3 de octubre de 2010

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año C)

Jubileo de profesión monástica (50 años) del P. Alejandro Masoliver

Homilia predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hab 1,2-3; 2,2-4; Salm 94, 1-2.6-9; 2Tim 1,6-8.13-14; Lc 17,5-10

En la introducción de un libro sobre san Bernardo, escrito por un monje de esta comunidad se lee: «El título que he escogido no es sino una glosa mínima de lo que de él ha dicho su mejor estudioso: "San Bernardo es uno de los más hermosos éxitos de Dios", es decir, un éxito de la gracia divina, que halló una admirable colaboración, por puntual y exquisita, en su libertad soberana de hombre, de monje, y de santo».

Cuando estamos celebrando los 50 años de la consagración monástica del P. Alejandro, yo creo que también podríamos elegir un título semejante como slogan de esta celebración: «el P. Alejandro un hermoso milagro de Dios». Porque llegar a estas alturas con el mismo entusiasmo monástico, solamente rebajado por el peso de los años, es un verdadero milagro, o un éxito de la gracia divina.

Celebrar 50 años, yo creo que es un día hermoso para mirar el camino recorrido y dejar que nazca dentro una profunda acción de gracias. Es para dejar que se derrita el corazón agradecido en la presencia del Señor que ha sido bueno con el P. Alejandro.

Pero los 50 años no son un punto de llegada, es un momento especial del camino, para despertar un poco más nuestra conciencia de la presencia de Dios, y descubrir que todavía nos atrae la seducción de Dios, que seguimos soñando bajo la luz de la belleza del cosmos con enamorarnos de este Dios bueno y amigo de los hombres.

Es muy oportuna la Palabra de Dios que hemos escuchado de la epístola de san Pablo a Timoteo: «Aviva el fuego de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos. Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio».

Hay que avivar cada día este fuego de Dios, porque quien se consagra a Dios pierde los derechos de jubilación. Quien se consagra a Dios adquiere de por vida el ticket de servicio permanente. El fuego de Dios si un día prendió en el corazón ya no se apaga jamás, si tomamos parte en los trabajos del evangelio. El fuego de Dios si un día prendió en el espacio interior ya no se pierde, sino que estamos llamados a avivarlo con un servicio generoso. Pasarán los años, perdemos energías físicas, pero como dice Pablo, mientras se desmorona nuestro cuerpo físico va emergiendo el cuerpo espiritual, va emergiendo una nueva energía que se manifiesta a través del servicio amoroso y del buen juicio.

Hay que avivar cada día el fuego de Dios. Hemos de tener siempre dispuesta la invocación del evangelio: «Auméntanos la fe». Basta con una fe menuda, como un grano de mostaza… dice el Señor.

¿Será posible que nuestra fe no alcance el volumen de este grano? Pues parece que es posible. Luego, esto debe estimularnos más a esa invocación para pedir la fe, a esa obra de reavivar cada día el fuego, la seducción de Dios.

Por otra parte la vida monástica es vivir precisamente esa seducción de Dios. «La vida monástica —dice el P. Alejandro en su introducción a la "Historia del Monaquismo cristiano"— es asumir el programa que Cristo propone al joven rico: dejarlo todo por él, por causa de su nombre y seguirlo. El monaquismo es amar sin reservas, es abrir las manos vacías de toda ilusión y todo deseo, para tener solamente la ilusión y el deseo de que sea El quien nos las llene».

Verdaderamente esto es vivir esa palabra de la Regla tan conocida por parte de los monjes, y nunca vivida en plenitud de «no anteponer nada al Cristo».

Hemos de aprovechar toda ocasión, todo gesto, toda palabra… que nos pueda ayudar a avivar este deseo de Dios. El hecho de los 50 años de monje del P. Alejandro es un motivo que nos puede y debe ayudar a este estímulo. Otro, yo diría, aprender a decir desde el corazón la palabra del salmista: «Mi alma se ha enamorado de ti, me sostiene tu mano, Señor» (Sl 62). O como aquella palabra del Cantar: «tu mano izquierda sostiene mi cabeza y tu derecha me abraza» (Ct 2, 6).

¿Seremos capaces de decir estas palabras si nuestra fe no llega a ser como un grano de mostaza? Si llegamos a decir a Dios estas palabras, son palabras que nos ha dado el mismo Dios. Este es nuestro tesoro, que debemos guardar y acrecentar.

Entonces nuestra fe será mínima, quizás, pero tenemos en el corazón un poco de agua viva. ¡Vive del agua viva que te nace del corazón!