6 de abril de 2012

VIERNES SANTO

CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,13-52,12; Sl 30,2.6.12-17.25; He 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19.42

Viernes Santo. Hoy contemplamos la belleza de la Cruz. ¿Es que hay belleza en la cruz? ¿Hay belleza en el rostro, o en una persona, desfigurada por los tormentos, malos tratos, torturas, en lo que sería una masa de carne y huesos?

Hoy contemplamos la belleza de la Cruz. Que no es solo la belleza del cuerpo de Jesús de Nazaret, colgado, retorcido por el dolor, en la cruz de los esclavos y malhechores. Es la cruz de Cristo que se identifica con la cruz de innumerables seres humanos de ayer, de hoy y de mañana. La Cruz es una solidaridad viva, muy viva con los crucificados de hoy. No se puede separar Dios del sufrimiento de los inocentes. No se puede adorar el Crucificado y estar de espaldas al sufrimiento de millones de seres humanos destruidos por el hambre, las guerras, la miseria, el abandono…

Dios muere solidario, identificado con el sufrimiento de los hombres y mujeres de este mundo. Si Dios, en Cristo, muere así, esto es un desafío a quienes lo seguimos como Maestro y Señor. No podemos estar cerrados, olvidando esta marea inmensa del sufrimiento humano. En este mundo donde millones de seres humanos viven excluidos, destruidos, por el hambre, las guerras, la miseria, el abandono… tenemos necesidad de despertar cada día nuestra sensibilidad. Cada día debemos tener «el oído de discípulo» para escuchar el grito del crucificado y «lengua de maestro» para decir una palabra de aliento al cansado.

En este rostro desfigurado del Crucificado se nos revela un Dios sorprendente, locura o escándalo, como queráis, pero un Dios que hoy seguimos crucificando en los débiles e indefensos, que hoy seguimos crucificando fuera de la ciudad, apartados, como apestados, fuera de nuestra sociedad. Hoy tenemos necesidad, obligación también, de despertar nuestra sensibilidad ante los crucificados de nuestra sociedad. Nuestro Dios es el Dios crucificado. No tenemos otro Dios que nos pueda salvar.

Teniendo en cuenta todo esto, ¿podemos afirmar que hoy contemplamos la belleza de la cruz?

Si. Porque el movimiento de la belleza es el movimiento del amor. Hoy contemplamos la suprema belleza, porque contemplamos el amor supremo, el amor llevado al extremo. La belleza es el amor que induce al Bien infinito a entregarse a la muerte por amor a la criatura amada. La belleza es, simplemente, orden, armonía, paz, para muchos que no aciertan a descubrir la belleza del Crucificado. Para nosotros, cristianos, la armonía, el orden, la paz, la belleza nos viene por otros caminos. Para nosotros, la belleza como se expresa san Agustín, es Alguien. La belleza es Cristo, «el más bello de los hombres» (Sal 45,3). Pero también nos presenta la Escritura a este Cristo como desposeído de toda belleza, «sin aspecto humano, hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos». Un Cristo ante el cual muchos se espantan, y vuelven la cara... ¿Cuál es la verdadera fotografía de Cristo?: ¿la del salmista que lo describe como el más bello de los hombres. O la de la liturgia, que nos lo presenta como el hombre de dolores, desgarrado horriblemente por el sufrimiento? Depende de nuestra mirada.

Nuestro Dios es un Dios que habla desde el silencio de la cruz. Como hablaba al profeta Elías en el silencio de la montaña, hoy a nosotros nos habla en el silencio de la cruz. Su palabra es una palabra de amor, del amor extremo. Nuestra mirada debe ser también la mirada del amor. Aceptar, contemplar esta belleza de la cruz, es aceptar el amor crucificado; es aceptar una muerte, un final del hombre viejo y una difícil vida nueva.

Necesitamos oído de discípulo para escuchar y aprender de Cristo la suprema belleza. Pues el puede compadecerse de nuestras flaquezas. El es el más bello de los hombres que derrama gracia, que nos enseña los caminos de la belleza, del amor.