10 de noviembre de 2019

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Mac 7,1-2.9-14; Sal 16; 2Te 2,16-3,5; Lc 20,27-38

Imagino que muchos de vosotros habéis tenido esta experiencia: después de un día laborioso, habéis tenido un sueño profundo por la noche, a la mañana os habéis despertado descansados, sintiendo vuestro cuerpo renovado, ágil, con ganas de vivir; abrís la ventana y encontráis un día radiante, y os nace el deseo de abrazar el mundo, empezando, de este modo, una nueva y feliz jornada.

Esto me ha sugerido el salmo que acabamos de cantar: «Cuando me despierte te contemplaré y me saciaré de tu semblante». Hay que despertar, hay que despertar desde la profundidad…

Y ahora me podríais responder: ya estamos despiertos… Pero el salmo nos habla de otro despertar más profundo.

Este salmo 16 nos habla de una amistad gustada, experimentada, con Dios, que llena el corazón de alegría. El que canta el salmo se presenta ante Dios con un espíritu tranquilo, sereno, lleno de confianza, ante un Dios personal e íntimo. Hay como una especie de juego entre el «yo» del salmista (que podemos ser cada uno de nosotros) y el Tú de Dios que nos responde. El salmista que habla y suplica y Dios que se inclina y se abaja. Este Dios que se ha rebajado hasta llegar en su amor extremo hasta la Cruz, para hacer posible que nosotros aprendamos su lección de amor, de modo que lleguemos a despertar ese mismo amor en nosotros y podamos realmente saciarnos contemplando su semblante.

A este despertar llegaron los siete hermanos macabeos de los que nos ha hablado la primera lectura. En ellos se despertó con fuerza y generosidad su amor, y dan su vida como testimonio de su fe. Dar la vida como testimonio de amor es el camino para vencer la muerte como Cristo, como tantos hombres y mujeres que a lo largo de los siglos así lo han vivido.

Pero esto nos pide estar abiertos a la Palabra de Dios, como dice san Pablo en la carta a los cristianos de Tesalónica; que esta Palabra sea en tu interior «algo vivo, enérgico, tajante como una espada, que penetra hasta la unión del alma y espíritu… que juzga tus sentimientos y pensamientos», es decir que toda tu vida esté desnuda, abierta al agua viva de la Palabra. Como enseña la carta a los Hebreos (cfr 3,12).

El evangelio no puede quedarse en los sentidos externos. Ahora, escuchamos, y dentro de unas horas todo pasa al olvido. Es necesario escuchar con los sentidos interiores, los espirituales, pues tenemos dos clases de sentidos como enseña san Gregorio de Nisa: corporales y espirituales.

Una enseñanza que completa Orígenes cuando escribe: Cristo es el objeto de cada sentido del alma. Cristo es verdadera luz para iluminar los ojos del alma; Palabra para ser escuchada; pan de vida para ser gustado; aceite de nardo para que el alma se deleite con el aroma del Verbo de Dios. Un Verbo hecho carne para que podamos captar su Palabra de vida. No vamos a Cristo por el movimiento del cuerpo, sino por el afecto del corazón

Y este Verbo de Dios ha supeditado su vida al amor, y por esto vence la muerte y nos abre a nosotros el sendero de la resurrección, puerta abierta a una vida permanente, eterna.

Nos cuesta creer, porque el amor no está profundamente arraigado en nuestro corazón. No hemos aprendido la enseñanza de Cristo.

Estamos acostumbrados a decir que debiera haber amor, con lo que se da a entender que no lo hay. Sabemos que es una obligación de amar, que los hombres tenemos el mandamiento de amarnos, pero no lo hacemos. De aquí deducimos que el mundo está tan mal porque hay en él muy poco amor y culpamos a otros de esta falta de amor.

Estamos creados y estructurados para vivir el amor; nuestra vida está estructurada para vivir más allá del tiempo, en la eternidad, a la que nos abre la Resurrección, pero ésta se nos concede cuando vivimos la vida dominados por el amor, porque el amor vence la muerte. Y hoy cada día es más difícil de comprender esta relación de vida y amor.

Me comentaba hace unos días una señora, ya abuela: tengo 2 hijos y ya he ido a 5 bodas.

A esto se le suele llamar buscar un nuevo amor. Buscamos objetos de amor, como niños que quieren un juguete y pronto se cansan de él y piden otro. El amor se encuentra buscando el corazón del otro, pero la búsqueda comienza en tu corazón. Será necesario que el Evangelio no se te quede en los sentidos externos. Deja que penetre hasta los sentidos interiores.

Necesitamos despertar de nuestro sueño, un sueño cada vez más poblado de pesadillas.

«Cuando me despierte te contemplaré y me saciaré de tu semblante».

22 de septiembre de 2019

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Am 8,4-7; Salmo 112; 1Tim 2,1-8; Lc 16,1-13

«Escuchad esta palabra». Así empieza el profeta Amós la primera lectura. Una llamada de atención a su pueblo que está de fiesta, pero que no tiene el corazón en la fiesta, pues están diciendo: «¿Cuándo pasará la fiesta, para abrir los graneros y poder ofrecer y vender los alimentos?»

¿Es que es un pueblo poco amante de la fiesta y lo es más del comercio, y de una vida de trabajo? No lo parece así. Observad lo que piensan: «Pasada la fiesta venderemos el grano con unas medidas más pequeñas y cobraremos más de lo establecido. Haremos trampas con las balanzas, venderemos el grano con desperdicios, compraremos con un par de sandalias el pobre».

En tiempo de fiesta están maquinando estas injusticias. Con premeditación y alevosía.

Ya veis, en tiempos de Amós no había ni defensa del consumidor, ni fecha de caducidad en los alimentos, ni defensor del pueblo o sindicatos auténticos que defendieran al pobre.

El único defensor será Dios. Que les dice por medio del profeta Amós: «lo juro por la gloria de Jacob que no olvidaré jamás todo esto».

Y no lo olvida, ciertamente, pues ésta será la gran y permanente advertencia de todos los profetas: una llamada al pueblo, sobre todos a los dirigentes para que practiquen la justicia. Un subrayar permanente la injusticia de los responsables del pueblo. Pero esta es una predicación que no tiene, que nunca ha tenido, buena prensa. Así les fue a los profetas: son perseguidos, y muchos de ellos muertos.

Pero, verdaderamente, Dios no olvida la injusticia, y se hará presente en medio de su pueblo, a través de Jesucristo, el Justo. Viene, no a quitar la ley sino a llevarla a la perfección, y nos muestra la verdadera sabiduría de la vida, todavía no aprendida del todo, incluso por el pueblo creyente, pues ya oísteis el evangelio de hoy, la severa advertencia de Jesucristo: «Nadie puede servir a dos amos, si ama a uno, no amará al otro, si está atento a uno no lo estará con el otro. No podéis ser servidores de Dios y del dinero».

Oyendo esta enseñanza de Jesús, dice el evangelio a continuación que los fariseos, que son amigos del dinero se burlaban de él. Pero Jesús les contesta: vosotros os dais de intachables ante la gente, pero Dios os conoce por dentro y ese encumbrase entre los hombres repugna a Dios.

Hablará Jesús en esta línea del «dinero injusto», o de las «riquezas injustas». Parece que no conoce un «dinero limpio». La riqueza de aquellos poderosos es injusta porque ha sido amasada de manera injusta y porque la disfrutan sin compartirla con los pobres y hambrientos. Lucas ha conservado estas palabras de Jesús: «Yo os digo: ganaos amigos con el dinero injusto para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas».

Mediante las cuales viene a decir a los ricos: «Emplead vuestra riqueza injusta en ayudar a los pobres; ganaos su amistad compartiendo con ellos vuestros bienes; ellos serán vuestros amigos y, cuando en la hora de la muerte el dinero no os sirva de nada, ellos os acogerán en la casa del Padre».

Que podría expresarse de otra manera: la mejor forma de «blanquear» el dinero injusto ante Dios es compartirlo con los pobres.

Pero esta enseñanza de Jesús es dura y difícil de aceptar en una sociedad donde sigue habiendo trampa en las balanzas, y todo el resto de corrupciones a que hacía alusión Amós. Es duro y difícil de aceptar en una sociedad donde, prácticamente, todos los días vienen noticias de la corrupción y de los vaivenes de una economía que pone en peligro la paz y la buena relación entre los pueblos.

Así que os recuerdo la invitación del apóstol Pablo en la segunda lectura: «elevad a Dios oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, para que podamos llevar una vida tranquila y serena».

Escuchad la Palabra, ella encierra la sabiduría de Dios, acoged esta sabiduría, guardadla en el corazón, llevadla a la vida.

19 de mayo de 2019

DOMINGO V DEL TIEMPO PASCUAL (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Hech 14,21-27; Salmo 144; Ap 21,1-5; Jn 13,35

Hace unas semanas conversando con una persona salió el tema del “amor”. Y apenas empezando preguntó: ¿y qué es el amor? Yo, iba a contestar, pero me quedé callado, y ambos quedamos en un breve silencio, para pasar a hablar de otros temas. Y me quedé callado, porque intuí el peligro de caer yo o él, o ambos, en las palabras rutinarias de siempre. Sucede que es peligroso hablar del amor, o arriesgado, porque todos somos conscientes de lo adulterada que está dicha palabra, y la infinidad de versiones que se viven del amor. Y hoy, más que nunca, es muy urgente que demos a las palabras el valor que tienen, y que las vivamos en lo que merecen de vivirse.

Hoy, en este domingo V de Pascua el evangelio nos sitúa en la Última Cena, es decir en el dintel de la Cruz, que es el momento de la verdadera expresión del amor. El amor hasta el extremo. El amor que vence a la muerte.

Nos irá bien recordar unas luminosas palabras del Papa Benedicto XVI en su encíclica “Deus caritas est”: «Dios es amor; el que está en el amor está en Dios y Dios está en él. Estas palabras expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana. “Hemos creído en el amor de Dios”, así expresa su vida cristiana, su fe, un cristiano. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida».

¿Hay este nuevo horizonte en nuestra vida? ¿Existe esta novedad profunda de vida que da esperanza de un cielo nuevo y una tierra nueva? Pues esto es lo que sugiere la segunda lectura cuando anuncia un bajar del cielo la ciudad santa, el cielo nuevo y la tierra nueva, el templo donde Dios se va encontrar con los hombres y que dará lugar vivamos conscientes de que Dios es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo. Pero esto puede quedar en unas ideas que pudimos aprender en el catecismo, o en un estudio de teología. No podemos caer en esta ingenuidad. Así que volvamos a las palabras de Benet XVI: «La vida cristiana, de la fe de un cristiano se muestra en que ha creído en el amor.

»Pero el amor para un cristiano no puede ser una abstracción; el amor para un cristiano no puede diluirse en la multitud de amores que profesa o manifiesta nuestra sociedad. El amor para un cristiano tiene un rostro, es una persona muy concreta: Jesucristo. Solamente en Jesucristo podemos contemplar el verdadero amor, el amor de Dios». Y, ¿cuáles son las palabras de Jesucristo?

«Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado». Y lo repite: «Tal como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a os otros».

Este es el TESTAMENTO DE JESÚS.

Así lo comprendieron y lo vivieron sus primeros discípulos, y así nos lo muestra el libro de los Hechos del que está tomada la primera lectura: sus discípulos se lanzan a abrir caminos nuevos, más humanos, más justos, más fraternos, animando a vivir esto en comunidades donde se subraye verdaderamente la igualdad y el apoyo mutuo.

Porque así los había amado Jesús: como AMIGOS. Y esto se lo recuerda en esta misma Ultima Cena. ¿Y qué hizo, o como vivió su amistad Jesús? No poniéndose por encima sino como hace un amigo con otro amigo: una relación de servicio y de colaboración. Así pasó Jesús entre nosotros, y sus discípulos llegan a descubrir esta verdadera amistad de Jesús, o este amor de Dios.

Seguramente me diréis que no es fácil vivir esta amistad. Y estoy de acuerdo. Pero Jesús no se quedó en las palabras, sino que es consecuente y da su vida. Una vida entregada por amor. Pero una vida entregada por amor vence a la muerte.

Pero tenemos otro punto importante en el gesto de amor de Jesús: que entrega su Espíritu, lo devuelve al Padre para que éste lo derrame en el corazón de todos nosotros, para que podamos vivir esta misma capacidad de amistad, en el servicio y en la colaboración con quienes convivimos.

Y solamente cuando nos situamos en ese sendero del servicio y la colaboración, de pasar haciendo el bien, es cuando damos lugar a que se despierte en nosotros la fuerza del Espíritu de Jesús. Y es cuando vivimos su mandamiento de amarnos mutuamente. Y hacemos posible que nos reconozcan como discípulos suyos.

19 de marzo de 2019

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sam 7,4-5.12-14.16; Salm 88,2-5.17.29; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

«Cuando una voz viene de Dios no llega a los oídos de todos, sino a aquellos que están interesados, para que se comprenda que el sonido no es a través de la lengua sino de la guía de un signo celeste» (San Ambrosio, Hom. Gen. III,2).

Se acaba de proclamar la Palabra de Dios. Una voz de Dios que no llegará a los oídos de todos, sino a los interesados. ¿Y qué interés puede tener hoy para mí esta palabra que acabamos de escuchar?

Hoy celebramos la solemnidad de san José, una persona humana privilegiada por Dios que le hizo el don singular de depositar en él su Misterio de amor.

La Escritura nos enseña que Dios se deja encontrar de quienes le buscan (Cf. Sal 9,11). Pero en este caso, parece ser que san José no buscaba a Dios, sino formar una familia con María de Nazaret. En este caso, es Dios el que busca al hombre. Y contemplamos como el hombre se deja encontrar por Dios. Este gesto ya dice mucho cómo era el corazón de san José: un corazón sencillo, justo, lleno de amor; un amor que se deja encontrar por el Amor divino.

Un hombre bueno, nos dice el evangelio de hoy, un hombre bueno que no quiere causar daño alguno a su prometida María. Un alma enamorada. Un alma enamorada que es, como escribe san Juan de la Cruz, «blanda, mansa, humilde y paciente» (Dichos de luz y de amor, 29).

Todo este asunto del Misterio divino que llevaba siglos intentando llegar al corazón de los hombres, como descubrimos en la Sagrada Escritura, al narrarnos la Historia de la salvación, debió ocupar bastante tiempo del carpintero de Nazaret. Tiempo de una reflexión silenciosa.

Y, evidentemente, tuvo que encontrarse con el corazón de Dios. Ya lo hemos oído muchas veces: que Dios habla en el silencio del corazón. San Juan de la Cruz también lo expresa muy gráficamente cuando escribe: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» (Puntos de amor, 21).

Su silencio, contemplando el Misterio de Dios, que ya apuntaba en su prometida María, le lleva a incorporarse al mismo Misterio de amor.

¿Le decidió a ello el sueño en que se aparece un ángel? O lo suyo fue un soñar despierto en el silencio del corazón y en el escuchar el ángel en los gestos y la vida de María.

Todo lo contemplamos dentro del Misterio de Dios. Pero este Misterio se mueve siempre y se comunica a través del silencio.

Así que si os interesan estas palabras del Evangelio. Contemplad la figura de José, la figura de María en Nazaret, y quedaos con aquella palabra que os haya llegado a conmover vuestro corazón, guardarla en silencio, y esperar a que Dios os hable en vuestra vida.

Pero en relación con el Misterio de Dios en la vida de san José, podéis contemplar otras dos figuras bíblicas: Abraham y David. La Palabra de Dios ha proclamado de estos unas palabras importantes que os pueden interesar para vuestra vida.

Abraham. Tampoco nos dice claramente que buscaba a Dios. Sino que Dios le buscó y le animó a emprender un nuevo camino, haciéndole la promesa de una gran descendencia. Y Abraham se fio de la Palabra de Dios, y emprendió una nueva vida. Pero cuando Dios se mete en la vida de una persona, sabe que la aventura está asegurada. Porque Dios es Amor y el amor abre mil caminos. Y así le pasó a Abraham que tuvo que vivir otros momentos difíciles y apasionantes en su vida. Pero le interesaban las palabras de Dios, no las dejó en el olvido, pues Abraham tampoco cayó en el olvido, y es para nosotros un ejemplo de confianza en Dios, de aceptar el Misterio del Amor en su vida.

David. También puede ser una buena referencia para nosotros. Quiere llevar a cabo una iniciativa con Dios: construirle un templo, y Dios no le escucha. David es una persona con muchos contrastes, como podéis leer en la Sagrada Escritura: guerras, violencias domésticas, incluido adulterio, exilio…pero sensible al perdón, al amor. Y Dios fue incorporando poco a poco su Misterio de amor en su vida.

¿Qué palabras nos interesan más? Los tres personajes son interesantes y los tres nos llevan a encontrarnos con Dios, o los tres nos dicen, en definitiva, que Dios quiere encontrarte.

Yo hoy daría preferencia por san José, porque tenemos la oportunidad de contar también con la ayuda de santa María, mujer especialmente sensible al Amor divino.

3 de febrero de 2019

DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Jr 1,4-5. 17-19; Sl 70; 1Co 12,31-13,13; Lc 4,21-30

Es curioso comprobar como el evangelista san Lucas, que nos dice al comienzo de su evangelio, que se propone hacer una historia ordenada de la vida de Jesús, sin embargo, el evangelio que acabamos de escuchar nos habla ya del rechazo de Jesús, lo cual sucede al final del camino, en Jerusalén, con su muerte en la Cruz.

Todo el evangelio de Lucas se plantea como una subida a Jerusalén, pero el rechazo y muerte en Jerusalén ya aparece anticipado aquí en su propio pueblo de Nazaret.

A lo largo de la subida a Jerusalén irá manifestando su amor en medio de una creciente conspiración para matarlo, pero no impedirán que siga llevando la Buena Noticia a los pobres, hasta proclamarla en el amor extremo de la Cruz.

Este es el gran servicio de Jesús: el del amor. Nos dice con su vida y sus obras el amor del Padre Dios, y nos lo dice con un lenguaje y unas obras de amor. Un amor que vence a la muerte. Este proyecto de amor es el que nos transcribe san Pablo en su carta a los cristianos de Corinto: «Un amor paciente, bondadoso, sin envidia, sin orgullo, no es grosero ni egoísta, no se irrita ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, sino con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre». Este proyecto, dice Pablo, no pasa nunca.

Pero es fácil darse cuenta de que vivir este proyecto de amor es morir, es ir haciendo el camino de la vida, de cada día muriendo a sí mismo. El amor es vida, pero es también muerte. Un morir para recrear nueva vida. Pero es duro morir. Nuestra naturaleza se resiste a morir. Estamos más apegados a la vida, a una vida que no siempre es verdadera vida. No llegamos a comprender que solamente el morir es garantía de nueva vida. Es el ejemplo siempre vivo y actual que encontramos en la persona de Jesucristo. Y que no llegaremos nunca a comprender hasta que no lo hagamos por nuestra parte, una experiencia viva. Vivir y morir, dos verbos que siempre van juntos.

Lo podemos percibir y vivir en la misma naturaleza cuando contemplando el sol del atardecer que muere en el horizonte dando un relieve especial a los colores otoñales de las viñas, dando lugar a que nuestro espíritu se eleve, como dice el poeta, en su nostalgia hasta la barbilla de Dios.

En ese matrimonio que celebra sus 50 años. Empezaron su amor mirándose a los ojos, soñando y viviendo juntos y muriendo juntos hasta convertir sus miradas en una sola mirada. Una mirada nueva, en la misma dirección.

En el monje que ya no murmura las deficiencias de una comunidad o de un superior, sino que en su camino monástico ha ido muriendo a sí mismo, enriqueciendo su vida en la contemplación de la Palabra y de la vida de sus hermanos hasta no estar ya ávido sino de derramar la riqueza de su corazón en el servicio desinteresado.

Este fue el camino de Jesús durante su vida histórica. Este es el camino de Jesús ahora que estamos llamados a hacer, a vivir quienes vivimos de la fe en él.

Pero es un camino que da miedo. Como ha escrito alguien: «La prepotencia que da la infalibilidad que se ha adjudicado a sí misma la Iglesia, y el miedo que le produce el AMOR que le pide su fundador la bloquean en un patético ejercicio de impotencia, mientras piensa que ha sobrevivido a todas las crisis de la humanidad».

O escribía también Urs von Balthasar: «cae sobre el espíritu profético de la Iglesia una escarcha que no ha vuelto a quitarse del todo».

Y de esta forma se cumplen las palabras del Señor a Jeremías: «Diles todo lo que yo te mandaré». No les tengas miedo o yo te haré tener miedo de ellos. Entonces vivimos una fe de mínimos, o a la defensiva, una fe de cumplimiento de una norma o ley. Pero nunca desde la ley del corazón, la ley del amor.

Tenemos necesidad de asumir ese proyecto de amor, que es fuego, para fundir esa escarcha que nos congela, o desbloquear nuestra impotencia.

Asumir este amor. Es la tarjeta de presentación de Cristo. Este amor que no es un sueño, un imposible, sino la ley básica de las criaturas que hemos sido creadas libres para darse, para participar de la infinita abundancia de vida que nos viene de Dios. El amor es el corazón y el verdadero centro del dinamismo creador que llamamos vida. El amor es la vida misma en su estado de madurez y de perfección.