25 de diciembre de 2013

NAVIDAD

MISA DEL DÍA
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,7-10; Salm 97; Hebr 1,1-6; Jn 1,1-18

«Al darnos como nos dio a su Hijo que es una Palabra suya, ya no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar» (S. Juan de la Cruz) y de esta Palabra nos habla el Apóstol Juan: «Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, la Palabra era Dios… tenía en ella la Vida y la Vida era luz».

Juan escucha y se eleva hasta la contemplación del Misterio divino en la preexistencia de esta Palabra. Él escucha, contempla y es un testigo fidedigno: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos, la Palabra de la vida… de esto damos testimonio». Juan es un mensajero fiel anunciando este misterio de vida y de luz; su fina sensibilidad sabe captar la hondura de esta Palabra, que le va a transformar y hacer de él, de su vida, un testigo enamorado y fiel.

Este Misterio, un misterio de amor, se sigue desbordando como fuente de vida y de luz. El amor siempre nos desborda, ensancha nuestro corazón, nos lleva más allá de nuestras limitaciones, abre a horizontes más amplios. Ahora bien, en Dios no hay limitaciones, pero el Amor, en Dios no rompe sus limitaciones, sino que es engendrador de nueva vida. Por esto dice la Palabra de Dios: «tenía en él la vida, y la vida era la luz de los hombres». La Palabra, el Amor, se desborda como vida y esta vida es luz que resplandece en la oscuridad, una luz que nada ni nadie podrá ahogar.

«La Palabra de Dios se ha hecho hombre y plantó su tienda entre nosotros».

Y ¿dónde encontramos esta tienda? ¿dónde ha sido plantada?

«Entre nosotros». El hombre que vive, que ha nacido de esta fuente de vida que es la Palabra, vive asimismo la nostalgia de esta Palabra. Por esto se expresa el místico con estos versos: «¿A dónde te escondiste Amado, y me dejaste con gemido?».

Pues vivimos, de una o de otra manera, pero vivimos, ciertamente, con ese gemido, con esa nostalgia de Dios, como nos sugiere san Juan de la Cruz: «Pues tu misma, oh alma, eres el aposento donde él mora y el retrete y escondrijo donde está escondido».

A nosotros nos corresponde escuchar la vibración de esta Palabra en nuestro espacio interior, despertar su presencia en nuestra conciencia. Podemos escuchar esta Palabra, debemos escucharla, ya que sigue hablando, «ya que en diversas ocasiones y de muchas formas Dios ha hablado a nuestros padres por medio de los profetas, pero en estos días últimos nos ha hablado por medio de su Hijo».

La huella de vida, de luz, de belleza, la ha derramado con generosidad, en la obra de su creación, y sobre todo a través de su naturaleza humana con la que se ha revestido, para darle más fuerza de luz y de vida, y así dar una respuesta pertinente a nuestro gemido, a nuestro deseo de él.

Quien nos atrae no es sólo el Creador, el Señor de todo: es el Padre que se ha inclinado sobre nosotros en su infinita misericordia, el Padre que nos ha dado a su Hijo unigénito, y por medio de él nos ha introducido en los secretos más íntimos de su amor y de su vida divina. Debemos dejarnos introducir en esta fuente de vida.

San Basilio dice, en sus Constituciones, a sus monjes: «No hemos venido al monasterio para estarnos en la cama o para saciar nuestro estómago —ahora posiblemente añadiría: ni para ver películas o twiters— sino que hemos venido para instruirnos en la Palabra de la verdad y de la vida, y para contemplar los santos Misterios» y dejarnos llevar después por este fuego de la Palabra, siendo con nuestro testimonio de vida un mensajero que anuncia la paz , la buena noticia, que invita a danzar con alegría, porque Dios, porque ha plantado su tienda entre nosotros, está danzando dentro del hombre para renovarle con su amor.