20 de abril de 2014

DOMINGO DE PASCUA. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

MISA DEL DÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 10, 14.37-43; Salm 117,1-2.16-17.22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9

«Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». Esto es lo que predican con fe los discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén días después de su muerte. Para ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de quienes han querido silenciar para siempre su voz y anular de raíz su proyecto de un mundo más justo.

Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a los indefensos… seguir los pasos de Jesús no es algo absurdo. Es caminar hacia el Misterio de un Dios que resucitará para siempre nuestras vidas, para darnos una vida nueva.

Esta fe nos sostiene por dentro y nos hace más fuertes para seguir corriendo riesgos. Poco a poco hemos de ir aprendiendo a no quejarnos tanto, a no vivir siempre lamentándonos del mal que hay en el mundo y en la Iglesia, a no sentirnos siempre víctimas de los demás. ¿Por qué no podemos vivir como Jesús diciendo: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy»?

Seguir al crucificado hasta compartir con él la resurrección es, en definitiva, aprender a «dar la vida», el tiempo, nuestras fuerzas y tal vez nuestra salud por amor. No nos faltarán heridas, cansancio y fatigas.

Pero nos pide estar en el camino de la sabiduría que predica san Pablo a los cristianos de Colosas: «ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios, estar centrados arriba, no en la tierra, para que así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, así también vosotros empecéis una vida nueva». Cambiad las alegrías y consuelos humanos por lo que Dios quiere, para gozar de la devoción santa y espiritual.

La resurrección de Jesús es el último capítulo de una fase de su existencia humana en este mundo, y el primer capítulo de otra existencia más allá de la muerte física. La resurrección no es un hecho como los de este mundo sino la perforación de la realidad que nos envuelve mediante la fuerza de una vida nueva que engulle la muerte. Por eso no podemos hablar de ella como hemos hablado de la vida y muerte anteriores; para conocer a Jesús resucitado será necesaria también una transformación de los testigos. Dios resucita a Jesús convirtiéndolo en cabeza de una nueva humanidad, que vivirá de la verdad propuesta por Jesús, se conformará a su proyecto de vida e intentará llevarlo a cabo. La resurrección otorga un valor absoluto a su forma de vida y a su doctrina; anticipando el final de la historia desvela su contenido definitivo y con ello lleva a cabo la revelación última. El hombre es el ser destinado por Dios a la vida. La muerte de Jesús es la consumación de la encarnación de Dios, quien de esta manera conoce por sí mismo, por una experiencia personal, lo que es ser mortal y un mortal destinado a morir. La resurrección de Jesús es la consumación de la redención y glorificación del hombre, ya que en Jesús somos introducidos en Dios.

La resurrección siempre nos remite por un lado a la cruz como expresión del amor supremo que se entrega, y por otro lado nos invita a mirar el futuro de una vida nueva y trabajar con el espíritu de Jesús por hacerlo realidad.

Es eficaz en nuestra vida «la humildad de aquel que a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Cristo no ha nacido para los que rehuyen el trabajo y temen la muerte, puesto que no aceptan que su victoria consistió en soportar el dolor y pasar por la muerte. Cristo no ha resucitado en aquellos que sienten angustias mortales frente al peso de la vida y el rigor de la penitencia y desconocen los gozos del espíritu» (cfr. San Bernardo, sermón 4).

Cristo ha resucitado en aquellos que, cada día que amanece, caminan al sepulcro y lo encuentran vacío, y llenos de un gozo interior inexplicable marchan corriendo a decirlo, a comunicarlo con el canto de una vida nueva.

DOMINGO DE PASCUA. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

«Mirad el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo». La salvación del mundo, o la salvación del hombre, de cada uno de nosotros que vivimos nuestra vida, nuestra historia, aquí en este mundo. Salvación de este mundo roto, sometido a la muerte, pero destinado a la vida. Este es el camino del Resucitado, el ejercicio del amor. Estos deben ser nuestros caminos.

«Sólo cuando alguien valora el amor por encima de la vida, a saber, sólo cuando alguien está dispuesto a someter la vida al amor, por el amor del amor, puede el amor ser más fuerte y mayor que la muerte». (J. Ratzinger)

No hay amor más grande que dar la vida. Este amor es el que hemos contemplado y seguimos contemplando en la cruz. Pero el que da la vida por amor, el que somete la vida al amor, vence la muerte vuelve a recobrar la vida, pero ya una vida nueva.

«Resurrección significa paso, transición. Cristo hoy no vuelve, sino que resucita; no retorna, sino que cambia de vida… Pero si pasó realmente a una vida nueva nos invita a nosotros a cambiar. Vaciamos del sentido de Pascua la sagrada Resurrección si hacemos de ella un retorno y no un paso…» (San Bernardo, Sermón 1 sobre la Resurrección)

El paso a una vida nueva, que debe reflejar el clima que nos envuelve esta Noche Santa: un clima de luz, de fiesta, de alegría, fruto de la incomparable ternura y amor divinos que pone de relieve el Pregón Pascual, que bien merece de todos nosotros una reflexión personal. Un clima de luz, de fiesta, de alegría, que solamente puede depositar en el corazón humano la Palabra de Dios capaz de engendrar luz, fiesta, alegría. Es la Palabra de Dios que esta noche quiere iluminar la historia de cada uno y de todos nosotros, para abrirnos el camino de la salvación.

Una salvación que se inicia con la belleza de la creación de Dios y el comienzo de una amistad de Dios y el hombre, para culminar esta Noche de Pascua con la donación de un amor extremo por parte de Dios y poner en nuestro corazón el germen de una vida nueva: el Espíritu del Resucitado. Para esta vida nueva nos invita la Palabra a poner nuestra confianza en el Señor, como Abraham, que dejó al Señor que le fuera orientando con su sabiduría y su luz. Y así con esta confianza en la Palabra vamos descubriendo y viviendo que nuestro camino verdadero va siendo un camino de una libertad creciente. Como lo fue para el pueblo de Israel. A pesar de nuestras infidelidades, Dios permanece siempre fiel y no nos esconde su rostro, sino que nos ha dejado su Espíritu de amor, haciendo de nuestro corazón un verdadero templo, donde hace nacer una permanente fuente de agua viva, para saciar nuestra sed. Este es el verdadero camino de la sabiduría, una fuente de sabiduría para que vivamos con la paz y la luz de Dios, que va configurando en nosotros un corazón nuevo. Un corazón nuevo con un espíritu nuevo para vivir una vida nueva, según Cristo resucitado.

Y para este camino el corazón humano tiene un canto, un canto nuevo que recoge todos los sentimientos, todas las ideas y afectos en una sola palabra: ALELUYA. Es alabar y cantar a Dios con todo el corazón. Un corazón humano capaz de volverse a sus hermanos con toda sensibilidad y ternura. Con la misma fuerza de amor del Resucitado.

18 de abril de 2014

VIERNES SANTO. LA MUERE DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,13-52,12; Sl 30,2.6.12-17.25; He 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19.42

«Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Lo mismo hizo con el cáliz: este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva».

Hoy celebramos este Amor, Cuerpo roto, entregado por nosotros. Hoy recibimos en la comunión, este Cuerpo roto que volverá a recomponerse, a resucitar en nosotros cuando vivimos la comunión en el amor. Hoy celebramos el Amor que se entrega, que se nos da, para que seamos nosotros su instrumento vivo de amor y de unidad en este mundo roto.

Hoy se nos invita solemnemente a mirar al que traspasamos, el cuerpo roto y entregado por nosotros: «Mirad el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo». Mirad, porque quizás no miramos bien a este hombre desfigurado, sin aspecto humano. Quizás muchos nos espantamos y cerramos los ojos, o llevamos la mirada a otra parte.

«Mirad el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo». La muerte es la prueba suprema, la hora suprema, el lugar supremo de la revelación de Dios, de su amor. Jesús, en su amor extremo se entregó, y sigue entregándose por mí, por ti, por todos y cada uno de los hombres de este mundo. Su Pasión está abierta hasta que yo responda a ella, y me identifique con este amor extremo. En la cruz sigue clavada la salvación del mundo. Cristo continua crucificado en millones de personas.

«Mira el árbol de la cruz». Y quizás te venga a la mente una pregunta que se hace el poeta:

«¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?» Él ya no piensa, él ha dicho todo lo que tenía que decir, él ha hecho todo lo que tenía que hacer. Ahora calla, es el silencio de la cruz, que espera tu palabra de respuesta, la mía, la de cada hombre de este mundo que continúa gimiendo en su abismo de miseria humana:

«Tú que callas, oh Cristo para oírnos,
oye de nuestros pechos los sollozos;
acoge nuestras quejas, los gemidos
de este valle de lágrimas. Clamamos
a ti, Cristo Jesús, desde la sima
de nuestro abismo de miseria humana…»

Él ha dicho todo lo que tenía que decir; ha hecho todo lo que tenía que hacer. Ahora nos toca mirar el silencio de la cruz. Escuchar el silencio de la cruz. Pregúntate que estás dispuesto tú a hacer por él. Porque él dijo: «lo que hacéis a uno de estos hermanos míos, lo más humildes, a mi me lo hacéis».

Este Cristo que contemplas en la cruz pasó haciendo el bien, diciendo y haciendo presente su amor, el amor de Dios. Este Cristo es también el hombre que ha dado a Dios la respuesta que espera de los hombres para iniciar el camino de una nueva humanidad.

Este Cristo lo contemplamos en el silencio de la cruz, pero este silencio se repite en el grito desesperado de muchos humillados, de muchos triturados por nuestros crímenes; de muchos humillados que se los llevan sin defensa, sin justicia.

Jesucristo revela otro rostro de Dios, propone otra forma de humanidad. Muestra a Dios como Misericordia y no como poder, como Padre de cada hombre y más Padre de quien está más necesitado, más pobre, pecador o marginado. Y este rostro de Dios es el que contemplamos en Jesús de Nazaret.

Jesús se ha convertido en la acusación absoluta de todos los pecados y de todos los pecadores. Una acusación silenciosa que no ofende, ni hiere, ni humilla, porque no comienza con la denuncia violenta sino con la Pasión que com-padece y supera. Y nos ilumina en el sentido de que toda ofensa hecha a un hombre es una ofensa a él, y que si él sufrió siendo inocente, sufrió por los inocentes para defenderlos y por los culpables para acusarlos, pero con una acusación que no los destruye en su conciencia, sino que les permite recuperarse desde ese amor por el dolor. Acerquémonos confiadamente a este trono de gracia que es la cruz, a fin de alcanzar misericordia.

Jesús no niega la muerte y el dolor, sino que pasa por ellos, para mostrarnos que son formas de tránsito a otra realidad nueva: la Resurrección. Quien da la vida en un servicio de amor la vuelve a recobrar.

Nada se pierde, lo que tú siembras vuelve a renacer en una vida nueva. Mira el árbol de la cruz. Espera tu respuesta.

17 de abril de 2014

JUEVES SANTO. LA CENA DEL SEÑOR

Homilia predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 1-8.11-14; Salm 115,12-18; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

«Todo cuanto entonces hizo, habló o padeció Jesucristo, lo ordenó de tal manera, que cada momento y todos los detalles están colmados de gracia y de misterio. Pero los días más insignes son los cuatro que celebramos estos días, es decir: el día de la procesión, del de la cena, el de la Pasión, el de la sepultura y el de su Resurrección. Estos días nos piden una veneración particular. Son días cargados de misericordia y de gracia». (San Bernardo)

Son días para contemplar el Misterio de amor más profundo, aquel que nos abre las puertas de la vida.

«Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo».

El amor hasta el extremo, la locura del amor, que lleva hasta la locura de la cruz. El mundo sigue apostando por el conocimiento, el mundo pide signos que den seguridad, tranquilidad, pero nosotros debemos apostar por la locura del amor de Dios, un amor extremo que lleva a la cruz, como un camino irresistible a la vida nueva de la resurrección.

Esta locura de amor no es el amor humano que nace en el corazón de unas personas que creen y dicen es eterno, pero que se disuelve como el azúcar en el café ante las primeras dificultades o problemas de la vida. El amor hasta el extremo de Jesucristo, su locura de amor nace de un sentimiento de amor en lo más entrañable de Dios, y cuando un sentimiento nace desde el espacio más íntimo de un ser, este tiene capacidad y deseo de salir y manifestar ese sentimiento de amor, y es capaz de rebajarse, de humillarse hasta tomar una toalla, echar agua en una jofaina y ponerse, como el último de los esclavos, a lavar los pies de los discípulos.

Hoy, en este Jueves Santo, contemplando la escena de la Ultima Cena de Jesús con sus discípulos nos tendríamos que preguntar:

¿Desde qué profundidad me nace el amor?

El amor nace en la noche; en una noche de Belén. Y, quizás, aquella noche continuó durante los 30 años de la vida de Dios revestido de nuestra humanidad, noche solo rota por los muchos destellos de amor por nosotros, hasta llegar hasta el amor extremo, la locura de la cruz, el tiempo de la noche más densa y cerrada, más angustiosa. La noche de Getsemaní. La noche del abandono más extremo para dar pie a la Noche más dichosa, la noche clara como el día, la noche iluminada por el gozo de Dios. Esta es la obra de Dios en la humanidad.

¿Dejas que sea la obra de Dios en tu corazón?

Porque el Amor está dentro de ti, el Amor te llama hacia el interior, hacia el centro más íntimo de ti mismo, te llama para que vivas una identificación profunda con el Amado. Él te llama, en el deseo de él sabrás de tu respuesta al Amor.

Pero hoy todo lo queremos claro, pedimos señales, prodigios. Queremos que sea clara la voz de Dios. Y no lo es. No puede ser clara la voz de Dios, porque nuestros cinco sentidos no están formados para captar directamente esa voz divina. La voz de Dios es profunda y solo la captamos desde el sentido más profundo, el sentido del amor iluminado. La voz de Dios es honda inexplicable, es como una honda angustia en lo profundo del ser, allí donde el alma tiene su raíz. Es la voz en la noche.

La voz de Dios no resuena en los oídos, ni en la mente, sino más adentro, allí donde él habita, en lo más profundo y entrañable de uno. No es superficial, y por eso nos parece que no es clara, porque solemos vivir en lo superficial de nosotros, donde nos comunicamos unos a otros con las meras palabras. La voz de Dios es profunda, porque Dios habita en lo profundo del ser. Y su voz es silencio. Y en el silencio ha de ser escuchada. Hallar a Dios es buscarlo incesantemente.

«Estos días nos piden una veneración particular. Son días cargados de misericordia y de gracia».

«Una brisa sopla en la noche. ¿Cuándo se ha levantado? ¿de dónde viene? ¿a dónde va? Nadie lo sabe. Nadie puede hacer que el espíritu, la mirada y la luz de Dios se posen sobre él. Un día el hombre toma conciencia de que se ha vuelto sensible a una cierta percepción de lo divino extendido por todas partes. Pregúntale: ¿cuándo ha comenzado a sucederle? No podría decirlo. Todo lo que sabe es que un espíritu nuevo ha atravesado su vida».

La Eucaristía transforma la vida del cristiano incorporándolo aún más a su Maestro. Este Misterio de la Eucaristía es el que despliega en las celebraciones de esta Semana Santa. Dejemos que nos envuelva el abrazo amoroso de Cristo.

13 de abril de 2014

DOMINGO DE RAMOS. LA PASIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 50,4-7; Salm 21,8-9.17-20.23-24; Filp 2,6-11; Lc 22,14-23,56

«Inspirada por el espíritu de su Esposo divino, la Iglesia une hoy, con admirable sabiduría, la procesión y la pasión. La procesión suscita vítores, es el triunfo, la gloria, y la Pasión suscita lágrimas. ¿Podrá alguien fiarse de la gloria versátil del mundo si contempla el Santo por excelencia y, además, Dueño supremo del universo, pasando tan rápidamente de la victoria más sublime al desprecio más absoluto? Una misma ciudad, las mismas personas y en unos pocos días, le pasea triunfal entre himnos de alabanza y le acusa, le maltrata y le condena como a un malhechor. Así acaba la alegría caduca y a esto se reduce la gloria del mundo». (San Bernardo)

Pues sí, lamentablemente no acabamos de aprender la fragilidad de la gloria de este mundo, no acabamos de aprender la verdadera sabiduría, y buscamos, y aún deseamos, por los medios que sean, los honores y la gloria de este mundo.

La celebración litúrgica de este Domingo de Ramos es una ventana abierta a la contemplación del Misterio de Cristo, que en esta Semana Santa se nos manifiesta en toda su plenitud, la plenitud del Misterio del Amor. Una Semana donde se nos invita a contemplar el verdadero camino del amor, el camino que se apoya en la verdadera sabiduría, y, en definitiva, en el horizonte de un amor vivido hasta el final con toda fidelidad.

«El Señor me ha dado una lengua de maestro, para que sepa con mi palabra sostener a los cansados. No he escondido la cara frente a las ofensas y salivazos. Jesucristo era de condición divina, se hizo nada, hasta tomar la condición de esclavo. Se rebajó, obediente hasta la muerte. En verdad os lo digo: uno de vosotros me entregará. Tomad y comed este es mi cuerpo. Mataré el pastor y las ovejas se dispersaran; pero cuando resucite iré delante de vosotros. Pilato preguntaba: ¿Qué mal ha hecho este hombre. Y le pueblo gritaba más fuerte: que lo crucifiquen. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado?»

Expresiones estas, como otras muchas, que podéis considerar vosotros en vuestra lectura y meditación, que sugieren un poco del profundo misterio de amor que se revela y se cumple en la persona de Jesucristo, que empezamos a celebrar en este día de su entrada triunfal en Jerusalén, para continuar a lo largo de la semana hasta llegar a la plenitud de la vida nueva, y que hablan con mucha elocuencia del gesto de ofrecer la vida en un amor extremo.

El amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías cósmicas… Socialmente, se finge ignorarlo en la ciencia, en los negocios, en las asambleas, siendo así que subrepticiamente está en todas partes.

Esta semana celebramos la obra de amor, que el Amor hace por nosotros.

El Amor ha sido siempre cuidadosamente descartado de las construcciones realistas y positivistas del mundo. Será preciso que un día se reconozca en él la energía fundamental de la vida, y lo que lleva a una vida nueva, a una humanidad nueva.

El Amor no es una fuerza anónima. Se trata de Dios. Esta semana tenemos la oportunidad de considerar como actúa Dios este amor, como lo vive en nuestra humanidad, como lo manifiesta.

«Pero el amor es paciente, es afable, no es grosero no se exaspera, no se crispa, disculpa siempre, espera siempre, aguanta siempre». (1Cor 13)

Es como contemplamos a Dios en la celebración del Misterio de Amor de estos días santos; así es como obra Dios revestido de nuestra humanidad.

Hoy, en esta puerta abierta a la Semana Santa, o en esta ventana abierta al Misterio del Amor que se entrega, se nos invita a considerar el rechazar o acoger el Amor. Los honores falsos y caducos del mundo, o la gloria del amor extremo.