30 de mayo de 2010

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Prov 8,22-31; Sal 8,4-9; Rom 5,1-5; Jn 16,12-15

«Gloria ... amén». (recitado con mucha rapidez)

«Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén». (recitado muy lentamente)

Es un comienzo algo teatral. Estoy de acuerdo. Pero cuando nosotros participamos en este misterio de Amor que es la Eucaristía de manera inconsciente ¿no estamos haciendo muchas veces una pobre representación teatral?

¿Sabemos cuántas veces al día decimos Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio…? ¿y somos conscientes de cómo lo recitamos?...

La Eucaristía empieza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y acaba con la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y entre estas dos invocaciones de la Trinidad celebramos lo que viene a ser una seria representación del Amor que se entrega hasta el extremo, una celebración del Amor que nos salva.

La Eucaristía engloba todo el Misterio de Dios que es el Misterio de la Trinidad, de donde ha brotado toda la belleza de la creación, y toda la belleza y bondad de la criatura humana.

Deberíamos cada día celebrar con temor y temblor este profundo misterio que nos envuelve a todos.

Tanto es así que conozco un monasterio de monjes, donde cuando dos miembros de la comunidad no están en una mínima relación de hermanos, les invitan a no acercarse a la comunión. Yo creo que esto nos enseña el gran respeto y la profunda valoración de este misterio de Amor y de comunión que es el Misterio de la Trinidad.

Necesitamos conocer esta «Verdad», que es el núcleo de nuestra fe. Pero no un conocimiento de razón, seco, frío… un Dios y Tres personas… Para que nos abramos a este conocimiento del Misterio de Dios, se nos ha dado el Espíritu Santo, ha sido derramado en nuestro corazones su Amor, para que lleguemos a estar en paz con Dios, y sea una realidad que Dios sea todo para todos. Porque como nos enseña san Bernardo: «Dios no es todavía todo para todos. De aquí se deriva que la razón se engañe en sus juicios con tanta frecuencia, que la voluntad se vea sacudida por sus desórdenes y que la memoria se desconcierte por sus muchos olvidos. La criatura está doblegada por este fracaso, no por gusto, aunque abriga una esperanza. Pues el que sacia de bienes todos los anhelos será plenitud luminosa para la razón, torrente de paz para la voluntad, presencia eterna para la memoria. ¡Oh amor, verdad, eternidad! ¡Santa y feliz Trinidad! Por ti suspira desde su desgracia esta mi trinidad por su destierro lejos de ti. ¡Como hemos trastocado esta trinidad nuestra contra la Tuya. Siento palpitar mi corazón, y me duele mi ser; me abandonan las fuerzas y me estremezco; me falta hasta la luz de los ojos y caigo en el horror. ¡Ay trinidad de mi alma, te alejaste al pecar y mira ahora tu gran desemejanza con la Trinidad!» (Sermón 11,5 sobre el Cantar)

Para colaborar con Dios en ese camino de que Dios llegue a ser todo para todos es necesario vivir nuestra fe movida en todo momento por el amor. Ese Amor que ha sido derramado en nuestros corazones. Es necesario dejar que coja fuerza el dinamismo del Amor en nuestra vida.

Contemplemos como mueve el amor a Dios, y así podemos tener un principio de referencia en nuestra vida. Dice Ramón Llull: «El Amado está muy por encima del Amor y el Amigo está muy por debajo del Amado; y el Amor que se encuentra entre los dos hace descender el Amado hasta el Amigo y hace subir el Amigo hasta el Amado. Y de esta subida y de esta bajada o descenso nace y vive el Amor que sirve al Amado y hace sufrir al Amigo» (Libro del Amigo y del Amado, n. 251)

Parece esto un juego de subidas y bajadas entre el Amado y el Amigo, entre Dios y el hombre. Un juego que parece recordarnos la relación entre Dios y la Sabiduría de que nos hablaba la primera lectura, donde además leemos de manera expresa: «yo estaba junto a Él, hacía sus delicias, jugaba continuamente en su presencia, jugaba por toda la tierra y compartía con los hombres mis delicias».

Por favor no nos inventemos otra vez un Dios serio. Nuestro Dios es un Dios que se complace en vernos jugar. Y dentro de este juego de vida y de amor hay todo un hermoso dinamismo de bajada y subida… Todo para hacerle el juego al Amor.

Pero podemos ser tan serios que no lleguemos a entrar en este juego del Amor. Y esto es un entrenamiento para la vida eterna. O mejor dicho es ya el comienzo de la vida eterna, pues ejercitándonos en ese amor, nos vamos incorporando poco a poco en esa locura de amor que es la Trinidad.

Por ello nos invita San Bernardo: «Meditemos qué obras ha hecho la Trinidad en el universo y con nosotros desde la creación del mundo del mundo hasta su consumación. Contemplemos cuán solícita está la divina majestad, de quien depende el gobierno y orden de los siglos, para que no nos perdamos eternamente. Ha desplegado su poder al crearnos y todo lo dirige con sabiduría, como una prueba evidente de su poder y sabiduría. También había bondad en Dios y en grado infinito, escondida en el corazón del Padre, para desbordarse sobre todos sus hijos en el momento oportuno». (Sermón 2 de Pentecostés)

23 de mayo de 2010

DOMINGO DE PENTECOSTES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«Un hombre, que regularmente asistía a las reuniones de un grupo de amigos, sin ningún aviso dejó de participar. Después de algunas semanas, un amigo del grupo decidió visitarlo. Era una noche muy fría. El amigo lo encontró en la casa, solo, sentado delante de la chimenea, donde ardía un fuego brillante y acogedor. Adivinando la razón de la visita de su amigo le dio la bienvenida, lo condujo a una silla grande cerca de la chimenea y se quedó quieto, esperando. Se hizo un grave silencio. Los dos hombres sólo contemplaban la danza de las llamas en torno de los troncos de leña que ardían. Al cabo de algunos minutos, el amigo examinó las brasas que se formaron y cuidadosamente seleccionó una de ellas, la más incandescente de todas, empujándola hacia un lado. Volvió entonces a sentarse, permaneciendo silencioso e inmóvil. El anfitrión prestaba atención a todo, fascinado y quieto. Al poco rato, la llama de la brasa solitaria disminuyó, hasta que sólo hubo un brillo momentáneo y su fuego se apagó de una vez. En poco tiempo, lo que antes era una fiesta de calor y luz, ahora no pasaba de ser un negro, frío y muerto pedazo de carbón recubierto de una espesa capa de ceniza grisácea. Ninguna palabra había sido dicha desde el protocolario saludo inicial entre los dos amigos.
Antes de prepararse para salir, manipuló nuevamente el carbón frío e inútil, colocándolo de nuevo en el medio del fuego. Casi inmediatamente se volvió a encender, alimentado por el calor de los carbones ardientes en torno de él. Cuando alcanzó la puerta para partir, su anfitrión le dijo: —Gracias por tu visita y por el bellísimo sermón. Regresaré al grupo de amigos. ¡Podéis contar conmigo!»

Yo diría que como trasfondo de este relato podemos contemplar la primera lectura, donde hay un grupo de amigos, los discípulos de Jesús, con santa María y algunas mujeres. Lo más realista es pensar que se dedicarían en tales encuentros a recordar las enseñanzas de Jesús durante su vida pública. En estos encuentros, el interior de este grupo iría subiendo de temperatura. Cada día más ardiente el fuego, más vivo. Así vemos que sucede cuando Jesús se aparece personalmente a alguno de ellos o de ellas. El corazón empieza a arder por dentro, hasta que llega el momento de presentarse todo el grupo ante los judíos devotos de todas las naciones de la tierra.

Yo creo que empiezan a comprender muchas de las enseñanzas de Jesús. Por ejemplo, aquellas palabras que decían: «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Y quien está en medio de ellos es Alguien que ama hasta el extremo, lleva el amor hasta las últimas consecuencias. Quienes se presentan esta mañana ante los judíos, llegarán en su amor también hasta el extremo, como buenos discípulos del Maestro.

Procedentes de todas las naciones les entienden. ¿Quién no entiende el amor vivido y testimoniado hasta el extremo? Es fuego que consume y despierta el deseo de consumirse. Porque estamos hechos por el Amor y para el Amor. «Predestinados ya antes de la creación del mundo a estar consagrados por el amor», dice san Pablo.

Y comienzan con decisión y generosidad el camino programado en la lectura segunda, donde se habla de unidad y de diversidad, muy en consonancia de la presencia del Espíritu Santo. Son dos palabras que los hombres nos cuesta llegar a asumirlas. Las vemos contradictorias. El hombre si tiene el poder busca esa unidad mediante la cual tenga un dominio del ambiente. La diversidad la encuentra peligrosa para su situación de privilegio. Puede surgir una contestación que no llegue a dominar. En resumen es una actitud propia de una persona corta.

Los que están en el otro terreno, el de la diversidad, temen que se les recorten sus libertades, que se diluya su riqueza personal.

Es la misma sintonía o tensión que puede haber entre las palabras individuo y comunidad. La persona solo se realiza plenamente en un ambiente comunitario; puede, en su egoísmo aprovecharse de la comunidad, pero también con ello a la corta se empobrece. La comunidad debe tener en cuenta la riqueza de cada persona, respetar la individualidad de cada uno e invitar a ponerlo al servicio de la comunidad. A la vez, la persona es consciente de que ahí el verdadero camino de su realización.

Es la sabiduría de la segunda lectura: «diversidad de dones, de servicios, de funciones, pero un mismo origen de todo, una misma fuente, un mismo fuego, un mismo Dios».

Un ejemplo muy expresivo del equilibrio entre la persona y la comunidad lo tenemos en la Regla. Además la Regla nos pone como punto principal de referencia a Cristo: «Escucha la invitación del Maestro. Renunciar a la propia voluntad, para militar bajo Cristo. En su bondad nos muestra el camino de la vida. Que Él nos lleve a todos juntos a la vida».

Tener como referencia a Cristo, es tener en cuenta sus enseñanzas, sus gestos… toda su vida… Fácilmente podemos comprender, si esto es así, que San Benito sugiere el camino con la invitación a la lectio divina. La lectio es el verdadero camino de encuentro con Cristo, y como los apóstoles en el evangelio, a través de este encuentro tener la paz en el corazón. Sentir como Él nos pacifica, entrando en nuestra estancia.

Y en el saludo de Jesús en el evangelio, hay un punto interesante: la recepción del Espíritu Santo, pero también la invitación a perdonar. Podemos pensar que esas palabras se refieren a la institución de la Penitencia. Es lo mismo, en cualquier caso es invitar al perdón como lo tenemos también en el Padrenuestro. La dimensión del perdón es fundamental en toda relación comunitaria para vivir con verdadera paz en el corazón y ser a la vez artífice de paz.

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILÍA
Hech 2,1-11; Salm 103, 1.24.29-31.34; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20, 19-23

Reflexión: Pentecostés

El Pneuma, el Espíritu Santo viene a ser como el "último toque", tanto en la Santísima Trinidad como en el plan divino de la salvación. El fruto de este Misterio es la Iglesia. El Espíritu Santo es quien la perfecciona en la santidad. Le comunica la santidad, la santidad de Dios. Cristo es la Cabeza de la Iglesia, y de Él parte el espíritu divino que recorre todos los miembros. Hace que la Iglesia sea un solo Cuerpo en el único Espíritu. Esta fuerza de Dios «la ejerció en Cristo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra, por encima de todo principado» (Ef 1,20-23).

El día de Pentecostés, el Señor glorificado se formó para sí a su Iglesia como Cuerpo suyo y como Esposa, y le comunica su fuerza vital divina.

Este don de Dios ha sido confiado a la Iglesia. Del mismo modo que comunicó su soplo a la carne modelada, para que al recibirlo queden vivificados todos sus miembros; en este don estaba contenida la comunión de vida con Cristo.

Dice Pablo: «En la Iglesia puso Dios a los Apóstoles, a los Profetas, a los Doctores» suscitados por la acción del Espíritu, para que con el servicio particular de cada uno ir edificando el Cuerpo en la comunión, en la unidad.

Donde está la Iglesia está el Pneuma, el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo. Los que no lo reciben, o quienes no lo escuchan son los que se fabrican cisternas agrietadas, y beben el agua sucia del fango. Se alejan de la fe de la Iglesia para no dejarse guiar. El Pneuma, en cuanto fuerza vital de la Iglesia es fruto de la Pasión y Resurrección del Señor; y la Iglesia es también fruto del Misterio Pascual. Lo que decimos de toda la Iglesia lo decimos también de cada uno de los que están incorporados a Cristo. Son "almas eclesiales", según expresión de Orígenes y de san Ambrosio. Toda alma que tiene una fe viva lleva dentro de manera viva el Espíritu Santo. Es la prenda de nuestra filiación divina, como dice Pablo: «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abba, Padre!» (Gal 4,6).

Y como el Pneuma, el Espíritu, es Dios, el alma queda divinizada por participación, por gracia. Puede conocer y contemplar las cosas de Dios. Así pues el Espíritu de Dios crea al "hombre nuevo" a imagen de Dios, le inspira la vida sobrenatural de Dios y le prepara para la eterna comunión de vida con Dios.

El Misterio de la fiesta de Pentecostés es el acto redentor de Cristo en cuanto que nos comunica la vida divina en plenitud. El Espíritu no se hizo carne como el Verbo; sin embargo vino a nosotros. Por la Muerte y Resurrección de Cristo, Dios está en medio de nosotros y dentro de nosotros. En una posesión plena y permanente.

Palabra

«Estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido, como de un viento recio, resonó en toda la casa». "Estaban juntos", dedicados a la oración. Estaban preparando la tierra donde ya había caído la "semilla" de la Palabra, y como hombres del "tiempo" estaban en la espera, que llegará el "tiempo de Dios" en la vida. Todo trabajo en línea de unidad y reconciliación, es siempre preparar la tierra para que el Espíritu de Dios se manifieste plenamente.

«Hay diversidad de dones pero un mismo Espíritu». Lo importantes es que cada uno reconozca y aprecie y valore el don que ha recibido. Cada uno tiene el suyo.

«Diversidad de servicios, pero un mismo Señor». Lo importante y necesario es que cada uno en la comunidad desempeñe un servicio concreto. Cada uno tiene capacidad para un servicio. Nadie es tan pobre que no tenga algo que poder ofrecer.

«Diversidad de funciones, pero un mismo Dios». Es vital que cada uno sea consciente de esta gran verdad: solo hay una fuente de vida, y de esa fuente bebemos todos, y saciamos nuestra sed.

«Paz a vosotros. Y los discípulos se llenaron de alegría». Sólo la paz es fuente de alegría. Pero esta paz auténtica solo la da el Señor, no el mundo.

Sabiduría sobre la Palabra

«El Espíritu, como nos dice Lucas, descendió sobre los discípulos en Pentecostés, después de la ascensión del Señor, para introducir a todos los hombres en la vida y hacerles participar en la nueva Alianza; por eso alababan a Dios en todas las lenguas, mientras el Espíritu congregaba en la unidad a los pueblos más distantes i ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones. Por todo ello había prometido el Señor enviarnos al Paráclito, a fin de que nos transformara para Dios. Pues así como el trigo seco, si no hay agua, no puede formarse una masa ni hacerse siquiera un solo pan, del mismo modo tampoco nosotros podríamos llegar a formar una unidad en Cristo Jesús sin el agua que proviene del cielo. Y así como la tierra seca no puede fructificar si carece de humedad, tampoco nosotros, que éramos leño seco, hubiéramos podido dar frutos de vida sin la lluvia de la voluntad divina». (San Ireneo, Tratado de las Herejías)

«Si el Espíritu Santo está en ti, por sus operaciones comprenderás absolutamente en ti lo que dice acerca de él el Apóstol: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad, (2Cor 3,17) y: el cuerpo está muerto a causa del pecado pero el espíritu es vida a causa de la justicia (Rom 8,10), y: los que son de Cristo han crucificado su carne con sus pasiones y deseos (Gal 5, 24). Todos los que han sido bautizados en el Espíritu Santo (1Jn 1,33) han sido revestidos enteramente de Cristo (Gal 3, 27), son hijos de luz (Lc 16,8) y andan en la luz que no tiene ocaso (1Jn 1,7); y viendo el mundo no lo ven; y oyendo las cosas del mundo no escuchan (Mt 13,13). Como está escrito acerca de los hombres carnales: viendo no ven, escuchando las cosas divinas no comprenden (Lc 8, 10) ni pueden comprender las cosas del Espíritu (1Cor 2,14), porque para ellos es locura. Así pienso igualmente acerca de los que tienen en sí el Espíritu Santo: llevan un cuerpo pero no están en la carne: Vosotros, dice, no estáis en la carne sino en el Espíritu si al menos el Espíritu de Dios habita en vosotros (Rom 8,9); están muertos para el mundo y el mundo para ellos: Para mí el mundo está crucificado y yo para el mundo. (Ga 6,14)». (Simeón, el Nuevo Teólogo)

16 de mayo de 2010

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53

Podemos resaltar dos escenas en las lecturas de hoy:

Primera escena. Una voz se deja oír: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse».

Segunda escena. Dice Jesús mismo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará… Ellos fueron y proclamaron el Evangelio».

¿En cual de estas escenas te sitúas?

Hoy, solemnidad de la Ascensión, Cristo es glorificado. Cristo nos precede a la gloria. Su ascensión es nuestra victoria, la esperanza de nuestra glorificación. Esta fiesta nos ofrece un mensaje que san Bernardo nos describe con gran belleza: «El Señor de los cielos invade con su divina energía todo el universo. Ha disipado la niebla de su fragilidad humana, y la inunda de esplendor. El Sol está en su cenit, abrasa e impera. Su fuego cae a borbotones sobre la tierra: nada se libra de su calor (Salm 18,7). La Sabiduría de Dios ha retornado al país de la sabiduría; allí todos comprenden y buscan el bien. Tienen una inteligencia finísima y un afecto rapidísimo para acoger su palabra». (Sermón 3º sobre la Ascensión)

Pero de momento se quedan mirando al cielo. Todavía no son conscientes de que Jesús con su resurrección ha roto todos los moldes. Y ellos sus discípulos, siguen encerrados en los suyos: «¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?».

Nosotros quizás podemos estar en la primera escena. Mirando el bello azul del cielo. Hay muchos cristianos mirando al cielo. Contemplando, no el cielo donde está Dios, sino la nubes por donde se nos va ese Dios. Necesitamos ser conscientes de que el Señor ha roto los moldes, y el Sol, que llega a su cenit, cae como fuego sobre la tierra, sobre esta tierra pobre de sabiduría. Pero viene ahora con el fuego de su Espíritu.

Necesitamos del fuego de Jesús. Para situarnos en la segunda escena. Para ser anunciadores de la Buena Noticia de Jesús Resucitado. Anunciadores de un evangelio que rompe todos los moldes, anunciando una sabiduría nueva. La sabiduría de un hombre nuevo, de una humanidad nueva, que no acaban de hacerse realidad en un mundo donde domina la mirada superficial.

Y esto nos trae la exigencia, como dice Bernardo, de «purificar el entendimiento y el afecto. Tenemos el entendimiento turbio y el afecto muy sucio y manchado».

Tenemos necesidad de los dones espirituales de una comprensión profunda, que ya está anunciada, cuando Jesús les dice: «Conviene que yo me vaya para que venga quien os lo enseñará todo» (Jn 14,15; 16,7). Este es el vivo deseo de Pablo para los efesios, y para nosotros. Tenemos necesidad de conocer, pero un conocimiento del corazón, de la esperanza a la que nos llama.

Cristo es quien nos da la luz al entendimiento, y el Espíritu Santo purifica el afecto. Necesitamos purificar el entendimiento para conocer y el afecto para amar. Esta luz, esta purificación nos viene de Cristo y de su Espíritu.

Ya tenemos una cierta luz. San Bernardo dice que nuestro entendimiento ya está iluminado. Pero no le acompaña el afecto, necesitado de una fuerte purificación.

Escribirá Bernardo: «Conocéis el bien, el camino a seguir, y cómo debéis caminar. Pero la voluntad no es idéntica en todos. Algunos andan, corren y vuelan en todos los ejercicios de este camino y de esta vida: las vigilias se les hacen breves, las comidas sabrosas y el pan excelente, los trabajos llevaderos y agradables. Otros todo lo contrario: tienen un corazón tan árido y un afecto tan pertinaz que nada de esto les atrae. Son tan pobres y miserables que únicamente les mueve el temor del infierno. Comparten todas las miserias, pero no las alegrías».

Sucede que no ven a Cristo. Están mirando al cielo, el paso de las nubes… No ven a este Cristo que se retira para romper los moldes e invitarnos a abrirnos a la luz del Señor que nos quiere como instrumentos de una publicación, la de su buena noticia que quiere hacer un hombre nuevo y una humanidad nueva. Pero para ser instrumentos de esa buena noticia necesitamos tener experiencia de la grandeza del poder de Dios dentro de nosotros; del poder que obra en ti, en mí, en cada uno. Pero esto no lo puede llegar a vivir un alma volcada o derramada en las distracciones, en el exterior, sino recogida en su interior para no escapar de su calor, del Sol que deja caer su fuego a borbotones sobre la tierra.

En resumen: ¿en qué escenas estás situado? o ¿estás fuera de toda escena?

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILIA
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Lc 24, 46-53

Reflexión: La Ascensión del Señor

Jesús exaltado por la resurrección a la diestra de Dios (Act 2,34 Rom 8.34 Ef 1.20s 1Pe 3.22), señorea como rey (Ap 1,5 3.21 5,6 7.17), «subió» al cielo. Su ascensión aparece en las primeras afirmaciones de la fe, no tanto como un fenómeno considerado por si mismo cuanto como la expresión indispensable de la exaltación celestial de Cristo (Act 2,34 Mc 16,19 1Pe 3,22). Con la explicitación de la fe, ha ido adquiriendo una individualidad teológica e histórica cada vez más marcada.

La preexistencia de Cristo, se fue explicitando, en cuanto que la Escritura ayudó a percibir la preexistencia ontológica. Jesús, antes de vivir en la tierra, estaba junto a Dios como Hijo, Verbo, Sabiduría. Consiguientemente, su exaltación celestial no fue sólo el triunfo de un hombre elevado al rango divino, como podía sugerirlo una cristología primitiva (Act 2,22-36), sino el retorno al mundo celestial, de donde había venido. Fue Juan quien expresó en la forma más clara esta bajada del cielo (Jn 6,33.38.41s.50s.58) y puso en relación con ella la nueva subida de la ascensión (Jn 3,13 6,62). Aquí no se puede invocar a Rom 10,6s, pues el movimiento que allí sigue a la bajada de la encarnación es el resurgimiento del mundo de los muertos más bien que la subida al cielo. En cambio, Ef 4,9s expone una trayectoria más amplia, en la que la bajada a las regiones inferiores de la tierra va seguida de una nueva subida que lleva a Cristo por encima de todos los cielos. Es también la misma trayectoria supuesta en el himno de Flp 2,6-11.

Otro aspecto de la ascensión como etapa glorificadora distinta de la resurrección: la solicitud por expresar mejor la supremacía cósmica de Cristo. En Colosas se había amenazado con rebajar a Cristo a un rango subalterno entre las jerarquías angélicas, Pablo reitera en forma más categórica lo que había dicho ya sobre su triunfo sobre los poderes celestiales (1Cor 15,24), afirmando que este triunfo ha sido ya adquirido por la cruz (Col 2,15), que desde ahora ya Cristo señorea en los cielos por encima de los poderes, cualesquiera que sean (Ef 1,20s); y entonces es cuando utiliza el Sal 68,19 para mostrar que la subida de Cristo por encima de todos los cielos fue su toma de posesión del universo, al que él «llena» (Ef 4.10), lo «recapitula» (Ef 1,10) en calidad de cabeza. El mismo horizonte cósmico aparece en el himno de 1Tim 3,16: la elevación a la gloria viene aquí después de la manifestación a los ángeles y al mundo. La epístola a los Hebreos vuelve a su vez a pensar la subida de Cristo en función de su perspectiva de un mundo celestial, en el que se hallan las realidades de la salvación y hacia el que peregrinan los humanos. El sumo sacerdote subió el primero, atravesando los cielos y penetrando en el santuario, donde intercede en presencia de Dios.

Palabra

«¿Es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?». Los discípulos no habían entendido todavía a Jesucristo. Tendrán que esperar la venida del espíritu Santo, para que cambie su horizonte. Otra sabiduría viene entonces a iluminarlos y darles fortaleza.

«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?». Efectivamente, no estamos en el tiempo de mirar al cielo, sino de caminar, de hacer caminos por esta tierra, y de caminar hacia el espacio interior.

«Que el Señor os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo». Hoy necesitamos como nunca esta luz para la mirada del corazón, para comprender los caminos de Dios, para saber de la esperanza a la que nos llama.

«Id al mundo entero y proclamad el evangelio». ¿Lo proclamamos? o bien, antes: ¿lo vivimos?, pues no se puede proclamar realmente lo que no vivimos.

Sabiduría en la Palabra

«Nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo tal día como hoy; que nuestro corazón ascienda también con él. Él fue exaltado sobre los cielos; pero sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, que somos sus miembros, experimentamos. Mientras él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con él allí. Él realiza aquello con su divinidad, su poder y su amor; nosotros, en cambio, aunque no podemos llevarlo a cabo como él con la divinidad, sí que podemos con el amor, si va dirigido a él». (San Agustín, Sermón)

«De aquí que "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1). Entonces derramó sobre sus amigos toda la fuerza de su amor, antes de derramarse él mismo como agua, por amor de sus amigos (Sal 21,15). Entonces les entregó el sacramento de su cuerpo y sangre e instituyó su celebración. No sé que es más admirable, si su poder o su amor: para consolarlos de su partida inventó una nueva manera de estar presente, de suerte que separándose de ellos corporalmente, permaneciese no sólo con ellos, sino también en ellos, en virtud del sacramento. Entonces como olvidándose de su majestad y como haciéndose injuria a sí mismo —aunque para el que ama es un honor humillarse en favor de sus amigos—, por una condescendencia inefable el Señor, ¡y qué Señor!, lavó los pies de sus siervos y les dejó un modelo de humildad y un sacramento de perdón». (Guerrico, Abad, Sermón sobre la Ascensión)

9 de mayo de 2010

DOMINGO VI DE PASCUA (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILIA
Hech 15,1-2.22-29; Salm 66,2-8; Apoc 21,10-14.22-23; Jn 14,23-29

Reflexión: La ciudad santa de Jerusalén

En el Apocalipsis no hay descenso, no hay subida. El vidente ve el cielo abierto, ve los misterios de Dios que se cumplen en la tierra; la tierra y el cielo son un único reino, el cielo y la tierra son el espacio de la revelación.

La dimensión del cosmos, la espesura del tiempo eran el muro que separaba el hombre de Dios. ¿Cuál es el largo camino del hombre hacia Dios? Una vuelta al paraíso de donde había salido al pecar, para alcanzar de nuevo la divina presencia. Pero el Apocalipsis parece que no tiene necesidad de remontar los tiempos: Dios está presente. El desenvolvimiento de la historia se hace en la presencia pura: no está sólo destinado a realizar la divina presencia; es más bien en presencia del trono del Cordero donde se desarrollan todos los acontecimientos contemplados por el Vidente. El tiempo está incluido en la pura eternidad de Dios.

El Apocalipsis siendo la revelación de Dios nos dice que este tiempo no excluye la presencia de Dios. No hay otro contenido de la historia, no hay otro contenido de la creación: toda la creación está colmada de la presencia del árbol; el árbol, en efecto, tiene las dimensiones del cosmos; y toda la historia está plena del sacrificio del Cordero.

Si el cielo y la tierra no forman sino un solo reino, la revelación que el Apóstol Juan tiene de esta presencia es necesaria para levantar los velos que esconden la presencia de Dios. Incluso para Juan esta presencia está escondida, permanece el misterio; un misterio que él revela. Tal es el contenido del Apocalipsis, y el misterio es éste: Nosotros estamos ya en el paraíso, nosotros vivimos ya la vida divina; no una vida divina relativa, una cierta participación… sino aquella vida que es el acto eterno de Dios, aquella que es su amor absoluto, aquella que es el acto de la eternidad.

La ciudad santa del Apocalipsis es rutilante, translúcida, con el fulgor de las piedras preciosas… Imágenes materiales de la "gloria de Dios" que brilla sobre ella, y de la luz que despliega sobre todos los pueblos. Las dimensiones fantásticas, prácticamente irrealizables de la ciudad vienen a traducirnos la perfección suprema. Las puertas permanecen siempre abiertas para los intercambios, en signo de acogida de las ideas fecundas y de los pueblos diversos, y también para testimoniar la voluntad de difundir la luz.

Palabra

«Unos que bajaban de Judea, se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban no podían salvarse». El pasar de la Ley al Evangelio. Un problema de los primeros años del cristianismo que lo contemplamos con naturalidad. Pero no lo es tanto. No es fácil pasar de una situación donde nos sentimos cómodos, "seguros", a otra, con unos horizontes nuevos, más amplios, en que la confianza la tiene que poner tú, ya no te la proporciona el cumplimiento de una ley. Podemos percibir un poco la dimensión de este problema si pensamos, por ejemplo en los problemas que ha habido y hay todavía, después de más de 40 años con la renovación conciliar del Concilio Vaticano II.

«La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero». «El Señor es mi luz», recitamos en un salmo. O también: «el Señor me ilumina y me salva», o sea que ya ahora podemos empezar la experiencia de esa ciudad nueva bajada del cielo. Ya ahora podemos disfrutar de la luz de Dios. Porque ya lo sugerimos en la "reflexión" de antes: En el Apocalipsis no hay descenso, no hay subida. El vidente ve el cielo abierto, ve los misterios de Dios que se cumplen en la tierra; la tierra y el cielo son un único reino, el cielo y la tierra son el espacio de la revelación.

«El que ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos y haremos morada en Él». Nueva pista del evangelio para decirnos que ya es actual la presencia de Dios. Que la ciudad celestial ya está en la ciudad terrena o viceversa: "guardar la palabra" es el camino.

«La paz os dejo mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo». El mundo no acaba de encontrar los caminos que llevan a la paz. El mundo tiene unos caminos en los cuales no hay manera de encontrar la paz. ¿Por qué no probamos los caminos del Señor que nos ofrece la paz, pero por otros caminos diversos de los del mundo?

Sabiduría en la Palabra

«¿Cuál es la perfección del amor? Amar a los enemigos, y amarlos hasta hacer de ellos hermanos. Pues nuestro amor no puede reducirse a ser carnal. ¿Deseas a un amigo tuyo la vida? Haces bien. ¿Te alegras con la muerte de un enemigo tuyo? Haces mal. Aunque quizás aquella vida que tú le deseas a tu amigo es para él inútil, y, en cambio, es útil para tu enemigo la muerte con la que te alegras. Es incierto si esta vida resulta para alguien útil o inútil; en cambio, la vida junto a Dios es útil con seguridad. Ama a tus enemigos como a tus hermanos; ama a tus enemigos de modo que se sientan llamados a tu compañía». (San Agustín, Comentario a la 1ª carta de Juan)

«Empieza por tener paz en ti mismo, y así podrás dar paz a los demás». (San Ambrosio, Catena Aurea, vol. I)

«No se contenta el Señor con eliminar toda discusión y enemistad de unos con otros, sino que nos pide algo más: que tratemos de poner paz entre los desunidos». (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre san Mateo, 15)

2 de mayo de 2010

DOMINGO V DE PASCUA (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILIA
Hech 14,21-26; Salmo 144,8-13; Apoc 21,1-5; Jn 13,31-35

Reflexión: Ahora hago el universo nuevo

Ha empezado esta novedad radical con la resurrección de Jesucristo. Hay necesidad de una renovación radical en la vida cristiana. En la misma naturaleza hay, cada año una renovación, vuelve la savia nueva, nuevos frutos… En la vida del hombre no aparece esta fidelidad a la novedad que contemplamos en la naturaleza. En la vida del hombre hay un valor añadido que hace difícil, problemática dicha novedad: la libertad de que dispone el hombre para orientar su vida. El cristiano choca con el obstáculo de una extraña inercia que enerva y aploma. Experimenta la exigencia de una renovación: «¡Si fuéramos distintos, si fuéramos mejores nosotros, todos los demás, todo este mundo que nos rodea!...»

Dios hace suya esta aspiración y la toma tan en serio que parece como si retara al hombre a soñar; él realizará siempre más aún de lo que el hombre pueda concebir: «Vi entonces un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía». El "primer cielo y la primera tierra" son el cielo y la tierra que experimentamos ahora. El Génesis habla ya de ella, presentando un mundo bueno, sin mal, un mundo como debería ser, pero como de hecho no es ahora.

La Historia de la salvación que, por iniciativa de Dios, se desarrolló entre esos dos polos, se encamina ahora, según el libro del Apocalipsis, hacia su consumación; se realiza un mundo nuevo, querido por Dios, un mundo del que está ausente el mal —simbolizado por el "mar", como abismo y sede de lo diabólico— y en donde todo el bien que puede imaginarse recibe su potenciación hacia el infinito.

El autor del Apocalipsis estimula a tomar conciencia de que Dios actuará a favor de la humanidad, va desplazando la atención de la dimensión cósmica a la dimensión humana: «Y vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo».

La ciudad es santa, es nueva; desciende del nivel divino, es perfecta en todo, es esposa: por eso mismo puede atreverse a amar a Cristo con un amor igualitario, típico de dos esposos. Tal es la perspectiva de nuestra renovación. El autor volverá sobre esta imagen con nuevos detalles y relaciones, inconcebibles en la fase actual de la creación, que se encuentra todavía a nivel del primer cielo y de la primera tierra, pero con una referencia clara: Jesucristo Resucitado, que apunta a una sabiduría que es la que debe mover toda nuestra existencia, de manera que apoyados en el Espíritu del Resucitado, colaboremos con Él para ir haciendo realidad ese "universo nuevo".

Palabra

«Hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios». Entrar en el Reino es entrar en el dominio de Dios, en aquel espacio donde domina Dios, o donde quiere Él dominar y reinar. Este espacio es, fundamentalmente el corazón de la criatura humana, pues ha creado al hombre precisamente para que haga de su vida toda una alabanza a Dios y experimente de este modo la plenitud verdadera de todo su ser. Pero esto supone todo un trabajo de renovación, un ir haciendo el universo interior un universo nuevo. Supone colaborar con Dios para ir haciendo del espacio interior un espacio acomodado cada día más a la presencia de Dios como Amor y Señor.

«En cada iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor en quien había creído». Vemos como poco a poco se va organizando la vida de la Iglesia, mediante la actividad misionera de los Apóstoles, que predican el evangelio y se va formando comunidades, la vida de las cuales no siempre va a ser fácil, por los problemas, tensiones… que inevitablemente surgirán en ellas. Donde hay humanidad, hay problemas. Pero los problemas también son ocasión para que se den a conocer los mejores.

«Esta es la morada de Dios con los hombres». La morada de Dios será el corazón del hombre, será el corazón de la humanidad, será su pueblo. Un pueblo que en el universo nuevo que se inicia con la resurrección de Jesucristo, será toda la humanidad. Pues Cristo he venido a decir el amor de Dios a todos los hombres sin excepción.

«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como yo os he amado». El cristiano debe mirar a Cristo, debe mirar y contemplar su amor. Nuestro amor debe tender a ser como el suyo. Y nosotros debemos incorporar su amor en nuestras relaciones para que vayamos haciendo un camino de comunión, y podamos reflejar el misterio de Dios que es un misterio de comunión, un misterio trinitario.

Sabiduría sobre la Palabra

«La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del cielo. Porque el abismo, al ver sus puertas destruidas, devuelve los muertos, la tierra renovada germina resucitados y el cielo abierto acoge a los que ascienden. El ladrón es admitido en el paraíso, los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada entre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebatados a lo alto». (San Máximo de Turín, Sermones)

«Quien pide que venga a él el reino de Dios una vez que sabe que el verdadero rey es rey de justicia y de paz, enderezará completamente su propia vida hacia la justicia y la paz, para que reine sobre él Aquel que es rey de justicia y de paz. El ejercito de este rey está constituido por todas las virtudes, y todas las virtudes han de entenderse en conexión con la justicia y la paz. Bienaventurado aquel que está colocado bajo el mando divino, y se encuentra armado contra la maldad por las virtudes, las cuales muestran en quienes las visten la imagen del rey». (San Gregorio de Nisa, Sobre la vocación cristiana)