2 de noviembre de 2012

TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Job 19,1.23-27; Sl 24; Filp 3,20-21; Jn 14,1-6

«La muerte es la plenitud de la vida». Pero quizás, nuestra manera de pensar y sobre todo nuestra manera de vivir no nos ayuda a entender la verdad de esta afirmación: La muerte es la plenitud de la vida. Quizás deberíamos empezar por corregir nuestro vocabulario. Pensamos en izquierda y derecha, blanco y negro, bello y feo, verdadero y falso, bueno y malo, masculino y femenino y también vida y muerte. Pero la vida y la muerte no son duales. Una no es contraposición de la otra; la muerte no es una realidad contraria a la vida, la muerte está dentro de la vida.

Nos lo dice san Bernardo cuando escribe: «Decimos que el hombre muere cuando se acerca la muerte con toda certeza. Pero desde que empezamos a vivir, ¿qué hacemos sino acercarnos a la muerte y empezar a morir?» (Sermón 17, 1, sobre el salmo 90).

O la palabra del poeta:

«Pues somos tan sólo corteza y hoja.
La gran muerte, que cada uno en sí lleva,
es fruto en torno a la que todo gira».
(Rilke, libro de la pobreza y la muerte)

La misma palabra de Jesús: «Yo soy la Vida». Pero por un momento cortan esta vida. ¿Verdaderamente la cortan? Yo diría que tan solo hieren la Vida. Cristo deja que abran en su misterio de vida una herida para que se derrame toda su riqueza de amor, que se había ido manifestando cuando pasaba haciendo el bien, anonadado en nuestra frágil naturaleza. Quien da la vida desde la generosidad del amor la vuelve a recobrar. La vida viene a ser un ejercitarnos en el morir para preparar el acceso a la plenitud de la vida. Cristo muere y nos abre a la plenitud de la vida. La muerte aceptada con amor, vivida con amor es la puerta abierta de par en par a la vida. A la plenitud de la vida.

«Eres tú de los muertos el primogénito,
Tú el fruto, por la muerte ya maduro,
del árbol de la vida ya maduro
del que hemos de comer.
Tú, con tu muerte afirmas nuestra vida».

Esta es nuestra Verdad, la verdad de Cristo, que reside en el misterio de nuestra fe y que proclama hoy con fuerza la liturgia: «Dios se llevará con Jesús a los que han muerto con él». Pero morir con Jesús es vivir ya ahora con él. «Los que creen en mí tienen vida eterna». Creer en Jesús es vivir una relación personal, profunda con él. Es tener a Jesús, en todo momento como camino, como punto de referencia permanente.

Deberíamos tener muy presentes las palabras de Job. Son palabras proféticas. Él vive, en la oscuridad, de alguna manera la presencia divina y esto le reafirma en la esperanza de una vida contemplando el rostro de Dios. Y nos muestra el deseo de tener esta experiencia grabada en su corazón para no olvidar un futuro que le abre a una gran esperanza.

Ese futuro de Job para nosotros es ya una realidad. En Cristo. En él conocemos el amor que abre a la plenitud de la vida. Un amor que no es solamente el amor puntual de la cruz, sino el amor vivido en su corta e intensa vida entre nosotros, revestido de nuestra frágil naturaleza, pasando haciendo el bien, y culminando su obra de vida en la cruz. Cristo es la Roca. En él, la Roca, están grabadas las palabras de Job y de todos los profetas. En esta Roca están grabadas las palabras de Cristo que fueron vida, verdad y camino para muchos hombres y mujeres, una multitud que nadie puede contar, nos decía la liturgia de Todos los Santos.

«Cristo muere de puro amor». Y esta es la exigencia que pone en nuestra vida nuestra fe en Cristo: morir de amor. Es un don que necesitamos pedir y recibir de él. Él, que se marchó para prepararnos la casa. Por eso le decimos: Danos vida, Jesús, que es llamarada que calienta y alumbra.

La vida de Cristo es amor. El es el amor que nos marca el camino, para vivir la auténtica verdad de nuestra vida, hasta llegar a la plenitud.