16 de diciembre de 2018

DOMINGO III DE ADVIENTO (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Sof 3,14-18; Sal, Is 12; Filp 4,4-7; Lc 3,10-18

Hermanos de la comunidad y quienes nos acompañáis en esta celebración del Domingo III de Adviento:

Acaba de ser proclamada la Palabra de Dios. ¿Habéis escuchado con atención del corazón?

Pues acaban de leer, de proclamar, uno de los textos más bellos de la Sagrada Escritura. Permitidme una relectura: «Grita de alegría. Alégrate y celébralo con el todo tu corazón… Tienes dentro de ti al Señor. No dejes caer tus manos… El Señor, tu Dios está dentro de ti, como un Salvador poderoso…se goza de alegría contigo, y te renueva con su amor; danza por ti con gritos de alegría, como en días de fiesta…»

El mismo Papa Francisco recoge este texto en su Exhortación Apostólica “La alegría del Evangelio” cuando escribe: «El profeta Sofonías nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría, que quiere comunicar a su pueblo este gozo de la salvación. Me llena de vida releer este texto: Tu Dios está en medio de ti, te renueva con su amor y danza por ti con gritos de viva alegría. Es la alegría que se vive en medio de las cosas pequeñas de la vida cotidiana, como respuesta a la invitación de nuestro Padre Dios: Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien… No te prives de pasar un buen día (Sir 14,11.14) ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!» (EG 4)

Este es el rostro que Dios quiere mostrar a la humanidad en la fiesta del Nacimiento de su Hijo, el Mesías, y la Iglesia, la liturgia, considerando la importancia de esta presencia viva en Dios en el corazón de la humanidad, en el centro de tu corazón de monje, en el centro de tu corazón de hombre, en el centro de tu corazón de mujer… nos invita a vivir este Domingo III de Adviento y mirar si se va despertando esa alegría singular en nuestra vida, causada por la presencia de un Dios, amigo de la fiesta y la danza, para renovar cada día su amor en nosotros.

No es extraño, pues que San Pablo nos repita: «Hermanos vivid siempre contentos en el Señor. Os lo repito: vivid contentos. Que seáis conocidos como gente de buen trato».

Pero puede sucedernos como a san Agustín cuando se exclama: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera y allí te buscaba. Me llamaste. Me gritaste. Y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí. Exhalaste tu perfume y pude respirar. Y ahora suspiro por ti. Te probé y ahora siento hambre y sed de ti. Me tocaste y me abrasé en tu paz».

Quizás os puedan venir a la mente la misma pregunta que se hacía la gente que escuchaba a Juan Bautista: «¿Qué hemos de hacer?»

Entonces siguen siendo muy válidas hoy para todos, las palabras de Pablo a los cristianos de Filipos: «El Señor está cerca. No os inquietéis por nada. Acudid a la plegaria y a la súplica, presentad a Dios vuestras peticiones con acciones de gracias. Y la paz de Dios que sobrepasa lo que podemos entender custodiará vuestros corazones».

Primero pues, esa búsqueda del rostro de Dios, ese buscar la melodía de Dios y su danza dentro de nuestro corazón. Y después… Pues después, vuelvo al profeta Sofonías que nos decía: «No dejes caer las manos».

¿Y que hacer con nuestras manos?

Pues la invitación a compartir lo poco o lo mucho que tengamos: No exigir más de lo necesario, quien tenga dos vestidos que dé uno a quien no tiene; quién tenga para comer que lo comparta…

Es decir, cuidar en las pequeñas o en las grandes cosas de nuestra vida, la relación con quienes convivimos; la relación a través de las pequeñas cosas, sencillas y concretas…

Podemos percibir con claridad que las lecturas de este tercer Domingo de Adviento nos pueden ayudar a poner una base, un fundamento serio para celebrar con verdadera alegría la fiesta del Nacimiento de Dios, dentro de unos días.

Pues ya veis: el folklore debe empezar en el corazón. Así nos lo sugiere por anticipado nuestro Dios y Señor. ¡Ojalá os llene de vida, como al Papa Francisco, releer este texto del Profeta Sofonías! Navidad empieza a amanecer en el corazón. Deja que Dios dance dentro de ti y te renueve su amor.

28 de octubre de 2018

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Jer 31,7-9; Sal 125; Hebr 5,1-6; Mc 10,46-52

«Cuando el Señor renovó la vida nos parecía soñar, la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares».

El Salmo evoca la alegría por el cambio de la actitud de Dios hacia los desterrados en Babilonia. El salmo se distingue por la riqueza y delicadeza de las emociones, la finura y la belleza de las imágenes. Los judíos por debajo de esta obra exterior prodigiosa descubren otra obra espiritual mucho más prodigiosa: la conversión del corazón.

Alguien ha escrito que Jesucristo no trajo una nueva religión una nueva forma de vida para la humanidad. Por esto no es extraño que Él mismo se llame a sí mismo la Vida, cuando nos dice que es el Camino, la Verdad y la Vida. ¿Qué hacemos con esta Vida? ¿por dónde van nuestros caminos?

Dios al crearnos nos ha puesto en el cuerpo cinco ventanas preciosas para ir haciendo este camino de la vida. Los cinco sentidos, cinco preciosas ventanas con las nos comunicamos con la belleza de la obra divina. Pero sucede que nos acostumbramos a utilizar solamente estos cinco sentidos exteriores, y algunos de ellos todavía de manera defectuosa; pero no caemos en la cuenta, o lo olvidamos, que se corresponden con otros cinco sentidos interiores. Y si nos quedamos solo en los sentidos materiales, corremos el peligro de que nuestro amor a Dios sea excesivamente cerebral, que nuestra persona no esté totalmente unificada en Cristo. Viviremos en una especie de divorcio, la cabeza estará en el Señor, pero el corazón irá hacia otros objetos. Es frecuente en estos tiempos andar por el camino de la vida, con la persona troceada dividida por muchos y opuestos intereses que no permiten que la PAZ se asiente en nuestro interior.

En los mismos salmos vemos una muestra de estos sentido interiores que tenemos descuidados. Así: «Hasta cuando seguirás olvidándome, atiende y respóndeme, Dios mío, da luz a mis ojos» (Sal 12); «Ábreme los ojos y contemplaré
las maravillas de tu voluntad» (Sal 118,18).

El mismo san Bernardo en su Sermón 10 (De diversis) nos habla de estos sentidos interiores, que el camino de una vida renovada pasa por llevar el evangelio hacia nuestros sentidos interiores, allí donde se hace presente Dios y su obrar que es una obra de amor. Por ello dice el libro de los Proverbios: «Cuida tu corazón, porque de él brota la vida» (Prov 4,23).

Y dentro de nuestros sentidos es la VISTA la que tiene una relación más estrecha y profunda con el AMOR DIVINO. Es el más digno de los sentidos corporales.

Podemos contemplar un ejemplo concreto de esto con el evangelio de hoy: Pasa Jesús por el camino hacia Jericó, y al margen, en la cuneta, fuera del camino, está el ciego Bartimeo. También no deberíamos de preguntar si nosotros estamos en el camino con Jesús, o bien al margen. Bartimeo está al margen, no se nos dice de qué está ciego. Ya sabéis que se puede estar ciego por diversas causas: glaucoma, miopía, vista cansada, estrabismo, astigmatismo, presbicia, orzuelo.

Pero en su ceguera grita a Jesús. Y Jesús le escucha: «¿Qué quieres que haga por ti?» «Señor, que vea». Y Jesús le dice: «Marcha, tu fe te ha curado, te ha salvado». Y con su nueva vida, con su vista exterior e interior curada sigue a Jesús.

Y ahora te pregunto: ¿Cuál es la causa de tu ceguera?

Mira que en cada Eucaristía está pasando Jesús. Grítale, para que su Palabra sanadora llegue a tu corazón y no te quedes al borde del camino, pues así no se puede seguir a Jesús.

16 de septiembre de 2018

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Is 50,5-10; Sal 114,1-6.8-9; Sant 2,14-18; Mc 8,27-35

Jesús con sus discípulos… Habéis oído como iban por los pueblos de Cesarea anunciando la Buena Noticia. En el camino se le ocurre a Jesús hacer una encuesta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Y como suele suceder en las encuestas, disparidad de opiniones: Unos que el Bautista, otros, Elías, otros, un profeta.

Pero ahora Jesús cambia el registro, cambia la pregunta de la encuesta, y va directo a ellos, que llevaban ya un tiempo con él, le escuchaban, veían como obraba, cómo actuaba con las muchedumbres, cómo estas reaccionaban, como reaccionaba Jesús. «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Pedro, impetuoso como siempre, responde el primero: «Tú, ¡el Mesías!»

Hasta aquí todo claro y normal, ¿no es así? Incluso Mateo recoge en su Evangelio, al relatar esta escena, que Jesús todavía añade aquellas palabras de alabanza a Pedro: “dichoso tú Simón, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso sino mi Padre del cielo” La escena no podía ser más bella y perfecta.

Pero viene la escena segunda: «empezó a instruirlos. El Hijo del hombre tiene que Padecer mucho, ser condenado por los sacerdotes y letrados, los representantes de la institución religiosa, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Lo explicaba con toda claridad.

Lo de resucitar era algo que ni siquiera entendían lo más mínimo, y además no se atrevían a preguntarle sobre el tema; pero lo de ser ejecutado y condenado a muerte, era algo que les sonaba muy fuerte e inadmisible. Pero ¡si habían sido testigos de tantos milagros!

Así que Pedro volvió a tomar la palabra se lo llevó aparte y se puso a hacerle reflexionar. Pero la respuesta de Jesús a Pedro es muy dura: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios». Para preguntarnos: pero ¿cómo los discípulos de Jesús lo contemplaban cuando le veían enseñar y obrar con las muchedumbres? No había percibido nada de su divinidad. A lo sumo ¿un gran profeta?

Jesús continuará completando su enseñanza que subrayará después con su vida: el camino de Jesús es el servicio de dar la vida, quien la quiere salvar o guardar la pierde se le desvanece como la niebla con la fuerza del sol. La vida que se gana, se enriquece, pero se gana y se hace grande en el servicio, un servicio no según la norma, sino según la generosidad del corazón.

No es fácil el testimonio de Jesús. Seguir a Jesucristo no es obligatorio, es una decisión libre de cada uno. Pero Jesucristo se ha tomado en serio, muy en serio al hombre y a la humanidad. Y nosotros, cristianos y monjes sintiendo tocado nuestro corazón por el amor de Cristo le hemos dicho: ¡SÍ! Nos hemos consagrado a él por el bautismo y por otros sacramentos: el matrimonio cristiano, o la consagración religiosa, y esto supone tomarse en serio aquella expresión que san Benito repite más de una vez en su Regla: «no anteponer nada a Cristo».

Y no anteponer nada a Cristo viene a ser vivir aquella expresión tan fuerte de san Pablo: «El amor del Mesías no nos deja escapatoria» (2Cor 5,14). Cristo no nos deja escapatoria. Esto viene a ser como cuando entre dos jóvenes viven un primer amor, un amor serio, y un día se rompe y deja sobre todo en uno de ello una huella que recordará siempre. Así nos puede pasar a nosotros con Cristo: que hayamos gustado, vivido su amor, y este amor se ha resfriado o pero todavía: roto.

El amor de Cristo no nos deja escapatoria. Pero contemplar y considerar toda la persona de Cristo, nos debe llevar a contemplar y considerar la cruz, sin la cual no tenemos paso a la resurrección. Y sin resurrección nuestra fe no tiene sentido.

Cristo es la obra que hace verdad nuestra fe. Santiago en su lectura nos dice que la fe sin las obras no nos puede salvar, pero esas obras son Cristo: sus enseñanzas, su vida, su pasar con una gran humanidad entre las gentes…. O sea que necesitamos mirar a nuestra vida, si nuestra vida confiesa a Jesús como el Mesías, si en nuestro camino aceptamos también servir con generosidad nuestra vida, que en muchas ocasiones será cruz. Pero la cruz siempre es el dintel de la Resurrección.

Y atención: los apóstoles llevaban ya un tiempo con Jesús y no habían captado el mensaje de su vida.

Nosotros monjes que hemos hecho una profesión y solemne de seguir a la persona de Cristo. ¿Sentimos que no nos deja escapatoria? ¿Qué no queremos suavizar las palabras de Cristo como Pedro? O como cristianos: ¿la persona de Cristo nos domina la vida?

Que se cumplan en todos vosotros las palabras de Isaías: «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado, ni me he echado atrás».

12 de agosto de 2018

DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
1Re 19,4-8; Sal 33; Ef 4,30-5,2; Jn 6,41-51

La vida espiritual no puede fingirse, requiere una disciplina. Hay que aprenderla e interiorizarla. No es un conjunto de ejercicios cotidianos sino un modo de vida, una actitud mental, una orientación del alma. Y se alcanza recibiendo una instrucción que viene del mismo Dios como nos sugiere el evangelio: «serán todos instruidos por Dios». Los que reciben la enseñanza del Padre van a Cristo.

Se trata de escuchar esta enseñanza, escuchar esta voz de Dios en nuestro corazón y dejarnos llevar por él hacia Jesucristo. Dejarnos enseñar por este Padre Creador de Vida y Amigo del ser humano.

Ya lo anunció el profeta Jeremías: «Yo pondré mi Ley dentro de vosotros y la escribiré en vuestro corazón».

Y Cristo alimenta nuestra vida con el pan que da la vida, el pan que ha bajado del cielo para que nadie muera sino que tenga la vida eterna…

San Benito creía que esta instrucción no era algo áspero o penoso y que no era un proceso privado, sino que hay que llevarla a cabo en comunidad y ser vivida con paciencia. Por esto establece una Escuela del Servicio divino. El objetivo: escuchar la enseñanza de Dios, despertar la vida espiritual, corregir vicios, conservar la caridad, ensanchar el corazón y vivir con la inefable dulzura del amor…

Esta es, como sabéis, la vida monástica. Pero la vida monástica no tiene el servicio exclusivo de la vida espiritual: «Serán todos instruidos por Dios». Y los que reciben la enseñanza del Padre van a Cristo.

Por esto, el universo, la creación, viene a ser también una Escuela del Servicio divino, pues como escribe san Pablo a los cristianos de Roma: «Lo que se puede conocer de Dios lo tienen a la vista, ya que Dios se les ha manifestado. Aunque conocieron a Dios no le dieron gloria ni gracias, sino que se extraviaron con sus razonamientos y su mente ignorante quedó a oscuras».

La vida monástica nace para ser unos buenos discípulos en esta Escuela del Servicio divino y transmitir las enseñanzas de Dios; y ser testimonio de la vida en Cristo.

Así que Dios, Amigo de los hombres, es quien primero establece esta Escuela. Y por si acaso nos despistamos es esa primera Escuela suscita la creación de esta Escuela filial que es la vida monástica.

Ahora bien, en esta Escuela puede suceder varias cosas: que no acudamos y nos quedemos jugando fuera yendo a la nuestra. “Hacemos novillos”. O si permanecemos dentro podemos estar distraídos, no hacer los deberes…

«Dejarse instruir por Dios». ¿Cómo lo haces tú? Toda instrucción nos llega por la Palabra. ¿Qué espacio tiene la Palabra de Dios en tu vida?

La enseñanza nos llega a todos por la Palabra, pero en la Escuela estamos todo un grupo numeroso de alumnos y todos recibimos la misma enseñanza. El eco de esta Palabra en el corazón de cada uno de nosotros es diferente, y positiva para todos.
Cabe el peligro de manipular la Palabra, más que dejar que ella nos trabaje y moldee según su voluntad. O no permitir que esta enseñanza de Dios, que su Palabra baje al corazón, y lo mueva para colaborar con la sabiduría de esta Palabra que nos enseña. Una Palabra que nos enseña y nos alimenta dándonos vida, vida nueva

Yo soy el pan que da la vida. Este pan baja del cielo para que ninguno muera, sino que viva para siempre. Este pan da vida al mundo.

El pan transforma nuestra vida. Pero es preciso saborearlo bien. Bajarlo al corazón para que su energía nos renueve y recree una vigorosa fuerza de vida. El pan de Cristo no produce automáticamente el cambio o el progreso de nuestra vida. Hay que masticarlo bien. ¿En qué consiste esta masticación del pan que nos da Cristo? San Pablo en la segunda lectura nos sugiere los ejercicios a llevar a cabo:

«No entristezcáis al Espíritu» que habéis recibido al empezar a ser discípulos de esta escuela. Lo ponemos triste cuando nos olvidamos que somos discípulos de esta escuela, llamados a corregir nuestras deficiencias, e ir aprendiendo los caminos de la vida del Espíritu.

«Lejos de vosotros todo malhumor, mal genio, gritos, injurias, cualquier tipo de maldad». ¿Y quién puede decir que estás palabras están ausentes de su vida? Y continua: «sed bondadosos, compasivos, perdonad». ¿Y quién no necesita poner un poco más de bondad, de compasión, de perdón en su vida? Ya veis que palabras, ejercicios sencillos para realizar en nuestra vida.

¡Qué grande es Dios! Que, como Amigo bueno, nos invita a esta Escuela donde la primera lección es del Padre, la segunda del Hijo, Jesucristo, y la tercera, del Espíritu, ya metido en nuestro corazón, para ayudarnos a realizar esos sencillos ejercicios.

6 de mayo de 2018

DOMINGO VI DE PASCUA (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Hech 10, 25-26.34-35.44-48; Sal 97; 1Jn 4,7-10; Jn 15,9-17

El canto peculiar del tiempo de Pascua es el ALELUYA. Lo decimos y lo cantamos numerosas veces, tanto en la plegaria personal como, sobre todo, en la liturgia, cuando oramos comunitariamente.

Expresa la alegría de Dios que nace en el corazón humano. Y la alegría es el sentimiento principal de la Pascua, pues nace de sabernos amados por Dios, de estar en sus manos y en su corazón, de sabernos vencedores de la muerte, pues Dios se ha revestido de nuestra debilidad humana para vencer la muerte con la fuerza del amor y darnos a quiénes estamos unidos a él la esperanza de vencer a la muerte. «El amor es más fuerte que la muerte».

Esta alegría, la manifiesta Jesús en el evangelio cuando los discípulos vienen de anunciarlo, y le cuentan los signos y prodigios que han hecho. «Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclama: “te doy gracias Padre porque has revelado estas cosas a los pequeños”» (Lc 10,21-22).

Hoy en el evangelio Jesús nos dice: «Os he dicho todo esto para que mi alegría sea también la vuestra y vuestra alegría sea completa».

¿Y qué nos ha dicho Jesús?

Primero, nos ha dicho, nos dice, un largo silencio de 30 años, en Nazaret.

Después, un pasar entre nosotros durante tres años, con un corazón profundamente humano haciendo el bien. Y diciéndonos en nuestro lenguaje humano: «que el amor viene Dios, que él es amor, que lleva la iniciativa del amor con nosotros, que nos ama primero».

Que esto, nos lo ha querido decir Dios en nuestro lenguaje humano, enviándonos a su Hijo Jesús como hermano nuestro. Que se nos revela como amigo. «No os digo siervos sino amigos». Un Dios amigo que ha dado la vida, en lenguaje humano, por ti, por mí, por nosotros, como un verdadero amigo.

Todas estas enseñanzas, todo este amor de Dios que hemos celebrado en el santo día de la Pascua de Resurrección, ahora la Iglesia a lo largo del tiempo Pascual nos las recuerda, nos la repite, con nuevos matices tomados de la Palabra de Dios, de la Historia de la Salvación, para que la presencia del Espíritu de Jesús nos vaya fortaleciendo en el sendero de la vida hacia un Emaús eterno.

El, Cristo, te ha escogido. No tú a él. No olvides este detalle. Y no olvides lo que te dice a propósito de esta elección que ha hecho él de ti: «para confiarte una misión que dure y llegue a dar fruto. Y el fruto es el amor mutuo: que os améis unos a otros».

Los discípulos primeros se tomaron en serio esta fuerza del Espíritu que tenían dentro y se lanzaron en la vida a ser testigos de la vida y de las enseñanzas del Resucitado.

Y esto es lo que leemos en este tiempo de Pascua en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La respuesta de los primeros cristianos que, dejándose llevar por la fuerza del Espíritu de Jesús, extienden la fe, crean nuevas comunidades de vida y de amor fraterno.

Y si escuchamos con corazón atento veremos que no les fue fácil esta evangelización, este vivir el amor de Dios a los hombres. No es fácil vivir el amor, no es fácil nacer de Dios, más difícil que nacer a este mundo de nuestra madre natural.

Haremos bien en preguntarnos qué es el amor, puesto que es algo que está a la base de nuestra vida de cristianos.

Ramón Llull comentando el Cantar de los cantares en su Libro del Amigo y del Amado nos dice: «El amor es un mar alborotado de olas y de vientos, sin puerto, ni ribera. El Amigo perece en esta mar y con él perecen sus sufrimientos y comienza la felicidad» (228).

O sea que el amor no una vivencia bonancible de la vida, un éxtasis de dulzura, sino que es una fuerza de vida que arrastra con ella alegrías y sufrimientos, dolor y gozo, momentos duros y otros más dulces, pero que en definitiva quien vive con seriedad su amor, como Cristo, le lleva a dar la vida, dar una vida a retazos, y sólo entonces comienza la felicidad del amor, porque uno experimenta entonces que es más fuerte que la muerte.

Y si no hay amor no hay vida. Si no tenemos vida es que no tenemos comunicación con él, fuente de la vida. Si falta este amor en nuestra vida no queda sino vació y ausencia de Dios.

¿No creéis que merece la pena adentrarse en el espíritu de la Pascua, a la que nos invita este tiempo pascual a lo largo de cincuenta días?

19 de marzo de 2018

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Aelgre
2Sa 7,4-5.12-14.16; Sal 88; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

Hace un tiempo contemplé un lienzo que representaba a san José sentado en una silla baja junto a un peldaño sobre el cual estaba representado Jesús de unos 8 años. Me llamó la atención la actitud de san José reclinado hacia Jesús, pero sobre todo su mirada que levantaba hasta encontrar la de Jesús que aparecía con los ojos entornados mirando a san Jose. Un cruce de miradas sencillas pero profundas, cargadas de un profundo sentimiento de estimación, diría de ternura.

Y esta contemplación me llevó a recordar un pensamiento de san Gregorio Magno que afirma que la Palabra de Dios cuando la acogemos en nuestro corazón y nuestra vida crece. Es curioso: el nombre de «José» viene a significar: «que crece», «que va en aumento». Igual se inspiro san Gregorio en la figura de san José al afirmar que la Palabra de Dios crece al acogerla en nosotros.

En un primer momento parece que su figura no crece, sino que incluso desaparece, del Evangelio, pasados estos primeros años de la vida de Jesús. Será a partir del siglo XI cuando empieza a popularizarse su devoción, y nos hablarán de él santa Gertrudis, santo Tomás de Aquino y san Bernardo, san Vicente Ferrer, entre otros. San Bernardo nos dice en unas palabras llenas de ternura: «Pienso que san José sonrió a Jesús más de una vez teniéndolo sobre sus rodillas». Unas palabras que están en la línea de ese lienzo del que he hablado antes.

Pero todavía nos dice otras palabras interesantes: José entronca realmente con la estirpe de David, en línea con lo que hemos escuchado en la primera lectura sobre el rey David. Y escribe: «Sí; es hijo de David plenamente, pues no deshonró a su padre. En todo hijo de David, según la carne, pero también por su fe, en la línea de Abraham, por su santidad y por su entrega. Es decir, que el Señor, como a otro David, lo vio según su corazón y le confió con toda garantía el secreto y sacratísimo misterio de su propio corazón. Le hizo confidente del misterio ignorado por los grandes del mundo».

A este perfil de belleza espiritual trazado por san Bernardo podríamos añadir nuevos rasgos del Papa Francisco que aumentan ese perfil de san José: «Es el hombre escondido, el hombre del silencio, el hombre que hace de padre adoptivo y que tiene en ese momento la autoridad más grande sin mostrarla, o hacerla ver; un hombre que podía decir tantas cosas y, si embargo, no habla, que podía mandar pero en realidad obedece; un guardián de las debilidades que se convierten firmes en la fe; es el hombre de la ternura más entrañable».

Contemplando este perfil de san José será lógico que a partir de esos siglos XI, XII y siguientes su figura tenga un despegue fuerte en la vida de la Iglesia. El Papa Sixto IV lo introduce en el Calendario Romano, y su fiesta que será definitivamente instituida por el papa Gregorio XV.

Yo destacaría tres rasgos importantes para nuestra vida de fe:

Es el hombre capaz de soñar, de acoger y custodiar y de llevar adelante el sueño de Dios para el hombre.

Soñar, acoger, custodiar, llevar adelante el sueño de Dios, su obra o su proyecto de amor

Son unas actitudes que deberíamos hacer nuestras: no dormir, no tener sueños, que dice Unamuno, sino soñar que es propio de un espíritu joven y abierto a la fuerza y la aventura de la vida con sentido; acoger y custodiar el misterio de Dios, que es también el misterio del hombre, pues la obra de Dios es una obra de amor como dice el salmista, pero para el hombre, para que éste viva con plenitud su vida.

A nosotros nos importa «crecer» en la vida espiritual. Pues vivir ese espíritu de san José nos exige crecer en la vida espiritual. Llevar el evangelio a las profundidades de nuestro ser, a las fuentes de nuestra afectividad, a las raíces mismas del inconsciente, o de lo contrario nuestro amor a Dios será cerebral, no crecerá, y nuestra personalidad no llegará a unificarse en Cristo. O crecemos espiritualmente o nos quedamos viviendo en un divorcio interior. Y ya veis que el divorcio está de actualidad o de moda en nuestra sociedad. La cabeza estará en el Señor pero el corazón a otros amantes, a otros objetos, con la catástrofes que esto puede acarrear tanto en el plano psicológico como en el espiritual.

18 de marzo de 2018

DOMINGO V DE CUARESMA (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Jer 31, 31-34; Salm 50; Hebr 5,7-9; Jn 12,20-33

«Pondré mi ley en su interior, la escribiré en sus corazones. Todos me conocerán desde el más pequeño hasta el más grande». Así le habla Dios a Jeremías, así te habla Dios a ti.

Pero esta ley no la vemos escrita hoy con claridad en nuestros corazones. Quizás no percibas que domine ese conocimiento de Dios en tu vida, que se te ha revelado Dios como un Dios Amor. Pero si esta ley debe regir tu vida, la mía, la de todos los creyentes, e incluso la vida de todos los seres humanos, parece que es obligado preguntarnos en qué consiste esta ley del amor. ¿En qué consiste el amor?

«El amor —nos dice el libro del Amigo y del Amado— es una mar revuelta de olas y vientos, sin puertas ni orillas, y donde acaban los sufrimientos y comienza la felicidad».

Lo cual viene a decirnos, claramente que no hay auténtico amor sin muerte. No resulta nada fácil lanzarse a una mar revuelta de olas y vientos… La experiencia auténtica y profunda del amor no se da sin una experiencia de muerte. Todo lo que no sea lanzarse a esa mar revuelta será una mala copia de amor. ¡Como si te lavaras los pies en un riachuelo!

El amor debe llevarnos hasta la posibilidad de morir, de vivir el amor hasta el extremo, que es lo que contemplamos en Cristo. Cristo nos lo sugiere también en el evangelio de hoy: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será glorificado; si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto».

Y este servicio de Cristo tuvo un precio fuerte como sugiere la Epístola a los Hebreos: «Se dirigió a Dios en su vida mortal, que podía salvarlo de la muerte, suplicando con gritos y lágrimas. Dios lo escuchó por su sumisión».
En la cruz, Dios se interna en la muerte, lo totalmente opuesto a él que es la vida, a fin de derrotar así a la muerte, por medio del amor hasta el extremo.

«Importa —dice santa Isabel de la Trinidad— que estudiemos este modelo a fin de identificarnos tan perfectamente con él, que logremos reproducirlo a cada instante a los ojos del Padre».

Cristo, nuestro Modelo, pasa dándose, dando el servicio concreto de su vida. Este es el gesto del amor, y en este Cristo debemos encontrar las fuerzas y el sentido para lanzarnos al mar revuelto…

Deberíamos tener muy presente que cuando uno se da, ama, se vacía de sí mismo, pero sigue siendo él mismo, más aún encuentra en el amor su propia realización. Pues al amor le es inherente unirse con el otro de modo que ninguno de los dos, ni el amante ni el amado sea absorbido por el otro, ni se agote en él. Solo en este darnos al otro llegamos a nuestra propia realización.

Pero nos cuesta llegar a comprender esta realidad. Quizás es que no llegamos a comprender y a vivir el verdadero dinamismo de la vida de la que nos habla Jesús en el evangelio: «los que la aman, la pierden, los que no la aman la guardan para la vida eterna».

Quizás se trata de llegar a comprender la verdadera y correcta relación entre la vida y el amor. Que viene a ser lo mismo que comprender la correcta relación entre la vida y la muerte.

En esto Benedicto XVI tiene unas palabras iluminadoras: «Solo cuando alguien valora el amor por encima de la vida a saber, sólo cuando alguien está dispuesto a someter la vida al amor, por el amor del amor, puede el amor ser más fuerte que la muerte y mayor que la muerte».

Pero quizás nos da respeto o miedo lanzarnos a este mar del amor, o que nuestro espíritu no está del todo despierto, o que necesita de ir dando pasos serios por este camino.

Dice un pensador: «Cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la vida nos perfecciona y enriquece, más aún que por lo que de él mismo nos da por lo que descubrimos de nosotros mismos. Hay en nosotros cabos sueltos espirituales, rincones del alma, escondrijos y recovecos de la conciencia que yacen inactivos e inertes. Hay regiones de nuestro espíritu que sólo florecen y fructifican bajo la mirada del Espíritu que nos llega desde el Eterno».

Hoy, en esta Eucaristía este Espíritu Eterno te mira desde tu corazón y te dice: levántate y camina en la vida con sabiduría. La sabiduría del amor.

4 de febrero de 2018

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Job 7,1-4.6-7; Sal 146; 1Cor 9,16-19.22-23; Mc 1,29-39

«Jesús salió de la sinagoga para dirigirse a la casa de Pedro y Andrés». En la sinagoga había curado en sábado a un hombre poseído de un espíritu maligno. En Nazaret, su pueblo, en la sinagoga, tampoco lo recibieron bien. Y dice el evangelio que Jesús se admiraba de su falta de fe. Este saltarse la norma, la ley, en el sábado, para hacer el bien y curar exasperaba a los judíos.

La institución, toda institución, adquiere una rigidez que no siempre ayuda a crecer en más humanidad. Lo vimos con la celebración del Concilio Vaticano II, y que nos recuerda estos días la lectura de la vida de Pablo VI. Una tensión que ya empezó, como leemos en Gálatas (2,11s) con San Pedro y san Pablo, y que ha continuado con el paso del tiempo.

Parece que toda institución, y mucho más la religiosa, no favorece la atención a la persona, sino que está más preocupada por el cumplimiento de la norma. Y hoy, como ayer, y como debe ser siempre, la norma es para la persona y no la persona para la norma y la ley, porque entonces nos deshumanizamos y deshumanizamos la sociedad.

Necesitamos contemplar la persona de Jesucristo. Él es el hombre. Siempre desbordante de humanidad. Nos dice el evangelio que «salió de la sinagoga y fue a la casa de Pedro y Andrés». Y se encuentra con la suegra de Pedro enferma, postrada en la cama.

¿Qué hace Jesús?

«Se acercó, la miró, la dio la mano, la levantó». Cuatro verbos que ponen de relieve la profunda humanidad de Jesús. Acercarse, mirar, dar la mano, levantar. ¡Cuánta necesidad tenemos hoy de estos cuatro verbos Es ésta la cercanía de Jesús a las personas, ejercitándose en aquellas palabras que él mismo Jesús subraya en otra ocasión: «No he venido a que me sirvan, sino a servir y dar la vida» (Mt 20,28).

La suegra de Pedro, una vez que ha sanado se pone ella misma a servir. He aquí un signo de la presencia de Dios en nuestra vida, de nuestro verdadero encuentro con Jesucristo: «el servicio». Un servicio que nace del encuentro amoroso con el Señor, que al sanarnos nos hace partícipes de su mismo espíritu, que es siempre un espíritu de servicio.

Pero Jesús no se deja atrapar por su fama, por la gente que le busca con admiración y continua su camino para entrar en otras casas: «vamos a otros lugares», les dice a los discípulos, «a los pueblos vecinos, para llevarles la Buena Noticia, pues esta es mi misión». Su misión, por tanto y la misión de los que se encuentran con él y se sienten sanados.

Ya veis la importancia de la casa. La casa en el ámbito de la revelación tiene un lugar importante. La casa es un espacio donde Dios se da a conocer. Se ve como Dios mismo tiene casa. Cada uno somos casa, su casa. Decimos al recibir la comunión: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa».

Dios está en tu casa. Espera siempre en tu corazón. Eres una casa habitada por Dios. Pero sólo cuando se entra en casa sabemos que alguien está en ella esperándote. Sí, porque suele suceder con frecuencia en nuestra vida aquella afirmación de san Agustín: «Yo estaba fuera y tú estabas dentro».

Podemos estar fuera, o dormidos. Pídele que rompa tu sordera como a san Agustín, o que ponga un despertador potente en la mesita de tu cama, de manera que abriendo los ojos tu mirada se cruce con la suya, y que aceptes la mano que te ofrece. ¡Y serás sanado!

¿Y cómo lo descubres? Pues atiende si haces como la suegra de Pedro: levantándote y poniéndote a servir.

Por otro lado, esta es la misión que has recibido como cristiano y como monje: anunciar el evangelio, como nos enseña san Pablo. «Para ganar a todos se hace débil con los débiles. Se hace todo para todos, para, como sea ganar a algunos. Tratándose del evangelio —continua Pablo—, estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para poder tener parte en el».

Lo cual nunca será posible en tu vida, si no lo dejas entrar en tu casa y si no dejas que te despierte. De lo contrario tendríamos que cambiar la expresión de Job en la primera lectura:

«El hombre en la tierra no está sometido al servicio, se pasa la vida durmiendo».