Dios, de Dios que es el Señor de la vida, una vida que estamos maltratando a todos los niveles: a nivel de la naturaleza, provocando que nuestro planeta sea cada día más inhóspito, más irrespirable, que estamos maltratando a nivel humano en el camino de una desigualdad creciente que nos establece en una edad media feudal más inhumana, con señores feudales más refinados y crueles, y una masa humana más esclavizada, o por lo menos más consciente de su esclavitud, y por tanto más triste y frustrada...

Necesitamos dejarnos impregnar por la luz y la sabiduría del Espíritu Santo. Que este Espíritu Santo nos recuerde hoy y mañana las palabras de Dios: «Os doy la paz. No os la doy como la da el mundo».

Y no la da como la da el mundo, porque Cristo es la paz; Cristo es la verdadera paz capaz de engendrar paz en nuestro corazón, si nosotros se lo permitimos. Y en Cristo encontramos la verdadera sabiduría para construir la paz de nuestro cuerpo que tiene una diversidad de miembros muy diferentes, para construir, de la misma manera, la paz del cuerpo de Cristo que formamos todos y que, aún siendo muchos y bien diferentes nos quiere en la unidad que edifica su paz.

Un primer momento privilegiado para recibir esa paz es la Eucaristía, donde se nos invita a darnos la paz, precisamente antes de recibir a Cristo en la comunión, en el pan consagrado. Ahí, en ese pan está el Espíritu de Jesús, como nos enseña el himno de san Efrén:

«Señor, en tu pan está escondido
el Espíritu que no puede ser consumido.
En tu vino permanece, Señor,
el fuego que es imposible de beber.
El espíritu está así en tu Pan
y el Fuego reside también en tu vino:
una maravilla manifiesta,
la que nuestros labios han acogido».

Pero después viene otro momento también privilegiado y decisivo: llevar esta paz a la vida cotidiana, trabajar con firmeza y generosidad esta paz día a día en las difíciles relaciones humanas, buscar reforzar esta paz en una comunión con el esplendor y belleza de la creación donde está latiendo el amor y la paz del Creador. Si queremos la paz, si deseamos la paz del corazón, no podemos dar la excedencia al Espíritu. No podemos dejar en el paro al Espíritu Santo, sino que debemos tenerlo en un ejercicio permanente. Por esto el papa Francisco nos invita a decir esta breve oración:

«Espíritu Santo, que mi corazón esté abierto a la Palabra de Dios, que mi corazón esté abierto al bien, que mi corazón esté abierto a la belleza de Dios, todos los días».

1 de junio de 2014

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53

La fiesta de la Ascensión no nos habla de un alejamiento de Cristo, sino de su glorificación en el Padre. Su cuerpo humano adquiere la gloria y las propiedades de Dios antes de encarnarse. Con la Ascensión, Cristo se acerca más a nosotros, con la misma cercanía de Dios. Es también una fiesta de esperanza, pues con Cristo una parte, la primicia de nuestra humanidad, está con Dios. Con él, todos nosotros hemos subido al Padre en la esperanza y en la promesa. En la Ascensión celebramos la subida de Cristo al Padre y nuestra futura ascensión con él. Al celebrar el misterio de la Ascensión del Señor, recuerda que EL CIELO ES NUESTRA META y que la vida terrena es el camino para conseguirla.

Dios, por medio de su Hijo nos ha abierto el camino. Un Dios humanizado profundamente como nos sugiere el verso de san Efrén:
«Su cuerpo se ha mezclado
con nuestros propios cuerpos.
Su sangre se ha vertido
en nuestras propias arterias.
Su voz en nuestras orejas
en nuestros ojos su luz,
él y nosotros, todo enteros
mezclados por gracia».

Este Misterio es motivo de gozo y santa alegría y de agradecimiento a nuestro Dios, que nos da la esperanza de nuestra glorificación, como pedimos también en la Oración-colecta de la Misa de hoy. Y para hacer este camino encarga a sus discípulos la misión de ser sus testigos y de incorporar a las gentes al Misterio de Amor Trinitario mediante la predicación, el bautismo y la enseñanza y vivencia de sus mandamientos en una comunión fraternal. Y hoy somos nosotros quienes recibimos su Palabra de vida, para que la vivamos y la anunciemos con nuestras obras.

Todo esto nos pide vivir con un corazón dilatado y una mirada profunda sobre la vida misma, como escribe un místico sufí del siglo IX:
«Antes de irte me dijiste:
desde ahora ya no verás
nada de lo que mires,
a no ser que me veas
en todo cuanto mires».

Necesitamos la mirada de Jesús, aquella mirada capaz de llegar al corazón de Pedro y hacerle consciente de su pecado. Necesitamos el corazón de Jesús, aquel corazón de donde siempre salía una palabra de acogida y de perdón.

Necesitamos conocer más profundamente a este Jesús, que hoy celebramos glorificado a la derecha del Padre, pero que nos deja su Espíritu para mirar, no al cielo, sino para estar atentos a caminar entre las gentes como Él lo hacía. Necesitamos pedir este don del conocimiento de Jesucristo, nuestra esperanza de salvación. Necesitamos hacer con las palabras de san Pablo a los efesios hacer nuestra oración:

«Concédenos los dones espirituales de una comprensión profunda del hombre y de la Revelación divina. Concédenos conocer tu verdad, para amar la pequeña verdad de nuestros hermanos.

»Danos tu luz, tu luz que brille en nuestros ojos, en nuestra mirada del corazón. Luz para iluminar y acoger a otros. Danos también aprender la verdadera grandeza del poder, que no es el poder de este mundo sino aquel poder que tú pones en el corazón del que cree en ti. Danos este poder de ser eficaces en la creación de una vida nueva. Tú que lo eres todo y que estás en todos, concédenos hacer este camino con una alegría santa».

No hay que mirar al cielo. El cielo está donde está Dios. Y este Dios sorprendente ha hecho del corazón humano su casa, su cielo. No hay que mirar al cielo. Hay que mirar al corazón y caminar con los pies en la tierra, pero con el vivo deseo de la plenitud divina en nuestro caminar.

20 de abril de 2014

DOMINGO DE PASCUA. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

MISA DEL DÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 10, 14.37-43; Salm 117,1-2.16-17.22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9

«Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». Esto es lo que predican con fe los discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén días después de su muerte. Para ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de quienes han querido silenciar para siempre su voz y anular de raíz su proyecto de un mundo más justo.

Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a los indefensos… seguir los pasos de Jesús no es algo absurdo. Es caminar hacia el Misterio de un Dios que resucitará para siempre nuestras vidas, para darnos una vida nueva.

Esta fe nos sostiene por dentro y nos hace más fuertes para seguir corriendo riesgos. Poco a poco hemos de ir aprendiendo a no quejarnos tanto, a no vivir siempre lamentándonos del mal que hay en el mundo y en la Iglesia, a no sentirnos siempre víctimas de los demás. ¿Por qué no podemos vivir como Jesús diciendo: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy»?

Seguir al crucificado hasta compartir con él la resurrección es, en definitiva, aprender a «dar la vida», el tiempo, nuestras fuerzas y tal vez nuestra salud por amor. No nos faltarán heridas, cansancio y fatigas.

Pero nos pide estar en el camino de la sabiduría que predica san Pablo a los cristianos de Colosas: «ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios, estar centrados arriba, no en la tierra, para que así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, así también vosotros empecéis una vida nueva». Cambiad las alegrías y consuelos humanos por lo que Dios quiere, para gozar de la devoción santa y espiritual.

La resurrección de Jesús es el último capítulo de una fase de su existencia humana en este mundo, y el primer capítulo de otra existencia más allá de la muerte física. La resurrección no es un hecho como los de este mundo sino la perforación de la realidad que nos envuelve mediante la fuerza de una vida nueva que engulle la muerte. Por eso no podemos hablar de ella como hemos hablado de la vida y muerte anteriores; para conocer a Jesús resucitado será necesaria también una transformación de los testigos. Dios resucita a Jesús convirtiéndolo en cabeza de una nueva humanidad, que vivirá de la verdad propuesta por Jesús, se conformará a su proyecto de vida e intentará llevarlo a cabo. La resurrección otorga un valor absoluto a su forma de vida y a su doctrina; anticipando el final de la historia desvela su contenido definitivo y con ello lleva a cabo la revelación última. El hombre es el ser destinado por Dios a la vida. La muerte de Jesús es la consumación de la encarnación de Dios, quien de esta manera conoce por sí mismo, por una experiencia personal, lo que es ser mortal y un mortal destinado a morir. La resurrección de Jesús es la consumación de la redención y glorificación del hombre, ya que en Jesús somos introducidos en Dios.

La resurrección siempre nos remite por un lado a la cruz como expresión del amor supremo que se entrega, y por otro lado nos invita a mirar el futuro de una vida nueva y trabajar con el espíritu de Jesús por hacerlo realidad.

Es eficaz en nuestra vida «la humildad de aquel que a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Cristo no ha nacido para los que rehuyen el trabajo y temen la muerte, puesto que no aceptan que su victoria consistió en soportar el dolor y pasar por la muerte. Cristo no ha resucitado en aquellos que sienten angustias mortales frente al peso de la vida y el rigor de la penitencia y desconocen los gozos del espíritu» (cfr. San Bernardo, sermón 4).

Cristo ha resucitado en aquellos que, cada día que amanece, caminan al sepulcro y lo encuentran vacío, y llenos de un gozo interior inexplicable marchan corriendo a decirlo, a comunicarlo con el canto de una vida nueva.

DOMINGO DE PASCUA. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

«Mirad el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo». La salvación del mundo, o la salvación del hombre, de cada uno de nosotros que vivimos nuestra vida, nuestra historia, aquí en este mundo. Salvación de este mundo roto, sometido a la muerte, pero destinado a la vida. Este es el camino del Resucitado, el ejercicio del amor. Estos deben ser nuestros caminos.

«Sólo cuando alguien valora el amor por encima de la vida, a saber, sólo cuando alguien está dispuesto a someter la vida al amor, por el amor del amor, puede el amor ser más fuerte y mayor que la muerte». (J. Ratzinger)

No hay amor más grande que dar la vida. Este amor es el que hemos contemplado y seguimos contemplando en la cruz. Pero el que da la vida por amor, el que somete la vida al amor, vence la muerte vuelve a recobrar la vida, pero ya una vida nueva.

«Resurrección significa paso, transición. Cristo hoy no vuelve, sino que resucita; no retorna, sino que cambia de vida… Pero si pasó realmente a una vida nueva nos invita a nosotros a cambiar. Vaciamos del sentido de Pascua la sagrada Resurrección si hacemos de ella un retorno y no un paso…» (San Bernardo, Sermón 1 sobre la Resurrección)

El paso a una vida nueva, que debe reflejar el clima que nos envuelve esta Noche Santa: un clima de luz, de fiesta, de alegría, fruto de la incomparable ternura y amor divinos que pone de relieve el Pregón Pascual, que bien merece de todos nosotros una reflexión personal. Un clima de luz, de fiesta, de alegría, que solamente puede depositar en el corazón humano la Palabra de Dios capaz de engendrar luz, fiesta, alegría. Es la Palabra de Dios que esta noche quiere iluminar la historia de cada uno y de todos nosotros, para abrirnos el camino de la salvación.

Una salvación que se inicia con la belleza de la creación de Dios y el comienzo de una amistad de Dios y el hombre, para culminar esta Noche de Pascua con la donación de un amor extremo por parte de Dios y poner en nuestro corazón el germen de una vida nueva: el Espíritu del Resucitado. Para esta vida nueva nos invita la Palabra a poner nuestra confianza en el Señor, como Abraham, que dejó al Señor que le fuera orientando con su sabiduría y su luz. Y así con esta confianza en la Palabra vamos descubriendo y viviendo que nuestro camino verdadero va siendo un camino de una libertad creciente. Como lo fue para el pueblo de Israel. A pesar de nuestras infidelidades, Dios permanece siempre fiel y no nos esconde su rostro, sino que nos ha dejado su Espíritu de amor, haciendo de nuestro corazón un verdadero templo, donde hace nacer una permanente fuente de agua viva, para saciar nuestra sed. Este es el verdadero camino de la sabiduría, una fuente de sabiduría para que vivamos con la paz y la luz de Dios, que va configurando en nosotros un corazón nuevo. Un corazón nuevo con un espíritu nuevo para vivir una vida nueva, según Cristo resucitado.

Y para este camino el corazón humano tiene un canto, un canto nuevo que recoge todos los sentimientos, todas las ideas y afectos en una sola palabra: ALELUYA. Es alabar y cantar a Dios con todo el corazón. Un corazón humano capaz de volverse a sus hermanos con toda sensibilidad y ternura. Con la misma fuerza de amor del Resucitado.

18 de abril de 2014

VIERNES SANTO. LA MUERE DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,13-52,12; Sl 30,2.6.12-17.25; He 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19.42

«Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Lo mismo hizo con el cáliz: este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva».

Hoy celebramos este Amor, Cuerpo roto, entregado por nosotros. Hoy recibimos en la comunión, este Cuerpo roto que volverá a recomponerse, a resucitar en nosotros cuando vivimos la comunión en el amor. Hoy celebramos el Amor que se entrega, que se nos da, para que seamos nosotros su instrumento vivo de amor y de unidad en este mundo roto.

Hoy se nos invita solemnemente a mirar al que traspasamos, el cuerpo roto y entregado por nosotros: «Mirad el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo». Mirad, porque quizás no miramos bien a este hombre desfigurado, sin aspecto humano. Quizás muchos nos espantamos y cerramos los ojos, o llevamos la mirada a otra parte.

«Mirad el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo». La muerte es la prueba suprema, la hora suprema, el lugar supremo de la revelación de Dios, de su amor. Jesús, en su amor extremo se entregó, y sigue entregándose por mí, por ti, por todos y cada uno de los hombres de este mundo. Su Pasión está abierta hasta que yo responda a ella, y me identifique con este amor extremo. En la cruz sigue clavada la salvación del mundo. Cristo continua crucificado en millones de personas.

«Mira el árbol de la cruz». Y quizás te venga a la mente una pregunta que se hace el poeta:

«¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?» Él ya no piensa, él ha dicho todo lo que tenía que decir, él ha hecho todo lo que tenía que hacer. Ahora calla, es el silencio de la cruz, que espera tu palabra de respuesta, la mía, la de cada hombre de este mundo que continúa gimiendo en su abismo de miseria humana:

«Tú que callas, oh Cristo para oírnos,
oye de nuestros pechos los sollozos;
acoge nuestras quejas, los gemidos
de este valle de lágrimas. Clamamos
a ti, Cristo Jesús, desde la sima
de nuestro abismo de miseria humana…»

Él ha dicho todo lo que tenía que decir; ha hecho todo lo que tenía que hacer. Ahora nos toca mirar el silencio de la cruz. Escuchar el silencio de la cruz. Pregúntate que estás dispuesto tú a hacer por él. Porque él dijo: «lo que hacéis a uno de estos hermanos míos, lo más humildes, a mi me lo hacéis».

Este Cristo que contemplas en la cruz pasó haciendo el bien, diciendo y haciendo presente su amor, el amor de Dios. Este Cristo es también el hombre que ha dado a Dios la respuesta que espera de los hombres para iniciar el camino de una nueva humanidad.

Este Cristo lo contemplamos en el silencio de la cruz, pero este silencio se repite en el grito desesperado de muchos humillados, de muchos triturados por nuestros crímenes; de muchos humillados que se los llevan sin defensa, sin justicia.

Jesucristo revela otro rostro de Dios, propone otra forma de humanidad. Muestra a Dios como Misericordia y no como poder, como Padre de cada hombre y más Padre de quien está más necesitado, más pobre, pecador o marginado. Y este rostro de Dios es el que contemplamos en Jesús de Nazaret.

Jesús se ha convertido en la acusación absoluta de todos los pecados y de todos los pecadores. Una acusación silenciosa que no ofende, ni hiere, ni humilla, porque no comienza con la denuncia violenta sino con la Pasión que com-padece y supera. Y nos ilumina en el sentido de que toda ofensa hecha a un hombre es una ofensa a él, y que si él sufrió siendo inocente, sufrió por los inocentes para defenderlos y por los culpables para acusarlos, pero con una acusación que no los destruye en su conciencia, sino que les permite recuperarse desde ese amor por el dolor. Acerquémonos confiadamente a este trono de gracia que es la cruz, a fin de alcanzar misericordia.

Jesús no niega la muerte y el dolor, sino que pasa por ellos, para mostrarnos que son formas de tránsito a otra realidad nueva: la Resurrección. Quien da la vida en un servicio de amor la vuelve a recobrar.

Nada se pierde, lo que tú siembras vuelve a renacer en una vida nueva. Mira el árbol de la cruz. Espera tu respuesta.

17 de abril de 2014

JUEVES SANTO. LA CENA DEL SEÑOR

Homilia predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 1-8.11-14; Salm 115,12-18; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

«Todo cuanto entonces hizo, habló o padeció Jesucristo, lo ordenó de tal manera, que cada momento y todos los detalles están colmados de gracia y de misterio. Pero los días más insignes son los cuatro que celebramos estos días, es decir: el día de la procesión, del de la cena, el de la Pasión, el de la sepultura y el de su Resurrección. Estos días nos piden una veneración particular. Son días cargados de misericordia y de gracia». (San Bernardo)

Son días para contemplar el Misterio de amor más profundo, aquel que nos abre las puertas de la vida.

«Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo».

El amor hasta el extremo, la locura del amor, que lleva hasta la locura de la cruz. El mundo sigue apostando por el conocimiento, el mundo pide signos que den seguridad, tranquilidad, pero nosotros debemos apostar por la locura del amor de Dios, un amor extremo que lleva a la cruz, como un camino irresistible a la vida nueva de la resurrección.

Esta locura de amor no es el amor humano que nace en el corazón de unas personas que creen y dicen es eterno, pero que se disuelve como el azúcar en el café ante las primeras dificultades o problemas de la vida. El amor hasta el extremo de Jesucristo, su locura de amor nace de un sentimiento de amor en lo más entrañable de Dios, y cuando un sentimiento nace desde el espacio más íntimo de un ser, este tiene capacidad y deseo de salir y manifestar ese sentimiento de amor, y es capaz de rebajarse, de humillarse hasta tomar una toalla, echar agua en una jofaina y ponerse, como el último de los esclavos, a lavar los pies de los discípulos.

Hoy, en este Jueves Santo, contemplando la escena de la Ultima Cena de Jesús con sus discípulos nos tendríamos que preguntar:

¿Desde qué profundidad me nace el amor?

El amor nace en la noche; en una noche de Belén. Y, quizás, aquella noche continuó durante los 30 años de la vida de Dios revestido de nuestra humanidad, noche solo rota por los muchos destellos de amor por nosotros, hasta llegar hasta el amor extremo, la locura de la cruz, el tiempo de la noche más densa y cerrada, más angustiosa. La noche de Getsemaní. La noche del abandono más extremo para dar pie a la Noche más dichosa, la noche clara como el día, la noche iluminada por el gozo de Dios. Esta es la obra de Dios en la humanidad.

¿Dejas que sea la obra de Dios en tu corazón?

Porque el Amor está dentro de ti, el Amor te llama hacia el interior, hacia el centro más íntimo de ti mismo, te llama para que vivas una identificación profunda con el Amado. Él te llama, en el deseo de él sabrás de tu respuesta al Amor.

Pero hoy todo lo queremos claro, pedimos señales, prodigios. Queremos que sea clara la voz de Dios. Y no lo es. No puede ser clara la voz de Dios, porque nuestros cinco sentidos no están formados para captar directamente esa voz divina. La voz de Dios es profunda y solo la captamos desde el sentido más profundo, el sentido del amor iluminado. La voz de Dios es honda inexplicable, es como una honda angustia en lo profundo del ser, allí donde el alma tiene su raíz. Es la voz en la noche.

La voz de Dios no resuena en los oídos, ni en la mente, sino más adentro, allí donde él habita, en lo más profundo y entrañable de uno. No es superficial, y por eso nos parece que no es clara, porque solemos vivir en lo superficial de nosotros, donde nos comunicamos unos a otros con las meras palabras. La voz de Dios es profunda, porque Dios habita en lo profundo del ser. Y su voz es silencio. Y en el silencio ha de ser escuchada. Hallar a Dios es buscarlo incesantemente.

«Estos días nos piden una veneración particular. Son días cargados de misericordia y de gracia».

«Una brisa sopla en la noche. ¿Cuándo se ha levantado? ¿de dónde viene? ¿a dónde va? Nadie lo sabe. Nadie puede hacer que el espíritu, la mirada y la luz de Dios se posen sobre él. Un día el hombre toma conciencia de que se ha vuelto sensible a una cierta percepción de lo divino extendido por todas partes. Pregúntale: ¿cuándo ha comenzado a sucederle? No podría decirlo. Todo lo que sabe es que un espíritu nuevo ha atravesado su vida».

La Eucaristía transforma la vida del cristiano incorporándolo aún más a su Maestro. Este Misterio de la Eucaristía es el que despliega en las celebraciones de esta Semana Santa. Dejemos que nos envuelva el abrazo amoroso de Cristo.

13 de abril de 2014

DOMINGO DE RAMOS. LA PASIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 50,4-7; Salm 21,8-9.17-20.23-24; Filp 2,6-11; Lc 22,14-23,56

«Inspirada por el espíritu de su Esposo divino, la Iglesia une hoy, con admirable sabiduría, la procesión y la pasión. La procesión suscita vítores, es el triunfo, la gloria, y la Pasión suscita lágrimas. ¿Podrá alguien fiarse de la gloria versátil del mundo si contempla el Santo por excelencia y, además, Dueño supremo del universo, pasando tan rápidamente de la victoria más sublime al desprecio más absoluto? Una misma ciudad, las mismas personas y en unos pocos días, le pasea triunfal entre himnos de alabanza y le acusa, le maltrata y le condena como a un malhechor. Así acaba la alegría caduca y a esto se reduce la gloria del mundo». (San Bernardo)

Pues sí, lamentablemente no acabamos de aprender la fragilidad de la gloria de este mundo, no acabamos de aprender la verdadera sabiduría, y buscamos, y aún deseamos, por los medios que sean, los honores y la gloria de este mundo.

La celebración litúrgica de este Domingo de Ramos es una ventana abierta a la contemplación del Misterio de Cristo, que en esta Semana Santa se nos manifiesta en toda su plenitud, la plenitud del Misterio del Amor. Una Semana donde se nos invita a contemplar el verdadero camino del amor, el camino que se apoya en la verdadera sabiduría, y, en definitiva, en el horizonte de un amor vivido hasta el final con toda fidelidad.

«El Señor me ha dado una lengua de maestro, para que sepa con mi palabra sostener a los cansados. No he escondido la cara frente a las ofensas y salivazos. Jesucristo era de condición divina, se hizo nada, hasta tomar la condición de esclavo. Se rebajó, obediente hasta la muerte. En verdad os lo digo: uno de vosotros me entregará. Tomad y comed este es mi cuerpo. Mataré el pastor y las ovejas se dispersaran; pero cuando resucite iré delante de vosotros. Pilato preguntaba: ¿Qué mal ha hecho este hombre. Y le pueblo gritaba más fuerte: que lo crucifiquen. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado?»

Expresiones estas, como otras muchas, que podéis considerar vosotros en vuestra lectura y meditación, que sugieren un poco del profundo misterio de amor que se revela y se cumple en la persona de Jesucristo, que empezamos a celebrar en este día de su entrada triunfal en Jerusalén, para continuar a lo largo de la semana hasta llegar a la plenitud de la vida nueva, y que hablan con mucha elocuencia del gesto de ofrecer la vida en un amor extremo.

El amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías cósmicas… Socialmente, se finge ignorarlo en la ciencia, en los negocios, en las asambleas, siendo así que subrepticiamente está en todas partes.

Esta semana celebramos la obra de amor, que el Amor hace por nosotros.

El Amor ha sido siempre cuidadosamente descartado de las construcciones realistas y positivistas del mundo. Será preciso que un día se reconozca en él la energía fundamental de la vida, y lo que lleva a una vida nueva, a una humanidad nueva.

El Amor no es una fuerza anónima. Se trata de Dios. Esta semana tenemos la oportunidad de considerar como actúa Dios este amor, como lo vive en nuestra humanidad, como lo manifiesta.

«Pero el amor es paciente, es afable, no es grosero no se exaspera, no se crispa, disculpa siempre, espera siempre, aguanta siempre». (1Cor 13)

Es como contemplamos a Dios en la celebración del Misterio de Amor de estos días santos; así es como obra Dios revestido de nuestra humanidad.

Hoy, en esta puerta abierta a la Semana Santa, o en esta ventana abierta al Misterio del Amor que se entrega, se nos invita a considerar el rechazar o acoger el Amor. Los honores falsos y caducos del mundo, o la gloria del amor extremo.

21 de marzo de 2014

EL TRÁNSITO DE NUESTRO PADRE SAN BENITO, ABAD

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 12, 1-4; Sal 15, 1-2.5.7-8.11; Jn 17, 20-26

¿Qué es un monje? Y la respuesta de san Basilio es breve y clara: un cristiano. «La vida monástica —explicita en una de sus cartas— es simplemente la vida cristiana vivida de un modo radical, la vida según el evangelio».

Sobre este punto: «ser cristiano», habló el papa Francisco recientemente, refiriéndose a la coherencia cristiana: «Ser cristiano significa dar testimonio de Jesucristo. En todas las cosas de la vida es necesario pensar como cristiano, sentir como cristiano y actuar como cristiano. Esta es la coherencia de vida de un cristiano que, cuando actúa, siente y piensa, reconoce la presencia del Señor. Si falta una de estas características no existe el cristiano. Los cristianos que viven con incoherencia hacen mucho mal».

La vida cristiana no es otra cosa que acoger a Dios continuamente, como se nos ha revelado en su vida encarnada en nuestra humanidad, en Jesucristo. Es la vida del monje que la Regla nos plantea de modo muy expresivo: no anteponer nada a Cristo. Esto nos lleva salir de nosotros mismos, a buscarlo y darnos por completo a él. Entonces nuestra vida es verdaderamente vida en una humilde simplicidad, una dulzura pura, una plenitud de paz. Arraigados en la paz, nosotros no viviremos sino la vida de los ángeles, no viviremos sino la vida de Dios.

No hay espacio ni tiempo que él no llene con su inmensidad. Acogerlo ahora, acogerlo siempre, hasta la eternidad. Abrirnos y acogerlo para dilatarnos a nosotros mismos en su divina inmensidad, para que el Verbo que hemos escuchado nos lleve en esta ascensión al seno del Padre, y en esta ascensión del Verbo al Padre ser llevados por el Espíritu y perdernos en Dios. Perdernos en la inmensidad acogedora de su misterio de amor, de ese misterio de amor y de comunión que es la vida trinitaria.

Y por esta incorporación ora de manera especial, Cristo: «Que todos sean uno; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno, para que el mundo crea que tú me enviaste». Se dejaran llevar por la fuerza y la sabiduría del espíritu de amor que reciben después de la Resurrección, y el mundo creerá, gracias a la fuerza y generosidad de la comunión en el amor que habrá en ellos.

Buscar a Dios de verdad (RB 58,7) es el camino del monje, vida de peregrino, camino permanente de interiorización hacia el santuario de nuestro corazón donde Dios ha derramado su Espíritu de Amor

Es el camino que vivió Abraham: salió de su casa, hacia la tierra que le iba a mostrar Dios. Se fió de Dios y así hace fecunda en su vida la bendición de Dios. Es el tránsito hermoso de Abraham. Salir de la ignorancia de su tierra nativa, para pasar a ser una referencia de fe en Dios para todas las generaciones. Vivir muriendo a sí mismo, para llegar a ser una referencia de vida para muchos.

Este es también el tránsito de san Benito: un camino permanente, una experiencia permanente de morir a sí mismo, para ir despertando a una vida nueva, profunda, de plenitud. Para ir ascendiendo a la comunión de amor trinitario. Es el camino que contemplan dos discípulos en una revelación el día de su muerte: «Vieron un camino adornado de tapices y resplandeciente de innumerables lámparas, que por la parte de oriente, desde su monasterio, se dirigía derecho hasta el cielo. En la cumbre, un personaje de aspecto venerable y resplandeciente les preguntó si sabían qué era aquel camino que estaba contemplando. Ellos le contestaron que lo ignoraban. Y entonces les dijo: este es el camino por el cual el amado del Señor Benito ha subido al cielo» (Diálogos II, 37).

Benito vive la vida como un camino que busca adentrarse en el misterio del Amor, y escribe su Regla para que muchos otros vivan el mismo tránsito a ese Misterio divino. Un camino, un tránsito que no hacemos en solitario, sino en comunidad, porque nuestro destino es también la comunidad trinitaria.

El tránsito a la eternidad.

«¡Eternidad!, ¡eternidad!, este es el anhelo; la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres, y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real. La vanidad del mundo y el cómo pasa, y el amor son las dos notas radicales y entrañadas de la verdadera poesía. El sentimiento de la vanidad del mundo pasajero nos mete el amor, único en que se vence lo vano y transitorio, único que eterniza la vida». (Unamuno, Del sentimiento)

Este debe ser nuestro camino, nuestro transito en esta vida: el deseo de eternidad, y vivir este deseo con la fuerza del amor. Y vivirlo en el seno de una comunidad que nos ayuda cada día a purificar el corazón, a dilatarlo con el deseo.

19 de marzo de 2014

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Sam 7,4-5.12-14.16; Salm 88,2-5.17.29; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

«Porque tú haces tablas en tu orgullo,
¿quieres pedir realmente cuentas a Aquel
que, con modestia, de esa misma madera,
hace brotar las hojas y abultar los capullos».

(R.M.Rilke)

El poeta recoge bien la vibración del evangelio que nos muestra a san José desconcertado ante el misterio de Dios que se empieza a manifestar a través del embarazo de María, desconcertado pero abierto a esta luz del misterio divino que lentamente se va levantando en el horizonte de la humanidad.

Dios es discreto, y hace brotar con modestia las hojas y las flores de primavera. El misterio de Dios arraiga con suma discreción y sencillez en la vida de los hombres para manifestarse, a su tiempo, con toda la fuerza y esplendor de vida, y capaz de transformar la vida de la humanidad. Y con está discreción y sencillez se manifiesta y arraiga en la vida de san José como nos narra el evangelio: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21).

«En estas palabras —explicaba Juan Pablo II— se halla el núcleo central de la verdad bíblica sobre san José, el momento de su existencia al que se refieren particularmente los Padres de la Iglesia». Y todavía abundará en este punto al afirmar que: «Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han subrayado que san José, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo».

«Depositario del misterio de la salvación, del misterio de Dios hecho hombre, para llevarlo a la perfección» (oración colecta).

Comienza a realizarse la promesa a David: «te construiré un templo, su trono real se mantendrá para siempre». Un templo que empieza a ser realidad en el seno de santa María, que se completa y consolida en la familia de Nazaret y que la Iglesia, servidora de este misterio divino, se esfuerza por llevar a la perfección.

El gesto, silencioso pero acogedor, desde lo profundo del corazón de san José, es elocuente; nos marca el camino, junto con santa María, para ser acogedores de este misterio de nuestra salvación. Nuestra responsabilidad es la de llevarlo a su perfección. Esta perfección, que es estar en sintonía con un misterio de amor, que es una llamada al corazón de toda la humanidad, una llamada a cada uno de nosotros para vivirlo con sencillez y fidelidad como san José, para vivirlo también como instrumentos que estamos llamados a ser de este don de Dios a todos los hombres.

Vivir así este misterio es vivir la experiencia de una profunda alegría interior que nos hace capaces de vivir la experiencia del salmo: «Señor cantaré toda la vida tu misericordia. Anunciaré tu fidelidad por todas las edades».

En este empeño la celebración de esta solemnidad de san José es un camino para descubrir y vivir la protección de este hombre singular, y de lo importante de nuestra devoción por él. Por esto nos dice santa Teresa:

«Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud; porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Paréceme ha algunos años que cada año en su día le pido una cosa y siempre la veo cumplida. Si algo va torcida la petición, él la endereza para más bien mío». (Libro de la Vida, 7).

16 de marzo de 2014

DOMINGO II DE CUARESMA

Institución de lectores y acólitos
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 12,1-4; Salm 32; 2Tim 1,8-10; Mt 17,1-9

«¿Cómo yo te podré cantar,
Oh Luminoso, oh tú solo santo?

Porque la boca clara y pura,
y quién, Señor, se te asemeje,
sólo él te podrá cantar…»

«Luminoso», es el título del cual se sirve san Efrén para hablar de Cristo. Y así aparece en el evangelio cuando su Transfiguración.

«Su cuerpo —nos comenta san Jerónimo— se había hecho espiritual, de manera que incluso sus vestidos se transformaron». «En su Transfiguración, Jesús es contemplado como Dios, sin dejar de ser hombre», escribe Orígenes.

Sucede que Dios al encarnarse se reviste de nuestra naturaleza mortal y desde la condición humana irá manifestando la luminosidad de su condición divina, hasta la manifestación del hombre nuevo en la cruz y la plenitud luminosa de su Resurrección.

Pero, en el umbral de esa plenitud de luz que será la luz del Resucitado, Jesús muestra a sus discípulos un avance, mostrando a través de la carne la riqueza de luz y de vida divinas que llevaba dentro. Esplendor inimaginable de luminosidad, rumor de las fuentes profundas de la vida.

«Jesús brillaba como el sol, escribe san Agustín, para indicar que él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; mostrando que lo que es la luz del sol para la carne, Cristo lo es para los ojos del corazón».

Los discípulos se encontraban bien. O, quizás, habría que afirmar que muy bien, pues ya plantean allá arriba el principio de una urbanización. Olvidaban aquello que muchas veces comentamos: en esta vida estamos de paso. Lo comentamos, pero luego no somos consecuentes en vivir de acuerdo a la sabiduría encerrada en esas palabras.

Esto lo entiende y lo vive a la perfección Abraham. El Señor le dice: «marcha de tu país, de tu clan, de tu familia, hacia el país que te mostraré». Y Abraham se fío y marchó apoyado en la promesa de Dios. No le será fácil vivir en su condición de peregrino. Encontrará unas circunstancias exteriores que le pondrá obstáculos fuertes, pero que nunca le arrebatarán la confianza en Dios. Otras circunstancias, o situaciones, pondrán a prueba su capacidad de escucha y le ayudarán a purificar el corazón. De este modo Abraham es un referente principal para nuestra vida de fe, nuestra vida de peregrinos que pasamos por este mundo hacia la casa del Padre. Todo va pasando. Todos pasamos… ¿Cómo vivimos esta paso?

Jesús no se queda en la seguridad de su casa, de los suyos, del monte,… les invita a bajar y a seguir el camino de Jerusalén, el camino de la cruz, a beber el cáliz hasta la última gota. Jesús tiene muy claro su camino en este mundo: «he venido a este mundo para servir i y dar la vida por todos». Pero Jesús al dar la vida desde la fuerza y la generosidad del amor la vuelve a tomar, «le quita el poder a la muerte y con la Buena Noticia del Evangelio hace resplandecer la luz de la vida y de la inmortalidad».

Este es el misterio del Luminoso, Cristo, nuestro Maestro, que nos sugiere el camino, como decía la antífona de entrada: «buscad mi presencia». Es la invitación que podemos escuchar cada uno en nuestro corazón si estamos habituados a escuchar en profundidad.

Esa presencia viene a ser una realidad si vivimos todos lo que ahora se invita a estos dos hermanos nuestros que reciben el Ministerio de Lector y de Acólito: «meditar asiduamente la Palabra de Dios, comprenderla y anunciarla con fidelidad, para que viva en el corazón de los hombres».

Pero no basta escuchar la Palabra como la oyen los apóstoles en el monte: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo».

Es preciso bajar del monte, seguir el camino y ser asiduos «en alimentarnos con el Pan de vida, compartirlo y distribuirlo a los hermanos, y así crecer en la fe y en el amor para edificar la Iglesia».

En una palabra: vivir la eucaristía aquí en torno a la mesa del altar, contemplando el amor que se entrega, y proyectar luego esta eucaristía, este amor, en la vida concreta de cada día, viviendo ese mismo amor que se entrega, con la alegría en el corazón de Cristo, el Luminoso.