22 de enero de 2017

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Is 8,23-9,3; Sal 26; 1Cor 1,10-13.17; Mt 4,12-23

Hay un proverbio que dice: «Las palabras se las lleva el viento». Depende. Cuando las palabras nacen de un silencio interior, profundo del corazón, pueden llegar al corazón del otro. Difícilmente se las lleva el viento. Cuando hay una escucha silenciosa seria, atenta, con un corazón abierto, tampoco las arrastra el viento.

Las palabras más bellas del hombre nacen del silencio. El silencio es el horno ardiente de las palabras, el crisol de las palabras esenciales, que dan vida y calor al corazón humano.

Esto se suele decir de la palabra humana. Y ¿qué decir de la Palabra de Dios? Nos responde la epístola a los Hebreos: «La palabra de Dios es viva, enérgica, más tajante que una espada de dos filos, penetra hasta la unión del alma y del espíritu, de órganos y médula, juzga sentimientos y pensamientos. No hay criatura que escape a su mirada, todo está desnudo y vulnerable a sus ojos y es a ella a quien habremos de dar cuenta». (Heb 4,12)

¿Viene a ser así en nuestra vida la relación con la Palabra, o también se la lleva el viento? Mirad, Isaías nos decía en la primera lectura: «El pueblo que caminaba a oscuras ha visto una gran luz, una luz resplandece para quienes vivían en tinieblas y los ha llenado de gozo, de una alegría inmensa».

El Salmo nos vuelve a decir: «El Señor me ilumina y me salva».

¿En verdad somos iluminados por esta luz de la palabra? Porque aquí no se refiere a la luz del día, que ya gozan de ella nuestros ojos físicos, sino de la luz del corazón. Y yo pienso que no siempre esta luz de la palabra baja a nuestro interior. Y yo creo que esto se debe a que nuestra relación con la Palabra de Dios es superficial.

Hay una evangelización en las profundidades del ser, de las fuentes de nuestra afectividad, de las raíces mismas del inconsciente que nunca tendrá lugar si no aplicamos los sentidos de nuestra alma a las cosas de Dios. Nuestro amor a Dios seguirá siendo enteramente cerebral. Y nuestra persona no lograra unificarse en Cristo y viviremos en un divorcio interior. La cabeza estará en el Señor, pero el corazón se irá a otros objetos.

La misma santa Teresa dice: «Me hizo mucho daño no saber que era posible ver más allá de los ojos del cuerpo, es decir ver con los ojos del alma».

San Bernardo en su Sermón 10 «De diversis» tiene unas palabras llenas de profunda sabiduría acerca de los sentidos interiores.

Si nos quedamos en la superficie de nuestra vida, tenemos en peligro, muy real, de vivir inmersos en profundas divisiones. Nos lo ha recordado san Pablo, hoy en su epístola a los Corintios. Nos lo está recordando a todos los cristianos estos días el Octavario de oración por la unidad de los cristianos.

Es Cristo el artífice de la unidad, solo él nos ilumina y nos salva, pero él no busca en nosotros personas divididas. El es el Maestro que pasa y llama e invita a la conversión, es decir a una vuelta de todo nuestro ser hacia el misterio de Dios.
Jesucristo es la Palabra que ha nacido de la profundidad del Misterio de Dios, de un misterio de Amor, que es profunda comunión. Y nace para envolvernos en el misterio de Amor de la divinidad. Recordar aquel verso del Salmo: «La luz te envuelve como un manto. Te vistes de belleza y majestad». (Salmo 104) Pues esta luz nos ofrece Cristo. Es la Palabra de Dios que nace del más profundo del silencio de Dios. La Palabra que nace de un corazón que es todo Amor. Y esta Palabra lleva toda la fuerza y energía, toda la capacidad para penetrar hasta lo más profundo de nuestro ser.

La Palabra de Dios no se la lleva el viento, más bien la lleva el viento sagrado del Espíritu de Dios a tu interior, para ayudarte con su luz y su sabiduría a cambiar de vida y hacerte, en el camino de esta vida, instrumento permanente de unidad y de reconciliación.

Hombre, mujer, que grandes sois, para que el Señor se acuerde de ti, para darte poder poniendo bajo tu mandatos toda su obra. Pero también a su imagen es decir con una dignidad de hijos libres, que pueden decirle no a Dios.

Hermanos, hermanas, dejad que la Palabra de Dios arraigue en vuestros corazones, que no se la lleve el viento y lleguéis a ser coronados de gloria y dignidad.