20 de agosto de 2011

PROFESIÓN TEMPORAL DE FRAY BERNARDO FOLCRÀ Y DE FRAY BORJA PEYRA

Alocución del P. Abad José Alegre Vilas en la sala capitular
Salmo 50; Regla de San Benito 4

«Dios es excelso y tiene 100 misericordias. De éstas 99 se las retiene dentro y sólo una la ha manifestado al hombre. En virtud de ésta, las criaturas se muestran recíproca compasión: la madre se enternece del hijo y el animal es afectuoso con su criatura. Y cuando llegue el día de la Resurrección, Él juntará esta misericordia con las 99 y las pondrá sobre las criaturas y cada una será amplia como el cielo y la tierra» (Maestro místico del s. XI).

Conviene que meditemos mucho la primera parte de este salmo 50,1-11. La palabra del salmo necesita apoyarse en el silencio del corazón para percibir como dice Rilke «el soplo de una onda, el mensaje ininterrumpido que se forma del silencio» (p. 114).

Este mensaje nos habla de nuestro pecado. Nos conviene ser conscientes de modo permanente de nuestro pecado, como nos sugiere esta primera parte del salmo, sabiendo que la historia acaba siempre en la misericordia. Por ello la segunda parte arranca con un grito de epíclesis, de invocación del Espíritu, que nos introduce en el reino de la gracia, en la alegría de saberse amado de Dios, lo cual nos arrastra a vivir esa misericordia de Dios con todas las criaturas con profunda generosidad.

Aquí tenemos la sugerencia de un trabajo permanente en nuestra vida, que no será sino una positiva colaboración con el Dios que nos va creado un corazón nuevo. Como dice el v. 8, que nos sugiere que Dios mismo trabaja en la intimidad del hombre para que adquiera sensatez y se manifieste en consecuencia con sabiduría. El perdón de Dios supone ser «tocados» por su amor, lo cual nos da una sabiduría que luego tiene repercusión en la vida concreta. Dice san Agustín:

«Sabemos que la hierba hisopo es una planta humilde, pero medicinal, y que, según se dice, se adhiere con la raíz a las piedras. De aquí se tomó la semejanza con el misterio de la limpieza del corazón. Adhiere tú también la raíz del amor a tu piedra; sé humilde ante tu Dios; humilde para que seas excelso con tu Dios glorificado. Si eres rociado con el hisopo, te limpiará la humildad de Cristo. No desprecies la hierba; atiende a la efectividad del medicamento» (Comentario al salmo 50).

Y atender a la efectividad de este medicamento del hisopo en también, como dice san Bernardo: «Vigilar la construcción de este edificio espiritual que sois vosotros» (1 Co 3,17). I sigue diciendo Bernardo: «Tened cuidado de elegir las vigas cuya madera no se pudra, tales como el temor de Dios, que dura por los siglos (Sab 18,10); la paciencia, pues según la Escritura la paciencia de los pobres no perecerá (Sal 9,19); la longanimidad, que no perece bajo el peso de ninguna construcción y perdura por los siglos, como ha dicho el Salvador: "Quien persevera hasta el final será salvado" (Mt 10,22); pero sobre todo la caridad que no muere jamás (Cant 8,6). Luego fijad este armazón otras maderas igualmente bellas, con las que haréis los artesonados y ornamentos de vuestra casas: los propósitos de sabiduría o de ciencia, la exégesis de los textos, o cosas semejantes, más bien propias para adornar que para proporcionar la salvación. Puedo poseer abundancia de estas maderas en la Iglesia, jardín del Esposo, que está llena de ellas: la paz, la bondad, la dulzura, la alegría en el Espíritu Santo, la piedad alegremente ejercitada, la limosna hecha con sencillez, llorar con los que lloran. Dame, te suplico estas maderas, para que pueda presentarte siempre acogedora la cámara nupcial de la conciencia: de mi conciencia y de la de los otros» (Sermón 46, sobre el Cantar).

Construir una casa, o levantar este edificio espiritual, requiere un trabajo entregado por parte nuestra. Trabajar fuerte y generosamente en nuestro taller. Y el taller hemos oído en la lectura de la Regla es el monasterio. El monasterio, nuestro obrador. «Obrador» es una palabra que hace referencia a un «taller de obras manuales». Por ejemplo un obrador es el taller de cerámica, donde hay que manejar el barro, combinar en el los colores… para que finalmente obtengamos un a obra bella; semejante podríamos de dice del taller de encuadernación, e incluso, ampliando nuestra mirada, el mismo huerto. Aquí se trabaja en obras materiales, y obtenemos un resultado material, bello, necesario, pero en definitiva material. El obrador del que os habla hoy la regla es un trabajo que os ayude a preparar la casa interior, a hacer la obra del corazón.

Evidentemente aquí los materiales son muchos más y mucho más diversos. Nada menos que 74 sugerencias muy concretas, tomadas de la Biblia y de los Santos Padres, para lo cual nos ha prometido la recompensa: ver el que ningún ojo ha visto nunca, ni ha presentido el corazón del hombre, lo que Dios tiene preparado para los que le aman.

O sea que lo vuestro, y lo nuestro, es un trabajo permanente, espiritual, que vaya dominando sobre cualquier otro trabajo. Empieza con una invitación a amar a Dios, con todo el corazón. Dios siempre es la primera referencia, él tiene también la iniciativa del amor. Y acaba con el recuerdo de que todo lo envuelve la misericordia de Dios. La primera y la última palabra de todos los materiales de nuestro trabajo espiritual es la misma: Dios. Palabra que es perdón y amor. Dos palabras muy a tener presentes en la vida del monje. Todo está en las manos de Dios.

En las sentencias más decisivas y como razón última de la existencia del monje y como objeto y garantía de su amor, «no anteponer nada a Cristo».

En este catálogo aparecen repetidas sobre todo dos palabras: amar, desear.

Y con la luz y el estímulo de estas dos palabras en el taller del monasterio se ha de ir combinando y utilizando en cada momento los materiales apropiados de este capítulo 4, para ir haciendo el camino de una vida espiritual, que será la edificación de la casa interior.

Por ejemplo en los momentos que está en el coro, seguramente no tendrá la preocupación de darse al vino, o ser goloso o dormidor, pero quizás tendrá que tener en cuenta de esclafar los malos pensamientos contre al Cristo, o de escuchar con gusto las lecturas santas. O sea que en el obrador monástico cada cosa tiene su tiempo, y lo importante será vivir cada situación, cada tiempo, de acuerdo a la exigencia del momento. Eso sí procurando que de este obrador monástico salga una obra bien hecha.

El objetivo pues, construir la casa interior. O como escribe Ester de Vaal: «Transformar la vida a imagen de Cristo. Cuando el Espíritu atrapa nuestra imaginación, se reconfiguran nuestros deseos, esperanzas y valores, la forma que tenemos cada uno de ver el mundo; en definitiva toda la vida humana. Por lo tanto, redescubrir la imaginación es un paso importante para aprender a responder a lo que Dios está haciendo en nuestras vidas y a nuestro alrededor».