8 de septiembre de 2011

LA NATIVIDAD DE SANTA MARÍA VIRGEN

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Miq 5,2-5; Salm 12,6; Rom 8,28-30; Mt 1,1-16.18-23

Esta fiesta mariana tiene su origen en la dedicación de una Iglesia en Jerusalén, sobre el siglo V o VI, que más tarde se convertirá en lo que hoy es la Basílica de santa Ana. En esta iglesia san Juan Damasceno saludó a la Virgen en una de sus homilías: «Dios te salve, Probática, Santuario divino. ¡Dios te salve, María, dulcísima hija de Ana». La fiesta pasó en el s. VII a Roma. Fue una referencia, tiempo después, para establecer la fecha de la Inmaculada Concepción. El Papa quitó esta celebración del grupo de las fiestas de precepto.

Escribe san Andrés de Creta, que pronunció varias homilías sobre el Misterio de la Natividad de la Virgen: «Aquí hallamos el resumen de los beneficios de Cristo para con nosotros, la manifestación de los misterios y la transformación de la naturaleza: Dios se hace hombre y al hombre se le concede la deificació. A la resplandeciente y manifiesta presencia de Dios entre los hombres, le correspondía una introducción gozosa, que precediera al gran don de nuestra salvación. La presente solemnidad del nacimiento de la Madre de Dios viene a ser un preludio y la perfecta unión del Verbo con la carne es el término. Con razón se ha de celebrar el misterio de este día y a la madre del que es la Palabra de Dios se ha de ofrecer también el obsequio de las palabras, porque ella en nada se complace tanto como en la Palabra, y en la reverencia prestada por medio de las palabras». (Homilía 1)

Nuestro más precioso y vivo obsequio en esta solemnidad, y en nuestra vida, será volver sobre la Palabra de Dios proclamada, que, junto con el pan de la Eucaristía, vienen a ser la luz resplandeciente que luce en el núcleo del misterio y que se nos ofrece para fortalecernos en el camino, e iluminar nuestros pasos.

En la primera de las lecturas el profeta Miqueas hace el anuncio de una plenitud que llegará en el tiempo de la historia: Esta plenitud tiene un nombre, CRISTO. Un Cristo que nace, que sale de Belén, una pequeña aldea. Ya es todo un signo, que quien va a pastorear Israel con el fuerza del Señor, su Dios, elija el camino sencillo, el camino del anonadamiento, el camino de los pobres. El será nuestra paz. Nos conviene no olvidar esta afirmación del profeta, cuando nuestra tarea primera es buscar a Dios. Pues Dios viene a través de santa María con el nombre de la paz. Y a María, como portadora de esta paz de Dios revestida de nuestra naturaleza, la llamaremos «Reina de la paz».

Dios dispone todo para el bien de quienes le aman. Nadie duda en afirmar que amamos a Dios. Pero no olvidemos la enseñanza de Pablo: «Él nos destina a ser imagen viva de su Hijo».Nuestra condición de cristianos, de estar arraigados en Cristo nos pide dar una determinada imagen. Una imagen que no elegimos nosotros, sino el mismo Dios que nos destina a una imagen de paz. Una paz que no puede ser meras palabras vacías, como es la paz de este mundo del cual dice la Escritura: «Cuando digan paz, paz, entonces vendrá sobre ellos la violencia y la guerra». Y es que la paz debe empezar en el corazón de cada uno de nosotros. Dejar que él nos purifique, que la Paz engendre paz en nuestro interior.

No es fácil, hoy, vivir pacificados, pues se mezclan en el corazón muchos intereses contrapuestos, que no permiten una serenidad interior. Esto pide de nosotros un trabajo arduo permanente. Llegar a tener una imagen de paz, llegar a ser pacificadores pide también vivir un largo proceso interior, donde vayamos dando prioridad a un interés único: dejar que nos domine Cristo, Príncipe de paz.

De alguna manera podemos percibir algo de este trabajo tomando nota del evangelio, que empieza con la genealogía de Jesucristo. A lo largo de esta historia de Israel que culmina en el nacimiento de Cristo contemplamos un abanico muy diverso de personas de diferentes pueblos, de personas fieles y no fieles a Dios. Dios paciente siempre con nosotros, lleva la historia de la humanidad con una paciencia divina, es decir una paciencia que quiere ser salvación para todos. Por ello no desprecia ninguno de los hilos de la humanidad que pueden ser portadores de la luz de la paz. Por esto contemplamos tanta riqueza de matices en la genealogía de Cristo. Matices de santidad y de pecado; matices de grandeza y de humildad.

La sabiduría de Dios va conduciendo todo el dinamismo de la historia para que todo confluya en Belén, en el regazo de santa María, un acontecer de Dios en la vida de María, y que va a dar un nombre al Misterio aparecido en la vida de los hombres: «Dios con nosotros».

Y podemos decir a María con las palabras de una carta de Adán de Perseigne: «Tu nacimiento puede considerarse con toda justicia, como la aurora con la cual se inicia el día de la gracia, que pone fin a la noche de la infidelidad y de la ignorancia. Concibiendo el Sol de justicia tu eres iluminada como la luna, colmada con los beneficios de los rayos del sol».

Cuando contemplamos un mundo que elige como sabiduría el camino de la autosuficiencia, del orgullo de un corazón duro, los caminos de la grandeza pura y dura, a costa de pisotear a quien se pone por delante. uno tiene la tentación de preguntarse de si Dios ha elegido el buen camino. Uno tiene la tentación de preguntarse de si la elección del anonadamiento, de la pobreza es el camino correcto para llevar la paz al corazón de los hombres.

Pero contemplando la grandeza de María manifestada en su humildad, en su sumisión a la obra de Dios; contemplando como el misterio divino ha arraigado en una criatura humana, también me pregunto si todavía permanezco en la noche de la infidelidad y de la ignorancia, y la quiero saludar con estas palabras de san Andrés de Creta:

«Salve, llena de gracia, salve, oh toda resplandeciente, por quien ha desaparecido la oscuridad y ha brillado la luz.»