30 de abril de 2017

DOMINGO III DE PASCUA (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Hech 2,14.22-33; Sal 15; 1Pe 1,17-21; Lc 24,13-35

«Enséñame, Señor, el camino que conduce a la vida».

Así canta el salmista este salmo. Un salmo de los más bellos del Salterio. Viene a ser como una breve historia del hombre contento y feliz con su Dios.

Una belleza para acompañarnos en el camino de la vida, un camino como van haciendo los discípulos de Emaús. Un camino tantas veces con desesperanza cuando perdemos el horizonte como les sucede a los caminantes de Emaús, y a los demás apóstoles.

Pero esta Belleza va caminando con nosotros, y quiere penetrar en nuestra vida, va penetrando imperceptiblemente en nuestros corazones, cuando nosotros le vamos correspondiendo con un diálogo de vida, con el diálogo de la nuestra vida, que en el fondo tiene sed de Dios. De un Dios que nos busca con pasión, como dice el Cantar (7,11).

No ha faltado quien cante esta belleza de Dios:

«A Ti luna de Dios
A Ti, columna fuerte
A Ti, que el ánfora del divino licor,
que el néctar de eternidad pongas en nuestros corazones»
(Unamuno)

¿Y acaso no iba derramando este néctar de eternidad con su palabra, en los caminantes de Emaús?

El divino licor de la Palabra de Dios va embriagando su corazón, su persona toda; una embriaguez que se va a volver pronto un fuego que no podrán contener:

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos abría el sentido de las Escrituras?», exclaman.

Es la belleza del fuego que alumbra y da calor al frío de nuestro corazón, de nuestra vida.

«Tú has embriagado mi corazón. Tú has desatado mi lengua… lléname de las delicias de tu rostro, lugar en que todos los caminos terminan». (Claudel)

Así se sacia, se embriaga el corazón con el ánfora del divino licor de la Palabra. Y el salmista no deja de cantar la belleza y la alegría que encuentra y desea en el Señor:

«Ninguno como Tú me hace feliz,
con él a mi derecha no caeré
Mi corazón se alegra y todo mi ser es una fiesta,
me enseñareis el camino que lleva a la vida.
Alegría y fiesta sin fin junto a Ti».

Y aquellos que caminaban invadidos de la tristeza por una ausencia que nada ni nadie podía colmar, quedan transformados en hombres nuevos que necesitan decir, comunicar la alegría que les ha cambiado. Con las primeras sombras del atardecer, de la noche, ya desvanecida sin embargo en la luz nueva del Resucitado necesitan, les urge, volver a Jerusalén.

Es la paz, es la alegría del Resucitado que quien la tiene como experiencia en su interior necesita comunicarla, en un deseo inconsciente de crecer y crecer más en ella.

Es propio de quien ha caminado en el camino de la Vida, gustar de la dulzura de la diestra de Dios.

«Jesucristo se hace pan comunicando su Palabra y confirmando el corazón del que lo come; se hace copa por la contemplación de la verdad, dando gozo del conocimiento a quien come y bebe con amor». (Orígenes)

Llegan a Jerusalén, donde estaba todos reunidos y que comentaban: «Realmente el Señor ha resucitado, y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaban lo que les había pasado por el camino. Y como le había reconocido al partir del pan».

Y en esta mutua experiencia de la presencia del Resucitado en sus vidas les lleva a comunicar esta alegría a todo el pueblo:

«Este Jesús, Dios lo ha resucitado. Todos nosotros somos testigos».

¿Todos nosotros somos testigos? Esta debe ser nuestra verdadera Pascua: Ser testigos de la paz y de la alegría del Resucitado.

Y al hilo de esta estampa evangélica de los caminantes de Emaús, nos podemos hacer preguntas:

Como vamos haciendo el camino de la vida? ¿Verdaderamente reconocemos al Resucitado al partir el pan? ¿La eucaristía tiene para nosotros la fuerza de transformarnos en paz y alegría profundas, para poder llegar a decir: nosotros somos testigos….

Quizás debemos recoger las palabras de san Pedro: «Vigilad sobre vuestra conducta mientras vivís en este mundo».