25 de septiembre de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 26º del Tiempo Ordinario

De los sermones de Bossuet
Con la parábola de los dos hijos desobedientes, Jesucristo convenció los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo de una hipocresía manifiesta. En la parábola, el Hijo de Dios nos dibuja dos caracteres, bien diferenciados en cada uno de los dos hijos: el primero desobedece plantando cara de una manera formal y manifiesta, el segundo obedece, pero de un modo imperfecto, con una obediencia más aparente que sólida. Y en la parábola resulta que este segundo es el peor de ambos hijos.

Hay personas que lo prometen todo, ya sea por debilidad, porque no tienen valor para hacer frente, ya sea por ligereza, ya sea por engaño. Y no es que quieran decir que no quieren enmendarse, no, decididos a obedecer, dicen: «Voy enseguida, padre». Dicen «padre», manifestando así un cierto respeto, y en apariencia parecen dispuestos a obedecer. No dicen: «Ya iré», sino: «Voy enseguida». Diría realmente que se le va, y que todo está resuelto. Con todo, no se mueve de su sitio, ya sea porque os quiere engañar, ya sea que se engaña a sí mismo, pensando en tener más voluntad y más fuerza que no tiene.

Es evidente que este segundo carácter es mucho peor que el primero: estas débiles resoluciones y este puesto de piedad hacen parecer a los demás una gran religiosidad. No conoce aquel horror de sí mismo y de su estado miserable que permita un cambio. En cambio, el que responde secamente: No quiero ir, ya que resiste Dios con una desobediencia manifiesta y no puede enorgullecerse de ningún bien, al final se avergüenza de sí mismo, y desvelado por su propio golpe de genio, se arrepiente: «Pero después, se arrepintió y fue».

Nuestro Señor, con esta parábola, hacía ver a los sumos sacerdotes cuál era su carácter. Subidos en un clima de piedad, se llenaban siempre la boca de Dios, de la religión, de la obediencia a la Ley, y por el hecho de hablar tan a menudo creían ser personas de bien, y eso les impedía cambiar. Es por eso que Jesús les increpa de una manera tan terrible: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera hacia el Reino de Dios», porque, avergonzados de sus pecados, se han convertido por la predicación de Juan. Vosotros, en cambio, que por vuestra dignidad y por las luces que tenéis, deberíais ser un ejemplo para los demás, no sólo no habéis sido los primeros de responder a la llamada, tal como era justo esperar, sino que ni sólo no habéis sabido aprovecharos del ejemplo de los demás.

Vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, que con vuestra vida no respondéis a vuestro estado, vosotros, hombres de bien en apariencia, devotos de profesión, aplicaos esta parábola. ¿Os parece bien quedaros sólo con un título de piedad, como los fariseos, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo judío? ¡Avergonzaos! ¡Os debería caer la cara de vergüenza! ¡Humillaos! Confesad vuestras debilidades y enmiendas. Es a vosotros a quienes habla Jesús en este discurso.

Comentario de Mario Victorino a Filipenses 2,6-8
Dos preceptos había dado anteriormente: amar la humildad y no ocuparse únicamente del propio interés, sino también del de los demás. Ahora dice: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús». ¿Qué dos preceptos son los que debemos acoger «en Cristo Jesús»? ¿Uno solo —y cuál— o los dos? Así, el primero se refiere claramente a la humildad: Cristo se humilló a sí mismo y tomó la forma de esclavo. Pero podría tratarse también del segundo precepto: todo esto lo soportó por los demás y se preocupó de los intereses de los demás antes que de sí mismo.