14 de agosto de 2011

PROFESIÓN REGULAR DE OBEDIENCIA DE FRAY EDWIN OBLITAS VERA

Alocución del P. Abad José Alegre Vilas en la sala capitular
Regla de San Benito, capítulo 5: La obediencia

«Purifica el corazón, despreocúpate de todo, sé monje, esto es, único. Pide al Señor una sola cosa y búscala. Afánate y mira que él es Dios. Así cuando purifiques tu corazón por el espíritu de inteligencia, inmediatamente verás a Dios por el espíritu de sabiduría; y gozarás de Dios».

Estas palabras de san Bernardo nos sugieren que llegar a la Profesión solemne es un punto importante de una línea que hay que seguir trazando a la largo de la vida monástica, que se centra en una búsqueda permanente de Dios. Esta búsqueda va unida de manera muy íntima a un trabajo sobre el propio espacio interior.

«Purifica el corazón, céntrate en lo único importante: ser monje». Esta actitud nos pone en un camino de alcanzar el espíritu de sabiduría, y como consecuencia ver a Dios. Para este camino, o para este trabajo necesitamos no olvidar en ningún momento tres palabras. Son tres palabras que aparecen en los dos primeros versículos del capítulo sobre la obediencia, que acabamos de escuchar: HUMILDAD, OBEDIENCIA, CRISTO.

Tres palabras que nos abren el camino para ir al encuentro de Dios. Y todo ello con una referencia muy concreta, muy evangélica. La humildad. La humildad es Cristo. La humildad es una palabra que recoge todo el misterio de Dios. De un Dios que no se aferra a su condición divina, sino que se despoja, se reviste de nuestra debilidad, y se humilla hasta morir en la cruz. Esta es la expresión de la suprema humildad. Un camino así no se hace sino bajo el impulso del amor. Dios es amor. Por ello Dios hace este camino revestido de nuestra naturaleza, para enseñarnos que la manifestación de la grandeza pasa por la humillación vivida con amor. Esta humildad es la que contemplamos en Cristo, que es el camino que nos lleva al Padre.

Para vivir, pues la humildad, no podemos dejar de contemplar a Cristo. Si nosotros, los monjes, no debemos anteponer nada a Cristo, estamos llamados a contemplar a este Cristo en el cual destaca por encima de todo su gesto humilde.

¿Por qué vive durante su vida este gesto humilde Cristo? Porque no abandona nunca en ningún momento la referencia al Padre. «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre», dirá Jesús.

De esta manera comprendemos que su vivencia humilde nace de una obediencia permanente al Padre. «Yo no puedo hacer nada sino lo que veo hacer al Padre», dice Jesús. Cristo pues, está en permanente dependencia del padre. Cristo obediente, hasta la muerte, y una muerte de Cruz. Una obediencia que vive también asediado por la tentación: «Que pase de mi este cáliz, pero si no puede ser que se haga tu voluntad».

Hace falta, pues una gran madurez humana y espiritual para vivir con fuerza y generosidad la obediencia. Una madurez que en nuestros tiempos no siempre se encuentra, en una sociedad sometida al capricho y a lo superficial, en una sociedad donde sobra mucho gusto personal, y más compromiso con quienes convivimos.
La obediencia de Cristo no es una obediencia ciega, es una obediencia que nace de la exigencia de su unión con el Padre, que le lleva a manifestar su amor a todos los hombres.

Una obediencia según Cristo es una obediencia que nace de la libertad y del amor. La libertad de quien acepta vivir una relación viva con Dios, de búsqueda permanente, de despertar su espíritu dentro de sí mismo, y de manifestar este espíritu con amor.

Por todo esto hay que decir que para un monje que acepta plenamente las exigencias de una obediencia, que esta, la obediencia es Cristo. Él debe ser siempre el punto de referencia principal a la hora de vivir esta virtud fundamental de la vida monástica.

Este capítulo nos habla de las características importantes de la vida de obediencia: prontitud decidida, generosidad, olvido de si mismo, aceptación de un camino estrecho, aceptación de una exigencia comunitaria, alejamiento de toda murmuración, dar con alegría…

Pues todo esto viene a ser el compromiso que se pone de relieve en este breve diálogo entre el monje que profesa y el abad: «asumir el camino de la obediencia monástica para configurarse más y más a Cristo humilde y obediente».

Y en este mismo diálogo se sugiere también la necesidad de asumir en la propia vida «una escucha humilde de la palabra de Dios», como un medio, un instrumento necesario para llevar a cabo con fidelidad la vida humilde y de obediencia que nos configure a Cristo.

Pero la Palabra es un instrumento de purificación permanente si se le acoge en el corazón. «La Palabra es más penetrante que una espada de dos filos, que penetra hasta la unión del alma y del espíritu, que juzga los sentimientos y pensamientos. Nada se escapa a su mirada, todo está desnudo y vulnerable a sus ojos y es a ella a quien habremos de dar cuenta» (Hebr 4,12).

Es fuerte este texto. Tanto que hay que decir que el monje que no tome en serio estas palabras de la Escritura, podrá ser monje, pero un monje mediocre, una vulgaridad que pasa sin pena ni gloria. Muchos en la vida monástica pasan sin pena ni gloria. Pero un paso así es triste.

Edwin, no pases sin pena ni gloria. Aliméntate cada día de la fuerza, de la luz y de la sabiduría de la Palabra de Dios a quien quieres consagrar tu vida, como acabas de aceptar en este diálogo con el Abad, delante de la comunidad. Sé generoso con Dios, y con tus hermanos. Y vivirás la experiencia de que Dios te gana en generosidad.