22 de diciembre de 2013

ANTÍFONAS DE LA O / 22 de diciembre

OH REY de las naciones,
y deseado de los pueblos,
piedra angular de la Iglesia,
que haces de dos pueblos uno solo.
VEN y salva al hombre que
formaste del barro de la tierra.

Oh Rey, deseado de los pueblos, que haces de dos pueblos uno sólo. VEN, porque estamos inmersos en el barro de la división, del enfrentamiento y de la violencia; sentimos la angustia del abandono. ¡VEN!

Tus manos me formaron, ellas modelaron
todo mi contorno, y ¿ahora me aniquilas?
Recuerda que me hiciste de barro,
y ¿me vas a devolver al polvo?
(Job 10,8-9)

VEN, porque hundido en la división, siento, sin embargo, la nostalgia de la unidad, siento que estoy hecho para ti, no para el polvo. Tú eres un buen alfarero, nuestro barro ha sido modelado con sabiduría por ti. De tus manos ha salido la Vasija perfecta, el reflejo perfecto de tu trabajo. El trabajo bien hecho. Con amor. El Amor no puede sino manifestar el amor. Pero nosotros no nos hemos dejado recoger en tu Vasija perfecta, en el Amor, hemos preferido ser agua derramada; estamos inmersos en la división, el enfrentamiento y la violencia, sentimos la angustia del abandono, porque no hemos aprendido de ti, manso y humilde de corazón; porque no hemos recogido en el corazón tu mensaje de paz y reconciliación. Y experimentamos que nuestro pecado nos aniquila, pero el corazón te desea con deseo más vivo. Por esto quiero cantarte con el salmista:

¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza!
¡Señor, mi peña, mi alcázar, mi libertador,
Dios mío, roca mía, refugio mío!
(Salmo 17,2-3)

¿Qué fuerzas me quedan para resistir?,
¿qué destino espero para tener paciencia?,
¿es mi fuerza la fuerza de la roca?
(Job 6,12)

Cada día escucho la invitación mediante la Palabra del salmista para volverme a la Roca. Cada día el corazón humano recibe esta apremiante invitación:

Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
vitoreándolo al son de instrumentos…
(Salmo 94)

Pero no venimos, no nos volvemos a la Roca, ignoramos la piedra angular que sostiene todo el universo, hacemos caso omiso de la interpelación divina que se manifiesta como piedra angular:

¿Dónde se asientan las bases del mundo?
¿Quién puso su piedra angular
entre el vocerío de los luceros del alba?
(Job 38, 6s)

No nos volvemos a esta Piedra angular, a nuestra Roca, a pesar de que Dios está permanentemente inclinado sobre nuestro barro, y deja escapar, en su obra creada, el aroma de su “misterio insondable”. Dios quiere que Job comprenda que un Dios de quien depende todo lo creado, y una creación sometida a unas leyes, un Dios que vela sobre todo lo creado, con poder, sabiduría y bondad, no puede hacer del hombre y de su situación histórica un problema sin solución. Pero el hombre tiene que vivir esta seguridad en fe y confianza ante el inmenso misterio de Dios.
La manifestación divina nos pone ante nuestra realidad frágil, ante nuestras limitaciones, y lo más razonable es relacionarnos con Dios, un Dios inexplicable, incomprensible inaccesible, inabarcable para la criatura humana, pero un misterio con el que podemos relacionarnos y adquirir paz interior y luz para el sentido de nuestra vida. Porque a pesar de su trascendencia sobre nuestra pequeñez, nos ha hablado, se ha acercado desde siempre al hombre como amigo, hasta manifestarse en nuestra misma frágil naturaleza.
Pero, ya desde el principio, el hombre no supo vivir de manera correcta esta relación con el misterio divino, y gracias a la iniciativa de Eva empezará toda una larga historia de encuentros y desencuentros, fidelidades e infidelidades. El hombre vivirá la amargura de la división, del enfrentamiento y la violencia, del abandono. Hasta que aparece la respuesta fiel a la iniciativa divina con santa María.
Los Padres repetirán su enseñanza sobre este paralelismo de Eva y María, que nos permite descubrir la solicitud del «deseado de los pueblos» por todos nosotros:
Adán fue formado de la tierra virgen; el Hijo de Dios nace de la Virgen madre. Entonces fue una virgen la que concibió la muerte; ahora también una Virgen engendra la vida. Entonces el hombre cayó por causa de una virgen; ahora se levanta gracias a la Virgen. Entonces vino la ruina con la muerte; ahora llega el triunfo con la victoria [Cromacio de Aquileia, Textos marianos de los primeros siglos, Edit. CN, Madrid 1994, p. 102].

Llegó el triunfo con la victoria del Rey que viene a salvar al hombre del barro, como canta la sabiduría:

El corazón del rey es una acequia en manos de Dios:
la dirige a donde quiere.
Al hombre le parece siempre recto su camino,
pero es Dios quien pesa los corazones (Prov 21,1-2)

El Señor sondea el corazón, sabe de las motivaciones más escondidas, por ello es bueno dejarse iluminar por su Palabra, ya que ello nos permite conocer el camino recto, y nos permite el nacer de una fuente de vida en el mismo corazón. En nuestro propio corazón. Fuente de vida, fuente de agua viva, que no permanece oculta sino que se derrama hacia fuera como sabiduría que ilumina y obra con rectitud. El corazón del Rey tiene la sabiduría que necesita nuestro corazón:

Los labios del rey son un oráculo:
su boca no yerra en la sentencia.
El rey aborrece obrar mal,
porque su trono se afianza con la justicia.
El rey aprueba los labios sinceros
y ama a quien habla rectamente.
El rostro sereno del rey trae vida,
su favor es nube que trae lluvia…
Al que mide sus palabras le irá bien,
dichoso el que confía en el Señor
(Prov 16,10s)

El corazón del Rey, los labios del Rey, el rostro sereno del Rey… todo, en este Rey, nos habla de vida eterna, de la que escribe san Bernardo:
La vida eterna es la fuente inagotable que riega la superficie del paraíso. Es la fuente embriagadora, la fuente del jardín, el manantial inagotable que fluye impetuoso, el correr de las acequias que alegra la ciudad de Dios. ¿Y quién es esta fuente sino Cristo el Señor? Él viene para hacerse nuestra justicia, nuestra santificación, nuestro perdón. Y aparece como vida, gloria y bienaventuranza. Como salvación de nuestro frágil barro terreno. Pero estas aguas han sido canalizadas hasta nosotros. Este hilo de agua celestial ha descendido a nosotros por un acueducto que nos reparte el agua de la fuente, gota a gota sobre nuestros corazones resecos. El acueducto va siempre a rebosar, y todos pueden recibir de su abundancia sin agotarlo jamás [San Bernardo, En el nacimiento de Santa María, 3, o.c. t.IV, B.A.C. 473, Madrid 1986, p. 422].

Este acueducto es la Salve, llena de gracia. ¿Puede llegar un acueducto a una fuente que mane tan alto? ¿Existe otro medio que la fuerza del deseo, el ardor de la devoción y la pureza de la oración? La oración del justo penetra los cielos. ¿Y quién es este justo si no lo es María, de la que nace este Sol y Rey de justicia? ¿Cómo ha podido alcanzar ella esta inaccesible majestad sino llamando, pidiendo y buscando? Sí, encontró lo que buscaba, como le dice el ángel: Has hallado gracia ante Dios.
Antes de rescatar a la humanidad, Dios ha depositado todo el precio en manos de María. Si antes se dijo: la mujer que me diste, me dio del árbol prohibido, ahora podemos decir: la mujer que me diste me ha alimentado con el fruto bendito.