8 de diciembre de 2010

LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 3,9-15.20; Salm 97,1-4; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38

San Pablo, comienza su epístola a los Efesios con un grito desbordante de entusiasmo: «Bendito sea Dios, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales». Un grito que encontramos también en otras epístolas. Es normal en un enamorado del Cristo, como lo era Pablo.

Necesitamos ser bendecidos. Los hombres estamos llenos de miedos, angustias, inseguridades; necesitamos ser bendecidos. Los hijos necesitan la bendición de sus padres, y éstos la de los hijos; necesitan la bendición mutua marido y mujer, maestros y discípulos, obispos y sacerdotes, médicos y pacientes, abad y monjes…

La palabra bendición literalmente significa «hablar bien», decir cosas buenas de alguien. Tenemos que afirmarnos los unos a los otros. Sin esta afirmación es difícil llevar una vida satisfactoria. Bendecir es más que una palabra de alabanza o de aprecio; más que hacerle ver las buenas cualidades… Bendecir a alguien es afirmarlo, decir sí a la condición de amado de una persona. Una bendición va mucha más allá de la admiración y de la condena, de la distinción entre virtudes y vicios. La bendición tiene que ver con la bondad original del otro. Una bendición crea aquello que dice.

Dios también tiene necesidad de ser bendecido. Dios tiene también necesidad de ser afirmado, creado en nuestra vida personal. Dios nos ha bendecido primero, nos ha afirmado, «creado en Jesucristo, y nos ha dado toda clase de bienes espirituales y celestiales».

Pero viene la segunda parte: Dios tiene necesidad de ser bendecido, creado o configurado en nuestro corazón. Nosotros somos los amados en virtud de esa primera bendición de Dios, pero tenemos que convertirnos interiormente en amados. Ser conscientes de que Dios me ama. Es cierto que somos hijos de Dios, pero tenemos que llegar a serlo interiormente. «La gloria de Dios es que el hombre viva», dice san Ireneo, pero habría que añadir que «la gloria del hombre es que Dios viva, en el corazón del hombre».

Convertirnos en amados es el gran viaje espiritual que tenemos que hacer. Debe ser nuestra gran pasión, nuestro sueño diario, nuestro entusiasmo. Si san Agustín tiene razón cuando dice: «Dios mío, mi alma está inquieta hasta que descanse en ti», el hombre es un permanente buscador de Dios. Lo que verdaderamente da sentido, sabor a nuestra existencia.

Ser buscadores de Dios, para que se realice en nosotros el primer pensamiento de Dios sobre nosotros: «elegidos ya antes de crear el mundo para ser santos ante él por el amor. Dios nos ha pensado para la santidad». Es el primer objetivo divino.

Y nosotros le fallamos y hacemos la opción de otros caminos. Dios también hace otra opción: «nos destinará a ser hijos, y para ello nos dará la gloria, el esplendor, el brillo de su gracia». Y será una oferta hecha en nuestro propio lenguaje, en nuestra propia naturaleza, en la persona de Cristo.

Y volvemos a fallarle, y rechazamos está nueva oferta del Padre. Pero el Padre como si tuviera en cuenta con antelación la dureza de nuestro corazón, «nos hace participes de su herencia por medio del Espíritu de amor». Nos da el sentido del amor iluminado. «Para poder ver con los ojos del corazón aunque sea por un momento, el fulgor de la gracia iluminante». (Guillermo de S.T, Spec. PL 180,392B) «Para transformarnos de claridad en claridad en su imagen por obra del Espíritu del Señor». (2Cor 3,18)

Con este sentido del amor se nos abre el camino para ir bien equipados en nuestro viaje espiritual, para hacer el viaje interior.

Pero Dios en su amor no solo nos otorga sus bienes, pone a nuestro alcance los bienes espirituales y celestiales, sino que nos concede una buena guía para el camino: Santa María. Aquella que acoge con plena fidelidad la iniciativa del amor divino.

Ella realiza el primer pensamiento de Dios correctamente, sin defecto alguno. Por esto le invita el ángel: «Alégrate María, llena de gracia. Llena de gracia, santa». Contemplamos en María esa mutua bendición de Dios y el hombre. El Señor está con ella, la ha bendecido, la nueva criatura, la nueva Eva, la que nos lleva al paraíso definitivo. Y María con su gesto de aceptación bendice a Dios lo recrea en su seno envolviéndolo en nuestra naturaleza.

El trasfondo de esta fiesta de la Inmaculada tiene la idea de que el hombre no es el arbitrio absoluto de su propio destino, el artífice único del propio progreso, sino que hay que contar con la primacía absoluta de la iniciativa de Dios en la historia de la Redención, que se manifiesta de manera singular en la historia de la Virgen Madre del Señor.

San Anselmo bendice a santa María con estas preciosas palabras que os invito a hacer vuestras: «¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo, por tu bendición queda bendita toda criatura, no solo la creación por el Creador, sino también el Creador por la criatura!» (Sermón 52)