rey y legislador nuestro,
esperanza de las naciones
y Salvador de los pueblos.
VEN a salvarnos, Señor Dios nuestro.
Oh Emmanuel, esperanza de los pueblos, deseado de cada corazón, VEN instrúyeme en
esa sabiduría que brilló en tu madre! Ella, la primera discípula, comprendió la
verdadera sabiduría celeste. Su «sí»
cambió la historia del mundo.
Esta
historia es un proyecto de amor de Dios para con su criatura. Elegidos por el
Amor, para estar consagrados y sin defecto por el amor, destinados a ser un
himno a la gloriosa generosidad de Dios (cf. Ef 1,1s); una melodía de amor al
Amor. Este proyecto de amor, esta melodía alcanza unos niveles de perfección
insuperables cuando se consuma una mutua penetración del Amor y el amor de su
criatura. Emmanuel, te haces
Emmanuel. Ya nada ni nadie podrá apagar este fuego que queda estampado en el
corazón de la humanidad. Un Dios
que habla como fuego que consume:
Ponme como un sello en tu corazón,
como un sello en tu brazo.
Que es fuerte el amor como la muerte,
implacable como el Seol la pasión.
Saetas de fuego, sus saetas,
una llamarada de Yahvé.
No pueden los torrentes apagar el amor,
ni los ríos anegarlo...
(Ct 8,6)
Emmanuel... Está consumado el amor. Estamos en su corazón como un sello; un
sello en su brazo. El Verbo. Este fuego de Dios, esta llamarada de Yahvé, el
Señor Dios, está como sello indestructible en el corazón de su criatura. Está
en tu corazón...
Se
ha consumado ese proyecto divino, esa historia de amor, que los profetas nos
relatan con colores muy vivos:
Voy a seducirla, la llevaré al desierto y le
hablaré al corazón.
Allí me responderá como en los días de su
juventud,
como cuando la saqué de Egipto.
Me casaré contigo en matrimonio perpetuo,
me casaré contigo en derecho y justicia,
en amor y en compasión,
te desposaré conmigo en fidelidad,
y te penetrarás (conocerás) del Señor...
(Os 2,16s)
Dios
necesita tan solo, por parte nuestra, que le ofrezcamos un rincón de silencio
en el corazón, una pequeña porción de desierto para que él pueda penetrar con
fuerza en él, y nosotros, al mismo tiempo, experimentar la necesidad que
tenemos de él para caminar, en la experiencia de su presencia. Tan solo un
reducido espacio de silencio...
¿Quien es ésta que sube del desierto,
apoyada en su amado?
(Ct 8,5)
Necesitamos
caminar apoyados en el amado. Interiorizar esta alianza profunda, íntima,
amorosa, que nos haga exclamar: mi amado
es mío y yo de mi amado (Ct 2,16).
Es
un amor que se irá consumando día a día en el diálogo amoroso de mi vida en él
y de él en mí; es un amor que nos pide vivir día a día la seducción divina.
Me has robado el corazón,
hermana y novia mía,
me has robado el corazón
con una sola mirada,
con una vuelta de tu collar:
¡Que hermosos son tus amores,
hermana y novia mía!
¡Qué sabrosos tus amores!
¡Son mejores que el vino!
¡La fragancia de tus perfumes
supera a todos los aromas!
Tus labios destilan miel virgen, novia mía.
(Ct 4,9-10)
Necesitamos
escuchar estas palabras de amor. Meditarlas en el silencio del corazón.
Escuchar el deseo del amado, yo, que soy
para él objeto de su deseo (7,11). Quizás dudamos en el corazón de este
amor de Emmanuel, de este Dios con nosotros. Y por ello nuestras palabras y
nuestros gestos se manifiestan en muchas ocasiones, con un talante de duda:
¡Ah, si fueras mi hermano,
criado a los pechos de mi madre!
Podría besarte en plena calle,
sin miedo a los desprecios.
Te llevaría, te metería
en casa de mi madre
y tu me enseñarías.
Te daría vino aromado,
beberías el licor de mis granadas.
(Ct 8,1-2)
El
es nuestro hermano, él es EMMANUEL,
es DIOS CON NOSOTROS. Nos lo repite
con palabras y maneras muy diversas:
Yo mismo en persona buscaré mis ovejas, siguiendo
su rastro... acamparan seguros en el desierto... y sabrán que yo el Señor, soy
su Dios. (Ez 34)
Tranquilízate, María, el Señor está contigo. Vas
a concebir y dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Su reinado no
tendrá fin. (Lc 1,26s)
Yo estaré con vosotros cada día hasta el fin del
mundo. (Mt 28,20)
María
será la primera criatura que vive este amor profundo, íntimo. La madre de Dios.
La madre que tiene la experiencia singular del Amor vivido en el corazón. La
madre en comunión estrecha con este hijo, que habla con él, que sueña con él,
que vive la experiencia única del crecimiento del amor en su corazón de
criatura.
Con la caída de la hoja empecé a comulgar con el
hijo que llevaba dentro. Todas las madres imaginan y hacen cábalas sobre como
será su hijo. Sueñan despiertas y van dibujando su posible perfil, sus gustos,
sus andares. Hablan en la intimidad con él. En mí se daba una extraña mezcla.
Le acunaba en mi interior, sí, le hablaba como un niño, y a la vez mi alma se
anonadaba, se perdía, se arrodillaba ante él, sobrecogida por cuanto intuía del
amor y la energía inexplicable que estaba brotando dentro de mí.
Cuando cerraba los ojos e intentaba escuchar las
sensaciones que me transmitía el hijo que llevaba en mis entrañas, sólo sentía
una paz sin nombre y, eso sí, una fuerza interior que nacía de lo débil, de
algo tan frágil y pequeño como yo.[1]
Nosotros
también debemos vivir esa comunión con quien ha hecho de nosotros un templo,
soñar con él, cuidar el corazón donde crece ese Amor hasta manifestarse en
amor.
No temas el riesgo de dilatar tu corazón y
encontrar respuestas siempre nuevas que te descolocan o te desinstalan, porque
se trata de la presencia del Amor. Vive el momento presente colmándolo de amor
como María. Llena todos los momentos del sentido de lo esencial. La vida está
hecha de muchos y breves minutos de esperanza y en ese camino, los pequeños
pasos son tiempo de Dios. El puede hacer lo que tú sueñas.
[1] P.
Miguel Lamet, Las palabras calladas,
diario de María de Nazaret, Editorial Norma, Barcelona 2008, p. 65.