29 de junio de 2008

SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 12, 1-11; Salm 33, 2-9; 2Tim 4, 6-8. 17-18; Mt 16, 13-19

Sucede, en ocasiones en alguna conferencia o coloquio, que hay un turno de preguntas, y siempre alguien, con temor, se levanta y le dice: -¿Puedo hacer una pregunta?, como temiendo que va a decir algo inoportuno. Hecha la pregunta el conferenciante le dice que es una pregunta interesante. Entonces, roto el hielo, parece animarse el coloquio. Hoy en el evangelio es un poco diferente. El conferenciante, el que lleva la iniciativa de la palabra, que es Jesucristo, es quien hace la pregunta: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Como si Jesús fuese a hacer un sondeo popular. La pregunta resulta demasiado generalizada. Quizás se le podría decir a Jesús, aquí, que no es una buena pregunta. La respuesta tampoco parecen ser de altura: Se dice esto… otros que Elías… otros que…El «se dice», el rumor, que tantas veces empleamos para divagar, o para poner confusión…

Pero Jesús ni es partidario de divagar ni de la confusión, así que retoma de nuevo la palabra y va directo al grano con otra pregunta: Y vosotros ¿Quién decís que soy?

Dios siempre busca de cada uno de nosotros la respuesta directa, la que sale de nuestro corazón como respuesta a su palabra. Dios busca siempre la luz. Ya lo dijo en alguna ocasión: lo que escucháis en lo escondido hay que sacarlo a la luz, ponerlo sobre el candelero. Al pan, pan y al vino, vino. O las cosas por su nombre. Así contemplamos a Jesús en el evangelio, la verdad por delante, siempre como testimonio de la verdad.

Y Pedro va a ser, por este camino, un buen discípulo: Tú eres el Hijo de Dios….

Ahora bien, esta pregunta, —y vosotros ¿quién decís que soy yo?— es una pregunta permanente para un cristiano. Porque cada día el cristiano tiene que dar la respuesta de su fe a la llamada de Dios. Y cada día, yo creo que debemos contrastar la llamada que Dios me hace a través de su Palabra, y la respuesta que mi fe da en la vida concreta que tengo.

Ahora bien esta respuesta a Cristo hemos de considerar que no se puede quedar en mera respuesta individual, sino que debe ser una respuesta según el deseo de Cristo, según su proyecto, y esto me pide que dé una respuesta eclesial, una respuesta también como miembro de una comunidad, que está llamada a ser testigo del Resucitado, y que tiene la responsabilidad de ser servidora del reino que Jesús ha venido a establecer.

Por esa respuesta de Pedro podemos captar la fe de Pedro. Tú eres el Hijo de Dios vivo; no el Dios de los muertos, sino el Dios que vive en sí mismo y da vida a todo lo que existe, ya que en Él vivimos, nos movemos y somos. El Señor no permitirá que desfallezca esta fe tan grande, a pesar de las pruebas por las que habría de pasar. Por eso en el momento de la Pasión le dice: Simón, Simón…yo he pedido por ti para que tu fe no desfallezca. Tú una vez convertido, confirma a tus hermanos (Inocencio III, papa).

Pedro da una respuesta personal, pero es una respuesta desde una fe y una amistad que ha vivido con Jesús juntamente con todo el grupo de los Apóstoles. Es la respuesta de un Pedro siempre apasionado por Jesús, que no va egoístamente a la suya sino la respuesta de un Pedro que hará buena la misma oración de Jesús cuando le dice que ha pedido por él, y que éste, una vez convertido confirme a sus hermanos.

Y podemos advertir esta dimensión comunitaria de la persona y de la vida de Pedro cuando vemos que toda la comunidad ora insistentemente por él. Pedro, es pues un punto de referencia entre el grupo de los apóstoles por su manera de ser decidida y de apuesta por el Maestro. Pensemos, por ejemplo, cuando responde a Jesús en nombre de todo el grupo en unos momentos de moral baja, y de vacilación de su fe: Señor, ¿a quién iremos?

Y después de la Resurrección hablará como una voz principal en la comunidad apostólica, y finalmente, como hemos oído, la Iglesia consciente del papel e importancia de Pedro en la vida de los creyentes, reza por él cuando está en la cárcel.

Celebramos y alabamos hoy la figura de estos apóstoles de la Iglesia. Dice san Elredo: Los alabamos de verdad si nos esforzamos en imitar su conducta. Imitando su fuerza, su vida santa, su perseverancia hasta el final. Dieron prueba de gran fuerza. Porque son las columnas que el Señor estableció. Son las dos columnas que dirigen la Iglesia mediante su enseñanza, su plegaria y el ejemplo de su constancia. El mismo Señor los ha puesto como fundamento (sermón sobre san Pedro y san Pablo).

Y san Bernardo escribe también algo que nos viene bien en estos tiempos en que proyectamos con facilidad la sospecha sobre personas e instituciones: Amaneció para nosotros la gloriosa solemnidad consagrada con la muerte triunfal de los insignes mártires y capitanes de todos los mártires, las dos grandes lumbreras que puso Dios en el cuerpo de la Iglesia como luz para sus ojos. Son mis maestros y mediadores, en quienes confío plenamente, porque me enseñan el sendero de la vida, y por ellos puedo llegar hasta aquel Mediador que vino a reconciliar con su sangre lo terrestre y lo celeste (sermón 1 sobre san Pedro y san Pablo).

24 de junio de 2008

NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 49, 1-6; Sl 138, 1-3. 14-15; Ac 13, 22-26; Lc 1, 57-66. 80

Se va a llamar Juan, dice su madre Isabel. Juan es su nombre, dice su padre Zacarías… Juan significa gracia de Dios o bien Dios da la gracia.

Con él viene a significarse el don de Dios que a través de su predicación se ofrece a los hombres, o bien al mismo Señor por medio del cual se concede la gracia al mundo. De aquí que sea el Precursor de este don de Dios, y de aquí que una vez confirmado el nombre de Juan se abre la boca de Zacarías, su padre, que bendice a Dios con el Benedictus.

Escribe san Efrén de Nísibe en una hermosa comparación entre Isabel y María, entre Juan y Jesús: «La anciana Isabel trajo al mundo al último de los profetas, mientras María, una muchacha joven, dio a luz al Señor de los ángeles. La estéril trajo al mundo al que perdona los pecados y la Virgen al que los quita. Isabel trajo al mundo al que reconcilia a los hombres mediante la penitencia, María al que purifica la tierra de sus manchas. La anciana enciende una lámpara en la casa de su padre Jacob, pues esa lámpara es Juan; la muchacha joven alumbra al sol de justicia para todas las naciones. El ángel anunció el ministerio de Juan a Zacarías: el que habría de ser decapitado anunciaría al que sería crucificado; el que sería odiado proclamaría al que sería enviado; el que bautizaría en agua al que bautizaría en fuego y Espíritu Santo. La luz brillante proclamaría al sol de justicia; el que estaba lleno del Espíritu al que daría el Espíritu. La voz anuncia al Verbo…»

Un hermoso paralelismo entre Juan y Jesús. Que nos estimula a celebrar con alegría el nacimiento del Bautista, el único santo del que celebramos el nacimiento. Un nacimiento sobre el cual la liturgia subraya el hecho de que estuvo envuelto todo él por la alegría: alegría de los padres, de los vecinos, y de toda la montaña de Judá. Y es también un estímulo para proclamar la alabanza de Dios, por el don divino del que es precursor Juan.

«Antes de venir, el Señor, dice la liturgia siríaca, envía como mensajeros los santos profetas. Cada uno de ellos anunciaba el misterio escondido y desconcertante de la venida de Dios hecho hombre. Uno profetizaba: Mirad, el Señor viene a consolar a los afligidos. Otro anuncia: El Señor restablecerá su alianza con su pueblo. Uno oraba para que viniera el Señor, y no callara; otro suplicaba a Dios que mostrara su poder y salvara a su pueblo. Uno profetizaba al Precursor diciendo que sería un ángel; otro nos decía que sería la voz que clama en el desierto. Y finalmente envía al intermediario de la antigua y nueva alianza, Juan Bautista, estrella que precede a la luz, lámpara que precede al sol de justicia, voz que precede al a Palabra. Mensajero que anuncia claramente: Detrás de mi viene el que es más grande que yo, del cual no soy digno de desatar la correa de sus sandalias».

Pero este camino de anunciar al Cristo Mesías continúa con nosotros. Juan anuncia a Cristo. Cristo anuncia el reino, que dice está en medio de nosotros, o mejor dentro de nosotros; Cristo, después, envía a sus discípulos a anunciar el Reino, para continuar la obra del reino. Y esta obra del reino necesita de la continuación en nuestra vida de fe y en el testimonio de nuestra vida. Los enviados a anunciar el reino escuchan la misma invitación para entrar en dicho reino: Convertíos y haced penitencia.

La voz de Juan la seguimos necesitando hoy: ¡Convertíos! ¿De qué tengo yo que convertirme? ¿de qué tienes tú que convertirte? Delante de la invitación de la Palabra cada uno tiene que preguntarse cual es la oscuridad que quiere ser iluminada por la luz de la Palabra; que parte de su corazón está necesitado de una explosión de gozo.

Es posible que pensemos, en ocasiones, alguna de las cosas que dice Isaías en la primera lectura: En vano me he cansado, en viento y nada he gastado mis fuerzas. Es posible que el panorama en el que vivimos hoy no lo contemplemos como capaz de muchas alegrías.

Pero nosotros debemos buscar nuestra paga en el Señor, pues nuestro salario lo tiene Dios, pues así nos lo asegura el profeta Isaías. Y también: Nuestro derecho, nuestra ley debe ser la del Señor, que nos quiere hacer luz de las naciones.

Pero si crees que esto es así debes preguntarte asiduamente: Yo, ¿que hago con la luz? Y por lo mismo: Yo, ¿qué hago con la alegría?