que te alzas como un signo para los pueblos,
ante quien los reyes enmudecen
y cuyo auxilio imploran las naciones.
VEN a librarnos, no tardes más.
Oh
renuevo, que te alzas como un signo... para anunciarnos la primavera. La
primavera de Dios en la casa de la humanidad. Con ella llega la vida nueva. Apuntan
los signos de la nueva primavera. Todo se renueva. Nuevos coloquios de amor,
nuevos sueños...
Oh, ven, amado mío,
salgamos al campo...
De mañana iremos a las viñas,
a ver si la vid está en cierne,
si se abren las yemas,
si florecen los granados.
Allí te entregaré
el don de mis amores...
La mandrágora exhala su fragancia,
nuestras puertas rebosan de frutos:
todos, nuevos y añejos,
los guardo, amado, para ti.
(Ct 7,12)
En
estos coloquios deliciosos es él quien lleva la iniciativa del amor, porque en
él están las fuentes de la vida y del amor. Y nos muestra su deseo:
He aquí que hago algo nuevo, no lo notáis, (Apoc 12,7)
Mirad, voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva, habrá gozo y alegría
perpetua por lo que voy a crear (Is 65,17)
Él
nos entrega el don del amor que da la capacidad de la novedad. Una novedad
que se resuelve siempre en alegría, en paz, en canto... Este signo lo
contemplamos en María que al cantar el Magníficat se estremecen sus entrañas y
conmueven profundamente las de Isabel en su Visitación. Este signo lo contempla
Simeón, que se llena de alegría al recibir este beso nuevo de la paz, cuando lo
recibe en el templo, y lo toma en sus brazos, recibiéndolo de los brazos de
María (Lc 2,28). Un signo que también fue, para los pastores que velaban en la
noche, un anuncio de alegría y de paz.
Renuevo
del tronco de Jesé. Es el signo, ¿qué signo?:
Lo que prometían los mensajeros, lo que
reclamaban los pueblos, lo que anunciaron los profetas, lo consuma el Señor
Jesús. Es el signo en el que los incrédulos recibirán la fe, los temerosos la
esperanza y los santos su seguridad. Os doy esta señal. ¿Señal de qué? De
perdón, de gracia, de paz, de paz ilimitada...[1]
Jesús
mismo se alza como el signo anunciado: Buena
noticia para los pobres, libertad para los cautivos, vista para los ciegos, palabra
para los sordos, fortaleza para los cojos, vida para los muertos... (Lc 4,18;
7,22s)
El
amor es creativo y despierta la capacidad de la novedad y del aliciente más
profundo para dar sentido a nuestra vida. Solo el amor, solo Dios. Porque Dios
es amor, el Dios del amanecer que saca a la luz bellezas escondidas, que,
enamorado, no cesa de buscarnos, sembrando de promesas nuestra historia,
manteniendo encendida nuestra esperanza con su Palabra de vida. Nos enseña que
lo nuestro es recibir su amor a manos llenas, que no podemos amar sin ser
amados, y que solo su amor puede curar nuestras heridas. Toma nuestra carne
para hacernos más humanos, para recrear y embellecer nuestra vida y poder
encontrarlo allí donde se manifiesta: en lo pequeño y lo débil. Nos enseña a
vivir con gozo nuestros límites sin perder la alegría de los sueños.
Cada
mañana busco a este Dios amor, busco su amanecer en mi vida, a este Dios, bueno
y amigo de los hombres. Como nos sugiere el poeta:
El Amigo se levantó temprano para buscar a su
Amado. En el camino encontró a mucha gente, y preguntaba: -¿Habéis visto a mi
Amado?. Le respondían:- ¿cuanto hace que le has perdido de vista? El Amigo a su
vez contestaba: -los ojos del alma lo perdieron de vista cuando dejaron de
mirarlo, pero los ojos del cuerpo lo ven sin cesar, pues todas las cosas
visibles no hacen sino manifestarlo.[2]
Yo
le busco, pues, en las cosas visibles, en la belleza de la creación, en la
novedad de la primavera.
Y él me habla:
Habla mi amado y me dice:
«levántate, amor mío,
hermosa mía, y vente.
Mira, ha pasado el invierno,
las lluvias cesaron, se han ido.
La tierra se cubre de flores,
llega la estación de las canciones,
ya se oye el arrullo de la tórtola
por toda nuestra tierra.
Despuntan yemas en la higuera,
las viñas en ciernes perfumean.
¡Anímate, amor mío,
hermosa mía, y ven!»
(Ct 2,10s)
La presencia de la primavera no solo se percibe
por las flores y el arrullo de la tórtola: también por la higuera. El aire es
más apacible cuando apuntan sus frutos, la higuera no echa flores, pero en su
lugar comienzan a brotar los higos, mientras los demás árboles florecen. Pero
las flores aparecen y pasan, sirven para anunciar los frutos. Es todo un signo
de primavera, como un argumento para persuadir a la esposa que no se retrase en
ir a las viñas.[3]
Son
las cosas visibles, la belleza de la creación a través de la cual me habla el
Amor. A través de la creación, a través de mis sentidos corporales. Dios, llama
con insistencia: levántate, apresúrate,
ven...
La
tierra se cubre de flores. Todo está en ti, en nosotros. Aparecen los primeros
brotes.
En
las ramas del almendro, en las yemas de la higuera, en el perfume de la viña...
Pero todo está también en ti, en nosotros.
No
existe criatura alguna para la cual no llegue el momento de abrirse a Dios y
captar el amor. Hasta el centro del jardín donde se otorga a la rosa la belleza
de fructificar, como dice el texto sagrado, el aroma, y la agitación de un
labio innumerable, vueltos a María, preludio de una emanación de pétalos.[4]
La
higuera echa sus yemas, es el comienzo de los frutos. Las viñas en flor exhalan
su fragancia, perfumean.... Son los aromas de la primavera que se expanden.
Aromas en el recinto de una clausura, jardines cerrados o fuentes selladas,
sacrificios oscuros en el recinto de un corazón consagrado, plegarias
silenciosas, virtudes escondidas...en tantos espacios interiores de multitud de
creyentes... Como sugiere la belleza del texto sagrado:
Eres huerto cerrado
hermana y novia mía,
huerto cerrado, fuente sellada.
Tus brotes, paraíso de granados,
lleno de frutos exquisitos...
(Ct 4,12)
Huertos
cerrados, imitando a Santa María, el primero de los huertos donde apuntó el
fruto más exquisito. Huertos cerrados, esperando en silencio, como ella, el
fruto de la salvación.
He entrado en mi huerto,
hermana y novia mía,
a cosechar mi mirra y mi bálsamo,
a comer de mi miel y mi panal,
a beber de mi vino y de mi leche.
¡Comed, amigos, bebed,
queridos, embriagaos!
(Ct 5,1)
Y
él viene como el fruto más exquisito del jardín, pero también a recoger los
frutos de su jardín. El mejor de los frutos: el abrazo de amor.
María fue herida suavemente en todo su ser; y yo
me daría por feliz, si alguna vez siquiera me sintiera tocado por la punta de
esa espada, para que, herido al menos levemente por el amor, pudiera decir mi
alma: Me ha traspasado el amor. ¡Quisiera tener esta llaga que extinguiese el
color y el calor de todo cuanto hace guerra al alma![5]
¡Entre mi amado en su huerto
y coma de sus frutos exquisitos!
(Ct 4,16)
[1] San
Bernardo, Sobre el Cantar, sermón
2,8, o.c. V, BAC 491, Madrid, 1987, p. 97.
[2] Ramón
Llull, Libro del Amigo y del Amado, 39.
[3] San
Bernardo, Sobre el Cantar, sermón
60,1, o.c. V, BAC, 491, Madrid 1987, p. 755.
[4] Cf. Paul Claudel, Commentaires
au Cantique, poema 4,5, Gallimard, 1963, p. 193.
[5] San
Bernardo, Sobre el Cantar, sermón
29,8, o.c. V, BAC, Madrid, 1987, p. 435.