Pastor de la casa de Israel,
que te apareciste a Moisés en la zarza ardiente,
y en el Sinaí le diste tu Ley.
VEN a librarnos con el poder de tu brazo.
La
llama que ilumina el alma del profeta, Moisés, procede de una zarza ardiente.
Dios se le muestra en una llamarada. Dios es fuego, un fuego que consume. En el
Antiguo Testamento este fuego aparece como un fenómeno exterior que deja un
aura sagrada: el sitio que pisas es
terreno sagrado. Que nadie se
acerque al monte Sinaí, montaña sagrada. El Señor bajó a él con fuego, en medio
de truenos y relámpagos (Ex 19; Deut 4,33s) Este fuego, con el tiempo, se
irá interiorizando en el corazón de la humanidad, provocado por el mismo Dios,
que se revela a sí mismo como un pastor. Yo
mismo, en persona buscaré mis ovejas siguiendo su rastro (Ez 34,11).
Dios
es fuego, un fuego que «consume» al mismo Dios. Un fuego que es amor. Un gran
amor, que se pone de manifiesto en el capítulo 34 de Ez sobre los pastores,
cuando asume la figura de pastor, y reiteradamente dice: Yo mismo buscaré, yo mismo apacentaré, yo mismo juzgaré, yo seré su
Dios... y sabrán que yo, el Señor, soy su Dios. Solicitud divina que va
percibiendo la criatura humana hasta llegar a conocer el profundo amor de Dios
por ella, que le hace exclamar:
Yo soy para mi amado
objeto de su deseo
(Ct 7,11)
Este
deseo, esta pasión de Dios por su criatura, hasta hacerse él mismo criatura,
revestido de naturaleza humana hará exclamar:
Mi amado es mío y yo de mi amado (Ct 2,16)
Un
mutuo amor. Es así: somos suyos; él es nuestro. Nuestro Dios. No obstante a lo
largo del tiempo, esta historia de amor (cf. Ez 16), este mutuo amor es vivido
en un clima de fidelidad e infidelidad, pero siempre vuelve a reanimarse la
llama como nos sugiere el poeta:
Sería una maravilla, dice el Amado que el amor
del Amigo se durmiera hasta el punto de olvidar el amor del Amado. Y el Amigo
respondió: -sería todavía maravilla más grande que el amor del Amado no
despertase al Amigo para satisfacer su bien.[1]
Hay
una pasión mutua entre Dios y el hombre, entre el Amado y el Amigo, o entre el
Esposo y la Esposa. El
libro del Cantar de los Cantares pone de relieve este vivo deseo:
Indícame, amor de mi alma
donde apacientas el rebaño,
donde sestea a mediodía,
para que no ande así perdida
tras los rebaños de tus compañeros.
(Ct 1,7)
Indícame,
muéstrame donde reposas a mediodía. El deseo de Dios ya me pone en una
situación de búsqueda permanente. Mi experiencia del Amado, mi experiencia del
amor de Dios la descubro y la encuentro, precisamente, en la «búsqueda», en la
misma pasión por buscarle.
Indícame,
amor de mi alma... Este «amor del alma»
es el Amor que ya está en mí. Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, el
Espíritu del amor que mantiene en la unidad el Padre y el Hijo. Es el amor
trinitario. Es, también, el Espíritu derramado en nuestros corazones que viene
a socorrer nuestra debilidad, a avivar nuestro deseo (cf Rom 8,26). El deseo
del beso del esposo, el deseo de Dios que llena el vacío del corazón humano, lo
hace desear el mismo amor del Amado. El fuego del Espíritu pone en nosotros un
nuevo sentido: el sentido del amor
iluminado. Este sentido nos hace desear, buscar Aquel que deseo contemplar
y gustar cara a cara, a plena luz de mediodía. No quiero las sombras, no quiero
los intermediarios. Te quiero a Ti. Dime donde pastoreas, donde reposas... Te
quiero a Ti que eres el Buen Pastor, que nos conduces a reposar en prados
deliciosos, junto al rumor de aguas tranquilas.
¿Dónde
reposas, amado de mi alma?
Que
no me pierda tras los rebaños de tus compañeros. Quiero reposar contigo,
escuchar tu voz. A mediodía, cuando domina el esplendor de la luz, y ser en ti
hijo de la luz.
¿Dónde
sesteas a mediodía, amado de mi alma?
El
me dice que no pastorea en tierras áridas, con abrojos y espinas, sino que reposa
en la luz. Que
es la luz verdadera (Jn 1,9; 8,12);
que es camino, verdad y vida (Jn 14,6),
una verdad que se torna en luz y alegría para nuestra vida. Así es mi Amado,
para quien soy objeto de su deseo, como nos sugieren también las palabras de
Benedicto XVI:
El amor encuentra su gozo en la verdad; amor y
verdad no abandonan nunca al hombre porque es la vocación que Dios ha puesto en
el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo, el Amado, despierta en
nosotros la iniciativa del amor y el proyecto de vida que Dios ha preparado
para cada uno de nosotros.[2]
La
verdad es Dios mismo, es el Amado que se hace luz para nuestro camino, para que
podamos asenderear una vida virtuosa. Luz y amor que se rebaja hasta la
capacidad de nuestra naturaleza revistiéndose de nuestra debilidad. Captamos su
fulgor en la belleza de la creación, en el misterio de la zarza ardiente, pero
al final vendrá a depositarse, por singular solidaridad, en el corazón y en la vida de la humanidad.
Será
a través del misterio de la Virgen, Santa María: luz de Dios por la cual ha
iluminado a todo el mundo, y se inicia la liberación de la humanidad. La zarza
no se consumía; así la Virgen quedó intacta en su alumbramiento; no se marchitó
la flor de su virginidad. Encontramos siempre en ella muy vivo el fuego de Dios
que nos recuerda que pisamos tierra sagrada, que somos tierra sagrada, que el
Señor nos llama permanentemente a la adoración, a postrarnos delante del fuego
de Dios.[3]
Pisamos
tierra sagrada. Tierra sagrada es esta tierra donde se han posado los pies
humanos de Dios. Tierra sagrada es la persona, toda persona humana, por la cual
amó y sufrió, sigue amando y sufriendo, el corazón de un Dios humano. Pisamos
tierra sagrada. Debemos quitarnos las sandalias. Y adorar. Y amar...
Buscar
nuestra desnudez espiritual, el vacío del corazón. Para ser revestidos por la
verdad, para ser llenos de la verdad divina.
Indícame
el camino, amor de mi alma. Este buen Pastor no sestea en tierras áridas. Nos
recuesta y apacienta en huertos aromáticos, en lirios que él mismo recoge para
alimento de sus ovejas. Nos ofrece un jardín embellecido:
Mi amado es mío y yo de m amado
que pasta entre azucenas (lirios).
(Ct 2,16)
Reconoce estos lirios (azucenas) en aquel
resplandor que brilló de noche a los pastores nada más nacer la flor. Reconoce
también al lirio por el aroma con que se dio a conocer a los Magos tan lejanos.
La verdad es un auténtico lirio, cuyo bálsamo reconforta la fe, cuyo brillo
ilumina el entendimiento. Levanta los ojos a la persona del Señor que dice: Yo
soy la verdad. Y
mira con que propiedad se compara la verdad con un lirio. Fíjate qué hilos de
oro salen del centro de esa flor, unidos a ella en forma de blanquísima corona,
bella y armoniosamente colocados; reconoce así la dorada divinidad de Cristo,
coronada por la pureza de su humana naturaleza, esto es, reconoce a Cristo a
quien su madre lo coronó con esa diadema.[4]
Y
el viene a su huerto a liberarnos en un diálogo de amor:
Qué bella eres, amor mío,
que bella eres!
¡Palomas son tus ojos!
(Ct 1,15; 4,1)
Para
responder la amada:
¡Qué hermoso eres, amor mío,
eres pura delicia.
(Ct 1,16)
Sea
el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón. Nuestro corazón desea
el fuego de Dios, deseo hecho oración:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.[5]