15 de agosto de 2011

ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN

Profesión solemne de fray Edwin Oblitas Vera

Homilía predicada por el P. José Alegre Vilas, abad de Poblet
Apoc 11,19; 12,1.3-6.10; Sal 44,11-12.16; 1Cor 15,20-26; Lc 1,39-56

Hoy, como acabamos de escuchar en la lectura del Apocalipsis, vuelve a aparecer en el cielo un gran prodigio: una mujer que tiene el sol por vestido, la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas. En el cielo un gran prodigio y en la tierra la solemnidad de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos. «Un regalo de gran precio —como escribe san Bernardo— porque es el sello de una feliz alianza entre el mundo humano y el mundo divino, entre la tierra y el cielo. El mejor fruto de nuestra tierra que enviamos allá de donde descienden todos los dones y las gracias». El mejor regalo, el mejor fruto que enviamos al cielo, pero también la firme esperanza de que esta tierra nuestra sigue siendo una buena tierra para continuar nuestra respuesta, nuestra ofrenda singular a Dios.

Nuestra reina nos ha precedido, y ha recibido una acogida tan maravillosa que podemos con toda confianza, nosotros, sus humildes servidores, seguir sus pasos gritando con la Esposa del cantar: «llévanos tras de ti, corremos al olor de tus perfumes» (Cant 1,3).

«La Virgen gloriosa subiendo hoy al cielo ha aumentado la felicidad de los que lo habitan», escribe con profundo y atrevido amor san Bernardo. Admiración que también hace decir al poeta: «Oh tú, sabrosa, óleo que la altura quiere, borde de humo azul que del incensario sube».

Sabrosa, sabiduría viva, vibrante, que despierta aquel rincón más íntimo y genuino de nuestro ser. Ser hecho para la eternidad. Óleo, que la altura quiere, diseñado ya antes de toda la creación. Diseño de la primera casa que Dios hace para sí mismo. Dice el evangelio: «Jesús entró en la ciudad y una mujer le recibió en su casa» (Lc 10,38). Lucas el pintor de la Virgen, quizás no hace sino recordar ese «óleo que la altura reclama»: Dios entró en el mundo y una mujer le recibió en su casa.

Dios sigue viniendo al mundo y tú, yo, nosotros… estamos llamados a recibirlo en nuestra casa. Un Dios que está ya, de alguna manera, en gestación dentro de cada uno de nosotros.

Dios entró en el mundo y una mujer lo recibió en su casa. Dios sigue viniendo a su casa del mundo para encontrar al hombre. El objetivo de la vida monástica es "buscar a Dios". Quien se consagra como monje a vivir una vida monástica se consagra a una cosa tan sencilla como esto: buscar a Dios. Buscar a Aquel que da valor a la vida, y esto es encontrar la Vida misma. Ahora bien la búsqueda de Dios requiere un cultivo de la Palabra. La Palabra nos abre el camino para buscar a Dios. Por esto san Benito establece una Escuela del Servicio Divino, en la cual es importante el ejercicio de la Palabra. La Palabra nos hace estar atentos unos a otros. Y esto abre al nacimiento de una comunidad. Por ello el monje busca a Dios en el seno de una comunidad. Esto viene a exigir otros valores necesarios en la búsqueda de Dios: el silencio, el diálogo, el encuentro, un trabajo bien hecho, vivir el tiempo, cada momento con el gozo del trabajo bien hecho.

Todos estos valores que la Regla de san Benito viene a resumir en dos palabras: «Ora et labora». De aquí nace un talante de vida nuevo, diferente. Pero de este talante nuevo, nos puede decir algo contemplar la escena del Evangelio que hemos escuchado. Contemplar unos instantes el evangelio para comprender este movimiento de Dios en la casa del mundo, en la casa de Isabel, en la casa de María.

«Ella, María —escribe san Bernardo— es aquella cuyo saludo basta para hacer saltar de alegría el niño todavía en el seno de su madre». La escena es de una belleza singular, una belleza inmortalizada en innumerables ocasiones, en los lienzos, en los retablos de artistas de todo el mundo.

María llama a la puerta de la casa de Isabel. Esta abre la puerta y se entusiasma. Y fruto de este entusiasmo grita una palabra de bendición: «eres bendita entre todas las mujeres. Al oírte el niño ha saltado en mis entrañas».

Y María la esclava del Señor calla, y deja que hable Dios, deja que hable el Verbo que agita sus entrañas. Y en esa agitación vuelve a desplegarse el amor de Dios a toda la humanidad.

Un amor que se recoge en el canto único del Magníficat. Lo que el pueblo judío había hecho a lo largo de su historia: el recuerdo de las maravillas de Dios, vividas y enseñadas de esta manera a sus hijos, para que este amor se revitalizase permanentemente, Santa María vuelve a recordarlo con el sabor de la plenitud de los tiempos. María recuerda las grandezas de Dios. María recuerda la obra de Dios. Pero María nos recuerda que esta obra continúa con fuerza incontenible hacia el futuro. O que este futuro ya está aquí y ahora. Tan solo hay que dejar que nos abrace el amor de Dios que nos transforma, que nos resucita.

Por esto nuestra alma, como la de María, debe engrandecer al Señor, que nos mira, a pesar de todo, en nuestra pequeñez. Su santidad y su amor se extienden de generación en generación. Y llegan hasta nosotros. Para que hagamos la obra de Dios. La obra que exalta a los humildes, que mira con predilección a los pobres, a los sencillos.

Dios no olvida, el recuerdo de Dios recoge el amor desde el inicio; su amor, yo diría que crece con sus obras, y por ello su amor llega de generación en generación. Santa María sabe en su recuerdo de esta obra de Dios en la historia de su pueblo y en su propia existencia, y por ello canta: todas las generaciones me llamaran bienaventurada.

El poeta también canta este misterio cuando escribe: «Como en el ojo de una aguja
quiere enhebrarse en ti la larga mirada mía antes que te sustraigas a lo visible».

Querido Edwin, como en el ojo de una aguja, es importante enhebrarse en Santa María. En esta solemnidad de la Asunción quieres consagrarte al Señor en la vida cisterciense, que mira y celebra a Santa María en su Asunción a los cielos de una manera singular, y vivir como monje. Que tu vida monástica vaya configurándose, enhebrándose, a santa María. Deja que, día a día, ella tire de ti. Tienes virtudes en tu vida que te acercan a ella: eres un monje que habla poco, eres un monje que hace con diligencia sus trabajos. Es el «Ora et Labora» monástico, dos palabras que caen bien a la vida monástica. Al monje que desea serlo. Deja que Santa María tire siempre de ti. Porque ella está siempre cerca de nosotros. Que ella sea siempre una referencia principal para ti. La paz y la alegría de Dios no te faltaran. Y tú serás también fuente de paz y de alegría para la comunidad.