27 de diciembre de 2015

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, JOSÉ Y MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre
1Sam 1,20-22.24-28; Sal 83; 1Jn 3,1-2.21-24; Lc 2,41-52

El evangelio nos ofrece una estampa singular, una escena un tanto sorprendente:

María y José entran en el templo y contemplan al Hijo en un interesante diálogo con los maestros de la Ley. La sorpresa de los padres de Jesús no evita unas palabras de reproche: «Hijo por qué nos has tratado así. Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados». Es una escena que se escapa a nuestra comprensión. Nos encontramos con el misterio de un Dios que se hace hombre, humano, para que, como dicen los Padres Orientales, nosotros, el hombre, nos hagamos divinos. Por ello, yo creo que un camino más correcto para penetrar en la comprensión de este misterio de un Dios humano es considerar cómo vivimos, nuestra relación con este misterio divino que se nos ha manifestado en la carne.

Este Dios manifestado en la carne se pierde en el espacio del templo con los sabios en las cosas divinas, dejando sorprendidos con su puntual revelación tanto a los sabios como a los propios padres, María y José. Una revelación puntual. Pues, inmediatamente vuelve la normalidad ante la mirada humana para continuar por el camino habitual y normal de una vida humana: «vuelta a Nazaret y bajo la mirada de los padres crecer en entendimiento, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres».

Pero ante esta manifestación del misterio de Dios en la vida de los hombres, un rasgo que no debemos de olvidar, un rasgo que contemplamos en quien debe ser para todos nosotros una referencia principal en nuestra inmersión en el misterio de Dios: «María conservaba todos estos recuerdos en el corazón».

El RECUERDO de la vida, de lo vivido. Es lo que contemplamos en María. Ella, sensible a la acción de Dios, guarda en el corazón, hasta que llega el momento de Dios en su vida, como nos sugiere el Eclesiástico: «Voy a recordar las obras de Dios y a contar lo que he visto. ¡Qué amables son todas sus obras!, y eso que no vemos sino una chispa. Todas viven y duran eternamente… no ha hecho ninguna inútil» (Eclo 42,15).

¿Acaso nosotros no nos perdemos, no nos escondemos de Aquel que nos busca? Solo que nosotros no solemos estar en las cosas de Dios, del Padre, transitamos otros caminos. No obstante, la historia de la salvación nos muestra como Dios busca al hombre:

«Me has enamorado, hermana mía y novia mía. Me has enamorado con una sola de tus miradas dice el Amado»(Ct 4,9). «Yo soy de mi Amado y él me busca con pasión, dice la Amada» (Ct 7,11).

Y acaso ¿no escuchamos en las páginas de los profetas muchas lamentaciones de este Dios que nos busca con pasión, de un Dios que se ha enamorado del hombre, que busca seducirlo como nos dice el profeta Oseas, hasta el punto de hacerse hombre, hasta revestirse de nuestra frágil naturaleza?

Y ¿cuál es nuestra respuesta? Estar sumergidos en la sabiduría de mundo. Pero ante la pregunta de Dios: «Hijo, ¿por qué te portas así conmigo?» ¿Nos dejamos interpelar por este Dios que nos busca?

Este es el «Dios que nos reconoce como hijos suyos en una singular prueba de amor», como dice san Juan, que nos busca con angustias de amor, un amor que le llevará hasta las angustias de la Cruz.

Y ante las palabras dolidas de María, Jesús vuelve a la normalidad, baja a Nazaret, está bajo la autoridad, vuelve al silencio de la vida, mientras crece en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres.

Este es el camino. Aparece con suma claridad el camino de Dios entre los hombres. Un Dios seducido por el misterio de la humanidad, el misterio salido de su propio misterio, y que ahora quiere hacer el camino inverso: aprender el camino de retorno hacia sí mismo a través de nuestra humanidad.

Aquí contemplamos lo extraordinario de Dios: la suma sencillez, lo ordinario de cada día, que invita a caminar gozando de la belleza del camino. Por dentro y por fuera.

Por esto uno no puede menos que considerar aquella interesante lección de Pablo VI en su visita a Nazaret hace 50 años, y que todavía permanece viva y actual: «Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento del evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizás de una manera casi insensible, a imitar su vida».

¡Qué amables son todas tus obras Señor! ¡Danos, Señor el corazón silencioso de san José, y el corazón abierto y contemplativo de santa María, para que nos saciemos contemplando tu belleza!

21 de noviembre de 2015

PRESENTACIÓN DE SANTA MARÍA, VIRGEN

75º ANIVERSARIO DE LA RESTAURACIÓN DE LA VIDA MONÁSTICA EN POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
1Re 8,1.3-7.9-11; Salm 83,3-5.10-11; Apoc 21,1-5; Lc 1,26-38

«La nube llenó todo el edificio del templo del Señor. La gloria del Señor llenaba todo el templo».

Así termina la gran fiesta del traslado solemne del Arca de la Alianza. Fiesta litúrgica de gran belleza, con himnos y cánticos y ofrendas al Señor, y rodeada de todo el pueblo, recordando el salmo: «Qué hermoso es convivir los hermanos unidos, es rocío del Señor, la bendición, la vida para siempre» (Sal 132).

Hoy celebramos el aniversario de la restauración de la vida monástica en Poblet. Vuelve a derramarse la bendición y la vida del Señor a través de la comunidad monástica.

«Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo». Aquella nube que llenaba el templo del Señor, que manifestaba su gloria, ahora envuelve a santa María, humilde sirvienta del Señor, que acepta la nube divina para que derrame su rocío y manifieste su gloria sobre la humanidad. La nube ya no impedirá acercarse a los hombres, sino que se abre y derrama la gloria de Dios como fuente de vida. Y nosotros podemos saludar a este acueducto singular, como la llama san Bernardo, «canalizando las aguas de la Fuente, el manantial inagotable que es Cristo, para que todos recibamos de su abundancia». Podemos saludarla con aquellas palabras de san Germán de Constantinopla: «Salve, oh nube luminosa que derramas sobre nosotros el rocío espiritual y divino, y que, al entrar hoy en el Santo de los santos, has hecho que saliera el sol resplandeciente sobre los que yacen en tinieblas y sombras de muerte». «Salve, nube purpúrea y resplandeciente, portadora de Dios y fuente inexhausta que a todos abastece».

Nosotros, la saludamos de manera especial, al recordar la fecha en que vuelven a vibrar los muros de este cenobio con el saludo de la Salve, a ella protectora y luz de la vida monástica, que nos lleva hacia el interior de la nube al encuentro con su Hijo, el Hombre nuevo, en el cual contemplamos un cielo nuevo y una tierra nueva, el tabernáculo donde Dios se encuentra con el hombre. Así lo anunciaba Pablo de Tarso: «El Señor bajará del cielo y los que mueran en Cristo resucitarán en primer lugar. Después los que queden serán arrebatados en la nube junto con ellos al encuentro del Señor en las nubes, y así esteramos siempre con el Señor». (1Tes 4,15s)

«La vida del monje debe ser la vida de quien se ha entregado a la búsqueda de Dios, y que está dispuesto a morir con tal de verlo, por eso la vida monástica es un “martirio” a la vez que un paraíso, una vida a la vez “angélica” y “crucificada”. Es un camino, un esfuerzo permanente, por contemplar a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, y ser transformados en la misma imagen de Jesucristo, avanzando de claridad en claridad como iluminados por el Espíritu del Señor» (cf 2Cor 3,17s). (T. Merton, La Vida silenciosa, prólogo)

Esta vida nos pone en el camino de hacer realidad un cielo nuevo y una tierra nueva que ha inaugurado Jesucristo el verdadero Hombre nuevo. Esta vida permite contemplar el tabernáculo establecido aquí, para que el hombre se encuentre con Dios, para que el hombre viva la experiencia de Dios.

Este es el camino que a lo largo de los siglos han ido trazando y esforzándose por vivir con fidelidad un gran número de monjes. Una rica tradición monástica que se inicia en nuestro monasterio de Poblet en el siglo XII, que provisionalmente se detendrá en el siglo XIX y cuyo testimonio último tenemos en el P. Jaume Cercós. Tradición que vuelve a revitalizarse en el siglo XX, en el año 1940. Un revivir, un renacer de la vida monástica que ha ido encarnándose en unas personas concretas ya conocidas por nosotros, en unos rostros que ya nos son familiares, que ya se marcharon al encuentro del Señor en la nube, pero que nos han dejado la vibración de su vida que buscaba deleitarse en la búsqueda de Dios, en el deseo de contemplar y vivir la gloria del Señor.

Es bueno, hoy, recordar con sus propios nombres a estos monjes que nos acompañaron en el camino y que nos han precedido en el camino hacia la nube del Señor.

Es bueno recordarles, quizás una reflexión junto a sus tumbas, para despertar más en nuestro espacio interior esa vibración por Dios que ellos vivieron y que nos dejaron como una preciosa herencia, para que continuemos con pasión nuestra búsqueda de Dios y el deseo vivo de su experiencia… Rosavini…

Es también justo tener una palabra de agradecimiento hacia estos amigos nuestros de la Germandat de Poblet que estuvieron a su lado en el generoso esfuerzo de restaurar la belleza de Poblet, y ayudar a la fidelidad y el esplendor de la vida monástica.

Que esta celebración sea un motivo para todos nosotros de continuar con fidelidad nuestra vida monástica recibiendo y enriqueciendo la herencia que nos dejaron los monjes que nos precedieron en la llamada del Señor.

Termino recogiendo el pensamiento escrito el año 1940 al lado de documento de autorización de la constitución de la nueva comunidad de Poblet con monjes de la Congregación Cisterciense de san Bernardo de Italia:

«LOS HOMBRES PASAN, DIOS QUEDA, LA HISTORIA CONTINUA»

13 de noviembre de 2015

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

La Dedicación de nuestra casa, del templo, es una fiesta de familia para nosotros, porque en este templo nos consagramos a Dios, entramos a formar parte de una nueva familia, cuya responsabilidad la tiene el mismo Dios compartida con cada uno y con todos nosotros. Una responsabilidad que este Dios espera de nosotros, él, que nos ha llamado a ejercitarla por medio de Jesucristo, y que la Escritura contempla como piedra angular de todo el edificio.

A Dios no le interesan las piedras. Le interesa tu corazón, tu persona. El se cuida de nosotros y nosotros debemos cuidar de él.

Qué bien lo sugiere santa Teresa con la belleza de su poema:

«Alma buscarte has en Mí
y a Mi buscarte has en ti.
Porque tú eres mi aposento
eres mi casa y mi morada…»

O san Agustín con la sabiduría de su confesión:

«Yo no existiría, Dios mío, no existiría en absoluto, si no estuvieras en mí. ¿O más bien no existiría, si no existiera en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas? Así es, Señor, así es…» (Confesiones, L,I,2)

Un aposento, una casa, una morada, que viene a ser como nuestro monasterio: un espacio con muchos edificios que forman todos ellos el conjunto de la belleza del monasterio; como el conjunto de las piedras desnudas y sencillas de este templo configuran la espléndida belleza de este espacio sagrado. Que nos transmite, que toda esta belleza se traslada más allá de las piedras, en la comunión de amor de la comunidad.

Y para esto él nos da, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de él mismo para que sepamos reconocer los dones que él nos otorga a fin de colaborar en la configuración de esta familia monástica, de colaborar en la edificación de este templo vivo que formamos todos con Cristo como piedra principal. No siempre vivimos esto conscientemente, por ello la fiesta debe ser un momento singular para despertar en nosotros lo que debe ser una realidad, que nos lleve a ser lo que somos. Y esto pasa por ser conscientes de esta realidad y responder con generosidad y decisión, como nos sugiere también los versos de santa Teresa:

«Si el amor que me tenéis,
Dios mío, es como el amor que os tengo,
decidme: ¿en qué me detengo?
o, ¿en qué os detenéis?»

Responder como nos sugiere la sabiduría de san Agustín: «Te buscaré, Señor, invocándote, y quisiera invocarte creyendo en ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me has dado y me has inspirado por la humanidad de tu Hijo…» (id, L,1,1)

Ese amor de Dios está en nuestro espacio interior entonces ¿en qué nos detenemos? Quizás tenemos necesidad de contemplar el episodio de Zaqueo, el sicómoro y Jesús. Debemos despertar el DESEO. El deseo de ver a Jesús. Jesús pasa de muchas maneras por nuestra vida. Nosotros somos pequeños de estatura, de amor, de muchas cosas. No seamos pequeños de deseos. Hay que subirse al sicómoro. ¿Cuál es nuestro sicómoro? Aquel árbol que te permita descubrir la mirada de Jesús, que te permita contemplar su persona y escuchar su voz. Y aunque te cueste subir al sicómoro, no tengas miedo, después, a bajar, a acoger a Jesús en tu casa. Y allí se dilatará tu corazón habiendo hospedado al Amor.

San Bernardo consciente de que se nos puede dormir este amor, nos hace una llamada seria en la celebración de esta fiesta:

«Tan guarnecida está la fortaleza del Señor, que no existe el más leve temor, con tal que actuemos fiel y valerosamente, es decir, que no seamos traidores, cobardes ni ociosos. Son traidores los que intentan introducir al enemigo en la plaza del Señor, por ejemplo los difamadores, a quienes Dios aborrece, y los que siembran discordias y fomentan escándalos. Así como el Señor solo mora donde reina la paz, la discordia es el lugar preferido del diablo. No os asuste hermanos, si hablo con tanta dureza: la verdad no adula a nadie. Sepa que es un traidor quien pretende introducir un vicio cualquiera en esta casa de Dios: atenuar la disciplina, entibiar el fervor, alterar la paz o herir la caridad; y convertir este templo en una cueva de bandidos.»

«Dichosos Señor son los que viven en tu casa alabándote siempre». Cuanto más ven, entienden y conocen, tanto más aman, alaban y admiran. Y vivir en tu casa es sondear constantemente tu corazón, con la luz y sabiduría de la Palabra; invocarte; es dejar que esta Palabra vaya trabajando las aristas de tu interior, para que tu alabanza sea en este templo, en tu propio templo una permanente alabanza.

2 de noviembre de 2015

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Lam 3,17-26; Salm 24,6-7.17-21; Filp 3,20-21; Mc 15,33-39; 16,1-6

Nosotros, somos ciudadanos del cielo… Nuestro destino es cantar, como nos recordaba la celebración de Todos los Santos, el Himno delante del trono de Dios y del Cordero. Entonces, nuestra vida es un ensayo para la fiesta de la vida eterna. El himno se adulteró en la música y en la letra con Adán. Y ha venido el nuevo Adán, Cristo, para enseñarnos la música y la melodía que se canta en las moradas eternas.

La vida es un ensayo. Y como en todos los ensayos nos cuesta centrarnos. Nos olvidamos de la satisfacción que da una buena melodía de toda la comunidad en el coro.

¿Qué sucede en un ensayo? Tenemos el director que va delante, canta primero, los demás repetimos. Hay alumnos aventajados que cogen pronto la melodía, y estos tienen el privilegio de cantar con el director para todos los demás que somos más retrasados, que no tenemos el oído tan fino. Finalmente llegamos a cantar todos. Evidentemente, siempre con los consiguientes fallos, que se intentan mejorar.

Nosotros, somos ciudadanos del cielo, siendo nuestro director Cristo. Éste es un buen director, no se cansa de enseñarnos. Es bueno con los que confíen en él. Es bueno para quienes esperan en silencio y pacientemente su salvación, su palabra. Él es la fuente de la vida. Todos viviremos gracias Él. Porque su palabra y su melodía nos llegan para transformar nuestro pobre cuerpo, negado con frecuencia a la vida, pero sin llegar a ser capaz de anular el deseo de otra ciudadanía mejor de la que disfrutamos aquí.

Y en el ensayo de esta vida hay quienes cogen el himno con más rapidez. Son los Cantores del amor. En este ensayo nos conviene dedicar muchas horas a escuchar en silencio, «nos conviene dejar que la Palabra de Dios nos vaya impregnando hasta el punto que nos impulse a alabar a Dios en la plegaria y en trabajo. Para que este canto de alabanza sea vivo desde dentro, todavía se precisa que en estos lugares de plegaria haya tiempos reservados a la profundización espiritual, sino esta alabanza degeneraría en un balbuceo de labios falto de vida. Solamente, gracias a estos hogares de vida interior puede evitarse el peligro: las almas, aquí, pueden meditar ante Dios en el silencio y la soledad, a fin de ser en el corazón de la Iglesia los Cantores del amor» (la plegaria de la Iglesia, Edit Stein)

Los monjes estamos llamados a ser cantores del amor, y con nuestro testimonio ayudar a que el ensayo de la melodía eterna en el camino de esta vida vaya respondiendo a lo que Dios quieres de nosotros, y que ha puesto en el centro de nuestro corazón, como un deseo muy vivo de Él mismo.

Pero no falta la oscuridad en nuestras vidas. Aquella oscuridad que se extiende con la muerte de Cristo, la oscuridad de la ausencia y del abandono de Dios, que también nos puede alcanzar a nosotros.

Es preciso tener el coraje de estas mujeres del evangelio que van al sepulcro con los primeros rayos de sol, pero que acaban con sus corazones iluminados.
En el centro del corazón del hombre Dios ha puesto ya las notas de la melodía de la ciudadanía del cielo. Los cantores del amor tienen también la responsabilidad, que es también su alegría más profunda, de ayudar y acompañar la melodía del Hombre nuevo.

Es la melodía que no acaba con la luz de este mundo, sino que se prolonga en otra luz más esplendente, porque como dice la Escritura: «la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión». A pesar de las dudas, de nuestras oscuridades y debilidades, «es bueno esperar en silencio la salvación del Señor», como nos exhorta el libro de las Lamentaciones.

Tener el coraje de asomarnos al sepulcro, con la última oscuridad de la noche, o con un rayo todavía débil de un sol nuevo, pero, como escribe el poeta: ávidos de «la luz de Dios que se espeje como un foco dentro de nuestro corazón», y venir a ser cantores del Amor mientras caminamos en este valle de lágrimas al encuentro gozoso de quienes nos han precedido en el camino de la vida.

«¡Y tú, Cristo que sueñas, sueño mío,
deja que mi alma, dormida en tus brazos,
venza la vida soñándose Tú!»

1 de noviembre de 2015

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

«Amén. La bendición, y la gloria, y la sabiduría, y la acción de gracias, y el honor, y el poder, y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén».

El espectáculo que podemos imaginar ante este relato de la primera lectura es impresionante: «una muchedumbre inmensa que nadie podía contar de toda nación, razas, pueblos y lenguas delante el trono y del Cordero… y todos los ángeles alrededor del trono, los ancianos y los vivientes… todos a una: AMÉN».

Todos a una. Una sola voz, todos cantando la alabanza al que está sentado al trono y al Cordero Inmolado.

Esta es nuestra tarea, nuestro servicio en esta vida:

«Cuando vino para comunicar a los hombres la vida de Dios, el Verbo que procede del Padre como esplendor de su gloria, el Sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales». (OGLH 3)

Esta es nuestra tarea principal, a este servicio nos ha llamado el Señor, a ensayar en nuestra vida el gran himno de las moradas celestiales. Y adoraron a Dios, todos a una. AMÉN. Esta es la tarea principal del monje: dedicar su vida a cantar la alabanza, la gloria de Dios, y con el ejemplo de su vida consagrada al Señor ser un testimonio vivo para los demás cristianos.

Y para que nuestro canto, nuestra alabanza sea válida nos ofrece su santidad. «Nos ha manifestado ya su amor haciéndonos hijos suyos. Nos ha dado el Espíritu de su Hijo Jesús». Nos ha dado su santidad. Por esto bien puede escribir san Bernardo:

«Hoy es la fiesta de Todos los Santos. De todos, los del cielo y los de la tierra. Porque hay santos del cielo y también de la tierra. Honramos a todos en común, pero no con la misma intensidad. Lo cual es comprensible ya que el grado de santidad no es idéntico en todos. Cada uno encarna la santidad según su personalidad». (Sermó 5,1)

Hay una santidad que ya se ha manifestado y que ha llegado a su plenitud, a cantar el AMÉN en las moradas celestiales, como nos describe la imagen espectacular y fascinante del Apocalipsis.

Pero hay otra especie de santidad. La escondida. A esta pertenecen aquellos que luchan actualmente en el campo de batalla. Los que corren y no han llegado a la meta. A estos los considera santos san Bernardo apoyándose en las palabras del apóstol san Pablo: «Sabemos que con los que aman a Dios, con los que él ha llamado a ser santos, él coopera en todo para su bien».

A esta santidad estamos llamados, a vivir y a progresar en ella. Para hacer posible esta camino nos ha proporcionado un buen libro de texto: las Bienaventuranzas.

Las Bienaventuranzas son un bello retrato de la persona de Jesucristo. Todo un programa de vida para quien ha sido llamado a seguir a Cristo. Están escritas a la luz de la Resurrección de Cristo y hablan antes que nada del mismo Cristo. El las ha cumplido primero, él es el primer bienaventurado. La aventura de Jesús es bella porque la resurrección ha mostrado que la muerte no es un fracaso sino la consumación y plenitud de su misión. Por esto el sufrimiento y el fracaso nunca serán un obstáculo para alcanzar nuestra plenitud. Jesús vive él primero las bienaventuranzas y luego nos las propone. Por esto nosotros debemos mirar a la persona de Jesús, acoger su palabra y trabajar por llevar a cabo este proyecto de santidad.

Llegamos a comprender las bienaventuranzas cuando las vivimos. Debemos pues, contemplar la persona de Jesús, nuestro modelo, no anteponer nada su persona. Dentro de esta contemplación está también la consideración de la vida de todos los santos que hicieron y hacen suyo este proyecto de vida plena. Considerar la vida de los santos del cielo y de los de la tierra. Celebrar a los cielos y buscar contemplar a nuestros hermanos que se esfuerzan por vivir el espíritu de este mensaje de Jesús. Entonces puede ser verdad en nuestra vida lo que escribe san Bernardo:

«Esta memoria festiva de los Santos es inmensamente fecunda, porque ahuyenta de nosotros el cansancio, la tibieza y el error; su intercesión robustece nuestra debilidad; su felicidad espolea nuestro tedio y su ejemplo es una escuela viva para nuestra ignorancia». (Sermón 5)

15 de agosto de 2015

ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal 44, 11-12.16; 1Cor 15, 20-26; Lc 1, 39-56


«María, la madre que cuidó a Jesús, ahora cuida con afecto y dolor materno este mundo herido… Ella vive con Jesús completamente transfigurada, y todas las criaturas cantan su belleza. Es la Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Elevada al cielo, es Madre y Reina de todo lo creado. En su cuerpo glorificado, junto con Cristo resucitado, la creación obtiene toda la plenitud de su hermosura. Ella no sólo guarda en el corazón toda la vida de Jesús que “conservaba cuidadosamente”, sino que también comprende ahora el sentido de las cosas. Por eso podemos pedirle que nos ayude a mirar este mundo con ojos más sabios.» (Laudato si, 241)

Con estas palabras inspiradas en el Apocalipsis, que acaba de ser proclamado en la primera lectura, acaba el Papa Francisco su encíclica sobre el medio ambiente, que todavía completa en su referencia a María y a nosotros mismos: «Al final nos encontraremos cara a cara frente a la infinita belleza de Dios (1Cor 13,12) y podremos leer con feliz admiración el misterio del universo, que participará con nosotros de la plenitud sin fin. Sí, estamos viajando hacia el sábado de la eternidad, hacia la casa común del cielo. Jesús nos dice: Yo hago nuevas todas las cosas. La vida eterna será un asombro compartido, donde cada criatura, luminosamente transformada, ocupará su lugar y tendrá algo que aportar a los pobres definitivamente liberados.»

Estas palabras del Papa Francisco nos ponen frente al misterio de la Asunción de la Virgen María a los cielos. María, muestra a la Iglesia y a la humanidad el final de la vida del ser humano, el sentido de la peregrinación de esta vida, los motivos de esperanza. En un mundo que recorta cada día más el horizonte de su trascendencia, en un mundo donde cada día se hace más asfixiante el clima del sin sentido y la falta de esperanza, en un mundo donde cada día tenemos más motivos para el pesimismo, este misterio de la Asunción de María nos abre a una dimensión más profunda, al abrir la humanidad a un sentido más trascendente. Es una invitación a una mirada optimista sobre el hombre y su futuro.

Este Misterio nos recuerda que el verdadero hombre no está todavía en casa. La luz del más allá ilumina nuestra actualidad; la certeza de futuro ablanda la consistencia del presente, que queda para el hombre vivo como «prólogo de futuro». Es preciso cuidar el prólogo. Cuando alguien escribe un libro busca a alguien que le haga una buena introducción, para animar a adentrarse con deseo en las páginas que viene detrás. En nuestro caso el autor del libro ha escrito él mismo el prólogo. Yo diría que el libro en este caso es el libro de la vida que cada uno estamos llamados a vivir. El prólogo lo tenemos en la casa de este mundo.

«Aquí tenemos nuestra casa común, que es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos. Pero esta hermana nuestra, la tierra, nuestra casa clama por el daño que le provocamos, por el uso irresponsable y abuso que hacemos de los bienes que Dios ha puesto en ella». (Laudato si, 1)

Este misterio de la Asunción también es una invitación a cuidar de la casa, a hacer un buen prólogo, para llegar un día a introducirnos en las páginas más apasionantes del libro de la vida. Esta plenitud a la que llega María hoy, nos abre a la esperanza de seguir sus pasos. El evangelio nos presenta la sabiduría de la que tenemos necesidad para seguir sus pasos. Los pasos de María son los pasos de la Visitación, de aquella que hace de su vida un servicio.

Pero ¿como es el servicio de María? Tenemos la clave en el canto del Magníficat: Este canto nos muestra que entre el proyecto de Dios y el proyecto del hombre pecador no hay conciliación posible. Solamente la conversión que lleva consigo una transformación en el modo de pensar, de obrar y de organizar las relaciones entre los hombres, y de los hombres con los bienes de la tierra es la que abre camino para la reconciliación y la paz.

Necesitamos convertirnos a la obra de Dios que canta María: La obra de un Dios que dispersa a los soberbios de corazón, que divinizan su poder y su saber, pero se complace en los humildes que depositan en él su confianza. La obra de Dios que derriba del trono a los poderosos, y se complace en los pequeños, marginados, fracasados… La obra de Dios que colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos vacíos. La obra de un Dios que mira desde abajo y que nos invita a contemplar al hombre desde abajo, compartiendo el camino de esta casa. Solo así podemos tener la esperanza de llegar a la casa donde está dispuesto el libro de la Vida.

Santa María, como una madre, una buena madre, nos enseña el camino.

11 de julio de 2015

NUESTRO PADRE SAN BENITO, ABAD

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Prov 2,1-9; Salm 1,1-6; Col 3,12-17; Llc 22,24-27

«San Benito, maestro y guía de nuestra vida; tú reinas feliz con Cristo; cuida de tu rebaño, fortalécelo con tu plegaria; condúcelo hacia el cielo por el camino luminoso que tu abriste para él». (Antífona del Magníficat de las II Vísperas)

Esta antífona nos lleva a contemplar a san Benito como la referencia principal de nuestra vida monástica. Lo contemplamos en perfecta sintonía con Cristo, lo que lleva a recomendarnos asiduamente en su Regla «no anteponer nada a Cristo». Y hacemos a la vez de esta antífona una plegaria viva cuando le pedimos que cuide, que vigile su rebaño, y las comunidades monásticas que se inspiran en su Regla, que las fortalezca con su intercesión, que las guie con la sabiduría de su Regla.

Pero hacer que sea una verdadera plegaria esta antífona, nos pide llevar la mirada del corazón a la palabra de Dios, a la sabiduría de la Palabra proclamada, del libro de los Proverbios, que nos exhortaba muy concretamente: «Guarda como un tesoro mi enseñanza y escucha con atención la sabiduría, ten el corazón dispuesto para entender y a la vez pide inteligencia», es decir, una mirada sencilla y profunda a la vez, que nos permita sondear nuestro propio misterio personal a la luz del misterio de la Palabra divina.

Este es el camino que nos lleva a venerar al Señor y a tener un conocimiento profundo de él.

Feliz el monje que va por estos caminos; viene a ser «como el árbol arraigado junto a las aguas que da fruto a su tiempo», canta el salmista.

Como san Benito que también da fruto a su tiempo. El pasa una buena parte de su vida en la soledad en condiciones duras, con momentos fuertes de tentaciones, pero se mantiene fiel en sus esfuerzos por penetrar y vivir el misterio de Dios. Y viene a dar fruto a su tiempo como nos dice san Bernardo: «Entre sus frutos encontramos tres importantes: su santidad, su justicia, su piedad. Ahí tienes, jumento de Cristo, unos ramos de hojas verdes cuajadas de flores y cargados de frutos. Apóyate en ellos y avanzarás con toda seguridad. Su doctrina nos instruye y guía nuestros pasos por el camino de la paz». (San Bernardo)

Su doctrina, su libro de texto para nosotros es su Regla, que cada día estamos llamados a escuchar y contrastar con nuestra vida. Y yo diría que hoy, en esta celebración nos presenta de alguna manera el libro de la Regla en la sabiduría proclamada en la lectura de la epístola a los colosenses, donde cada palabra viene a ser un capítulo importante y necesario para nuestra vida: «Tener los sentimientos propios de quienes han sido escogidos por Dios: compasión, bondad, humildad, serenidad, paciencia».

Cada una de estas palabras puede ser, para todos nosotros, motivo de una profunda y prolongada lectura. En concreto el Papa Francisco nos va a invitar a considerar la compasión durante todo un año Jubilar, a partir de adviento. Y así podría decir de las otras palabras: la humildad, la paz… que aparecen con una presencia viva en la Regla. Nunca estudiaremos y meditaremos lo suficiente sobre el mensaje de vida que encierran estas palabras.

Otro capítulo interesante de este libro de la regla: «soportarse los unos a los otros y perdonarnos de corazón». Uno tiene la impresión que eran palabras, frases que san Benito tenía delante cuando escribía su Regla. Y todavía nos subraya san Pablo: «la paz de Cristo en nuestros corazones, la palabra de Cristo en nosotros en toda su riqueza… para cantar a Dios agradecidos con salmos, himnos y cánticos…» Es evidente que San Benito escribía su Regla iluminado por la luz del evangelio. Y así tener una autoridad que le permitiera exhortarnos con fuerza y con sabiduría: «No anteponer nada a Cristo».

«Nuestro único destino —nos recordará san Bernardo— es caminar y dar fruto. ¿Cuál debe ser nuestro punto de partida? Nosotros mismos. Lo dice la Escritura: deja tu propia voluntad». Estas son las huellas de Jesús, que siguió fielmente san Benito. Estas huellas son para nosotros la enseñanza principal: «Yo me comporto entre vosotros como el que sirve». O en otro lugar dice: «No he venido a que me sirvan sino a servir y dar la vida».

¿Quién es el más importante en una comunidad? El que sirve, el que sirve más y mejor; el que día a día en un silencio generoso va dando su vida. Tú, ¿qué das a tu comunidad?

29 de junio de 2015

SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 12,1-11; Salm 33, 2-9; 2Tim 4,6-8.17-18; Mt 16,13-19

«Amanece para nosotros la gloriosa solemnidad consagrada con la muerte triunfal de los insignes mártires, los príncipes de los Apóstoles. Son Pedro y Pablo, las dos grandes lumbreras que puso Dios en el cuerpo de la Iglesia como luz para sus ojos. Son mis maestros y mediadores, porque me enseñan el camino de la vida, y por ellos puedo llegar hasta aquel Mediador que vino a reconciliar con su sangre lo terrestre y lo celeste». (San Bernardo, Sermón 1 en la fiesta de san Pedro y san Pablo)

¿Amanece para nosotros la luz de esta solemnidad? La luz del día sí, porque Dios, que hace salir la luz del sol para buenos y para malos, no falla en su amor. Es fiel. Pero deseamos recibir también la luz de la solemnidad, la luz espiritual llamada a iluminar nuestra vida.

El salmista dice: «Levantad la mirada hacia él, os llenará de luz». Se trata, pues, de mirar al Señor, de poner en él la confianza, de bendecirlo de gloriarse en él. Y este ejercicio vivido desde el corazón abre el deseo de hacerlo con otros: «Todos juntos glorifiquemos al Señor, alabemos juntos su nombre».

Esto hace la Iglesia, en un momento difícil de su existencia, cuando Pedro está en prisión con el peligro de ser condenado a muerte. La comunidad cristiana oraba sin cesar.

La comunidad cristiana se siente en peligro y ora sin cesar. También hoy existen muchas comunidades cristianas amenazadas y perseguidas. El mismo Papa Francisco vive la dificultad de su servicio eclesial, dificultades y peligros dentro y fuera de la Iglesia, y suele pedir que nos acordemos de él, que recordemos en nuestra plegaria las dificultades de la Iglesia en el mundo.

Dentro de este horizonte comunitario de la vida eclesial se contempla nuestra vida de fe personal, también con sus dificultades, en un camino donde está también la tensión de la lucha, donde debemos esforzarnos por ser fieles y auténticos en nuestra vida de fe. En las palabras de san Pablo encontramos un ejemplo y un estímulo: «He luchado el noble combate con fidelidad. El Señor me ha ayudado y me ha dado fuerzas para ser testigo del evangelio de Jesucristo, él me ha guardado en los peligros del camino…»

Realizar nuestra existencia cristiana apoyados en el testimonio de esta Palabra que acaba de sernos proclamada nos podría llevar a tener en cuenta la exhortación que hacía el Papa Francisco en otra fiesta anterior de Pedro y Pablo:

«Es preciso dejarse instruir por Dios. Es preciso consumirse por amor de Cristo y del Evangelio. Es urgente ser servidores de la unidad».

Dejarse instruir por Dios, ser un permanente discípulo en la Escuela del Señor, escuchar y guardar su palabra como hacía santa María; gustar y ver qué bueno es el Señor en la experiencia de acogerse a él. Esta primera acción nos hace crecer en la fuerza interior, nos da la capacidad para vivir la siguiente exhortación.

Consumirse por amor de Cristo y del evangelio. Es decir ser capaces de derramar la propia vida con generosidad por él. Esto me recuerda el testimonio de un Carlos de Foucauld: Cuando descubrí el amor de Dios por mí comprendía que no podía vivir sino para él. Lo cual viene a estar en el camino de aquellos versos precioso de santa Teresa:

«Si el amor que me tenéis,
Dios mío, es como el que os tengo,
Decidme: ¿en qué me detengo?
O Vos, ¿en qué os detenéis?»

Estamos llamados a vivir este servicio de nuestra vida, de nuestra fe en la vida de la comunidad, en la vida de la Iglesia, y buscando saber acerca de la autenticidad de nuestro testimonio nos conviene recoger una vez más las palabras de Cristo: «¿Qué dice la gente del Hijo del hombre? ¿qué dicen qué es?... Y vosotros ¿qué decís?»

Nosotros tenemos que aprender de la respuesta incompleta de Pedro: «¡Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo!»

Para mostrar a continuación que Pedro llevaba su idea particular sobre Jesús, y viene a ser piedra de tropiezo, que se encuentra con el rechazo de Jesús.
Nosotros debemos escapar de ser una piedra de tropiezo y creo que el camino es venir a ser lo que fue Pedro después de resucitar Jesús, y lo que nos sugiere el Papa Francisco en su tercera exhortación: «Ser servidores de la unidad, ser permanentes servidores de la reconciliación».

«Que amanezca para todos nosotros esta gloriosa solemnidad consagrada con la muerte triunfal de los insignes mártires, los príncipes de los Apóstoles».

7 de junio de 2015

EL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 24,3-8; Salm 115 12-18; Hebr 9,11-15; Mc 14,12-16.22-26

«Haremos todo lo que dice el Señor… Y Moisés escribió todas las palabras del Señor. Y al amanecer del día siguiente erigió un altar al Señor para ofrecer un sacrificio de comunión… Y el pueblo volvió a afirmar: Haremos todo lo que dice el Señor, le obedeceremos».

Jesucristo es el nuevo Moisés. Él es la misma Palabra del Señor, nuestro Dios. También sus palabras han sido escritas. Las acabamos de oír. Él no solo ha dicho unas palabras sino que como está escrito: «Se ha ofrecido él mismo a Dios para purificarnos de las obras que nos llevan a la muerte y llevarnos a dar un culto agradable a Dios».

Pero su ofrenda, la ofrenda de su propia vida por nosotros, va recomendada por su obra y sus palabras.

¿Y cuáles son estas palabras de vida?

«Yo no he venido a que me sirvan sino a servir y dar la vida». (Mt 20,28)

«Pues si perdonáis sus culpas a los demás también vuestro Padre del cielo os perdonará. Pero si no perdonáis a los demás tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas». (Mt 6,14)

«Si queréis sólo a los que os quieren, ¿qué premio merecéis? Amad incluso a vuestros enemigos… Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo». (Mt 5,46)

«Tenéis que nacer de nuevo». (Jn 3,6)

«Mis palabras son espíritu y son vida». (Jn 6,63)

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto». (Jn 12,24)

«Seréis mis amigos si hacéis lo que os mando». (Jn 15,13)

«Que os améis los unos a los otros como yo os he amado, amaos también vosotros, en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros». (Jn 13,34)

«Jesús tomó el pan dijo la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: Tomadlo: esto es mi cuerpo». Cristo es el pan que él mismo nos da para que tengamos vida. Nos da el pan de su Palabra, e igual que cuando comemos el pan material, nuestro cuerpo lo asimila y se fortalece y recobra fuerzas para pasar el día, así también este pan que comemos en la Eucaristía es el pan que necesitamos asimilar para tener fuerzas, una fuerzas espirituales que nos permitan vivir a lo largo del día, siendo, como afirma san Juan Crisóstomo: «Instrumentos de su amor».

Es este el camino para perfilar en nuestra vida el Cuerpo de Cristo, el camino para dar a luz a Cristo mediante la comunión en el amor. Esta es la fiesta de hoy: Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo, que somos nosotros. Verdaderamente lo somos cuando teniendo todos una referencia a nuestra Cabeza que es Cristo, vivimos una verdadera comunión en el amor. Como nos enseña el evangelista san Juan: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado, amaos también vosotros, en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros». (Jn 13,34)

Pero esto pasa por comer y asimilar su Palabra, guardar su Palabra de fuego en el corazón como se expresa el profeta Jeremías: «tu Palabra la sentía como fuego ardiente encerrado en los huesos; hacía esfuerzos para contenerla pero no podía».

Esto pasa por escuchar y guardar la Palabra como santa María, y ponernos a disposición de lo que Dios quiere de nosotros, como hizo ella: «Que se cumpla en mí tu Palabra».

Escuchar su Palabra, comerla en el Pan de la Eucaristía, vivirla en la vida y en la relación fraterna cada día.

Si no hacemos de modo que esta Palabra nos queme por dentro, otros o nosotros mismos, pasaran frío.

No es inútil que recordemos las palabras del pueblo de Israel a Moisés: «Haremos todo lo que dice el Señor. Obedeceremos».

24 de mayo de 2015

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«El fuego escondido y como apagado bajo la ceniza de este mundo... estallará y abrasará divinamente la corteza de muerte». (Gregorio de Nisa, PG 45,708B)

La liturgia de esta solemnidad con la cual acabamos el tiempo de Pascua nos habla de fuego, de luz, de vida... Nos habla de un Espíritu a quien pedimos un rayo de luz, una luz que ilumine nuestros corazones con su luz, un Espíritu que nos consuele habitando en nuestro interior… un fuego que transforme nuestros corazones, como lo hizo con los Apóstoles.

Porque la experiencia a la que nos abre hoy la vida es de oscuridad, de muerte, de falta de paz. Falta paz en nuestro interior. Vivimos sobresaltados, inquietos, llevados por el ritmo frenético de la vida.

Celebramos la fiesta del Espíritu Santo, Pentecostés. Celebramos la fiesta de Alguien que tienes dentro de ti, Huésped del alma. Él es fuego, es luz y vida,… pero está escondido dentro, bajo la ceniza de muerte de este mundo.

Este Huésped está dentro de ti desde que te hizo presente en este mundo al nacer desde su manantial de vida; y, de manera especial, desde que te renovó sumergiéndote en el manantial de las aguas de vida nueva del Bautismo.

Celebramos con gozo esta solemnidad, pero nos tenemos que preguntar como despertamos este fuego escondido que llevamos dentro. Quizás mucho malestar que tenemos en nuestra vida se deba a tener encerrado ese fuego, a la vez que nos sentimos ahogados con las cenizas, los residuos de muerte de este mundo.

Porque si tu corazón está hecho, configurado, programado, para contemplar esa llama de fuego que llevas dentro, cuando se derrama como luz y como vida al exterior, y tus movimientos son más bien de cerrazón, de oscuridad y de muerte, estás viviendo en la contradicción. No tienes verdadera paz, aquella paz que da el Resucitado, que es un don de su Espíritu.

Quizás tenemos que contemplar la experiencia del salmista, que escribe un bello poema contemplando la obra de Dios. El salmo 103. En él todo está en movimiento. Un gran dinamismo de vida que le lleva a bendecir al Creador. El salmista pasea la mirada por la obra de la creación y se estremece de entusiasmo ante la belleza de tanta vida: «¡Qué grande eres, Señor! ¡Gloria al Señor por siempre! Todo vive gracias al aliento divino. Todo renace cuando él manda su espíritu de vida, su aliento».

Este salmo nos presenta al hombre como un trabajador que va a sus tareas en la viña del Señor; ahora le dilata el horizonte con la fiesta. El hombre debe gozar contemplando a un Dios feliz con su obra, debe gozar viendo feliz a Dios. «Que se alegre el Señor contemplando lo que ha creado; yo me alegro con él y le escribo este poema; mis versos y mis cantos de alegría son para él. ¡Que le sea agradable mi poema!»

El Señor ha derramado belleza, como dice san Juan de la Cruz:

«Mil gracias derramando,
pasando por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con solo su figura
vestidos los dejó de hermosura…»

¿Cómo escribes tu poema al Señor? Tus cantos, tus palabras de vida, tus pensamientos, tus sentimientos… ¿son para él?

Esto nos lleva a contemplar la acción del Espíritu en la vida de los hombres. Pues en nuestra relación con los demás, tenemos más belleza, para escribir más versos en nuestro poema para Dios.

«Dios está metido dentro de su obra y actuando en ella» (A. Schökel), pero de una manera especial en su obra maestra principal que es el hombre, hasta el punto de llevar incorporada la misma imagen divina, para reeditar, en su vida, el amor. Por esto pedimos en la oración colecta de hoy: «derrama los dones de tu Espíritu y repite en los corazones de quienes creen en Ti lo que hiciste al principio de la predicación del Evangelio».

¿Y qué hizo?

Derramar dones diversos, para dar lugar a servicios diversos; todo viene de la misma y única fuente que es el Espíritu de Dios. Pero difícilmente haremos milagros diversos, si no somos conscientes de esa diversidad de dones que nos debe llevar a contemplar y escuchar la vida de los otros para aprender caminos de vida nueva, para aprender nuevas palabras, nuevas actitudes, pensamientos, sentimientos… que nos proporcionan materia para construir nuevos y bellos versos para que nuestro poema se agradable a Dios.

«Déjate conducir por la compasión, pues cuando ella se encuentra en tu corazón es en ti el icono de la santa belleza, a la semejanza de la cual has sido creado» (Isaac el Sirio, Discurso 1)

¡Que estalle el fuego escondido en tu corazón y pulvericen las cenizas de este mundo!

17 de mayo de 2015

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Mc 16,15-20

La imagen que sugiere la Palabra de Dios en esta solemnidad de la Ascensión es impresionante: Jesucristo rodeado de sus amigos, de sus discípulos; llegado un momento, él se eleva majestuosamente ante el asombro y la admiración de todos. Se quedan boquiabiertos hasta que les sacan de su silencioso asombro los dos hombres vestidos de blanco, y les invitan a mirar a la tierra.

Nosotros estamos llamados a vivir este mismo asombro al celebrar este misterio de Cristo acompañados del ritmo, de la letra y la melodía del salmo 46: «Dios asciende, sube entre aclamaciones… Aplaudid pueblos de todo el mundo...»

Cuando se trata de Dios, en la Sagrada Escritura se suele decir que baja. Dios baja a buscarnos al país de nuestras esclavitudes y nos sube a la tierra de de la libertad. Aquí, no, Dios asciende acompañado de un inmenso coro. El coro de los pueblos de todo el mundo. Coros y música. Aclamad, aplaudid… «Con la voz y con las manos —dice san Agustín—, aclamando con la voz de la alegría…» Batid palmas pueblos todos, los pueblos de todo el mundo. Un inmenso coro de toda raza y condición humana aclamando a Dios. Un Dios que sube, Cristo, en un horizonte vespertino, en la plenitud de los tiempos, cuando los últimos rayos de sol del día iluminan con fuego las nubes, y una brisa suave moviendo sus vestidos, que los compositores de algún himno gregoriano ha sabido recoger en el ritmo de su melodía.

«Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas», canta el salmista describiéndonos un escenario grandioso, de victoria y de fiesta. La escena que nos sugiere es majestuosa, de una belleza singular. Por esto nos invita a sumarnos a la fiesta, a la alegría de la victoria de Cristo: «Batid palmas, aclamad con gritos de júbilo, tocad con maestría, cantad himnos. Dios reina…»

El poeta Claudel ha reflejado la alegría del salmo: «Aplaudid todas las naciones del universo. Dios sube con los acentos de la trompeta y sonidos de victoria. Dios sube y todas las naciones hechas una sola de todas. Todas las naciones para elevarlas todas a él…»

Me decía una persona en una ocasión: Yo llevo la música en la sangre. Y veía que esa persona, efectivamente, vivía la música y miraba de contagiar a quienes estaban a su alrededor.

Vosotros también tenéis la música en la sangre, en este caso, es la melodía de este precioso salmo. Es la melodía de Dios. Grabada a fuego en vuestro corazón. Es el fuego de Dios hecho DESEO, que quiere hacer de todos los pueblos uno. El mismo nos lo dice en el evangelio: «He venido a prender fuego y que quiero sino que arda…»

Mirad: Aquella melodía de Cristo subiendo que dejaba a los discípulos boquiabiertos ha pasado a vuestro corazón, donde está la letra y la melodía de Dios.

Nos lo enseña muy bien san Agustín cuando escribe sobre «un Dios que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos».

Y nos recuerda santa Teresa con sus versos:

«Alma, buscarte has en Mi,
y a Mi buscarte has en ti».

Por esto Jesús invita a los discípulos a no mirar a lo alto sino a caminar por esta tierra y les dice: «Id por todo el mundo y predicar la Buena Noticia del Evangelio».

Era la melodía nueva que continuó asombrando aquella sociedad antigua. Llevaban el fuego de Dios, una nueva sabiduría para la vida de la humanidad.

La melodía de esta sabiduría nueva la necesita hoy el mundo, la necesitamos todos. San Pablo nos exhorta a pedirla al Señor: «pedir al Señor una comprensión profunda de su misterio, y de la revelación que nos ha hecho por medio de su Hijo Jesucristo. Que nos abra la inteligencia para conocer la esperanza a la que nos llama y las riquezas de la gloria que nos tiene reservadas».

La melodía de Dios está dentro de vuestro corazón, pero tenemos necesidad de ensayarla por los difíciles caminos de esta sociedad, lo cual nos pide trabajar por hacer un buen coro, porque las voces del coro se amplíen. Esto viene a ser colaborar en la obra de Dios con nuestro servicio a la reconciliación y a la unidad, sin lo cual difícilmente puede funcionar un coro, llamado a cantar con voces diversas un mismo salmo de alabanza a Dios.

5 de abril de 2015

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

MISA DEL DÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 10,14.37-43; Salm 117,1-2.16-17.22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9

«Dios ha resucitado a Jesucristo y se nos ha aparecido a nosotros que hemos comido y bebido con él después de haber resucitado de entre los muertos».

Vosotros también habéis comido con él ¿no? ¿Recordáis la invitación del principio de esta Semana Grande?

«Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Apoc 3,19).

¿Has abierto la puerta, para que se sentara a tu mesa? ¿Qué hace Pedro en su primer testimonio de Jesús Resucitado? Nos traza un sencillo plano de la trayectoria de Jesús durante su vida humana: «Dios lo consagro y ungió con poder, pasó por todas partes haciendo el bien, curando, lo mataron colgándolo del madero de la cruz y Dios al tercer día lo ha resucitado».

Hoy, después de estos días de Semana Santa, puedes decir y cantar desde el corazón la antífona: «Realmente el Señor ha resucitado, aleluya. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos, aleluya, aleluya». Porque, verdaderamente solamente se puede cantar de verdad ese aleluya si el Señor también esta semana ha pasado curando y sanando tu corazón.

Y entonces podemos decir y cantar el salmo: «Hoy es el día en que ha obrado el Señor, alegrémonos y celebrémoslo».

Esta experiencia se resuelve en una profunda e íntima alegría que se manifiesta en un canto de comunión con los hermanos. Nos lo pone de relieve las palabras de este gran poeta que es Juan Maragall: «Es la alegría del Resucitado, la más fuerte que puede haber, porque brota del dolor y de la muerte. Este es el día que hizo el Señor; regocijémonos con él. El día que hizo el Señor; el mundo vuelve a ser tal cual salió de las manos de Dios. ¡Oh la siempre renovada visión del primer día del mundo! ¡Oh la eterna visión de primavera en el fondo del alma humana! He aquí que resurge como nuevo en los aires el día de la Resurrección del Señor. Hoy es también el primer día de la primavera. No importa que haya entrado ya en el tiempo hace unos días, si hoy la divina solemnidad de la Pascua la llenó de sentido. Hoy el hombre sabe lo que es primavera, y por primera vez dignamente la canta. Cuando sonaron las campanas de Pascua todo prorrumpió en júbilo, la noche se llenó de estrellas y de cantos, el día amaneció con otra luz… Los campos eran los mismos de ayer, igual su verdor, igual el sol y las nubes lo mismo; pero nosotros lo veíamos ya todo de una manera nueva. ¿Qué ha pasado? Era la resurrección, era la fiesta que llevábamos dentro, que nos iluminaba todo lo de fuera. La primavera se hace Resurrección, se ha humanizado. Es el día que hizo el Señor, regocijémonos con él. Nosotros lo vemos todo de una manera nueva».

«Lo vemos todo de una manera nueva». Estas palabras de Maragall me traen el recuerdo de una experiencia profunda, bellísima, que viví en la Parroquia en una Vigilia Pascual en la cual hubo el bautizo de varios niños. En un momento de la celebración miré al primer banco de la iglesia y contemplé a una de las madres mirando a su hijo recostado en una cuna. Se me quedó grabada en el corazón la mirada de aquella madre… Era la mirada de una madre que continúa dando calor de vida al hijo. La mirada de la madre, siempre es una fuente de vida para su hijo.

Pues no dudéis que esta es también la mirada de Dios en el interior de vuestro corazón. Esta mirada de Dios en nuestro interior nos pone la fiesta en el corazón, y su Palabra nos da capacidad para iluminar lo de fuera. Y la fiesta del corazón nos proporciona una mirada maternal, nos da una capacidad de mirar lo de fuera de nosotros con ternura, la ternura de un Dios resucitado. Es la mirada que nos permite humanizar todas las cosas, nuestra vida, nuestra relación con los demás.

Reconoce tu mirada y descubre si la noticia de la resurrección llegó a tu corazón.

En estos 50 días de las fiestas de Pascua, además de cantar con fe el ALELUYA, pon atención a si ves las cosas, las mismas cosas de antes, con una mirada nueva, con una mirada humanizadora. Será una hermosa garantía de tu fe en el Resucitado.

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

«Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Apoc 3,19).

Esta noche estamos sentados en la mesa del Señor. La Eucaristía. La cena de Señor. Con una prolongada sobremesa. Yo diría una cena con unos interesantes relatos de familia; relatos que nos hablan de la relación de Dios con nosotros los hombres, relatos entrañables que nos hablan del amor de Dios, de lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros.

El primer relato nos habló de la creación de un planeta lleno de belleza, como la casa que Dios nos preparó con toda su ternura para que la habitáramos felizmente, pero que no la estamos cuidando todo lo bien que se merece.

Después ya metidos en la historia humana hemos escuchados dos relatos de amistad de Dios con el hombre. Dios busca, desea la amistad de su criatura más querida: la persona humana. Dios siempre es fiel en su amistad, y en ocasiones pone a prueba nuestra fidelidad como lo hizo con Abraham

Renovará su amistad a lo largo de la historia como lo hizo con Moisés llamado también «el amigo de Dios» y nos da a conocer que el horizonte divino, su voluntad es que los hombres vayan siempre por los caminos de la libertad. En Dios encontramos el verdadero camino de libertad.

Dos profetas: Isaías y Baruc nos dibujan el camino de nuestra amistad con Dios que se muestra como un marido eternamente enamorado, que a veces, es verdad juega con nosotros, en su amor con la humanidad, apartándose, escondiendo su mirada, para excitar nuestro deseo de él que quiere guardarnos como en un recinto de piedras preciosas, en un ambiente de permanente belleza. Así es el designio de Dios, un Dios de paz, de vida larga, buena, eterna, bañada de luz esplendente de mediodía, que desea lo mismo para nosotros sus amigos.

Otro relato de Isaías en esta noche nos recuerda que Dios hace un pacto, una nueva alianza con la humanidad, para que nunca nos falte la confianza de buscar su presencia, de saciarnos de su presencia, de escucharlo para que nuestros pensamientos sean los suyos, y nuestros caminos sean los de él. Por esto dirá un Padre de la Iglesia, san Hilario, «que Dios viene a habitar en la mente de los creyentes, no con una venida corporal, sino penetrando en el corazón, purificándonos de nuestras pasiones, con una fuerza espiritual que nos ilumina como una luz. Un Dios, un amigo que no retornará a su estancia celestial hasta que el corazón del hombre se convierta en la casa del Señor» (Comentario al salmo 131,6-7).

Es decir, hasta que haga del corazón humano un corazón nuevo, como nos recuerda Ezequiel, para que vivamos siempre con la alegría de que el Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo, o como dice el Cantar: «yo soy para mi amado y mi amado es para mí».

Este es nuestro camino en nuestra historia, que empezó con el bautismo, como un camino de morir a lo viejo a lo que es contrario a Dios, y un camino para dejar que nazca en nosotros un corazón nuevo. Por eso esta noche recordamos aquel momento del bautismo y renovamos nuestro compromiso como cristianos.

Así seremos ese aroma que las mujeres del evangelio llevaban al sepulcro de Cristo. Pero él ya no lo necesitaba, porque había salido resucitado del sepulcro. Nosotros sí que necesitamos este aroma del evangelio, el aroma de estos relatos de amor de Dios y guardarlos en el corazón, como un fuego que nos da calor o una luz que nos ilumina.

Dios te ama y ha resucitado por ti. Canta ALELUYA.

3 de abril de 2015

VIERNES SANTO DE LA MUERTE DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,13-53,12; Sl 30,2.6.12-17.25; He 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19.42

«A los que yo amo los reprendo y los corrijo; sé ferviente y enmiéndate. Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Apoc 3,19).

Hoy la mesa es especial. Una mesa hecha de dos maderos cruzados. Hoy la mesa es una cruz. Son muchos, innumerables, los que están sentados en esta mesa. Habría que añadir algo más, o mejor: pensar que somos fabricantes de mesas en cruz.

¿Acaso no es fabricar cruces, innumerables cruces vender en el año más de 3.900 millones de armas, después de pasar en 10 años de 400 a 3.900, y ser los séptimos en el mundo en la venta de estas cruces?

¿Acaso no es fabricar cruces que nuestro planeta tenga 218 millones de niños entre 5 y 17 años, en condiciones de esclavitud, en trabajos forzosos, explotación sexual, niños soldados…?

¿Acaso no es fabricar cruces que en nuestro planeta haya 870 millones hundidos en la miseria del hambre y griten también que tienen sed de saciarse, cuando en el planeta estamos 7.000 millones pero se produce alimentos para saciar a 12.000 millones?

Esta es una pequeña muestra de la inmensa fabricación de cruces de nuestra sociedad. Porque hay muchos otros espacios de nuestra sociedad donde se fabrican cruces. Aquí, por desgracia, no hay paro.

Fabricamos muchas cruces pero no para que queden vacías. Inmediatamente las llenamos de crucificados.

Y hoy Viernes Santo volvemos a escuchar el grito en la celebración litúrgica:

«Mira el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo».

Pero, acaso, antes tendríamos que cambiar el verbo de esta frase para que nos llegue el sonido con más actualidad, y decir:

«Mira el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo».

Porque el que estuvo clavado como salvación del mundo dijo también: «Lo que hicisteis con uno de estos más humildes conmigo lo hicisteis».

Por tanto si ayer estuvimos sentados a la mesa de la Eucaristía con el Señor, que nos manifestó el más profundo y entrañable amor, hoy hemos de tener el coraje de mirar al árbol de la cruz. Ayer Cristo en la Ultima Cena nos enseñaba la necesidad del servicio para ser cristiano. Hoy nos pide mirar el árbol de la Cruz, su Cruz. Hoy hemos de saber aguantar el silencio de Dios y mirar el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo, es decir tu salvación, la mía, la de toda persona humana.

Hoy hemos de aguantar el silencio de Dios y mirar el árbol de la cruz y dejar que su madera manchada de sangre manche también nuestro corazón. Y que allí dentro la palabra del profeta, ilustre el retrato del crucificado con su palabra dura, pero llena de vida, nuestra existencia:

Desfigurado no parece hombre; no tiene aspecto humano
Ante él muchos cierran la boca, miran a otra parte
Sin figura, sin belleza, despreciado y evitado, hombre de dolores y de sufrimiento
Ante él buscamos otras figuras, otras bellezas
Traspasado, triturado por nuestros crímenes. Es dura la palabra del profeta: dice que traspasado por nuestros crímenes.
Muchos crucificados, mudos, sin defensa, sin justicia.

«El Amado se mostró a su Amigo vestido con nuevos hábitos color púrpura, y extendió los brazos para que el Amigo pudiera abrazarlo, e inclinó la cabeza para que pudiera besarle, y la Cruz estaba en el cielo para que sus ojos pudieran encontrarle siempre» (Libro del Amigo y del Amado, 90).

Sí, el Amado se nos muestra hoy con nuevos vestidos también de color púrpura y con este perfil dramático que nos describe la palabra del profeta Isaías. Y este Amado continúa con sus brazos extendidos y la cabeza inclinada hacia nosotros, para que podamos abrazarle. O sea que no basta con mirar el árbol de la cruz, es preciso también abrazarla.

2 de abril de 2015

JUEVES SANTO: MISA VESPERTINA DE LA CENA DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 1-8.11-14; Salm 115,12-18; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

«A los que yo amo los reprendo y los corrijo; sé ferviente y enmiéndate. Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Apoc 3,19).

La Iglesia abre hoy la puerta a quien está llamando: «ábreme, amada mía, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche» (Ct 2,2).

Tú eres Iglesia, Él, tu Amado, quiere sentarse a tu mesa y decirte su amor; en la nostalgia de un atardecer especial quiere hacerte confidencias de amor; quiere tener contigo palabras y gestos inolvidables. Son muchos, este Amado que viene con la cabeza cuajada de rocío, con el frío de la noche y que necesitan sentarse a la mesa.

No dejes sitios vacíos en tu mesa. Si es necesario llama a otras familias, llama a otros invitados. En la mesa del Señor no puede haber sitios vacíos, ni quiere Él que haya sobra de alimentos. Como una madre que desea que su hijo pequeño lo coma todo.

«A los que yo amo los reprendo y los corrijo». Y esto hace Jesús este atardecer único: reprende a Pedro, le corrige… «¡Tanto tiempo que está conmigo y todavía no me conoces Pedro!» No ha percibido en todo el tiempo que ha convivido con Jesús que la vida, la auténtica vida es servicio. Que la vida verdadera es aquella que lleva a pasar haciendo el bien, sirviendo el bien, con la palabra y con el gesto. La palabra y el gesto capaces de llegar al corazón y quemar como comenta el poeta:

«Amor de ti nos quema,
Amor que es hambre
de las entrañas.
Hambre de la Palabra creadora
que se hizo carne; fiero amor de vida.
Solo comerte nos apaga el ansia.
Pan de inmortalidad, carne divina.»

No solo nos quema este amor, sino que nos lleva a morir:

«De amor se muere
y muriendo de amor vida recobra
vida que nunca muere.»

«Si uno me oye y me abre entraré en su casa y cenaremos juntos». Ábrele. Es el Amor que te llama. Deja que tu corazón oiga y acoja el Amado. Porque necesitas aprender el lenguaje del amor. De amor se muere sí, pero muriendo de amor se recobra vida que nunca ya muere. Sacia hoy en esta mesa de la Eucaristía tu nostalgia de vida y de amor. Siéntate a su mesa. Pero no dejes sitios vacíos, llama a muchos a esta mesa, a contemplar el gesto del Amado.

«Comprendéis lo que he hecho con vosotros… Vosotros debéis hacer lo mismo. Os he dado ejemplo. Seréis dichosos si lo hacéis». Haced lo mismo, como yo lo he hecho.

El mundo, el hombre de hoy necesita este servicio.

¿Cuánto tiempo llevas como cristiano, como monje…? Hemos aprendido la lección del amor? ¿hemos aprendido este gesto del servicio?

«El Amigo halló a un hombre que moría sin amor. Y el Amigo lloró por la ofensa que esta muerte hacía a su Amado. Dijo al moribundo: —¿Por qué mueres sin amor? El hombre respondió: —Porque yo jamás he hallado a nadie que me enseñara la doctrina del amor, porque nadie ha nutrido mi espíritu para hacer de mí un enamorado. Y el Amigo dijo suspirando y llorando: —¡Oh devoción! Cuando será lo bastante amplia para echar fuera el pecado y para dar a mi Amado una legión de fervientes y valientes enamorados para cantar por siempre sus perfecciones?» (R. Llull, Libro del Amigo y del Amado, 209).

Jamás nadie me ha enseñado la doctrina del amor. El cristiano, el monje están llamados a estar enamorados del Amor, y ser a la vez testigos del amor, instrumentos del Amor en este mundo. Esta semana tiene unas celebraciones para contemplar el amor, y aprender los caminos del amor. Fundamentalmente es el camino del servicio.

29 de marzo de 2015

DOMINGO DE RAMOS Y DE PASIÓN

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 50,4-7; Salm 21,8-9.17-20.23-24; Filp 2,6-11; Lc 22,14-23,56

«A los que yo amo los reprendo y los corrijo; sé ferviente y enmiéndate. Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3,19).

Domingo de Ramos. Hoy iniciamos las celebraciones de la Semana Santa. Hoy la Iglesia abre las puertas a Aquel que viene, que está llamando. Hoy la Iglesia abre la puerta al Misterio de Dios que viene a revelarnos la plenitud de su amor por la humanidad, por ti, por mí, por cada hombre que camina por los senderos difíciles y con frecuencia duros o muy duros para muchos. El viene… ¿cómo viene?

Haciéndose semejante a ti, a mí, a los hombres, humillado, revestido de humanidad, rebajándose «hasta la muerte y una muerte de cruz». En una primera escucha de su Palabra, abiertos a la escucha de este Misterio de Dios revestido de profunda humanidad, percibimos la presencia de un Dios débil, o quizás el silencio de Dios en nuestra humanidad. Pero también percibimos otros gritos: los gritos de los hebreos dando «hosannas», dando «vivas», al que viene en nombre del Señor. Aromas de gloria y de victoria; también de cruz y de humillación y muerte.

Él está a la puerta y viene a decirnos su amor. Él nos habla a través de este relato de su Pasión, a través de esta expresión suprema de su amor.

¿Y qué nos dice este relato?

Es un relato largo con muchos matices: la fuerza a través de la debilidad, la sabiduría a través de la ignorancia, la luz a través de la sombra…

— contemplamos la conspiración de la astucia con el objetivo de aniquilarlo.
— contemplamos el perfume del amor.
— la traición del amigo, de aquel en quien había depositado la confianza de la administración del grupo, que lo sienta a su mesa a comer, junto a él, y a quien llama así: ¡amigo!, incluso en el momento en que le entrega.
— el momento más entrañable y deseado por Jesús de sentarse con los amigos a cenar.
— la confidencia dolorosa de Jesús del anuncio del abandono, y negación.
— el momento desgarrador del abandono del abatimiento en Getsemaní.
— los interrogatorios y ultrajes, las burlas…
— el rechazo de los hombres y el silencio de Dios.
— Y sobre todo el final dramático de un fuerte grito que conmueve todo el cosmos.

Así culmina la manifestación del Misterio de Dios entre los hombres, la manifestación de un misterio de amor, con el que se inicia una nueva Alianza, un nuevo matrimonio entre Dios y el hombre.

La palabra de Dios calla, se hace silencio para adentrarse en el corazón humano. Cristo ha estado hablando por fuera a los hombres, diciéndoles el amor de Dios; y ahora calla, entrega su Espíritu para iniciar unas nueva pedagogía, porque quien está a nuestra mesa es el Maestro que «ha recibido del Padre Dios una lengua de maestro, para sostener a los cansados, para despertarnos el oído... A los que amo les reprendo y los corrijo».

La Iglesia le abre la puerta para que se siente a la mesa a cenar con ella. Pero la Iglesia eres tú que crees en Él.

¿Eres capaz de encontrarte con él, de sostener su mirada, dejarte enseñar para que despierte tu oído?

No tengas miedo a su Palabra, a su silencio. Mira, que son pocos quienes se atreven sinceramente a enfrentarse, desnudos, ante la luz de esta Palabra. No es fácil ponerse frente a Aquel que te ha amado hasta el extremo, cuando quiere que su gesto sea acogido por ti.

«Oíd, que llega mi amado, saltando sobre los montes… Mirad: se ha parado detrás de la tapia, atisba por las ventanas, mira por las celosías… Habla y me dice: Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí, déjame escuchar tu voz» (Ct 2,8.13.16).

No temas. La Iglesia abre hoy las puertas al Amado que viene. La Iglesia eres tú. Deja que tu corazón te diga: «Mi amado es mío y yo soy suya».

21 de marzo de 2015

EL TRÁNSITO DE NUESTRO PADRE SAN BENITO, ABAD

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 12, 1-4; Sal 15, 1-2.5.7-8.11; Jn 17, 20-26

«Mientras dormían los hermanos, el hombre de Dios, Benito, solícito en velar, se anticipaba a la hora de la plegaria nocturna, junto a la ventana, y oraba al Dios Omnipotente. A aquellas altas horas de la noche vio proyectarse desde lo alto una luz, que ahuyentaba las tinieblas de la noche, con un fulgor superior a la luz del día. Y siguió un hecho maravilloso; como él mismo contó apareció ante sus ojos todo el mundo como recogido en un solo rayo de sol…mientras veía el alma de Germán obispo de Capua que era llevada al cielo Comentado el hecho entre dos hermanos dice uno: Es algo maravilloso, pero eso de que se presentó el mundo concentrado en un solo rayo de sol no sé imaginármelo. A lo que respondió el otro: Para el alma que ve al Creador es pequeña toda criatura. Por la misma luz de esta visión se ensancha el horizonte del alma y se dilata de tal manera en Dios que se hace superior al mundo… Dilatado el espíritu del vidente, arrobado en Dios pudo ver sin dificultad todo lo que estaba debajo de Dios». (San Gregorio Magno, Diálogos, II, 35).

Es la experiencia de san Benito con motivo del tránsito de este obispo. Nosotros estamos celebrando el tránsito de san Benito. No se trata de buscar una visión semejante, pero sí de buscar una experiencia semejante a la que vivió san Benito: la experiencia del amor de Dios. La experiencia de un Dios que nos llama, nos interpela mediante su Palabra. Esta «Palabra, siempre viva y eficaz que penetra en el interior como una espada cortante» nos invita como a Abraham a salir de nuestra tierra, a caminar hacia la tierra que Él nos mostrará. A movernos como peregrinos en el camino de la vida, a despojarnos de todo aquello que sea un impedimento para despertar en nuestro interior la experiencia de una presencia nueva, profunda, única. La experiencia de la bendición de Dios que hace las cosas nuevas. Y simultáneamente ser también una bendición para los demás.

¿Acaso no fue éste el camino de san Benito? Es verdad, hubo gestos, acontecimientos maravillosos que se cuentan de su vida. Pero ¿acaso no fue lo más maravilloso la experiencia interior vivida a lo largo de su vida monástica? Una experiencia de la que nació la Regla, que ha sido durante siglos, y lo sigue siendo, referencia principal, para la santificación de muchos.

Salió de su casa, como nos dice san Gregorio Magno: «ignorante a sabiendas y sabiamente docto», para ir adquiriendo la experiencia de la verdadera sabiduría, que ha sido y sigue siendo un punto de referencia para un innumerable número de monjes.

Es un camino que Benito lleva a cabo haciendo de su camino una plegaria o un canto permanente con el salmo 15: «Protégeme Dios mío, que me refugio en ti». Es uno de los gritos más bellos del salterio. Es un grito, que, a la vez, es una bella profesión de fe. Un grito, o una palabra para caminar el difícil camino de la vida con la confianza en Dios, refugiándose en Él. Porque, ¿quién no se refugia en Aquel a quien se le dice: «Tú eres mi bien?» ¿quién no se refugia en «Aquel que nos aconseja, y que nos instruye internamente?»

También contemplamos que la vida de Benito fue un dejarse instruir por esta presencia despierta de Dios en su vida. La enseñanza de Dios es suave, delicada, envuelta en ternura, como una madre pendiente de su hijo, y le va orientado en el sendero de la vida. Y deja una huella de gozo y de alegría como nos sugiere el salmista. Deja así una profunda huella en el alma de quien vive esta amistad con Dios, hasta hacer decir al Amigo: «Estaba durmiendo, pero mi corazón vela» (Ct 5,2) o al salmista: «Tú vas conmigo, me conduces hacia fuentes tranquilas y reparas mis fuerzas, me guías por el sendero justo» (Sal 22).

Nos enseña el sendero de la vida. Éste es el sendero de Aquel que dijo «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Pero el evangelio nos muestra con claridad cómo quiere que hagamos este camino. Y nos muestra a Jesús diciéndonoslo con su oración al Padre: «que seamos, que estemos unidos a la unidad del Padre y del Hijo, que seamos resplandor de su “gloria”» y viviendo con una plena confianza de que el final del camino sea una comunión plena con Él en la plenitud de la vida.

En línea con ese camino de unificación, esta fiesta del Transito de san Benito es una fiesta que nos exhorta a vivir desde el corazón, que es algo propio de la vida monástica, como dice San Juan Clímaco: «La vida monástica debe ser vivida desde el sentido más íntimo del corazón: en los actos, en las palabras, en los pensamientos y en los movimientos; de otro modo no es vida monástica y mucho menos angélica» (Escala XXVI,1,18).

Pero, en el fondo, esto es una exigencia también para el camino de un buen cristiano.

19 de marzo de 2015

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Sam 7,4-5.12-14.16; Salm 88,2-5.17.29; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

«La figura de este gran santo, aun permaneciendo más bien oculta, reviste una importancia fundamental en la historia de la salvación. Ante todo, al pertenecer a la tribu de Judá, unió a Jesús a la descendencia davídica, de modo que, cumpliendo las promesas sobre el Mesías, el Hijo de la Virgen María puede llamarse verdaderamente “hijo de David”. El evangelio de san Mateo, en especial, pone de relieve las profecías mesiánicas que se cumplen mediante la misión de san José: el nacimiento de Jesús en Belén (Mt 2, 1-6); su paso por Egipto, donde la Sagrada Familia se había refugiado (Mt 2, 13-15); el sobrenombre de “Nazareno” (Mt 2, 22-23)». (Benedicto XVI)

Pero además de ser un punto de referencia fundamental mirando a la historia, a nuestras raíces, su celebración pone de relieve también un punto de referencia para nuestra vida creyente de hoy día. Consideremos la Palabra de Dios:

El evangelio de Mateo empieza con una genealogía que va desde Abraham pasando por David y los hombres de la cautividad hasta José, el esposo de María. Todo parece normal en un mundo masculino que silencia a las mujeres. Pero en esta lista de varones patriarcas Mateo ha introducido 4 mujeres —Tamar, Rahab, Ruth y Betsabé— para indicar que Dios actúa por cauces humanamente inesperados o irregulares. Como si nos quisiera mostrar que la genealogía patriarcal no es el lugar y medio adecuado para el despliegue o la manifestación del misterio de Dios en la vida de la humanidad, en contra de una tradición judía que vinculaba la presencia de Dios a la genealogía patriarcal, y omitiendo, por tanto, la presencia de la mujer.

La línea patriarcal acaba en José, como depositario de una tradición. Acaba en José, un varón concreto, esposo de María. Pero nos encontramos aquí con algo más que un individuo privado: José viene a ser la meta de todo el camino patriarcal, la encarnación del Israel masculino, genealógico y mesiánico. José aparece como el culmen de una línea que está centrada en David, fundador de la monarquía davídica. Quien dicta esta genealogía lo llama simplemente «esposo de María». Como sugiriendo que su poder genealógico, o el interés de la persona de José, depende de sus relaciones con la madre de Jesús.

Parece como si Mateo haya querido recorrer el camino más difícil. Ha recibido tradiciones anteriores a él: ha recibido el relato del nacimiento virginal, a través de la Iglesia primitiva. Y lo asume por dos motivos: para expresar lo inexpresable, como es el nacimiento de Dios como hombre, y para superar el patriarcalismo israelita. Le preocupa la obra de Dios que, desde dentro del mundo israelita, empezando por la genealogía, rompe la clausura o la cerrazón judía, en un gesto de apertura universal que será ratificado de nuevo en el Sermón de la Montaña y en el mensaje del Resucitado en la Pascua.

Vemos que así como en Lucas se recogen palabras de María en relación con el nacimiento del Mesías, aquí, en el evangelio de hoy, Mateo no dice nada sobre su manera de actuar, no se esfuerza por entrar en la intimidad de María. Basta que sea judía, mujer, y que pueda engendrar al Hijo de Dios por la fuerza del Espíritu Santo, que ya no es judío sino universal. Nosotros, aquí estamos más representados por José, y en José debemos convertirnos. En José abriéndonos a la obra universal de Dios por medio del Hijo de María. Este es el camino que nos sugiere san José en esta solemnidad camino de la Pascua.

El Papa Francisco se pregunta: «¿cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia?» Y nos responde el mismo Papa: «con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David a través del profeta Natán: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su Palabra, a su designio; y es Dios quien construye su casa, pero piedra vivas marcada por el Espíritu».

San José, pues es aquel a quien Dios «confió la custodia de sus tesoros más preciosos», Jesús y María. Pero nuestro pensamiento no debe detenerse en el hecho de una custodia material, sino, como fue su servicio al proyecto divino, como vivió bajo la mirada de Dios, y estuvo atento en un servicio fiel, sencillo, así nosotros también estamos llamados a vivir. San José lo hizo cuidando materialmente de esos tesoros en la vida de Nazaret. Nosotros estamos llamados a cuidar de estos tesoros en la vida de la Iglesia, para que la sabiduría divina siga alumbrando los caminos de la humanidad.

18 de febrero de 2015

MIÉRCOLES DE CENIZA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Joel 2,12-18; Sal 50 3-6.12-14.17; 2Cor 5,20-6,2; Mt 6,1-6.16-18

Se levanta el telón: estamos una año más en Cuaresma. Estamos un año más en el atrio de la Pascua. Éste es un tiempo para que renazca el hombre nuevo que empezamos a ser cuando recibimos el sacramento del bautismo, y nos convertirnos en templos del Espíritu de Cristo.

El ritmo de nuestra vida humana va también paralelo al ritmo de la creación. También en nuestra vida se suceden las cuatro estaciones. Ahora llega la «sagrada primavera de la Iglesia», que así es como llaman los Padres a la Cuaresma. En la primavera empieza a percibirse el aroma de la vida nueva. El Papa Francisco en su mensaje cuaresmal nos dice:

«La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades, para cada creyente. Pero sobre todo es un tiempo de gracia».

Es decir un tiempo para estar atentos al renacer de una vida nueva, como buenos discípulos en la escuela del servicio divino, una vida nueva que recibimos como un don de Dios que va marcando el camino. No demos lugar en nuestra inconsciencia a la indiferencia. Esta es otra palabra que subraya el mensaje papal:

«La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos… Hoy hay una globalización de la indiferencia. Por eso necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan».

Y cuando empieza este tiempo de renovación, como cuando empieza a apuntar el aroma de la primavera, es importante llevar a cabo la poda para que el árbol, a su tiempo, dé un fruto más abundante. Y aquí escuchamos la voz del Amado:

«¡Levántate, amada mía,
hermosa mía, ven a mí!
Porque ha pasado el invierno
las lluvias han cesado y se han ido,
brotan las flores en la vega,
llega el tiempo de la poda…»
(Ct 2,10s)

«La poda, dice Orígenes, es la remisión de los pecados la reconciliación con Dios. Es a lo que nos exhorta san Pablo: “os lo pedimos en nombre de Cristo: reconciliaros con Dios. Y es ahora la hora favorable, el día propicio para no malversar la gracia”. Es el tiempo de la poda, el día favorable de la gracia. Por esto dice la Palabra:”Todo el que permanece en mí y da fruto, mi Padre lo poda para que dé más fruto”. Da fruto, pues todo lo infructuoso será quitado. Y qué frutos son los que tenemos que dar? Aquellos que suscita la Palabra de Dios, de la que dice el profeta: “como baja la lluvia sobre la tierra y no vuelve vacía sino quela fecunda y la hace dar fruto, así será mi palabra”».

Por ello añade san Ireneo: «Durante cuarenta días aprendió —Moisés— a retener las palabras de Dios, los caracteres celestes, las imágenes espirituales y las figuras de las realidades a venir».

Esto viene a ser la conversión del corazón, volvernos hacia Dios, rasgar el corazón para que entre con fuerza el soplo del espíritu de Dios y nos renueve desde lo más entrañable de nuestro ser. Esto es también lo que nos sugiere hoy la palabra de san Mateo en el evangelio «orar desde el lugar más escondido», buscar el silencio y la soledad que nos permita escuchar su palabra.

Y por aquí van también las tres recomendaciones del Papa para este tiempo de poda, para este tiempo de Cuaresma:

«Si un miembro sufre todos sufren con él (1Cor 12,26). Es decir permitir a Dios que revista de bondad y de misericordia, que nos revista Cristo, que nos dejemos servir por Cristo y aprender de él a ser servidores de nuestros hermanos».

Este punto nos despierta la conciencia de tener presente a nuestros hermanos, y que debemos hacer el camino que nos lleve a cada hombre, pues por todos muere y resucita Jesucristo.

Y esto lo plasma perfectamente san Mateo cuando nos aconseja una limosna hecha con discreción, pero con generosidad; así como un ayuno que nos proporcione una cara bien sonrosada y rejuvenecida.

No es fácil la poda; nos cuestan siempre los recortes. Nos acostumbramos a un bienestar y nos cuesta volver a una sana sobriedad. Por ello el Papa hace una última invitación a «fortalecer el corazón». El camino de este fortalecimiento es, primero de todo, guardar la Palabra en el corazón, dejarnos iluminar por su sabiduría y abiertos a seguir su interpelación.

Contemplada así la Cuaresma como un camino a la Pascua puede ser un camino muy vivo y apasionante, pues nos ayudará a tener un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deja encerrar en sí mismo y no cae en el vértigo de la globalización de la indiferencia.

2 de febrero de 2015

LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ml 3,1-4; Sl 23, 7-10; He 2,14-18 Lc 2,22-40

«Lo mismo que una candela en su candelero.
¿Dónde hallaréis el trigo? En la espiga
¿Dónde encontraréis el racimo? En la cepa
¿Dónde estará Jesús? En brazos de su Madre
Igual que una candela puesta como Dios
manda: en su candelero».

Ha venido de Oriente la Luz. «Luz para iluminación de los paganos y gloria de tu pueblo Israel», canta Simeón. Esta Luz es sostenida por las manos suavísimas de la Madre. Así brilla y brillará siempre: lo mismo que una candela en su candelero.

Destaca, en esta escena de la Presentación de Jesús en el templo, la profecía del anciano Simeón, donde podemos contemplar dos momentos: el primero es de alabanza y despedida. Ha llegado a los hombres la luz de Dios. Luz que viene como salvación para todos los pueblos. Simeón es portavoz del pueblo de Israel que ha terminado su camino de esperanza, ha realizado su misión y ya puede morir, debe morir, para que surja el pueblo universal de los cristianos. Se ha cumplido la profecía que anunciaba el Benedictus: «nos ha visitado el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Por ello, exclamará tiempo después el mismo Jesús: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Con este camino, con esta opción o con este rechazo se inicia un camino, un proceso, «para que los que no ven vean y los que ven queden ciegos» (Jn 9,39).

Es la eterna tensión entre la luz y las tinieblas, que queda más de relieve en el segundo momento de la profecía de Simeón, que se centra en María, y le anuncia la suerte de su hijo, con la palabras: «y a ti una espada te atravesará el alma». María acepta la Luz, acepta el camino de Jesús. No se queda en Israel. No ve la tierra prometida para morir antes de poseerla. Nace de nuevo para hacer el camino de Jesús en un proceso de transformación creyente, dolorosa y creadora que le lleva de la comunión judía a la nueva comunión del Cristo que es la Iglesia. Y en este camino va a padecer la angustia de la espada.

Es la eterna tensión entre la luz y las tinieblas. Una tensión que contemplamos en la misma naturaleza: amaneceres de gran belleza, con una tenue claridad donde se va afirmando, lentamente, en un espectáculo bello, la nueva luz vestida de colores esplendentes, como preámbulo del nacimiento y presencia luminosa del sol en la vida humana, hasta que llega el atardecer envuelto en una nueva fiesta de luz y de color, pero también de nostalgia, de la luz que se va desvaneciendo a través de las sombras grises de la tarde, que aviva el deseo de nueva luz del nuevo día que llegará puntualmente. El día muere pero en el silencio de la noche vuelve a recuperar la fuerza y la luz de la vida.

Y esta tensión de luz y tinieblas es también la que tiene lugar también en nuestra vida personal, en nuestras relaciones con los demás. También en nuestra relación con Dios, el Dios de la luz.
«Caminamos a la luz de la vida, a la luz del Señor» dice la Escritura. La vida por encima de todo es luz, aunque no con la misma intensidad en cada uno de nosotros, pero nuestra tarea, nuestra pasión debe ser buscar a Aquel que nos dice «yo tengo la luz de la vida. Yo soy la luz del mundo». ¿Donde se halla esta luz? En el candelero. La candela en el candelero. Agarremos el candelero y dejemos que nos ilumine la candela, y aumente nuestro deseo de la luz.

«Sirvámonos de la luz de los cirios, a fin de manifestar el divino resplandor de Aquel que viene hacia nosotros, y con cuya luz todas las cosas resplandecen, y quedan iluminadas por la luz eterna. Que la luz de los cirios sirva también para poner de manifiesto el resplandor del alma con el que debemos salir al encuentro de Cristo. Así como la Virgen inviolada llevaba oculta entre los pañales la luz verdadera y la mostró a quienes yacían en las tinieblas, así también nosotros, iluminados con el resplandor de los cirios y llevando en las manos la luz que a todos se manifiesta, apresurémonos a salir al encuentro de Aquel que es la verdadera luz» (San Sofronio de Jerusalén, Homilía sobre la Hypapante).

26 de enero de 2015

SAN ROBERTO, SAN ALBERICO Y SAN ESTEBAN HARDING, ABADES DE CISTER

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Eclo 44, 1.10-15; Sal 149 1-6.9; Hebr 11, 1-2.8-16; Mc 10, 24-30

«Hijos míos, para los que son ricos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios». Aquí tenemos el negocio principal de nuestra vida: «entrar en el reino». Era la preocupación de Jesús al empezar su predicación cuando invitaba: «Convertíos porque el Reino de Dios está en medio de vosotros, o según otras traducciones: está dentro de vosotros».

Si el reino está dentro de nosotros, el camino es ir hacia el interior. Cuidar bien el camino hacia el espacio interior. Cuidar la interiorización. La interiorización, es recobrar el centro íntimo y profundo de nuestra alma, de donde provienen los movimientos del corazón. Hoy no es fácil esto de la interiorización porque el ritmo de la vida nos lleva en el sentido contrario: hacia la exteriorización. Todo invita a salir fuera nosotros. A alienarnos a estar donde no tenemos que estar. El corazón que es el fondo del alma, de nuestro ser, donde resuena y brilla la vida que luego va dando un sentido a nuestra existencia, a nuestra vida concreta de cada momento. Podemos considerar tres aspectos de estos movimientos y emociones del corazón:

—la reverencia ante la vida, una actitud contemplativa de la vida donde se manifiesta y podemos captar lo insondable del Misterio que tiene un papel determinante en la configuración de un corazón nuevo. Es algo que hicieron bien nuestros santos abades de Cister. Ellos buscaron un nuevo espacio, un nuevo ritmo más en sintonía con la naturaleza, donde podían contemplar el Invisible en la belleza de lo visible. Vivir con reverencia ante las cosas, ante las personas, es una prueba de una vida interiorizada.

—el amor es el otro aspecto de una vida interiorizada. En el amor proyectamos nuestra vida desde el fondo de nuestro ser; nos sentimos llamados a desbordar nuestra vida al exterior más allá de todo cálculo y explicación. Es el fuego que arde dentro y que no se puede contener. «Sin límites» como dice san Pablo. El amor es consubstancial al hombre, es la fuerza que le mueve. Todas las cosas naturales tienden a su lugar natural; así el agua tiende hacia abajo y el fuego hacia arriba; el amor tiende al Amor con mayúscula. Pero es necesario aprender a escribir con mayúscula ese Amor al que tendemos. Esto, nuestros santos abades y toda la tradición cisterciense lo vivieron fielmente y nos lo enseñan cuando nos exhortan a considerar la dimensión humana del Cristo, la humanidad de un Cristo que se manifiesta en la humanidad de los otros miembros de la comunidad.

—el tercer movimiento de la interiorización es la emoción religiosa, la religión concentración suprema de la interiorización, lo que da sentido y explicación de nuestra existencia. Es vivir la experiencia de sentirnos religados, atados de modo permanente a un ser superior, a un Dios que ha sentido el vértigo de lo humano hasta el punto de hacerse hombre, y esto nos arrastra también a nosotros a sentirnos seducidos por todo lo humano, y a ser creadores de humanidad como discípulos de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, el Hombre.

La interioridad exige un esfuerzo grande y continuado. Es una misión fundamental de la vida monástica. Por esto san Benito establece una «escuela del servicio divino», que es el monasterio. Por esto nuestros santos abades, buscando una mayor fidelidad a la Regla y a toda una tradición monástica, dan el paso arriesgado de la fundación de Cister.

Así, ellos inician un camino, como lo hicieron otros grandes personajes bíblicos, como hemos escuchado de la Epístola a los hebreos. Abraham, Jacob, Isaac… Inician un camino pero no llegan a poseer lo prometido. Nuestros santos abades inician un camino con la fuerza y la sabiduría de la fe, pero no llegan a contemplar todo el esplendor y el servicio a la sociedad llevado a cabo a través de los siglos.

Nosotros, hoy, les recordamos, hacemos su elogio, pero nos tenemos que preguntar hoy y mañana y pasado mañana si su servicio persiste y se propaga, si su posteridad es mantiene fiel, si su recuerdo permanece…

La Palabra de Dios, en la fiesta de nuestros santos abades de Cister, nos presenta una pregunta: ¿Verdaderamente hacemos un elogio de ellos? La respuesta viene ligada a la palabra interiorización. Si seguimos cuidando el corazón para que de él y de nuestra boca salga «un cantico nuevo» como en seña el salmo. Si alabamos a Dios delante de los que lo aman, si nos sentimos atados al amor para contemplar el Amor en el servicio a la humanidad, si somos buenos discípulos en esta escuela del servicio divino… hoy haremos un buen elogio a los hombres de bien, a nuestros santos abades, y nuestra vida, en una palabra será el mejor elogio que podemos hacer de ellos. Y enriqueceremos la tradición que empezó con ellos.

6 de enero de 2015

EPIFANÍA DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 60,1-6; Salm 712.7-13; Ef 3,2-3.5-6; Mt 2,1-12

«Aunque tú no las veas
siguen luciendo las estrellas
¿Ya has entrado en la noche,
para verlas?»
 (P. Casaldáliga)

Los Magos han visto la estrella del Nacimiento, y vienen a presentar homenaje al recién nacido. Desean adorarlo. Todavía no han encontrado al Señor de la noche y del día. Al Señor de la luz. Pero preguntan, se deciden a viajar, y buscar al Señor de la luz.

El misterio de Dios que se revela y se manifiesta a la humanidad acontece preferentemente en la noche. Como si Dios tuviera una predilección por este momento del día, o como si tuviera en cuenta que la noche, la oscuridad, es más propicia para que nosotros escuchemos y acojamos, desde el silencio de la noche y el deseo de la luz. La noche es también un tiempo de confidencia y de intimidad. La noche tiene mucho de misterio, de secreto. Cada uno tiene su secreto personal; cada persona tiene una dimensión de misterio. Es su misterio personal.

Escribe Guillermo de Saint-Thierry: «el hombre debe humillarse en todas las ocasiones y glorificar en sí mismo al Señor su Dios; abajarse a sus propios ojos; en el amor del Creador mantenerse sumiso a toda criatura humana; ofrecer su cuerpo como una hostia santa, viva, agradable a Dios, sin levantarse más de los debido, sino dentro de los límites de la moderación, no exponiendo sus bienes a la alabanza de los hombres sino guardándolos en su interior, a fin de tener siempre ante su conciencia esta sentencia: “Mi secreto es para mí, mi secreto para mí”».

Pero, finalmente, el secreto se revela, se manifiesta. Esto es lo que contemplamos en el misterio de Dios, escondido desde siempre en el secreto de la eternidad, y que en este tiempo de Navidad y de Epifanía se nos revela.

¿Y cómo se nos revela?

En Jesucristo. En él descubrimos a Dios, en él nos dice su inmenso amor. «En Cristo todos los hombres tenemos parte en la misma herencia; todos formamos un mismo cuerpo; todos compartimos una misma promesa».

Esto nos enseña que el secreto nunca es para guardarlo de una manera definitiva. El misterio de la persona humana está siempre a la espera de la presencia y de la acción de Dios en su vida. Y entonces es cuando nos ponemos en camino y nos vamos incorporando a la caravana de pueblos de la que nos habla el profeta Isaías que «buscan la luz, la claridad del amanecer divino». Entonces ya no abaja la mirada, ya deja la sumisión sino que la levanta y vive la alegría de la comunión con todos los pueblos, caminando a la casa del Señor.

Los Magos han visto la estrella, han visto una luz que les abre al misterio de Dios… Entonces comienzan a indagar, a preguntar, se ponen en camino.

Pregúntate cuál es tu estrella.
Dios se ha manifestado, se ha revelado, bajo múltiples maneras, o matices. Como Palabra, Voz, Silencio y Mensaje, como Prosa y Poesía, Canto, Música y Entrega… pero siempre con un calor muy humano. Es preciso que si en tu interior hay algo que vibra bajo alguna de estas palabras no la guardes en el secreto interior sino sigue tu estrella, pregunta, indaga, ponte en camino… El mismo Dios se hace camino con nosotros.

Entonces podrás también cantar con gozo los versos de san Juan de la Cruz:

«Que bien sé yo la fonte que mana y corre
aunque es de noche.

»Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen de ella viene,
aunque es de noche.

»Su claridad nunca es oscurecida
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche».

Hoy luce una estrella. ¿Has entrado en tu noche?… puede ser una experiencia de gran belleza. Porque es bella la noche cuando la vivimos con esperanza de la luz que viene.