21 de noviembre de 2015

PRESENTACIÓN DE SANTA MARÍA, VIRGEN

75º ANIVERSARIO DE LA RESTAURACIÓN DE LA VIDA MONÁSTICA EN POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
1Re 8,1.3-7.9-11; Salm 83,3-5.10-11; Apoc 21,1-5; Lc 1,26-38

«La nube llenó todo el edificio del templo del Señor. La gloria del Señor llenaba todo el templo».

Así termina la gran fiesta del traslado solemne del Arca de la Alianza. Fiesta litúrgica de gran belleza, con himnos y cánticos y ofrendas al Señor, y rodeada de todo el pueblo, recordando el salmo: «Qué hermoso es convivir los hermanos unidos, es rocío del Señor, la bendición, la vida para siempre» (Sal 132).

Hoy celebramos el aniversario de la restauración de la vida monástica en Poblet. Vuelve a derramarse la bendición y la vida del Señor a través de la comunidad monástica.

«Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo». Aquella nube que llenaba el templo del Señor, que manifestaba su gloria, ahora envuelve a santa María, humilde sirvienta del Señor, que acepta la nube divina para que derrame su rocío y manifieste su gloria sobre la humanidad. La nube ya no impedirá acercarse a los hombres, sino que se abre y derrama la gloria de Dios como fuente de vida. Y nosotros podemos saludar a este acueducto singular, como la llama san Bernardo, «canalizando las aguas de la Fuente, el manantial inagotable que es Cristo, para que todos recibamos de su abundancia». Podemos saludarla con aquellas palabras de san Germán de Constantinopla: «Salve, oh nube luminosa que derramas sobre nosotros el rocío espiritual y divino, y que, al entrar hoy en el Santo de los santos, has hecho que saliera el sol resplandeciente sobre los que yacen en tinieblas y sombras de muerte». «Salve, nube purpúrea y resplandeciente, portadora de Dios y fuente inexhausta que a todos abastece».

Nosotros, la saludamos de manera especial, al recordar la fecha en que vuelven a vibrar los muros de este cenobio con el saludo de la Salve, a ella protectora y luz de la vida monástica, que nos lleva hacia el interior de la nube al encuentro con su Hijo, el Hombre nuevo, en el cual contemplamos un cielo nuevo y una tierra nueva, el tabernáculo donde Dios se encuentra con el hombre. Así lo anunciaba Pablo de Tarso: «El Señor bajará del cielo y los que mueran en Cristo resucitarán en primer lugar. Después los que queden serán arrebatados en la nube junto con ellos al encuentro del Señor en las nubes, y así esteramos siempre con el Señor». (1Tes 4,15s)

«La vida del monje debe ser la vida de quien se ha entregado a la búsqueda de Dios, y que está dispuesto a morir con tal de verlo, por eso la vida monástica es un “martirio” a la vez que un paraíso, una vida a la vez “angélica” y “crucificada”. Es un camino, un esfuerzo permanente, por contemplar a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, y ser transformados en la misma imagen de Jesucristo, avanzando de claridad en claridad como iluminados por el Espíritu del Señor» (cf 2Cor 3,17s). (T. Merton, La Vida silenciosa, prólogo)

Esta vida nos pone en el camino de hacer realidad un cielo nuevo y una tierra nueva que ha inaugurado Jesucristo el verdadero Hombre nuevo. Esta vida permite contemplar el tabernáculo establecido aquí, para que el hombre se encuentre con Dios, para que el hombre viva la experiencia de Dios.

Este es el camino que a lo largo de los siglos han ido trazando y esforzándose por vivir con fidelidad un gran número de monjes. Una rica tradición monástica que se inicia en nuestro monasterio de Poblet en el siglo XII, que provisionalmente se detendrá en el siglo XIX y cuyo testimonio último tenemos en el P. Jaume Cercós. Tradición que vuelve a revitalizarse en el siglo XX, en el año 1940. Un revivir, un renacer de la vida monástica que ha ido encarnándose en unas personas concretas ya conocidas por nosotros, en unos rostros que ya nos son familiares, que ya se marcharon al encuentro del Señor en la nube, pero que nos han dejado la vibración de su vida que buscaba deleitarse en la búsqueda de Dios, en el deseo de contemplar y vivir la gloria del Señor.

Es bueno, hoy, recordar con sus propios nombres a estos monjes que nos acompañaron en el camino y que nos han precedido en el camino hacia la nube del Señor.

Es bueno recordarles, quizás una reflexión junto a sus tumbas, para despertar más en nuestro espacio interior esa vibración por Dios que ellos vivieron y que nos dejaron como una preciosa herencia, para que continuemos con pasión nuestra búsqueda de Dios y el deseo vivo de su experiencia… Rosavini…

Es también justo tener una palabra de agradecimiento hacia estos amigos nuestros de la Germandat de Poblet que estuvieron a su lado en el generoso esfuerzo de restaurar la belleza de Poblet, y ayudar a la fidelidad y el esplendor de la vida monástica.

Que esta celebración sea un motivo para todos nosotros de continuar con fidelidad nuestra vida monástica recibiendo y enriqueciendo la herencia que nos dejaron los monjes que nos precedieron en la llamada del Señor.

Termino recogiendo el pensamiento escrito el año 1940 al lado de documento de autorización de la constitución de la nueva comunidad de Poblet con monjes de la Congregación Cisterciense de san Bernardo de Italia:

«LOS HOMBRES PASAN, DIOS QUEDA, LA HISTORIA CONTINUA»

13 de noviembre de 2015

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

La Dedicación de nuestra casa, del templo, es una fiesta de familia para nosotros, porque en este templo nos consagramos a Dios, entramos a formar parte de una nueva familia, cuya responsabilidad la tiene el mismo Dios compartida con cada uno y con todos nosotros. Una responsabilidad que este Dios espera de nosotros, él, que nos ha llamado a ejercitarla por medio de Jesucristo, y que la Escritura contempla como piedra angular de todo el edificio.

A Dios no le interesan las piedras. Le interesa tu corazón, tu persona. El se cuida de nosotros y nosotros debemos cuidar de él.

Qué bien lo sugiere santa Teresa con la belleza de su poema:

«Alma buscarte has en Mí
y a Mi buscarte has en ti.
Porque tú eres mi aposento
eres mi casa y mi morada…»

O san Agustín con la sabiduría de su confesión:

«Yo no existiría, Dios mío, no existiría en absoluto, si no estuvieras en mí. ¿O más bien no existiría, si no existiera en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas? Así es, Señor, así es…» (Confesiones, L,I,2)

Un aposento, una casa, una morada, que viene a ser como nuestro monasterio: un espacio con muchos edificios que forman todos ellos el conjunto de la belleza del monasterio; como el conjunto de las piedras desnudas y sencillas de este templo configuran la espléndida belleza de este espacio sagrado. Que nos transmite, que toda esta belleza se traslada más allá de las piedras, en la comunión de amor de la comunidad.

Y para esto él nos da, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de él mismo para que sepamos reconocer los dones que él nos otorga a fin de colaborar en la configuración de esta familia monástica, de colaborar en la edificación de este templo vivo que formamos todos con Cristo como piedra principal. No siempre vivimos esto conscientemente, por ello la fiesta debe ser un momento singular para despertar en nosotros lo que debe ser una realidad, que nos lleve a ser lo que somos. Y esto pasa por ser conscientes de esta realidad y responder con generosidad y decisión, como nos sugiere también los versos de santa Teresa:

«Si el amor que me tenéis,
Dios mío, es como el amor que os tengo,
decidme: ¿en qué me detengo?
o, ¿en qué os detenéis?»

Responder como nos sugiere la sabiduría de san Agustín: «Te buscaré, Señor, invocándote, y quisiera invocarte creyendo en ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me has dado y me has inspirado por la humanidad de tu Hijo…» (id, L,1,1)

Ese amor de Dios está en nuestro espacio interior entonces ¿en qué nos detenemos? Quizás tenemos necesidad de contemplar el episodio de Zaqueo, el sicómoro y Jesús. Debemos despertar el DESEO. El deseo de ver a Jesús. Jesús pasa de muchas maneras por nuestra vida. Nosotros somos pequeños de estatura, de amor, de muchas cosas. No seamos pequeños de deseos. Hay que subirse al sicómoro. ¿Cuál es nuestro sicómoro? Aquel árbol que te permita descubrir la mirada de Jesús, que te permita contemplar su persona y escuchar su voz. Y aunque te cueste subir al sicómoro, no tengas miedo, después, a bajar, a acoger a Jesús en tu casa. Y allí se dilatará tu corazón habiendo hospedado al Amor.

San Bernardo consciente de que se nos puede dormir este amor, nos hace una llamada seria en la celebración de esta fiesta:

«Tan guarnecida está la fortaleza del Señor, que no existe el más leve temor, con tal que actuemos fiel y valerosamente, es decir, que no seamos traidores, cobardes ni ociosos. Son traidores los que intentan introducir al enemigo en la plaza del Señor, por ejemplo los difamadores, a quienes Dios aborrece, y los que siembran discordias y fomentan escándalos. Así como el Señor solo mora donde reina la paz, la discordia es el lugar preferido del diablo. No os asuste hermanos, si hablo con tanta dureza: la verdad no adula a nadie. Sepa que es un traidor quien pretende introducir un vicio cualquiera en esta casa de Dios: atenuar la disciplina, entibiar el fervor, alterar la paz o herir la caridad; y convertir este templo en una cueva de bandidos.»

«Dichosos Señor son los que viven en tu casa alabándote siempre». Cuanto más ven, entienden y conocen, tanto más aman, alaban y admiran. Y vivir en tu casa es sondear constantemente tu corazón, con la luz y sabiduría de la Palabra; invocarte; es dejar que esta Palabra vaya trabajando las aristas de tu interior, para que tu alabanza sea en este templo, en tu propio templo una permanente alabanza.

2 de noviembre de 2015

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Lam 3,17-26; Salm 24,6-7.17-21; Filp 3,20-21; Mc 15,33-39; 16,1-6

Nosotros, somos ciudadanos del cielo… Nuestro destino es cantar, como nos recordaba la celebración de Todos los Santos, el Himno delante del trono de Dios y del Cordero. Entonces, nuestra vida es un ensayo para la fiesta de la vida eterna. El himno se adulteró en la música y en la letra con Adán. Y ha venido el nuevo Adán, Cristo, para enseñarnos la música y la melodía que se canta en las moradas eternas.

La vida es un ensayo. Y como en todos los ensayos nos cuesta centrarnos. Nos olvidamos de la satisfacción que da una buena melodía de toda la comunidad en el coro.

¿Qué sucede en un ensayo? Tenemos el director que va delante, canta primero, los demás repetimos. Hay alumnos aventajados que cogen pronto la melodía, y estos tienen el privilegio de cantar con el director para todos los demás que somos más retrasados, que no tenemos el oído tan fino. Finalmente llegamos a cantar todos. Evidentemente, siempre con los consiguientes fallos, que se intentan mejorar.

Nosotros, somos ciudadanos del cielo, siendo nuestro director Cristo. Éste es un buen director, no se cansa de enseñarnos. Es bueno con los que confíen en él. Es bueno para quienes esperan en silencio y pacientemente su salvación, su palabra. Él es la fuente de la vida. Todos viviremos gracias Él. Porque su palabra y su melodía nos llegan para transformar nuestro pobre cuerpo, negado con frecuencia a la vida, pero sin llegar a ser capaz de anular el deseo de otra ciudadanía mejor de la que disfrutamos aquí.

Y en el ensayo de esta vida hay quienes cogen el himno con más rapidez. Son los Cantores del amor. En este ensayo nos conviene dedicar muchas horas a escuchar en silencio, «nos conviene dejar que la Palabra de Dios nos vaya impregnando hasta el punto que nos impulse a alabar a Dios en la plegaria y en trabajo. Para que este canto de alabanza sea vivo desde dentro, todavía se precisa que en estos lugares de plegaria haya tiempos reservados a la profundización espiritual, sino esta alabanza degeneraría en un balbuceo de labios falto de vida. Solamente, gracias a estos hogares de vida interior puede evitarse el peligro: las almas, aquí, pueden meditar ante Dios en el silencio y la soledad, a fin de ser en el corazón de la Iglesia los Cantores del amor» (la plegaria de la Iglesia, Edit Stein)

Los monjes estamos llamados a ser cantores del amor, y con nuestro testimonio ayudar a que el ensayo de la melodía eterna en el camino de esta vida vaya respondiendo a lo que Dios quieres de nosotros, y que ha puesto en el centro de nuestro corazón, como un deseo muy vivo de Él mismo.

Pero no falta la oscuridad en nuestras vidas. Aquella oscuridad que se extiende con la muerte de Cristo, la oscuridad de la ausencia y del abandono de Dios, que también nos puede alcanzar a nosotros.

Es preciso tener el coraje de estas mujeres del evangelio que van al sepulcro con los primeros rayos de sol, pero que acaban con sus corazones iluminados.
En el centro del corazón del hombre Dios ha puesto ya las notas de la melodía de la ciudadanía del cielo. Los cantores del amor tienen también la responsabilidad, que es también su alegría más profunda, de ayudar y acompañar la melodía del Hombre nuevo.

Es la melodía que no acaba con la luz de este mundo, sino que se prolonga en otra luz más esplendente, porque como dice la Escritura: «la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión». A pesar de las dudas, de nuestras oscuridades y debilidades, «es bueno esperar en silencio la salvación del Señor», como nos exhorta el libro de las Lamentaciones.

Tener el coraje de asomarnos al sepulcro, con la última oscuridad de la noche, o con un rayo todavía débil de un sol nuevo, pero, como escribe el poeta: ávidos de «la luz de Dios que se espeje como un foco dentro de nuestro corazón», y venir a ser cantores del Amor mientras caminamos en este valle de lágrimas al encuentro gozoso de quienes nos han precedido en el camino de la vida.

«¡Y tú, Cristo que sueñas, sueño mío,
deja que mi alma, dormida en tus brazos,
venza la vida soñándose Tú!»

1 de noviembre de 2015

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

«Amén. La bendición, y la gloria, y la sabiduría, y la acción de gracias, y el honor, y el poder, y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén».

El espectáculo que podemos imaginar ante este relato de la primera lectura es impresionante: «una muchedumbre inmensa que nadie podía contar de toda nación, razas, pueblos y lenguas delante el trono y del Cordero… y todos los ángeles alrededor del trono, los ancianos y los vivientes… todos a una: AMÉN».

Todos a una. Una sola voz, todos cantando la alabanza al que está sentado al trono y al Cordero Inmolado.

Esta es nuestra tarea, nuestro servicio en esta vida:

«Cuando vino para comunicar a los hombres la vida de Dios, el Verbo que procede del Padre como esplendor de su gloria, el Sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales». (OGLH 3)

Esta es nuestra tarea principal, a este servicio nos ha llamado el Señor, a ensayar en nuestra vida el gran himno de las moradas celestiales. Y adoraron a Dios, todos a una. AMÉN. Esta es la tarea principal del monje: dedicar su vida a cantar la alabanza, la gloria de Dios, y con el ejemplo de su vida consagrada al Señor ser un testimonio vivo para los demás cristianos.

Y para que nuestro canto, nuestra alabanza sea válida nos ofrece su santidad. «Nos ha manifestado ya su amor haciéndonos hijos suyos. Nos ha dado el Espíritu de su Hijo Jesús». Nos ha dado su santidad. Por esto bien puede escribir san Bernardo:

«Hoy es la fiesta de Todos los Santos. De todos, los del cielo y los de la tierra. Porque hay santos del cielo y también de la tierra. Honramos a todos en común, pero no con la misma intensidad. Lo cual es comprensible ya que el grado de santidad no es idéntico en todos. Cada uno encarna la santidad según su personalidad». (Sermó 5,1)

Hay una santidad que ya se ha manifestado y que ha llegado a su plenitud, a cantar el AMÉN en las moradas celestiales, como nos describe la imagen espectacular y fascinante del Apocalipsis.

Pero hay otra especie de santidad. La escondida. A esta pertenecen aquellos que luchan actualmente en el campo de batalla. Los que corren y no han llegado a la meta. A estos los considera santos san Bernardo apoyándose en las palabras del apóstol san Pablo: «Sabemos que con los que aman a Dios, con los que él ha llamado a ser santos, él coopera en todo para su bien».

A esta santidad estamos llamados, a vivir y a progresar en ella. Para hacer posible esta camino nos ha proporcionado un buen libro de texto: las Bienaventuranzas.

Las Bienaventuranzas son un bello retrato de la persona de Jesucristo. Todo un programa de vida para quien ha sido llamado a seguir a Cristo. Están escritas a la luz de la Resurrección de Cristo y hablan antes que nada del mismo Cristo. El las ha cumplido primero, él es el primer bienaventurado. La aventura de Jesús es bella porque la resurrección ha mostrado que la muerte no es un fracaso sino la consumación y plenitud de su misión. Por esto el sufrimiento y el fracaso nunca serán un obstáculo para alcanzar nuestra plenitud. Jesús vive él primero las bienaventuranzas y luego nos las propone. Por esto nosotros debemos mirar a la persona de Jesús, acoger su palabra y trabajar por llevar a cabo este proyecto de santidad.

Llegamos a comprender las bienaventuranzas cuando las vivimos. Debemos pues, contemplar la persona de Jesús, nuestro modelo, no anteponer nada su persona. Dentro de esta contemplación está también la consideración de la vida de todos los santos que hicieron y hacen suyo este proyecto de vida plena. Considerar la vida de los santos del cielo y de los de la tierra. Celebrar a los cielos y buscar contemplar a nuestros hermanos que se esfuerzan por vivir el espíritu de este mensaje de Jesús. Entonces puede ser verdad en nuestra vida lo que escribe san Bernardo:

«Esta memoria festiva de los Santos es inmensamente fecunda, porque ahuyenta de nosotros el cansancio, la tibieza y el error; su intercesión robustece nuestra debilidad; su felicidad espolea nuestro tedio y su ejemplo es una escuela viva para nuestra ignorancia». (Sermón 5)