5 de enero de 2020

DOMINGO II DE NAVIDAD

Homilía predicada por el P. José Alegre
Eclo 24,1-2.8-12; Sal 147; Ef 1,3-6.15-18; Jn 1,1-18

Celebramos el Domingo II de Navidad. ¿Qué celebramos en este Domingo? El mismo misterio que celebramos el día de Navidad, y que estamos celebrando en estos días del ciclo navideño.

El Dios del Evangelio, de una perfección total, no se muestra como un ser trascendente, retirado en una soledad absoluta e inabordable. Él tiene un Hijo único que ama como objeto privilegiado de su caridad, que no duda en enviarlo en persona a quienes rechazan el mensaje de los profetas.

Esta concepción de Dios y de sus relaciones con la humanidad es la primera revelación del Evangelio. La bondad de Dios no espera el primer movimiento de arrepentimiento del pecador, él lo provoca. La venida del Reino no es otra cosa que esta propuesta de perdón, una iniciativa de Dios a entrar en una relación con él… Más todavía: el Hijo mismo, a la manera de un sembrador va arrojando las semillas de la Palabra de Dios.

La Iglesia nos propone este tiempo de Navidad, como en Pascua será el tiempo pascual, para tener la oportunidad de reflexionar y penetrar más profundamente en el misterio de Cristo, de este Dios que te ama.

El camino es abrirnos a la sabiduría de la Palabra de Dios, es adentrarnos en la vivencia de las Sagradas Escrituras. Hay un texto bellísimo de san Jerónimo que nos exhorta de este modo: «El prado de las Escrituras es un prado esmaltado de flores policromas y todas se pueden coger… Las hay de todas las clases: rosas, encarnadas, lirios blancos, flores de variado colorido. La dificultad está en elegir. A nosotros nos incumbe coger las flores que nos parezcan más bellas. Y si cortamos las rosas, no nos dé pena dejar los lirios; si nos decidimos por los lirios no despreciamos las humildes violetas. Todo resultará bello y fascinante en la deliciosa tierra prometida al alma generosa, que haya aceptado cansarse un poco sobe los Libros Santos. Nada más dulce o mejor que la ciencia de las Escrituras».

Coger las que nos parezcan más bellas, o las que consideramos más necesarias para hacer vivo en nosotros el misterio de Cristo.

Y para esto nada mejor que volvernos a este prado de las Escrituras que se nos ha puesto delante en la proclamación de las lecturas, y consideremos cada uno de qué palabra, de qué flor necesito más para hacer vivo el misterio de Cristo en mi vida.

En la primera lectura se nos ofrece una flor espléndida: la sabiduría. Esta nos habla de la gloria de Dios, a través de la belleza de la obra de la creación; la belleza de la liturgia… Aquí al hilo de esta palabra nos podríamos preguntar, si nuestras obras dejan en nuestra vida una estela de sabiduría, o necesitamos contemplar más y mejor las obras de Dios en su creación, en nuestro tiempo, para adquirir este aroma de la sabiduría divina.

En la segunda lectura, yo diría que nos invita a contemplar el “árbol del Amor”, la comunión en el Amor de las Tres divinas Personas, un Dios que abre su círculo de amor para invitarnos a nosotros a adentrarnos en esta experiencia de amor en el Amor. Y hasta nos proporciona una breve oración para pedirlo: «Ilumina la mirada interior de nuestro corazón, y concédenos conocer a qué esperanza nos llamas, qué riquezas nos tienes preparadas, y qué herencia nos tienes destinada».

En la tercera lectura, el Evangelio, nos recuerda el valor incalculable de la Palabra, de la Palabra divina, y de la palabra humana. Nos recuerda que la Palabra contiene una riqueza incalculable de vida, de luz. Nos habla de la palabra como una luz que ilumina a todos los hombres. Que en nuestra pequeña palabra humana se refleja esa vida y esa luz de la Palabra divina.

Estás en el prado de las Escrituras. Elige una flor, aquella que crees necesitar mas en tu vida: la sabiduría, el árbol de la vida, la fuerza de vida y de luz de la palabra.
Coge una flor, solo una, y cuídala. Y no olvides que Cristo, este Dios amigo que se acerca a nosotros en el misterio de Navidad, desea que tu seas su aroma en esta sociedad, que seas el buen aroma de Cristo.