1 de enero de 2013

SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA, MADRE DE DIOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 60,1-6; Sl 712.7-13, Ef 3,2-3.5-6; Mt 2,1-12

«Causan alarma los focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan un peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la reconciliación entre los hombres». (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada de la Paz 2013)

Pero podríamos afirmar con un contemplativo: «Sin embargo hay paz en el mundo ¿Dónde se halla? En los corazones de los hombres y las mujeres que son sabios porque son humildes, lo bastante humildes para estar en paz en medio de la angustia, para aceptar el conflicto y la inseguridad venciéndolos con el amor, porque comprenden quienes son, y, por lo tanto, poseen la libertad que es su verdadera herencia. Son los hijos de Dios. No hay que ir a buscarlos a los monasterios, están en todas partes. Pueden no pasar el tiempo hablando de la paz, pero conocen la paz, conocen a Dios y han hallado a Cristo en medio de la batalla». (T. Merton, Pensamientos de la soledad, Bienaventurados los pacíficos, p. 81)

Hoy encontramos y contemplamos esta paz en el regazo de Santa María: su hijo Jesús, recién nacido. «Cristo, nuestra paz», o como dice la oración-colecta, «Cristo, autor de la vida». Dos palabras entrelazadas: paz y vida. Sin la paz no hay auténtica vida. Una vida plena brota de un corazón pacificado. Paz y vida siempre serán un fruto precioso que hace madurar en nosotros la bendición de Dios, como nos enseña la bendición que hemos escuchado en la lectura primera, bendición recomendada por el Señor a Moisés y que es también muy adecuada para nosotros: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine tu rostro, te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda su paz».

Y es que la bendición arrastra siempre una vigorosa energía de vida y de amor. Es un recrear. San Pablo dice a los Efesios que «el Padre nos ha bendecido en el Cristo con toda clase de bienes espirituales y materiales para que seamos santos».

En el Cristo somos hechos hombres nuevos, humanidad nueva. He aquí que hago nuevas todas las cosas, una novedad de vida que se fragua en la escucha de la Palabra, y en guardarla en el corazón. Como hace María, cuando se van sucediendo los acontecimientos con motivo del Nacimiento de su Hijo. «Conservaba las cosas meditándolas en su corazón».

Quizás nosotros somos más inclinados a guardar las cosas cuando los otros han actuado de manera incorrecta hacia nosotros, pero este guardar las cosas negativas nos quita paz del corazón. Necesitamos ejercitarnos en la guarda de las cosas positivas; recurrir a todo aquello que nos pacifique el corazón: la consideración de las maravillas de la creación, vivir una relación personal con los demás que nos permita descubrir la grandeza y dignidad de las otras personas.

La presencia del otro es el fundamento de la ley, de la justicia y de la paz. El impulso ético, y no digamos la dimensión religiosa de nuestra vida, no es tanto fruto del yo, como de la presencia del otra persona. Esta responsabilidad hacia el prójimo se convierte en una parte constitutiva de nosotros mismos. La proximidad del otro articula nuestras obligaciones hacia él. Esta dimensión es la que nos ha venido a descubrir el hecho de la Encarnación de Dios, el hecho de que nuestro Dios se ha revestido de la fragilidad de nuestra naturaleza humana, y que nos descubre lo que el hombre nunca podía pensar o imaginar: un Dios hecho hombre, una divinidad profundamente humana

Que pone perfectamente de relieve la hondura religiosa de la humanidad.

Por esto, con razón escribía Juan XXIII: «por mucho que los hombres hagan todos los progresos técnicos y económicos de que sean capaces, no habrá paz ni justicia en el mundo hasta que no alcancen a recuperar el sentido de su dignidad como criaturas e hijos de Dios, que es la primera y última causa de todo lo creado. Separado de Dios, el hombre no es sino un monstruo, para sí mismo y para los demás, pues el correcto ordenamiento de la sociedad humana presupone el correcto ordenamiento de la conciencia humana con respecto a Dios, que es la fuente de toda justicia, de toda verdad, y de todo amor». (Mater et Magistra)

Que el Señor os mire, hoy y a lo largo de este nuevo año; que el Señor os toque, hoy y a la largo de este nuevo año, para que él os bendiga de acuerdo a aquella palabra de san Agustín: «Me tocaste y quedé envuelto en las llamas de tu paz» (Confesiones X,27)