13 de noviembre de 2014

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

PROFESIÓN SOLEMNE DE FRAY DAVID RENART

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

«¿Qué nos dice la fiesta de la dedicación del templo? Que en el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres levantamos un templo material. Un templo que es el signo visible de Dios invisible. Un templo para que los hombres se pongan ante el misterio de Dios; para adentrarse y vivir la experiencia de este misterio de Dios. Es la dedicación a Dios de un espacio sagrado para ser definitivamente Dios con los hombres». (Benedicto XVI)

Un espacio sagrado para vivir nuestro encuentro con Dios. Como Zaqueo. El templo es la higuera a la que nos subimos para ver a Jesús. Zaqueo tenía deseos de ver a Jesús, trataba de distinguir a Jesús. Ha oído hablar de él, pero no se han encontrado todavía. El deseo le llevará no sólo a encontrarlo sino a recibirlo en su casa. Y esto tendrá unas consecuencias profundas en su vida. Unas consecuencias muy positivas, también, para la vida de los demás.

Para vivir este deseo haces la Profesión solemne; para vivir cada día la experiencia apasionada de la búsqueda de Dios. El deseo de Dios que es lo que nos lleva a llenar el corazón. El deseo que pone de relieve de modo admirable el salmista:

«¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo».

¿Qué es lo que desata el entusiasmo y la dulzura del salmista? Es Aquel que va a encontrar en el templo, y con él encontrará el secreto de su vida y una fuerza interior que le permitirá hacer un camino recto de acuerdo a la ley del Señor. Es el deseo de Dios, que nunca permite que la rutina domine en nuestra vida. El deseo del que escribe san Agustín: «El deseo de la casa de Dios ya es un don de Dios. Dios dilata el deseo para que crezca, y crece para que alcance a Dios. Dios no da una cosa pequeña al que desea; Dios, que hizo todas las cosas, se da a sí mismo».

El salmista se siente invadido por una sed casi física de Dios y de su vida, que es «nuestro manantial de agua viva». (Jer 17,13) Y es hacia ese Dios viviente hacia donde tiende el hombre entero con su corazón y su alma, su respiración más profunda: «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa, y prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir con los malvados».

La actitud del salmista es la de quien hace una opción radical por Dios, y rompe con los dioses falsos del mundo, con los ídolos; y toma la decisión de vivir según el espíritu de la ley del Señor, de vivir del deseo de Dios, de orientar sus pasos hacia él. El salmista en su deseo de Dios juega con los números: un día y mil días. Los mil días son los nuestros, un día es el de Dios. Nuestros días sin Dios son vacíos se desvanecen sin sentido. La presencia de Dios es lo que da valor infinito a un solo día pasado con el Señor.

Es preciso perderse en el corazón de Cristo, que es la plenitud del templo, y también la plenitud de nuestros días, porque en él habita Dios. Él debe ser nuestro espacio, nuestra casa. Y sentiremos su presencia cuando vivimos en comunión con nuestros hermanos, cuando verdaderamente somos comunidad, el templo de piedras vivas edificado con el amor, para celebrar el amor.

Tú, vas a dirigir una breve plegaria a Dios: «Recíbeme Señor según tu palabra, y viviré, que no vea confundida mi esperanza».

Pronuncia estas palabras con confianza, desde el corazón, cree y espera en lo que dices, desea a Dios… Y tendrás la garantía de que estas palabras se cumplirán.

Este amor de Dios se hace presente, además, al consagrarte a este Amor que contemplamos en el misterio de un amor comunión entre las tres personas divinas, el amor de la Trinidad, que te recuerda el Dios Creador… Te consagras a un Dios creador de todas las cosas y le pedimos que te bendiga, de manera que su bendición haga de ti un hombre nuevo, a medida que correspondas cada día a su amor. Te consagras a Jesucristo que te enseñará el camino hacia Dios. Por ello, sabiamente san Benito nos dice de no anteponer nada a Cristo. No dejes de alimentarte de su Palabra, y tu corazón reposará en su paz. Te consagras al Espíritu Santo que es el amor del Padre y del Hijo. Escucha este Espíritu de Amor y no te faltará la sabiduría para la vida, la fuerza para el camino, y en definitiva la fuente del amor.

David, di a Dios cuando empieces a vivir el regalo de cada día, que te hace Dios: Señor, te quiero construir hoy una casa, un espacio para que residas en él.

PROFESIÓN REGULAR DE OBEDIENCIA DE FRAY DAVID RENART

Alocución del P. José Alegre, abad de Poblet
Regla de San Benito, capítulo 5º: La obediencia

«El primer grado de humildad es una obediencia sin demora. Esta obediencia es propia de aquellos que ninguna cosa estiman tanto como a Cristo».

La respuesta que das hoy es que quieres «asumir este camino de la obediencia monástica, para configurarte más y más a Cristo, humilde y obediente». No olvides esta promesa a lo largo de tu vida, y te aseguro que dirán de ti: es un buen monje. ¿Y qué es un buen monje? El que se asimila, se configura a Cristo. El programa para esta asimilación a Cristo ya está hecho y experimentado a lo largo de los siglos. Mira, aquí tienes la experiencia de monjes venerables:

«Monje es un abismo de humildad que ha sometido y dominado en sí mismo todo espíritu malo» (Juan Clímaco, Escala 22,22). Todos tenemos necesidad de dominar este espíritu malo. Luego este es un buen consejo.

«Monje es aquel que ha apartado de su mente las cosas materiales, y que mediante la continencia, la caridad, la salmodia la plegaria tiene la mirada fija en Dios» (Máximo el Confesor, Centurias sobre la caridad 2,54). Nuestra mente no está totalmente alejada de lo material. Necesitamos estas gafas de la caridad, salmodia, meditación… para tener la mirada en Dios.

«Monje, de hecho es aquel que mira sólo a Dios, desea sólo a Dios, se dedica sólo a Dios, elige servir sólo a Dios, y viviendo en paz con Dios viene a ser un servidor de paz para los demás» (Teodoro Estudita, Pequeñas catequesis, 39).

Solo Dios basta, nada te turbe…, pues sí, nos turban todavía muchas cosas en la vida monástica, por ello tenemos necesidad de volver una y otra vez la mirada a Cristo que es el camino, que nos abre la ventana a la experiencia de Dios y a hacernos conscientes de que es verdad que todo se desvanece en este mundo rápidamente, y que sólo Dios basta, porque él permanece.

Desea ardientemente su paz. «Cristo es nuestra paz». Sólo él pacificará tu corazón. Si obedeces podrás vivir la alegría de ser pacificador de otros.

Esta obediencia monástica, como la pone de relieve otra de las preguntas del Abad es una escucha humilde y permanente de la Palabra de Cristo. Esta obediencia monástica no es sólo para ti sino que es para toda la comunidad como sugiere otra pregunta del abad: «obedecer a los superiores y buscar la voluntad de Dios practicando la obediencia en una escucha mutua con los demás miembros de la comunidad».

Puedes dar una mirada al camino recorrido en tu corta vida monástica. También podemos tener esta mirada los demás monjes que te acompañamos. Es muy posible que percibas que los momentos vividos con más paz interior, y con más alegría, son aquellos vividos a partir de un mandato recibido y realizado con una obediencia de corazón. Esos momentos vividos en la obediencia son momentos que nos centran la vida en profundidad, a no ser que uno esté tan descentrado que viene a ser una maquina humana tan desquiciada que no sirve sino para el desguace. Y ya sabemos que los desguaces son para que otros aprovechen piezas para sus máquinas.

Por esto yo quiero decirte con abbá Iperechio, que «el tesoro del monje es la obediencia. Quien la posee será escuchado por Dios y vivirá con confianza ante el Crucificado, porque el Señor se hizo obediente hasta la muerte». (Iperechio, 8).

Y todavía un matiz interesante que nos aporta abbá Mios: «Obediencia por obediencia:si uno obedece a Dios, Dios le obedece a él» (Abba Mios, 1).

No puede ser de otra forma, ya que vivir con fidelidad la obediencia es hacer nuestra la actitud de Cristo que se hizo obediente hasta la muerte. Cristo tiene como alimento hacer la voluntad del Padre, obedece en todo al Padre, y el Padre le obedece dándole la respuesta de confirmarle en su vida, en su doctrina, diciéndonos que tenía razón.

Así que la obediencia es el camino seguro, único, para llegar a Dios. Coloca a la criatura en el lugar que le corresponde dentro de la obra armónica de la creación. Si esa obediencia es perfecta, la mantiene completamente unida a la voluntad de Dios, y no de una manera estática, sino que moviéndose ambas voluntades al unísono hace que la humana colabore con la divina y sea una plasmación continua del deseo, del querer de Dios. San Benito ha comprendido la trascendencia de esta virtud a la luz de la figura de Cristo, en obediencia total a la voluntad del Padre. Para san Benito, la obediencia es, junto con la humildad, la base del ascetismo monástico, lo que nos pone en el camino de nuestra verdadera realización como monjes.

David, toma buena nota. Y no pierdas la agenda.

12 de noviembre de 2014

EXEQUIAS SRA. ELENA ROIG Y OBRADÓ

Madre de fray Xavier Guanter

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Rom 14,7-10.12; Mc 15,33-39. 16,1-6

Es importante esta palabra que acabamos de escuchar: «Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor».

Podríamos decir que ni siquiera Dios vive para sí mismo. Dios vive para los demás, para cada uno de nosotros. Dios vive y muere para nosotros. Dios vive y muere y resucita, como hemos oído en el evangelio para nosotros. Para darnos una esperanza. La esperanza de una vida nueva, que acaba de estrenar nuestra hermana Elena.

Dios hizo la hermosura de la creación, la belleza del mundo… Pero no se quedó con esto: él mismo bajó de su cielo y apareció en la confusa noche de los hombres para que brillase una luz en la vida de todos ellos, de todos y de cada una de sus criaturas. Ese Dios hecho hombre fue sembrando con amor esta vida, que era la semilla de una primavera eterna, que trae para nosotros los hombres.

Ahora en estos días de otoño la vida en la naturaleza va apagándose hasta desvanecerse del todo en el silencio del invierno, pero con toda seguridad vendrá después la vida nueva de primavera.

Algo así pasa en el corazón de los hombres, en la vida humana cuando acogen la semilla de vida, la Palabra de Dios y la guardan en el corazón. Y dejamos que Dios diga la última palabra, como sucedió con Cristo en la Cruz. Así nace una nueva esperanza.

¡Qué grande es Dios, qué bueno!… que no vive y muere para sí, sino que vive y muere y resucita para nosotros.

Para que nosotros aprendamos a vivir y a morir por él. Quizás no todos lo hacemos así. Pero hay alguien que sí que lo hace bien, que vive y muere para él. Es la madre. La madre vive de un modo especial su servicio a la vida. Y esto hace que viva en una especial y profunda intimidad con el Dios de la vida. Por esto cada madre es un poco, o un mucho la primavera de Dios en la tierra. Porque a través de cada madre la vida reverdece.

Por esto, porque las madres tienen fuerte el corazón, porque son una fuente de vida, y este servicio de la madre está cerca del corazón de Dios.

Y cuando una madre se muere… No se muere. Hace como Jesús en la cruz: entrega su espíritu. Y lo hace como Jesús: mirando al manantial de las aguas vivas. Porque se muere como se vive. Y una madre siempre vive amando la vida. Cuando una madre se muere lo hace como todo cristiano que ha vivido y muerto para el Señor de la vida: en silencio, en un silencio obediente a la Palabra de Dios. Y aunque lo haga en medio del silencio de Dios como Jesús en la cruz, siempre es in silencio envuelto totalmente en la más firme esperanza: que Dios el Padre de la vida dirá para ella la última palabra, que ya sabemos cuál es porque nos la ha adelantado su Hijo Jesús de Nazaret: el aleluya, la alegría gozosa de la resurrección.

2 de noviembre de 2014

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 25,6.7-9; Salm 26; 1Tes 4,13-18; Jn 11,17-27

«Yo soy la resurrección. El que cree en mí aunque haya muerto vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá».

¿Crees esto? ¿Qué encierra esta palabra: ¿“Yo soy la resurrección”?

«Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo».
«¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros, cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
«La paz con vosotros. Recibid el Espíritu Santo».
«¿Quién podrá privarnos del amor del Mesías?»
«Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor».
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».
No vivo yo, es Cristo quien vive en mí

¿Crees esto? Son, con otras muchas, palabras llenas de vida y sabiduría del Resucitado. Vivir la sabiduría encerrada en estas palabras, supone, exige morir a sí mismo, morir a una sabiduría vieja y dar lugar a que nazca una sabiduría nueva que da lugar a una nueva vida. A una vida con un horizonte más dilatado. En definitiva el horizonte del Resucitado.

¿Crees esto? ¿Vives esto?

«No queremos que estéis en la ignorancia respecto a los muertos, para que no os entristezcáis como los que no tiene esperanza». ¿Tu esperanza está revestida de tristeza? Estás en la ignorancia respecto a los muertos? Nosotros tenemos motivos para una esperanza viva, por lo tanto para una esperanza revestida de alegría. «Porque creemos que Jesús murió y resucitó, y porque creemos que Jesús llevará consigo a los que viven su Palabra, la Palabra de la vida, la palabra de la nueva sabiduría». Y porque creemos esto nos reunimos en torno al altar para celebrar el festín divino. Para celebrar el banquete de la Eucaristía el banquete del pan y del vino en el altar del templo, y el banquete de manjares enjundiosos y vino generosos en el altar del mundo.

Celebramos este banquete de la Eucaristía recordando a los hermanos que también se sentaron en él en tiempos pasados. Y lo celebramos porque esperamos, de este modo, prepararnos para sentarnos con los hermanos que nos dejaron en el banquete de la casa del Padre. Aquí tenemos a nuestro Dios, es el canto de nuestro banquete eucarístico. Y este canto hace amanecer la luz de Dios en nuestro interior, y sentir la seguridad de la salvación, y por tanto empezamos a «gozar de la bondad del Señor en el país de la vida».

Porque el Resucitado ha traído ya la plenitud de la vida, y su resurrección nos da la seguridad de una vida nueva. Esta es la voluntad de mi Padre: «que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna y yo le resucite en el último día» (Jn 6,40).

Pero la vida eterna ya no tenemos que esperarla el último día; esta vida eterna, vida nueva, es la vida del Resucitado, y para empezar a vivir esta vida eterna el Resucitado nos ha dejado su Espíritu. Este Espíritu Santo que preparó en el seno de santa María una nueva naturaleza, una vida humana, es el que ahora está en nosotros como en un templo; somos templo del Espíritu Santo, para preparar en nosotros una nueva naturaleza, una naturaleza divina, aquella deificación de la que hablan los Santos Padres, a fin de que vivamos la experiencia de la Palabra de Jesús: «el que cree en mí ya tiene la vida eterna». Pero la fe no es algo meramente pasivo, sino que es una relación personal con la persona de Cristo, que necesitamos manifestar mediante unas obras concretas. Hagamos estas obras cada día, creyendo y viviendo las palabras del Resucitado, que nos invita a celebrar el amor en torno al altar de la Eucaristía, como un anticipo de la fiesta definitiva en la casa del Padre.

1 de noviembre de 2014

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

«Viendo la muchedumbre, Jesús subió al monte, se sentó, sus discípulos se le acercaron y Él tomando la palabra le enseñaba».

A toda la tierra alcanza su pregón. La belleza de la creación habla de la belleza divina. Dios domina la tierra y sus habitantes. Dios habita en ella y le gusta pasear como puede hacer un agricultor por sus fincas (cf Gen 3,8). Creada por Dios, la tierra tiene un carácter religioso. Es delicioso presentir y gozar del rumor cercano de las fuentes de la vida… que estamos estropeando con nuestros atentados al medio ambiente.

Cristo ha venido a recuperar toda esa belleza para ti, para todos los hombres. Cristo con su nueva creación convoca, por medio de la Iglesia, al nuevo paraíso. Dios construye su paraíso sobre la inestabilidad de las aguas, sobre la fragilidad de la Iglesia, pero también sobre la Roca de su Palabra. Él sigue tomando la palabra y nos enseña. Cristo nos enseña a través del salmo:

Una invitación positiva: «tener las manos inocentes y puro el corazón».
Una invitación negativa: «no tener ídolos, no ser injustos».

Esta palabra del salmo viene a ser como una primera palabra, un primer peldaño para subir a la montaña, para acercarnos a Jesús, el cual nos enseña con su palabra. Nos dice un santo Padre: «¿Qué debe hacer aquel que desea subir al “monte espiritual”? El Espíritu Santo responde y el salmista anuncia de alguna manera el sermón de Cristo sobre la montaña».

El salmista anuncia las condiciones para acercarnos a Cristo. Su Espíritu nos irá descubriendo la sabiduría de su palabra.

La bienaventuranza de la pobreza, de la mansedumbre, de las lágrimas de la justicia, de los saciados, de la misericordia, de la pureza de corazón, de la paz, de la persecución… Las bienaventuranzas, que acabamos de escuchar, y que vienen a ser como las fuentes de la sabiduría evangélica, la sabiduría de la que tenemos necesidad para nuestro camino como creyentes, y como personas consagradas a Dios.

Tenemos necesidad de subir al monte espiritual y encontrarnos con Dios, el Dios de quien brota esta bienaventuranza, el Dios que proclama este nuevo camino por medio de su Hijo revestido de nuestra naturaleza. Tenemos necesidad de acercarnos a Cristo para oír aquella palabra que necesita el corazón de cada uno de nosotros para que en nosotros viva el Cristo de las bienaventuranzas.

Todas las generaciones han hecho, hacen o harán este camino de búsqueda de la sabiduría de la vida. De una manera o de otra. Con más o menos conciencia de ello. Lo necesita la humanidad. Lo necesitamos cada uno de nosotros. Encontrarnos con Cristo, escucharle y cambiar nuestra vida. Es una de las tareas más bellas de la vida cristiana, e incluso de toda vida humana: ser buscador de Dios. Es lo único que puede llenar la vida. Porque es lo que nos abre a un inmenso horizonte de vida nueva. Así lo han entendido y lo han expresado los místicos, como santa Teresa cuando escribe: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura».

A desear esta presencia y esta figura nos invita también san Bernardo: «Gustad y ved qué dulce es el Señor. Nada hay comparable a esta finura, a este sabor, a esta sabiduría; es algo divino. Te encanta, y con razón, el ardor del sol, la policromía de la flor, el pan sabroso y la tierra fecunda. Todo esto procede de Dios. Se ha prodigado a sus criaturas. Pero posee en sí mismo infinitamente más» (San Bernardo, Sermón 1, Todos los Santos).

A este «infinitamente más» nos abre la Palabra de Jesús, la sabiduría de Dios, que sin gritar, sin vocear por las calles te sugiere a tu corazón unas palabras que desbordan profunda y autentica sabiduría para el camino de vida creyente. ¿Qué necesita en estos momentos tu corazón? ¿Qué palabra de Jesús de Nazaret, que te habla hoy desde el monte de las bienaventuranzas tiene más eco en tu corazón? ¡Agárrala y no la sueltes!