15 de junio de 2012

Viernes de la segunda semana después de Pentecostés / EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Os 11,1-4.8-9; Is 12,2-6; Ef 38-12.14-19; Jn 19,31-37

Contemplaba hace unos días un «power point» que me envió una familia amiga, para darme a conocer a una hija que les había nacido hacía unos meses. Las imágenes presentaban a la madre dando de comer a su hija. La madre hacía muecas o movimientos graciosos y la hija entre cucharada y cucharada explotaba a carcajadas.

Y me digo que ésta podría ser también la imagen de nuestro Dios. Por lo menos es esta la imagen que a mí me sugiere la lectura del profeta Oseas en esta solemnidad del Sagrado Corazón: «Yo mismo he enseñado a mi pueblo a caminar, lo cogía y alzaba en brazos, lo llevaba suavemente, lo amaba con lazos de amor, me lo acercaba a la cara, me inclinaba para darle alimento. Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas…»

«Me inclinaba para darle alimento». Es lo que hace una madre con su hijo. Goza con su hijo ese tiempo cuando le da la comida para alimentarlo. También la madre alimenta a su vez, su amor de madre, despierta más su sentimiento materno. Lo pasa bien con el hijo.

¡Como no pensar que Dios lo pasa bien dándonos el sol de cada día, cuando despierta la belleza de la creación, y trae la sucesión de las horas y de las estaciones para que la tierra produzca frutos. Es el amor lo que hace inclinar a Dios hacia nosotros, para darnos alimento. Es un amor materno.

Un Dios que se inclina para coger con amor al hijo, para enseñarle los caminos de este mundo lleno de belleza; un Dios que quiere abrazar al hijo, que le besa; pero se encuentra con un hijo que rechaza este beso de amor. Un hijo que rechaza el amor de una madre.

¿Qué piensa la madre? ¿qué puede hacer una madre? Lo que inventa el amor. Porque la madre es toda amor. Y el amor siempre abre un camino nuevo. El hijo rechaza el beso de la madre. Y la madre inventa un beso más profundo. Un beso en el corazón, para dejar allí impreso para siempre la huella de amor. La huella de un corazón que es todo amor.

Esta madre, este Dios, tiene el corazón conmocionado, tiene inflamadas las entrañas. No puede venir con amenazas. Viene con amor. Y este amor divino, se rebaja, se humilla, hasta la muerte, hasta la nada —abandonado de Dios y de los hombres. Nunca meditaremos lo suficiente este amor «loco» o «necio» de Dios. Es el amor de una madre, que siempre espera el resquicio del corazón del hijo para adentrarse hasta sus entrañas y tocar su más profunda intimidad.

Dios nos coge, no por los brazos, sino por el corazón para acercarnos a su corazón, mejilla con mejilla. Es el beso entrañable de la boca divina. ¡Quien pudiera responder con el grito de la amada del Cantar: «que me bese con besos de su boca!»

Somos uno para el otro. El corazón de Dios es para ti, criatura amada por él, como no puedes imaginar. Tu corazón de criatura es para Dios. Y la gran capacidad de tu vida la tienes en el corazón. En él tienes un tesoro de humanidad. Este Dios que te enseña a caminar, que te arrastra con lazos de amor es aquel a quien contemplas en la cruz. Tu Dios amante, todo entero sin un hueso roto. Solo roto el corazón de donde brota sangre y agua. De un corazón ya vacío, porque ha derramado toda su energía de amor. De un corazón que ha amado tanto que se ha vaciado y en su vacío espera una nueva palabra: la palabra del hombre nuevo.

Esta palabra del hombre nuevo está en un corazón nuevo. Este corazón nuevo es el tuyo cristiano, hombre o mujer, monje, monja, laico, religioso… A ti, a mi, a cada uno de nosotros se nos ha concedido está gracia de la que habla Pablo: «la riqueza insondable del Cristo». Esta riqueza es el amor, es el corazón.

«Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones»; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento… y «esta presencia nos da capacidad de abarcar lo ancho, lo largo y lo alto y lo profundo del misterio de Dios y del misterio del hombre». Que en su realidad más auténtica es un misterio de amor.

Contemplando este Cristo en la Cruz, ¿no se te revuelve el corazón?, ¿no se te conmueven las entrañas? Pues grítale en tu corazón con un vivísimo deseo a esta madre divina entrañable: «¡Qué me bese con un beso de su boca!»