15 de octubre de 2010

LECTIO DIVINA

UNA LECTURA DE MATEO: «LOS CONSTRUCTORES Y LAS VÍRGENES»
Mt 7,21-29 y 25,1-13

Preámbulo

Hoy se habla mucho de la "lectio divina», y, curiosamente, no únicamente en los ámbitos estrictamente monásticos, que han sido la escuela, sin duda, de esta práctica espiritual. Es bueno que el interés por la lectura de la Escritura haya superado los muros de los monasterios, y que esta actividad sea hoy centro de interés para muchos cristianos que quieren orar con la Palabra de Dios.

Sin embargo, no todo lo que se dice sobre esta práctica espiritual parece bastante ajustado a su naturaleza real. Se deben precisar algunos puntos. A menudo da la impresión de que, con la expresión "lectio divina» se quiere designar una lectura emocional, psicológica, de la Biblia, superficial —por no decir frívola—, para suscitar sentimientos bonitos, y hacer una especie palanca psicológica para entrar en contacto con la divinidad, una divinidad, en este caso, fácilmente identificable con el propio mundo interior. Cuando san Agustín invitaba a entrar en la propia interioridad para encontrar a Dios, no lo hacía para quedarse encerrado en el propio mundo interior, sino para superarlo en una ascensión espiritual hacia Aquel que se encuentra a la vez dentro de nosotros y por encima de nosotros (cf. San Agustín, Confesiones, III, 6: «Tu autem eras interior intimo meo et superior summo meo»).

En realidad, la práctica espiritual de la "lectio divina», si bien encontrará su escuela ideal en los monasterios, tiene su lugar y su tiempo de nacimiento, su cuna, en el ámbito del judaísmo naciente, tras el exilio, a partir del siglo V aC, en el nuevo Israel que se forja en torno a la meditación y el estudio de la Torá y la celebración esplendorosa del culto sacrificial, en dos espacios estrechamente relacionados, si bien, con el tiempo, se distanciarán: la sinagoga y el segundo templo reconstruido en Jerusalén (cf. Esd, Neh, 1Cr y 2 Cr).

El salmo 1, un salmo programático, expresa muy bien esta inquietud espiritual. Afirma que la felicidad del hombre, esto es, su plenitud, se encuentra en la meditación de la Torá, en el contacto asiduo y vital con la Torá. La Torá designa la enseñanza, la instrucción de Dios a su pueblo, y contiene por tanto el depósito de su voluntad, de su designio, de su proyecto de amor sobre el hombre y sobre el mundo. El verbo meditar, estudiar, traducción del término hebreo «haggá», nos servirá de punto de partida. «Haggá» sugiere la rumiación, la murmuración del texto, que es dicho y repetido en voz alta. La traducción griega de la Biblia llamada de los LXX, traducirá este término por el verbo «meletao», que aporta una nueva connotación: la lectura, la meditación del libro se entiende ahora como un trabajo, como una confrontación activa con el texto, como un ejercicio. Finalmente, la Vulgata, traducirá el verbo con el término latino «meditari», que sin renunciar al significado de «meletao», aporta nuevas connotaciones semánticas pertenecientes al ámbito intelectual de la reflexión: a nosotros, ciertamente, la palabra meditar nos sugiere un movimiento de introspección e interiorización. Según este pequeño itinerario etimológico, pues, la lectura divina es, de entrada, la rumiación, la familiarización con el texto —hay que leerlo una y otra vez, empleando en ello la mente y el corazón—, pero también su estudio serio: una confrontación de nuestra inteligencia, mediante la razón, con las palabras, para discernir su Palabra (cf. Benedicto XVI, Discurso en el Colegio de los Bernardinos, en París, el 12 de septiembre de 2008).

La "lectio divina», por lo tanto, no es una práctica piadosa, intimista, es una confrontación, una pelea, una lucha con el texto: un ejercicio de la inteligencia. Los padres cistercienses ponían a menudo el ejemplo de la almendra: para llegar a la dulzura del fruto, hay que agujerear primero la dureza de la cáscara.

Es lo que intentaremos hacer con un ejemplo concreto, con una lectura concreta, siguiendo el evangelio de Mateo, poniendo en juego nuestra inteligencia que, necesariamente, en tanto que es el reflejo de Dios, luz increada, ha de iluminar y guiar las mociones de nuestro corazón. Porque la Palabra, para que pueda encarnarse en nuestra vida, debe ser guardada en el corazón, como hacía María, en su "lectio divina» de la realidad y de los acontecimientos que la rodeaban (cf. Lc 2,51), pero siempre en un corazón iluminado por la razón, por la luz del discernimiento.

Los constructores y las vírgenes, lectura y comentario del texto

Mateo 7,21-29
21 No todos los que me dicen «Señor, Señor» entrarán en el reino de los cielos, sino solo los que hacen la voluntad de mi Padre celestial. 22 Aquel día muchos me dirán: «Señor, Señor, nosotros hablamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros». 23 Pero yo les contestaré: «Nunca os conocí. ¡Apartaos de mí, malhechores!». 24 Todo el que oye mis palabras y hace caso a lo que digo es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca. 25 Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos contra la casa; pero no cayó, porque tenía sus cimientos sobre la roca. 26 Pero todo el que oye mis palabras y no hace caso a lo que digo, es como un tonto que construyó su casa sobre la arena. 27 Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos, y la casa se derrumbó. ¡Fue un completo desastre! 28 Cuando Jesús acabó de hablar, la gente estaba admirada de cómo les enseñaba, 29 porque lo hacía con plena autoridad y no como sus maestros de la ley.

Mateo 25,1-13
1 El reino de los cielos podrá entonces compararse a diez muchachas que, en una boda, tomaron sus lámparas de aceite y salieron a recibir al novio. 2 Cinco de ellas eran descuidadas y cinco previsoras. 3 Las descuidadas llevaron sus lámparas, pero no tomaron aceite de repuesto; 4 en cambio, las previsoras llevaron frascos de aceite además de las lámparas. 5 Como el novio tardaba en llegar, les entró sueño a todas y se durmieron. 6 Cerca de medianoche se oyó gritar: «¡Ya viene el novio! ¡Salid a recibirle!» 7 Entonces todas las muchachas se levantaron y comenzaron a preparar sus lámparas, 8 y las descuidadas dijeron a las previsoras: «Dadnos un poco de vuestro aceite, porque nuestras lámparas van a apagarse». 9 Pero las muchachas previsoras contestaron: «No, porque entonces no alcanzará para nosotras ni para vosotras. Más vale que vayáis a donde lo venden y compréis para vosotras mismas». 10 Pero mientras las cinco muchachas iban a comprar el aceite, llegó el novio; y las que habían sido previsoras entraron con él a la fiesta de la boda, y se cerró la puerta. 11 Llegaron después las otras muchachas, diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» 12 Pero él les contestó: «Os aseguro que no sé quiénes sois». 13 «Permaneced despiertos —añadió Jesús—, porque no sabéis el día ni la hora.

Comentaré dos textos, haremos la "lectio divina», de forma interactiva, releyendo los mismos uno a la luz del otro. Con esto intentamos proponer, sencillamente, un modo —entre muchos posibles— de leer el texto, de leer la Biblia. He elegido la conclusión al sermón de la montaña (Mt 7,24-29), que podríamos llamar la «parábola de los constructores», y el texto mucho más conocido de la parábola de las diez vírgenes (25,1-13), que forma parte del gran y solemne discurso escatológico final del evangelio de Mateo.

Jesús, en el primero de los textos, compara los que escuchan su palabra y la ponen en práctica a un constructor sabio que edificó sobre la roca; los que no la escuchan, en cambio, los compara a un constructor necio que edificó sobre la arena. Las palabras clave para nuestra lectura del texto son: prudente («phronimós», en griego; «sapiens», en latín) y tonto, o necio («morós», «fatuus»). Son los mismos adjetivos que, al final del evangelio, califican aquellas diez vírgenes, símbolo de la comunidad cristiana, de la iglesia, que camina al encuentro del Señor, el Esposo que viene a celebrar las bodas definitivas con la humanidad. Nos interesa comentar conjuntamente estos dos textos, porque expresamente el autor nos presenta, en ambos, estas dos actitudes confrontadas: la prudencia o la cordura y la imprudencia o la necedad. Aparte de estos dos textos fundamentales, tendremos que comentar algunos otros, más bien pocos, del mismo evangelista, en que aparecen también estos términos.

No es fácil encontrar los términos equivalentes en nuestro idioma. La prudencia se refiere a una sabiduría de carácter práctico, una sabiduría intuitiva, como un instinto, que sabe lo que conviene en cada momento, y sabe cómo reaccionar ante cada situación. Una sabiduría adquirida con el tiempo y con el aprendizaje de la vida. No se trata tanto, pues, de una sabiduría intelectiva o especulativa. En la Biblia, los libros sapienciales, hasta la irrupción del helenismo, más intelectual, se mueven siempre en este ámbito de la sabiduría práctica. El adjetivo prudente, y su antónimo, tonto, o necio, son bastante adecuados. El necio es el que hace las cosas sin pensar, obedeciendo al primer impulso. En realidad, sobre todo en griego y en latín, «phronimós» / «sapiens» y «morós» / «fatuus» o «insipiens» se mueven en el campo semántico del gusto, del sabor: una comida puede ser sazonada, o, por el contrario, insípida. Si es sazonada, nos la comemos con complacencia, con placer. Si es insípida, en cambio, nos resulta muy desagradable, hasta vomitarla. Mateo (5,13) utilizará la misma expresión, con el verbo «moraino», para referirse a la sal que ha perdido el gusto, que se vuelve insípida, por tanto, inútil.

En el primero de los cinco grandes discursos de Jesús en que Mateo estructura su evangelio —Jesús es el nuevo Moisés—, el Maestro de Nazaret propone una relectura de los temas fundamentales de la Torá de Israel. Es lo que llamamos sermón de la montaña (Mt 5-7), que comienza con las bienaventuranzas. Toda la Biblia es una relectura de la Torá, una actualización de la Torá, esto es, los cinco primeros libros fundamentales de la Escritura: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Se trata de una idea clave que no podemos olvidar si queremos comprender correctamente el texto, si queremos hacer una "lectio divina» sabia, sensata. La primera gran relectura de la Torá, son los libros de los profetas —la segunda sección de la Biblia hebrea—, que actualizan la voluntad y el proyecto de Dios para la historia del pueblo. Estos libros son: Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías. La segunda gran relectura de la Torá la encontramos en los llamados «otros escritos» o, simplemente, «escritos» —tercera sección de la Biblia—: el Salterio, Job, Proverbios, los Cinco Rollos (Rut, Cantar, Eclesiastés, Lamentaciones y Ester), Daniel, Esdras, Nehemías y 1º y 2º libro de las Crónicas. Todos estos escritos releen la Torá no tanto en el marco de la historia universal como hacían los profetas, sino en el de la vida concreta de Israel. Es especialmente en estos libros en los que la Torá, el proyecto de Dios, se relee en clave de sabiduría práctica, de prudencia y de cordura, para la vida cotidiana. La Torá, en efecto, es para la vida cotidiana, para transformarla, para abrirla más y más al proyecto de Dios. Por eso, si entendiéramos el Nuevo Testamento, no como una ruptura, sino como un paso más en esta relectura de la Torá, estaríamos, creo, en el buen camino para hacer una "lectio divina» correcta.

El Jesús de Mateo, en efecto, relee la Torá, la recupera, lo actualiza. En toda relectura hay algo que muere y algo que nace, pero siempre dentro de la misma corriente de una tradición viva y vital. Jesús relee la Torá sobre todo en la perspectiva de la felicidad del Reino, en clave, podríamos decir escatológica, pero no en el sentido cronológico —como si nos preparara para el fin de los tiempos— sino en el sentido fundante, protológico. El Reino de la felicidad que proclaman las bienaventuranzas de Jesús no es el programa de un futuro incierto, sino el fundamento y la condición de nuestro ser hombres: por eso están puestas en primer lugar. Es en este sentido que Jesús relee la Torá, como clave de felicidad, de plenitud, de sentido para el hombre y la mujer que le escuchan, como fuente de auténtica libertad y realización humana. Y por eso, porque el Reino, la felicidad, son ya como la sustancia de nuestro ser hombres, la Torá cobra su máxima exigencia y se concreta en la ética del compromiso por la justicia, del amor y del respeto.

Ante la propuesta de la relectura de la Torá que hace Jesús, hay dos actitudes posibles. Y Jesús las caracteriza con una parábola, porque el lenguaje metafórico tiene una capacidad mistagógica, iniciática, muy fuerte, que no posee el lenguaje normal, ni siquiera el especulativo. La parábola habla de un constructor, y de construir una casa. Con la Torá actualizada por Jesús construimos una casa, un espacio donde sea posible preparar la venida del Reino. Vivir según el Evangelio de Jesús, es, pues, una tarea laboriosa. Se trata de construir una casa digna del hombre y, en la misma medida, inseparablemente, digna de Dios. Edificamos una casa, la iglesia, la comunidad, el pueblo que, como tal, camina al encuentro del Reino. Y la felicidad —el éxito— del proyecto, depende, en buena parte, de la prudencia, del juicio, o del arrebato, del constructor. Creo que la imagen es bastante gráfica. Hay que dejarla resonar, meditarla, en nuestra lectura personal del texto. Leerla y releerla, hasta que cobre vida, como el viejo cuento de «Los tres cerditos»: el más sensato construyó una casa de piedra, el tonto, en cambio, de paja, y el lobo, con un soplo, la derribó. Es la misma historia, pero contada a los niños. Las parábolas van en esta línea, siguen la misma pedagogía de los cuentos.

No se trata, pues, de palabras, sino de hechos, de obras concretas: de cavar unos cimientos, de cortar y pulir sillares y alinearlos según un proyecto: la Torá, o el Evangelio, que son para la vida concreta, de cada día: «No todos los que me dicen "Señor, Señor" entrarán en el reino de los cielos, sino solo los que hacen la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21). Se trata de hacer, no de hablar.

Al final de su evangelio, justo a las puertas del relato de la pasión, en el momento decisivo, Mateo retoma la parábola del constructor, pero con unos nuevos personajes y con una situación diferente. Ahora se trata de diez muchachas, diez vírgenes, que salen a recibir al esposo para entrar con él a la fiesta de bodas. Cinco de ellas son sensatas, prudentes, y se proveen de aceite para las lámparas, para poder hacer frente a cualquier imprevisto. Las otras cinco no tienen ni pizca de cordura, son imprudentes e imprevisoras, y viven al día, superficialmente, frívolamente, y no llevan consigo, claro, provisión de aceite. Este nuevo relato acentúa aún con más fuerza el carácter práctico de la sabiduría de la Torá, o del Evangelio, para la vida, e introduce, además, una nueva dimensión, muy querida por la Biblia, por los salmos de la Torá especialmente: la luz. La Torá es luz para el camino, para el camino de aquí y ahora. Estamos en el tiempo definitivo. Ahora ya hemos llegado al final, nos lo jugamos todo, ya no hay tregua posible. Las botellas llenas de aceite, o vacías, son el testimonio vivo de lo que hemos hecho, o no hemos hecho, en nuestra vida, con la Torá del Señor, con el Evangelio de Jesús. Como la casa que permanece de pie, o la que se desmorona al primer embate del viento y de la tormenta.

Todavía hay otro elemento que relaciona los dos textos. Se trata de entrar o no entrar en el Reino. Y la parábola de las vírgenes sitúa las cinco necias ante una puerta cerrada. Y desde dentro se les dice lo mismo que escuchábamos en la conclusión del sermón de la montaña: «No os conozco», «os aseguro que no os conozco». Podríamos concluir de esto que, en definitiva, el quid de la verdadera sabiduría evangélica es ser conocido por Dios. Que al final del camino, Dios reconozca en nuestros rostros su parecido, y en nuestros corazones su imagen, que deberemos ir restaurando y modelado con trabajo paciente, meditando y actuando su Torá, el Evangelio de las bienaventuranzas.

Los otros pasajes del evangelio de Mateo, pocos y circunstanciales, en que nuevamente son importantes estas dos palabras, nos permitirán matizar y completar la lectura del texto:

Mt 10,6: «Mirad, yo os envío como ovejas en medio de lobos: sed astutos como las serpientes y sencillos como palomas».

Mt 24,45: «¿Quién es el siervo fiel y prudente a quien su amo ha confiado los de su casa para que les dé el alimento al tiempo oportuno?»

Mt 5,13: «Vosotros sois la sal de la tierra. Si la sal pierde su sabor, con qué la salarán? Ya no sirve para nada, sino para tirarla fuera y que la gente la pise».

Mt 23,17: «Estúpidos y ciegos! ¿Qué es más importante: el oro que hay en el santuario o el santuario que hace sagrado el oro?».

Los dos primeros pasajes, referentes al término «phronimós», reafirman el carácter práctico de la sabiduría cristiana. Un instinto, como un olfato espiritual y humano, que permite encontrar la respuesta adecuada a cada circunstancia. La astucia, que traduce el mismo adjetivo, indica seguramente este valor pragmático de la sabiduría evangélica. Es para caminar por la vida, para caminar por ella correctamente, con garantías de éxito.

Los otros pasajes hacen pensar en la estupidez, en la falta de cordura como en una pérdida de sabor, es decir, la pérdida de una cualidad esencial para reconocer un alimento determinado. Y relacionan la estupidez con la ceguera. De hecho, el necio no ve, se queda a oscuras, no tiene la luz de la Torá. Como las cinco vírgenes tontas, a oscuras, tras una puerta cerrada.

Esta última imagen es muy gráfica, y es la misma del salmo 1 que he mencionado al principio. El salmo 1 dice, en efecto, que el que no medita la Torá y va por otros caminos, se encuentra con caminos que no son caminos, porque, sencillamente no acaban, se pierden, no llevan a ninguna parte: «El Señor conoce el camino de los justos, pero el camino de los impíos se pierde»(Sal 1,6). Y en la parábola de las vírgenes encontramos exactamente la misma imagen: la tiniebla y una puerta cerrada. Un camino que se pierde, un camino que no es camino. Una situación de verdadera angustia, de caos, de sin sentido, de frustración total.

Conclusiones de la lectura

La lectura conjunta que hemos hecho los dos textos de Mateo nos invita a meditar la Palabra de Dios, la Torá, el Evangelio, como un camino para la búsqueda del sentido y de la plenitud de nuestra vida. A meditar ya poner en práctica, a tenerlos, la Torá y el Evangelio, como punto de referencia, como luz de nuestro camino. Esta es la actitud sabia, la actitud prudente, sensata, previsora.

Antes habíamos hecho un ejercicio de lectura literal del texto, de buena lectura. Es el punto de partida necesario para una "lectio divina» fructífera. Ahora pasamos a un segundo nivel de lectura, moral o tropológica, es decir, de sabiduría práctica para la vida. Del análisis del texto concluimos que debemos profundizar en la vida, que debemos tomarnos en serio el proyecto de Dios —la Torá, el Evangelio— porque nos jugamos el sentido y la felicidad de nuestra existencia. Y tomarlo en serio significa, en primer lugar, entenderlo, y en segundo lugar, ponerlo en práctica, ajustando a este proyecto la propia vida.

¿Damos un paso más? ¿Intentamos la lectura espiritual o anagógica, la más profunda, la que nos desvela la verdad, el sentido más escondido del texto? Lutero, que fue un gran cristiano y un gran lector de la Biblia, decía que el corazón de la Escritura es Cristo. La lectura profunda de la Biblia nos lleva hacia el descubrimiento de este corazón, Cristo, que late en todas, todas las palabras del Texto sagrado.

Cristo, que la parábola de las vírgenes nos presenta bajo la imagen del Esposo, es la clave de todo. Es el sentido de nuestra vida. Es la puerta abierta de la felicidad. Es el aceite que alimenta la llama de nuestro corazón. Es la luz misma, porque él ya latía en el corazón de la Torá, en el corazón del proyecto divino, cuando Moisés recibía las tablas escritas en la cima del Sinaí. Por ello, ante Cristo, el Esposo, que relee e interpreta para nosotros la Torá, el proyecto y el corazón de Dios, la actitud más sensata por nuestra parte es la de la acogida en la fe de su venida, esperando en el corazón de la noche con la lámpara encendida de la esperanza.

En su Palabra, Cristo se nos da él mismo, así como Dios se daba él mismo en su Torá. Pero ahora de una manera nueva, porque Cristo es la misma Palabra divina dicha en palabras humanas, él es la Palabra encarnada. La nueva Torá interpretada por Jesús nos dice que toda realidad, la nuestra, la del mundo, ha sido asumida por Dios y es puerta de la felicidad.

Encontrar pues a Cristo como fundamento, como sentido, como plenitud de toda la realidad, es fuente de una gran alegría y de una gran esperanza. Él es el Esposo, porque con su amor, con su deseo, con su ternura, abarca toda la humanidad. Encontrar a Cristo Esposo como clave de interpretación de la Torá, de la Escritura, es haber encontrado el tesoro escondido del Evangelio del Reino (cf. Mt 13,44).