resplandor de la luz eterna,
Sol de justicia,
VEN a iluminar a los que yacen en
tinieblas y en sombras de muerte.
Escucha las palabras del Maestro, Sol naciente,
acógelas, no endurezcas el corazón, que en su bondad nos muestra el camino de
la vida (cf. RB, Pr.1). El camino de la vida es el camino del amor. ¡Y son
muchos los que mueren sin amor! ¡Escucha, las palabras del Maestro!
Y
el Maestro nos dice: Yo, el Señor, te
llamó para la justicia, te cojo de la mano, te hago luz de las naciones (Is
42,6).
De
esta forma, toda la vida es un camino, un camino dialogado, un permanente
diálogo de amor entre Dios y su criatura, que nos refleja de manera muy viva el
libro del Cantar de los Cantares:
¡Qué bella eres, amor mío,
qué bella eres!
Palomas son tus ojos
a través de tu velo...
¡Toda hermosa eres, amor mío,
no hay defecto en ti!
¡Hermosa mía, vente!
(Ct 4,1)
Y
la amada, seducida por este amor de su Creador, responde:
¡Oh, ven amado mío,
salgamos al campo,
pasemos la noche en las aldeas!
(Ct 7,12)
Se
diría que él está extasiado por la belleza de su criatura, cuando la contempla
como la obra de su amor. «Y vio Dios que
era bueno, bello». La palabra hebrea utilizada en la narración de la
creación, en el Génesis, expresa ambos matices: la bondad y la belleza de lo
creado a los ojos del Creador. Bello es lo que nutre el deseo que levanta
puentes hacia el Eterno, buscando así un diálogo amoroso cuya iniciativa lleva
Dios, y que nos llevará a una profunda intimidad con la divinidad:
¿Quién es ésta que asoma como el alba,
hermosa como la luna,
refulgente como el sol...
(Ct 6,10)
Para
exclamar ella:
No miréis que estoy morena
es que me ha quemado el sol
(Ct 1,6)
Ella,
la esposa, que canta con admiración el nombre del esposo, que admira su figura,
que guarda su palabra, se siente iluminada por el Sol de justicia. Este Sol
quema e ilumina. Esta negrura nuestra, siempre supone una parte de
incredulidad, de desobediencia que nos quita atractivo en las obras y calor en
el corazón; que pone en nuestro espacio interior oscuridad y noche. Pero
siempre amanece un nuevo día con el Sol de justicia y resplandor de la luz
eterna, que nos invita a levantarnos y abrir nuestros ojos a la luz deífica que
nos susurra palabras de amor: quien es
ésta que asoma como el alba, hermosa, refulgente... Y retorna el diálogo
amoroso. En este diálogo de amor él describe a su amada:
¡Qué bella eres, amor mío,
que bella eres!
Palomas son tus ojos,
a través de tu velo...
Tus labios, cinta escarlata,
y tu hablar todo un encanto.
Tus mejillas, dos cortes de granada,
se adivinan tras el velo.
¡Toda hermosa eres, amor mío,
no hay defecto en ti!
Me has robado el corazón,
con una sola mirada...
(Ct 4)
Es
la belleza de la criatura que seduce a Dios, hasta el punto que le lleva a
revestirse de la fragilidad de nuestra naturaleza, para ensalzar todavía más la
dignidad, la grandeza, la belleza de su obra. Y ella, enferma de amor, deseando
que le bese con los besos de su boca, mira al esposo y nos dibuja el
retrato que tiene de él en su corazón:
Mi amado es moreno claro,
distinguido entre diez mil.
Su cabeza es oro, oro puro.
Sus ojos como palomas
a la vera del arroyo.
Sus labios son lirios.
Sus manos, torneadas en oro.
Su porte es como el Líbano,
esbelto como sus cedros.
Su paladar, dulcísimo,
todo él un encanto...
(Ct 5, 10s)
Así
transcurre este singular diálogo amoroso entre Dios y su criatura,
contemplación de la bondad y de la belleza de la creación, tensión apasionada
del deseo, hasta llegar al éxtasis del abrazo:
Su izquierda está bajo mi cabeza,
me abraza con la derecha.
(Ct 2,6; 8,3)
En
él todo es luz, claridad que permanece, Sol que no tiene puesta... De aquí el
deseo mutuo:
Os conjuro, muchachas de Jerusalén,
por las gacelas y las ciervas del campo,
que no despertéis ni desveléis
a mi amor hasta que quiera.
(Ct 2,7; 3,5; 8,4)
Los
dos amantes están pendientes uno de otro. Incluso en el sueño ella está
pendiente de él: Yo dormía, velaba mi
corazón (5,2). Y él, parece vivir solamente para su criatura:
Yo soy para mi amado, objeto de su deseo (7,11)
Pero
el amor despierta, y acaba el diálogo amoroso de manera sorprendente:
¡Huye amado mío,
imita a una gacela
o a un joven cervatillo,
por los montes perfumados!
(Ct 8,14)
Sucede
que el amor verdadero no tiene un final, no hay en él un capítulo último. El
misterio de amor, de la relación amorosa es un misterio que envuelve a las
personas que se aman, en una historia que recomienza cada día, como el sol, que
amanece cada día. El amado tiene que huir como una gacela o cervatillo, para
poder volver saltando y brincando por montes y vegas (2,8-9). El amor dura y
crece cuando recomienza con la luz del nuevo día. Cada día, para los
enamorados, es una invitación a vivir la seducción del amor; y esta fidelidad,
en la seducción amorosa, nos abre al resplandor de la luz eterna. Cada día debe
iniciarse un diálogo de amor y de luz:
¡Llévame en pos de ti: ¡Corramos!...
Levántate, amor mío,
hermosa mía, y vente...
Cada
día debemos encender esta luz, esta alegría, esta paz en el corazón; cada día
debe ejercitarse el corazón en lo que es propio suyo: amar, abrirse a un nuevo
diálogo de amor; cada día debemos mirar a este punto de referencia
insustituible que es Santa María, que vivió en permanente fidelidad en esta
apasionante aventura del amor de Dios con su criatura, y de la respuesta fiel
de ésta a su Creador, al Amado. Cada día viviendo agradecida el regalo de Dios,
y ofreciendo el suyo a su Creador.
Estimulados
por el ejemplo de su amor, cada día será bueno y necesario avivar nuestro deseo
del amado:
¡Oh Sol naciente que, antes de irrumpir con tu luz, te encerraste en el seno de María,
como en una arca sagrada y la iluminaste con el resplandor de tu luz eterna.
Oh Sol naciente, cuyo primer esplendor provocó el «Sí» de la madre dando el respiro
al mundo que lo esperaba. Hoy mantiene viva su esperanza.
Oh Sol naciente, que envolviste con tu vida y con tu luz a la madre, dejándote cubrir
y envolver —a su vez— por ella.
Oh Sol naciente, que brillaste con luz propia en la mañana de la
Resurrección y nos hiciste hijos y hermanos... ¡VEN A ILUMINAR!