2 de febrero de 2014

LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Homilía pronunciada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ml 3,1-4; Sl 23,7-10; He 2,14-18; Lc 2,22-40

«Pero como ella ahora, su figura enternecedora,
se juntara a los nuevos bienaventurados
e imperceptiblemente, luz con luz, se situara entre ellos,
entonces brotó tal resplandor desde el fondo
de su ser que un ángel, herido por su luz,
gritó de pronto deslumbrado: ¿quién es ésta?
Y sucedió un silencio de admiración.»

Un silencio de admiración cuando santa María entra en la casa del Padre.

Un silencio de admiración sería precioso en cada uno de nosotros contemplando este misterio de luz y de salvación, que es la Presentación del Señor en el templo. Porque ¿Qué puede nacer en nosotros al celebrar esta fiesta de la Presentación de Jesús en el templo, sino un silencio de admiración?

Un silencio de admiración porque es la fiesta de un ENCUENTRO. Una fiesta de un encuentro en una sociedad del desencuentro

Así lo celebra desde antiguo la iglesia griega, recordando el encuentro de Simeón y Ana que representan a todo Israel. Un encuentro que empieza ya con la visión de Zacarías en el templo. Un encuentro que viven los apóstoles después de la Resurrección cuando acudían al templo asiduamente, alabando a Dios.

El profeta Malaquías anuncia esta venida del Señor que busca el hombre, llega el Señor y entra en su templo. Es el encuentro que se produce con el revestimiento de nuestra humanidad por parte de Dios.

«Dios comparte nuestra carne y nuestra sangre, para erradicar y vencer la muerte. Se hace semejante e todo a nosotros como hermano, viene a ser sacerdote compasivo».

Viene como fuego y como luz. Como luz pone al descubierto nuestra debilidad, nuestro pecado, como fuego nos purifica, y nos hace capaces de vivir el encuentro con la luz.

San Sofronio Patriarca de Jerusalén comentando esta fiesta del encuentro, dice: «Ninguno de nosotros ponga obstáculos a esta luz y se resigne a permanecer en la noche; al contrario, avancemos todos llenos de resplandor. Todos juntos salgamos a su encuentro llenos de su luz, y con el anciano Simeón acojamos aquella luz clara y eterna; imitemos la alegría de Simeón y, como él, cantemos un himno de acción de gracias».

Encuentro que se inicia en Navidad. Dios se humaniza, para que el hombre se divinice como enseñan los Santos Padres. Un encuentro que continúa con la Presentación, encuentro con Israel, solemnizado en el encuentro con Simeón, y que se prolongará durante toda la vida pública de Jesús en una viva relación con su pueblo. Y alcanzará su plenitud en el encuentro con el Espíritu de Jesús en Pentecostés. Este Espíritu que nos trae la santidad y la luz de Dios a nuestra vida, a nuestro interior, para ser templo, casa de Dios.

Quizás necesitamos de ese silencio de admiración que debió envolver a santa María, una vez le deja el Arcángel de la Anunciación. Quizás necesitamos del silencio de admiración que debió acontecer inmediatamente después de posarse aquellas lenguas de fuego y de luz sobre el colegio de los Apóstoles.

Quizás necesitamos ese silencio de admiración para despertar en nosotros el deseo, o la nostalgia del encuentro en otro tiempo vivido, despertar aquella añoranza de Job: «Aquellos días de mi otoño, cuando Dios era un íntimo en mi tienda» (Job 29,4).

Hemos conocido el Amor, pero necesitamos recordar los días otoñales, días para la nostalgia, como lo eran para Job. Estamos ya en la plenitud del tiempo. Pero la experiencia de la ausencia de la luz divina en nuestra vida nos recuerda otros tiempos de una intimidad más profunda. Ausencia divina que nos hace caer en la cuenta de una ausencia de deseo, o bien que una abundancia excesiva de palabras amortiguan la nostalgia o el deseo del corazón.

Quizás necesitamos silenciar nuestras palabras para percibir los movimientos del corazón que es el principio para escuchar la llamada del deseo. El deseo de Dios, del encuentro íntimo con él.

«Conoceremos su presencia —nos enseña San Bernardo— por el movimiento del corazón. Cuando se èl se aleja todo se vuelve inmóvil e insulso por cierta languidez, hasta que de nuevo vuelve y vuelve el calor al corazón. Un corazón que se dilata en el servicio».

Un silencio de admiración para escuchar la Palabra: aquellos días de otoño…

Un silencio de admiración, y contemplar la luz en los brazos de santa María que viene a nuestro templo.