21 de agosto de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 21º del Tiempo Ordinario (Año A)

Comentario al evangelio de san Lucas, de san Ambrosio, obispo (L. VI, 93-97)
Jesús pide a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Y Simón Pedro le contesta: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». La opinión que la gente tenía sobre Jesús tiene su interés: unos creían que Elías había resucitado y que venía nuevamente a la tierra, los demás pensaban que era Juan Bautista, que había sido decapitado y ahora había vuelto a la vida, o aún pensaban que era alguno de los antiguos profetas.

Si el apóstol Pablo no quiso conocer otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado, ¿qué más podría desear y conocer yo sobre Cristo? En este solo nombre hay expresada la divinidad, la encarnación y la realidad de la pasión. Así, aunque todos los demás apóstoles tienen todos el mismo conocimiento sobre Cristo, Pedro responde el primero: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». ¿Podríamos nosotros especular ahora sobre la generación de Dios, cuando san Pablo creyó que no debía saber nada más que Jesucristo, y éste crucificado, cuando San Pedro ha creído que no debía confesar otra cosa que el Hijo de Dios? Nosotros investigamos, con los ojos de la debilidad humana, cuándo y cómo nació y cuál es su grandeza. Pablo vio en todas estas cuestiones un escollo más que un provecho para la edificación, y desde entonces decidió no saber otra cosa que Cristo Jesús. Pedro supo que en el Hijo de Dios subsisten todas las cosas, porque el Padre lo ha dado todo al Hijo. Pues si se lo ha dado todo, le ha transmitido también la eternidad y la majestad que él posee. Pero, ¿por qué me tengo que ir tan lejos? El término de mi fe es Cristo, el Hijo de Dios.

Creamos, pues, tal como Pedro creyó, para ser felices y sentirnos como él de labios de Jesús: «Eso no te lo ha revelado nadie de carne y sangre, sino mi Padre del cielo». En efecto, los hombres de carne y de sangre sólo pueden revelar realidades terrenas, en cambio, el que habla de los misterios en espíritu no se fundamenta sobre la enseñanza de la carne y de la sangre, sino sobre la inspiración divina. No os fiéis, pues, de la carne y de la sangre, si es que vosotros mismos no os queréis volver carne y sangre. El que ha vencido la carne se ha convertido en fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar Pedro, puede, al menos, imitarlo. Grandes son, en efecto, los dones de Dios: no sólo ha restaurado lo que era nuestro, sino que nos ha dado lo que era suyo.

El Cristo es la piedra. Y no sólo no ha rechazado la gracia de este nombre a su discípulo, sino que lo ha hecho también Piedra, porque la piedra tiene la solidez inalterable, la firmeza en la fe. Esforzaos, también vosotros, en ser piedras: busca la piedra no fuera de vosotros, sino a su interior. La vuestra piedra es vuestra acción; la vuestra piedra es vuestro espíritu. Es sobre esta piedra que se construye vuestra casa, porque ninguna tormenta del espíritu maligno pueda derrumbarla. Vuestra piedra es la fe, la fe es el fundamento de la Iglesia. Si vosotros sois piedra, permaneceréis en la Iglesia, porque la Iglesia está edificada sobre la piedra.