1 de noviembre de 2011

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

Me decía alguien: «la vida es un salmo». Y me pregunto: ¿y qué es un salmo? Y me encuentro con respuestas diversas y llenas de belleza: «Los salmos son poemas, poemas con un significado. Las palabras de un poema no son meramente signos y conceptos, sino que es rico asociaciones afectivas y espirituales». (Merton) «El libro de los salmos es como un árbol que plantado junto a la corriente da fruto en su sazón. La corriente es el río de la vida y el río de la historia. De la vida humana y de la historia chupa el árbol su savia» (L.A. Schökel). «Los salmos son diálogo más que monólogo, encuentro antes que réplica, porque Dios habla también en los salmos, y más todavía cuando guarda silencio».

Los hombres y mujeres que hablan en los salmos se dirigen a un Dios que no garantiza la felicidad y la salvación automática; cuestionan saberes y poderes de nuestra vida humana; hechos de preguntas y respuestas, alabanzas y acusaciones, promesas y arrepentimientos, deseos y quejas, en el marco de un diálogo, una conversación entre Dios y el hombre, entre un yo y un Tú.

En esta fiesta de Todos los Santos la liturgia nos ofrece el salmo 23 para vivir ese diálogo con Dios. Es una buena pedagogía religiosa para enseñarnos que no hay religión sin un encuentro cultual con Dios y sin una rectitud moral.

«¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿quién puede estar en el recinto sacro?» La respuesta tiene un nombre: Cristo. El hombre de manos inocentes y puro corazón, que pasó entre los hombres con la bendición de Dios. Pero aprovechó su paso entre nosotros para darnos el programa que necesitamos para subir al monte del Señor y permanecer en el recinto sacro.

Y este programa, esta lección son las Bienaventuranzas, el Sermón de la Montaña. Quienes redactaron el texto de este Sermón tenían ante sus ojos los comportamientos en la vida y en la muerte del Crucificado y del Resucitado. El Sermón de la Montaña es una propuesta límite, valida para nosotros en la concreción de las Bienaventuranzas, y que nos muestra hacia donde debe tender el discípulo, de acuerdo a lo peculiar del estado de cada uno en la vida.

San Bernardo les dice a los monjes: «No dudo que la lectura del Evangelio y el sermón del Señor os ha enseñado mejor que nadie como imitar a los santos. Tenéis ante vuestros ojos la escalera por la que ha subido el coro de los santos a quienes hoy festejamos».

Las bienaventuranzas nos hablan de Cristo, de que él con su vida y muerte nos ha traído y nos ofrece esta nueva sabiduría, esta nueva justicia del Reino. Cristo es quien realiza y quien vive este Sermón. Él es el verdadero bienaventurado. Y las Bienaventuranzas son su retrato. Si son un retrato no tiene sentido afirmar que son una utopía admirable, pero no realizable. Cristo primero las vivió y luego las propuso. El cristianismo mira primero la persona de Jesús, y desde él y con él intenta llevar a cabo en este mundo su proyecto.

Pero a lo largo de la historia ha habido cristianos que han encarnado su proyecto en su vida, y que han subido al monte del Señor y que permanecen en el recinto sacro. Y hoy sigue habiendo cristianos que contemplan a este Cristo y meditan sus palabras, la enseñanza de su vida, su muerte y su pasión, y que van haciendo este camino hacia la cumbre del monte.

A este respeto creo que es luminosa la enseñanza de san Bernardo, cuando escribe: «Hoy es fiesta para nosotros. Una de las más solemnes. Celebramos a todos los Santos juntos, los del cielo y los de la tierra. Honramos a todos en común aunque no con la misma intensidad. Lo cual es comprensible, ya que su grado de santidad no es idéntico. Cada uno encarna la santidad según su personalidad. Hay pues diversos matices en el uso y en la vivencia de la palabra santidad: unos son santos porque ya la poseen plenamente, y otros porque están predestinados a ella. La santidad en estos últimos está oculta en Dios; es algo misterios y se celebra en la penumbra del misterio».

Es lo que enseña san Juan: «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos, cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es». Mientras, es necesario caminar para subir al monte del Señor. Pero si queremos hacer progresos en el camino no podemos olvidar la enseñanza de la Regla de San Benito: «No anteponer nada al amor de Cristo».