19 de mayo de 2013

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«Te pedimos que los pueblos divididos por el odio y el pecado se congreguen por medio de tu Espíritu, y que las diversas lenguas encuentren su unidad en la confesión de tu nombre». (Colecta de la Vigilia)

«Te pedimos que no dejes de realizar en el corazón de tus fieles las mismas maravillas que realizaste al comienzo de la predicación evangélica». (Colecta del Día).

Qué maravillas son éstas, que pedimos que se repitan? Neutralizar la división, el odio, el pecado, provocar la unidad, la reconciliación...

«Conviene que yo me vaya para que venga el Espíritu Santo, que os llevará a la verdad completa». La verdad completa es vivir la Pascua. La Pascua es el paso de la muerte a la vida. El nacimiento el hombre nuevo. Esto solo es posible mediante la presencia del Espíritu Santo que interioriza en nosotros la obra de Jesús, la actualiza.

Sin el Espíritu Santo, Dios queda lejos, Cristo sería algo de un pasado histórico, el evangelio letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad, un poder, la misión propaganda, el culto una evocación del pasado y la acción de los cristianos una moral de esclavos.

Nuestro trabajo, o, mejor, nuestro servicio, es un trabajo y un servicio permanente a la unidad, a la reconciliación. Quien no vive una vida cristiana iluminada e impulsada por estos valores no es cristiano, o peca contra el Espíritu. Y nos conviene recordar que Jesús enseñó que todos los pecados nos serán perdonados menos el pecado contra el Espíritu Santo. Que es el pecado que está en la línea de discordia de la división....

Jesús dice en el evangelio: «Yo he venido a traer fuego a la tierra». Es el fuego del Espíritu que vemos que se derrama en lenguas en la mañana de Pentecostés. Un fuego que se manifiesta en una fuerte unidad y comunión que les lleva a ser testigos de Cristo resucitado. Con toda eficacia.

El Espíritu empieza a soplar con fuerza. Arde dentro de los discípulos de Jesús y les impulsa a trabajar por la comunión. Son comunión, unidad que se está rehaciendo continuamente.

Pues el trabajo o mejor el servicio de la unidad no tiene como objetivo conseguir una uniformidad de todos, sino en conjugar la unidad de todos con la diversidad que implica cada persona. Es lo que nos sugiere san Pablo: «hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común».

Un mismo Dios obra todo en todos. El Espíritu se manifiesta siempre para el bien común, para el bien de todos. Nuestro problema estará pues en discernir la presencia y la voluntad del Espíritu de cara al bien común. Ahora bien tenemos un punto de referencia principal para saber si escuchamos al Espíritu: el servicio de la unidad y de la reconciliación. Y la confirmación de que nuestro servicio está en la línea del Resucitado es si crecemos en la paz, en nuestra paz interior. No la paz del mundo que a lo más que llega es a una ausencia de violencia y muerte, no exenta de tensión, sino la paz de Dios que infunde como nos dice la secuencia «calor de vida en el hielo» del corazón y guía para los caminos torcidos.

Calor de vida, o como dice el Papa Francisco fuente inagotable de vida: «El hombre de todos los tiempos quiere una vida plena y bella, justa y buena, una vida no amenazada por la muerte, que pueda madurar y crecer hasta la plenitud. El hombre es como un viajero que, atravesando el desierto de la vida, tiene sed de una agua viva, abundante y fresca, capaz de saciar su deseo profundo de luz, amor, belleza, paz. ¡Todos tenemos este deseo. Jesús nos da esta agua viva: es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones: Yo he venido para que las ovejas tengan vida y la tengan en abundancia, dice Jesús. Jesús ha venido para darnos esta agua viva, que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, animada según Dios, alimentada por Dios. Cuando nosotros decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos esto: el cristiano es una persona que piensa y actúa según Dios, según el Espíritu Santo. Pero hago una pregunta: nosotros ¿pensamos según Dios, actuamos según Dios?»

¿Porque no prestamos estos días una especial atención a rastrear cuánto hay de cristiano en nuestro día a día, y en nuestra hora a hora?

12 de mayo de 2013

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53

«Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas», canta el salmista describiéndonos un escenario grandioso, de victoria y de fiesta. La escena que nos sugiere es majestuosa, de una belleza singular. Por esto nos invita a sumarnos a la fiesta, a la alegría de la victoria de Cristo: «Batid palmas, aclamad con gritos de júbilo, tocad con maestría, cantad himnos. Dios reina».

¿Dios reina? ¡Dios reina, domina en tu vida? ¿Dios está sentado en el espacio precioso, único, de tu corazón?

Es oportuno recordar las palabras del abad Guerric en su sermón sobre la Ascensión: «¿Pensáis que podrá ascender, volar súbitamente de la tierra al cielo quien ahora no aprende a volar mediante el ejercicio y la práctica cotidianos? ¿Acaso Cristo, como el águila, no incita a volar a sus polluelos (Deut 32,11) cuando revoloteaba sobre ellos, cuando a su vista era elevado y durante tiempo ellos le seguían mirando? Por una parte procuraba atraer hacia arriba, en pos de sí, sus corazones a impulsos del amor, y por otra les prometía, con el ejemplo de su cuerpo, que sus cuerpos podrían ser elevados de la misma manera. Condescendiendo con tu debilidad, extenderá sus alas, te tomará y te llevará sobre sus hombros, con tal de que no seas un aguilucho degenerado, con tal de que no temas ser levantado de la tierra y disfrutar de un aire puro».

¿Cómo extenderá sus alas sobre nosotros? Por medio de su Espíritu que enviará inmediatamente.

El relato de la Ascensión, como nos sugiere la Palabra de Dios viene a establecer una separación de dos hechos: El tiempo de Jesús y el tiempo del Espíritu. La Ascensión es el final de una época salvífica, de la llamada de Israel y del testimonio ante los poderes de este mundo.

San Lucas ha tenido cuidado en diferenciar cada uno de estos momentos: por un lado lo que los hombres hicieron dando muerte a Jesús (hecho cerrado y verificado por la sepultura), lo que Dios hizo con Jesús (hecho concluido y abierto por las apariciones); lo que hizo Jesús, una vez resucitado, derramando el Espíritu sobre los Apóstoles.

La Ascensión separa dos momentos, dos tiempos fundamentales: la vida y la obra de Jesús, como Dios anonadado, revestido de nuestra frágil naturaleza, para abrirnos el camino a Dios, para decirnos que estamos destinados a la vida, a ser introducidos en la gloria del Dios vivo. Y por otro lado la obra del Espíritu. «Os conviene que yo me vaya, pues así os enviaré el Espíritu que os enseñará todo, os llevará a la verdad completa».

Entre la obra de Jesús y la obra del Espíritu, el momento de la Ascensión, que anuncia también, como dice la oración colecta, «nuestra victoria, que estamos destinados a participar de la gloria a donde hoy llega él». La Ascensión es el momento en que Cristo incita a volar, como el águila a sus polluelos.

Pero este ejercicio de volar no es como si él estuviese describiendo movimientos encima de nuestras cabezas, como pueden ser las piruetas de un ejercicio acrobático en el aire.

Este ejercicio es más bien una invitación a un tiempo de plegaria como nos sugiere san Pablo: «para que nos conceda una comprensión profunda de su misterio, para que nos conceda los dones de su revelación, de su Palabra para que lleguemos a comprender la esperanza a la que nos llama, las riquezas de gloria que nos tiene preparadas, y sobre todo y por encima de todo para que lleguemos a comprender la grandeza del inmenso poder que obra en nosotros los creyentes, es decir la eficacia de su fuerza, que es la misma que resucitó a Cristo de entre los muertos».

Es decir una llamada a preparar nuestros corazones para obrar y vivir en sintonía con la fuerza de Dios, con la fuerza y sabiduría del Espíritu de Jesús.

Una llamada a prepararnos para vivir llevados por este Espíritu de Jesús en nuestra vida de fe, en el camino de esta vida. A vivir con una luz nueva. La Ascensión es la invitación a vivir un salto profundo, que viene a ser el salto de la fe. Escribe san Agustín: «Ahora ya no se encuentra a Cristo hablando en la tierra, sino desde el cielo. Me elevo al cielo, pero estoy todavía en la tierra. Allá sentado a la derecha del Padre; aquí padeciendo todavía hambre y sed y siendo peregrino».

Así que no podemos estar mirando al cielo, sino abrir los ojos del corazón y contemplarlo aquí en la tierra.

8 de mayo de 2013

MISA EXEQUIAL Y FUNERAL

DEL P. ROBERT SALADRIGUES I ORTÍS
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Job 19,1.23-27.; Rom 14,7-9.10-12; Lc 24,13-35

Nos reúne en torno al Altar el amor de Dios que nos salva, con motivo de la muerte del P. Roberto, después de haber vivido durante 71 años el camino de la vida monástica con nosotros. Nos podemos preguntar ¿en qué consiste este camino monástico? Y encontramos la respuesta en la misma Palabra de Dios que acabamos de escuchar: «Ninguno vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor».

Un día aparecemos aquí en la tierra para vivir un tiempo de camino, de peregrinación, un tiempo que pasa rápido, y se esfuma con la rapidez con que se esfuma el humo, para pasar a otra dimensión de la vida, la vida eterna, la vida en Dios. Somos pobres y débiles criaturas, que queramos o no, estamos en las manos de Dios, que nos crea con su inmenso amor, y nos vuelve a recibir con el mismo inmenso amor. «En la vida y en la muerte somos de Dios».

Pero esto es algo que podemos y debemos decir de toda criatura humana, de todo creyente. Entonces deberíamos preguntarnos qué es lo específico de la vida monástica, de la vida del monje. Yo afirmaría que el monje está llamado a mantener la mirada, los ojos, en nada fuera de Dios, invisible y presente; ser un testimonio en este mundo, con su sola existencia de cuál es la dirección hacia donde es preciso mirar. Y mediante el deseo y la plegaria hacer más cercano el reino de Dios, que pedimos para todos los hombres, sobre todo cada vez que rezamos el Padrenuestro.

Pedir, desear, este reino es querer, desear a Dios, y amarle con un amor impaciente. Cuánto más grande es el deseo, más descansa el alma en Dios; la posesión aumenta en la proporción que aumenta el deseo.

El monje aviva este amor, hace grande su deseo mediante la escucha del Maestro; la escucha y la guarda en el corazón de la Palabra de Dios. El monje es aquel que hace con una comunidad, el camino a Emaús. Y en el camino el Resucitado se va incorporando, se va haciendo presencia viva en el corazón de los peregrinos, en el corazón de la comunidad. Se va haciendo «fuego ardiente», «deseo vivo». «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Este es el camino del monje: buscar al Resucitado, dejarse encontrar por él, querer llevarlo como compañero del camino; desear que se quede con nosotros cuando atardece. Y comunicar y compartir esta experiencia con la comunidad, con el mundo, para decir a nuestro mundo la dirección en la cuál es preciso mirar.

Este es nuestro futuro, este es también, en definitiva el futuro de la humanidad, que debe llevarnos a una profunda transformación de nuestra persona, como nos sugiere un santo Padre de la Iglesia: «El Apóstol nos enseña el futuro de la humanidad, gracias a Cristo, el cuál transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su condición gloriosa. Si, pues, esta transfiguración consiste en que el cuerpo se torna espiritual, y este cuerpo es semejante al cuerpo glorioso de Cristo, que resucitó con un cuerpo espiritual, todo ello no significa sino que el cuerpo, que fue sembrado en condición humilde, será transformado en cuerpo glorioso. Él atrae a las alturas a todo el universo, como lo había prometido, al decir: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”». (San Anastasio de Antioquía)

El P.Robert ¿vivió en este camino, estos valores de la vida monástica? El juicio pertenece a Dios que sondea los corazones de todos. Él nos ha acompañado muchos años en el camino de la vida monástica, y nosotros, ahora, en este momento le acompañamos con nuestra oración hasta la casa del Padre, y lo dejamos en las manos amorosas de un Dios que nos ha creado con mucho amor, y nos llama volver a él con inmenso amor.

Porque nosotros lo olvidamos, pero él no lo olvida: «que vivimos y morimos para él, que en la vida y en la muerte somos de él, del Señor», todo amor y misericordia. «¡Ojala estas palabras —como dice Job— se grabaran con cincel de hierro y se escribieran para siempre en la roca de nuestro corazón».