3 de febrero de 2019

DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Jr 1,4-5. 17-19; Sl 70; 1Co 12,31-13,13; Lc 4,21-30

Es curioso comprobar como el evangelista san Lucas, que nos dice al comienzo de su evangelio, que se propone hacer una historia ordenada de la vida de Jesús, sin embargo, el evangelio que acabamos de escuchar nos habla ya del rechazo de Jesús, lo cual sucede al final del camino, en Jerusalén, con su muerte en la Cruz.

Todo el evangelio de Lucas se plantea como una subida a Jerusalén, pero el rechazo y muerte en Jerusalén ya aparece anticipado aquí en su propio pueblo de Nazaret.

A lo largo de la subida a Jerusalén irá manifestando su amor en medio de una creciente conspiración para matarlo, pero no impedirán que siga llevando la Buena Noticia a los pobres, hasta proclamarla en el amor extremo de la Cruz.

Este es el gran servicio de Jesús: el del amor. Nos dice con su vida y sus obras el amor del Padre Dios, y nos lo dice con un lenguaje y unas obras de amor. Un amor que vence a la muerte. Este proyecto de amor es el que nos transcribe san Pablo en su carta a los cristianos de Corinto: «Un amor paciente, bondadoso, sin envidia, sin orgullo, no es grosero ni egoísta, no se irrita ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, sino con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre». Este proyecto, dice Pablo, no pasa nunca.

Pero es fácil darse cuenta de que vivir este proyecto de amor es morir, es ir haciendo el camino de la vida, de cada día muriendo a sí mismo. El amor es vida, pero es también muerte. Un morir para recrear nueva vida. Pero es duro morir. Nuestra naturaleza se resiste a morir. Estamos más apegados a la vida, a una vida que no siempre es verdadera vida. No llegamos a comprender que solamente el morir es garantía de nueva vida. Es el ejemplo siempre vivo y actual que encontramos en la persona de Jesucristo. Y que no llegaremos nunca a comprender hasta que no lo hagamos por nuestra parte, una experiencia viva. Vivir y morir, dos verbos que siempre van juntos.

Lo podemos percibir y vivir en la misma naturaleza cuando contemplando el sol del atardecer que muere en el horizonte dando un relieve especial a los colores otoñales de las viñas, dando lugar a que nuestro espíritu se eleve, como dice el poeta, en su nostalgia hasta la barbilla de Dios.

En ese matrimonio que celebra sus 50 años. Empezaron su amor mirándose a los ojos, soñando y viviendo juntos y muriendo juntos hasta convertir sus miradas en una sola mirada. Una mirada nueva, en la misma dirección.

En el monje que ya no murmura las deficiencias de una comunidad o de un superior, sino que en su camino monástico ha ido muriendo a sí mismo, enriqueciendo su vida en la contemplación de la Palabra y de la vida de sus hermanos hasta no estar ya ávido sino de derramar la riqueza de su corazón en el servicio desinteresado.

Este fue el camino de Jesús durante su vida histórica. Este es el camino de Jesús ahora que estamos llamados a hacer, a vivir quienes vivimos de la fe en él.

Pero es un camino que da miedo. Como ha escrito alguien: «La prepotencia que da la infalibilidad que se ha adjudicado a sí misma la Iglesia, y el miedo que le produce el AMOR que le pide su fundador la bloquean en un patético ejercicio de impotencia, mientras piensa que ha sobrevivido a todas las crisis de la humanidad».

O escribía también Urs von Balthasar: «cae sobre el espíritu profético de la Iglesia una escarcha que no ha vuelto a quitarse del todo».

Y de esta forma se cumplen las palabras del Señor a Jeremías: «Diles todo lo que yo te mandaré». No les tengas miedo o yo te haré tener miedo de ellos. Entonces vivimos una fe de mínimos, o a la defensiva, una fe de cumplimiento de una norma o ley. Pero nunca desde la ley del corazón, la ley del amor.

Tenemos necesidad de asumir ese proyecto de amor, que es fuego, para fundir esa escarcha que nos congela, o desbloquear nuestra impotencia.

Asumir este amor. Es la tarjeta de presentación de Cristo. Este amor que no es un sueño, un imposible, sino la ley básica de las criaturas que hemos sido creadas libres para darse, para participar de la infinita abundancia de vida que nos viene de Dios. El amor es el corazón y el verdadero centro del dinamismo creador que llamamos vida. El amor es la vida misma en su estado de madurez y de perfección.