2 de febrero de 2013

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. Mauro-Giuseppe Lepori,
abad general de la Orden Cisterciense

La fiesta de hoy celebra la luz de la presencia de Cristo en el mundo. Simeón recibe del Espíritu Santo el carisma profético de reconocer que Jesús es el Señor que se manifiesta para la salvación de todos: «¡Él está aquí!», dice a María y a José, después de haber exclamado alabando a Dios: «Mis ojos han visto tu salvación, (...) luz para alumbrar a las naciones».

La profecía, como se verá treinta años más tarde con Juan Bautista y los apóstoles, no consiste ya mas en revelar el futuro, sino en vislumbrar la luz de Dios en la presencia encarnada del Hijo de Dios, que salva al mundo de las tinieblas.

Esta mirada es un carisma, es un don del Espíritu Santo. Por tres veces Lucas subraya que Simeón estaba inundado y movido por el Espíritu: «El Espíritu Santo estaba sobre él»; «El Espíritu le había anunciado que no vería la muerte sin haber visto antes al Ungido del Señor», y aquel día fue al templo «impulsado por el Espíritu». La presencia del Espíritu, la verdad que revela el Espíritu, y el movimiento del Espíritu conducen al encuentro con Cristo.

Creo que es importante estar atentos a este aspecto carismático del acontecimiento que celebramos hoy, porque, como en otros episodios evangélicos, en él se nos revela la naturaleza y el modo de nuestra participación en el acontecimiento de Cristo. El Espíritu Santo es el que nos hace capaces de reconocer, abrazar y anunciar a Jesucristo. Sin el Espíritu, la encarnación de Dios para la salvación del mundo no tendría efecto en nuestras vidas y no se vería su luz, no iluminaría el mundo. Pentecostés hará universal esta experiencia, suscitando el acontecimiento y la misión de la Iglesia.

Esta naturaleza carismática del acontecimiento cristiano caracteriza después de un modo particular la vida consagrada, que la Iglesia recuerda hoy especialmente. Quizá la renovación constante de la que tenemos necesidad en la vida religiosa, hoy como siempre, debería dejarnos inspirar por la docilidad al Espíritu de Simeón, definido por Lucas como «hombre justo y piadoso». La vida consagrada está llamada a vivir con particular conciencia la vida bautismal allí donde encuentra su madurez, en el sacramento de la confirmación, en el sacramento del don del Espíritu que hace al cristiano testigo de Cristo.

Lo que se nos pide para acoger este carisma de madurez cristiana es, ante todo, la conciencia del profundo deseo de adherirnos a Cristo que habita nuestro corazón. Simeón pasa toda su vida «esperando el consuelo de Israel». En este sentido él es «justo y piadoso», es decir, uno que vive la verdad del hombre en la ofrenda del corazón a Dios, en la espera y en la petición de que Dios mismo venga a saciar la sed que arde en el corazón humano, que es una sed de consuelo, de consuelo para todo el pueblo, para toda la humanidad.

Simeón era, ciertamente, un israelita que encontraba expresado en la palabra de los salmos el profundo deseo de su corazón y del corazón de todos, como en el salmo 62: «¡Oh, Dios, tú eres mi Dios por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra desierta, agostada sin agua!» (Sal 62,2). Sentía el ansia por el sufrimiento profundo de la humanidad, la necesidad de salvación y de luz de todas las gentes. Su justicia y piedad lo convertían como en una llama continuamente ardiendo ante la presencia de Dios como deseo universal de salvación. Su oración tenía toda su vida como suspendida y en tensión entre la inmensa miseria humana y el Dios Altísimo, revelándose inmensamente misericordioso a Abrahán, Isaac, Jacob, a Moisés y a los profetas de Israel. Esperaba «el consuelo de Israel», que no significa el consuelo solamente para Israel, sino el consuelo prometido a todos los pueblos a través de Israel.

Dado que Simeón esperaba de verdad el consuelo, el Consolador, el Espíritu Santo Paráclito, «estaba sobre él». El Espíritu desciende y reposa en el deseo de consuelo del hombre. El Espíritu se posa sobre la piedad, sobre el ansia de consuelo para el pueblo. Simeón no desea el consuelo solo para él, sino para el pueblo. Sobre este deseo, sobre esta espera llena de intercesión, se posa el Espíritu.

Cuando el Espíritu se posa sobre la espera de la salvación que consuele al pueblo, entonces revela el misterio de Cristo y de nuestra vida: «El Espíritu le había anunciado que no vería la muerte sin haber visto antes al Ungido del Señor». El Espíritu revela a Simeón que el sentido de su vida y de su muerte era Jesús, el encuentro con Cristo. El Espíritu nos revela que la espera de consuelo que arde en cada corazón humano es espera de Cristo, de un Dios que podamos ver y encontrar.

Así pues, el Espíritu dirige nuestros pasos de modo que podamos encontrar a Jesús en el tiempo y en el lugar de su presencia en medio de nosotros. El Espíritu conduce y anima los pasos de nuestra vida hacia el encuentro de cada uno con Cristo, un encuentro tan real que podemos abrazarlo, tenerlo en brazos, ver su rostro de cerca, y reconocer en este encuentro el sentido y la plenitud de toda nuestra vida: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz (…), ¡porque mis ojos han visto a tu Salvador!».

El fruto de esta obra del Espíritu Santo es el anuncio, el testimonio a todos de este encuentro con la luz que es Cristo. Cuando un hombre, como Simeón, una mujer, como Ana, permiten al Espíritu conducir el deseo de su corazón hacia el encuentro con Jesús, se convierten en profetas y testigos de la luz que la encarnación de Dios derrama sobre todos los hombres, una luz que es «signo de contradicción» porque revela a cada uno el deseo verdadero y profundo de su corazón. Para que otras personas puedan ofrecer al Espíritu Santo un corazón sediento sobre el que posarse para revelarles el sentido de la vida y conducirlos a abrazar y transmitir a todos el consuelo de Cristo.