13 de noviembre de 2011

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

«Siempre me ha parecido que la Iglesia padecía por falta de una divulgación de la palabra sagrada. Yo no soy doctor y no sé porque se hacen las cosas como se hacen, ni tampoco sé como podrían hacerse de otra forma, pero cuando veo la manera como están en el templo la mayoría de la gente, la manera como oyen misa, su pasividad ante la enorme energía del Sacrificio del Amor que se celebra en el altar, la ignorancia acerca de las palabras sublimes que en él se dicen y la distracción y modorra que se apodera de ellos, mientras ante ellos está sucediendo la cosa más fuerte y más interesante de este mundo, no puedo menos de pensar: ¡Dios mío! Cuanta sublimidad en vano, cuanta energía ineficaz, cuanta riqueza perdida!» (Joan Maragall, La Iglesia quemada)

Pero la Palabra sagrada se divulga… La acabamos de proclamar. Llega a nuestro entendimiento, pero ¿llega a nuestro corazón?

¿Llega a nuestro corazón las palabras del salmo que hemos cantado? «¡Qué deseables son tus moradas, Señor! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor. Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo».

Es nuestro deseo de la casa del Señor. Me consumo y anhelo estar en su casa cantando su alabanza. Retozo por el Dios vivo, es decir salto y vibro de alegría por ese Dios que me ha creado y me está dando la vida; qué desata tanto entusiasmo en el salmista, tanta dulzura, tanto cariño. Estos deseos no los despierta el templo material, aquel templo majestuoso de Jerusalén; más bien quien hace nacer el deseo y la alabanza es quien habita en ese templo. El Dios en quien encontramos el secreto y sentido de nuestra vida, y la fuerza interior para caminar de acuerdo a su voluntad. ¿llegan estos sentimientos a nuestro corazón?

Los peregrinos, acercándose al templo, mientras recitaban los salmos de peregrinación lo abarcaban con una mirada amorosa. Y esa mirada exterior iba acompañada de un estremecimiento interior. Su alma deseaba, se consumía anhelaba, retozaba, desfallecía por su Dios. San Agustín tiene una sabrosa interpretación: «La uva prensada desfallece, deja de ser uva, pero ¿por qué? Para convertirse en vino, para ir al reposo de la bodega; para ser conservada en gran quietud. Aquí se desea, allí se toma; aquí se suspira, allí se alegra; aquí se ora, allí se alaba; aquí se gime, allí se goza».

Nosotros también tenemos necesidad mientras contemplamos el templo de piedra, mientras estamos en él orando, celebrando, alabando a nuestro Dios, tenemos necesidad de ese estremecimiento interior, que sucede cuando la Palabra va más allá de nuestra mente, cuando baja al corazón. Dice el profeta: «¿En quien pondré mi mirada? En el humilde y abatido que se estremece bajo mi palabra» (Is 66,2).

«Necesitamos perdernos en el corazón de Cristo. Él es nuestro refugio, nuestro asilo; la casa del pájaro, el nido de la paloma, la barca de Pedro para atravesar el mar tempestuoso» (Carlos de Foucauld). Pero para perdernos en la amplitud de ese corazón tengo que despertar mi deseo, avivar mi curiosidad por él. O dicho de otra manera: tengo que entrar en mi casa, acompañado de Cristo. Pero antes de entrar, quizás tengo que salir. Yo ya sé algo de Cristo; Cristo ya ha despertado mi interés. Pero tengo que salir de mi casa, de mí mismo y subir a la higuera para contemplar a Cristo. Para llegar a conocerlo de todo. Para que Él pueda mirarme y se invite a mi casa. Tengo que subir a la higuera para que Cristo pueda descubrir mi interés por Él.

Yo diría que subir a la higuera y mostrar así mi interés por Cristo es cuidar una actitud de abertura hacia los demás, perderme entre las frondas de la higuera es agarrarme a sus ramas, sería tener una actitud de acogida, mostrar una actitud de servicio. Aquí si que valdría aquella expresión de «hay que subirse por las ramas».

Y esto va levantando hacia mí la mirada de Cristo. Y este Cristo va entrando en mi casa, de manera que su interés se va apoderando del mío. Hasta sentirme acogido, yo, por este huésped que se aloja en mí propia casa.

Y esta unión estrecha, profunda, con Él provoca la generosidad total: «doy la mitad de mis bienes a los pobres, y restituyo cuatro veces más a quienes he defraudado». Cristo, ha encontrado verdaderamente a Zaqueo, que estaba perdido.

Quizás esta fiesta es un momento privilegiado para preguntarnos si nosotros también nos subimos a la higuera para atraer la mirada de Jesús. Si salimos de nuestra casa, para que Cristo se invite a cenar con nosotros.

Quizás sea interesante recordar las palabras de san Bernardo: «Esta fiesta es vuestra y muy vuestra. Estáis consagrados a Dios que os eligió y os ha tomado en propiedad. ¡Qué magnífico ha sido vuestro negocio, hermanos! Habéis invertido todas vuestras riquezas del mundo para pasar al dominio del Creador, y llegar incluso a poseer al que es el patrimonio y la riqueza de los suyos. Por esto dice el profeta: ¡dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!» (Sermón I en la Dedicación)

Dichosos seremos si este Dios es nuestro Señor, si nos dejamos mover, manejar por Él y tomándonos como piedras vivas va edificando su templo, un templo para ofrecer sacrificios espirituales, mediante Cristo el Mesías, la piedra angular de todo el edificio.