22 de abril de 2012

LA CARTA DEL ABAD

Querida Mª Luisa:

Hay un pensamiento de san Juan Crisóstomo que me gusta mucho, yo diría que me fascina: «que mi silencio, Señor, dé lugar a tu Palabra». Es que nosotros estamos llamados a vivir de la Palabra; y la Palabra necesita del ámbito del silencio para que resuene en mi vida, para que arraigue en mi corazón. Quizás por esto me gusta tanto este silencio del que me hablas en tu carta, que lleva hasta una pincelada de humor: «El silencio de la casa de mi corazón, cuando espera a Dios. No se puede describir. No soy digna de que entres en mi casa. Me gusta vivir en esta “casa”: quitarle el polvo, las telarañas… que esté limpia, porque espera a Dios. Jesús, pon bondad, acogida, amor a esta casa. “Toda la casa se llenó del perfume del nardo”. (Mafalda dice: “vamos a casa a callar un rato”). Con este silencio te deseo que seas feliz en tu casa, en tu corazón».

Precioso «silencio». Es toda una invitación a una oración silenciosa. Una invitación a entretenernos, vivir parte de nuestro tiempo limpiando nuestra casa, quitar polvo, telarañas… Porque esperamos a Dios. Aunque, en realidad, yo no sé si verdaderamente esperamos a Dios, o nuestro corazón espera otras cosas en esta vida, y por ello estamos mucho tiempo «fuera de casa».

Como no sé si los discípulos de Jesús, una vez crucificado lo esperaban. Los relatos evangélicos dan la impresión de que no lo esperaban. Pero algo había en ellos que les llevaba a estar reunidos en la casa. ¿Quizás para hablar de sus nostalgias?, ¿quizás para sentirse, estando juntos, más protegidos del miedo? ¿quizás…? Yo creo que en aquellos encuentros de los discípulos después de la crucifixión de Jesús debía haber muchos silencios, para advertir las telarañas de sus miedos y cobardías… Pero estaban en casa. Y esto es lo que quiere el Señor de nosotros: que estemos en casa, porque en esta casa interior quiere entrar para traernos la paz. Pero puede suceder que venga la paz a nuestra casa y nosotros no estemos en casa.

No nos iría mal recordar las palabras de gran belleza de san Agustín, en sus Confesiones: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera, y allí fuera te buscaba… Me tenían alejado de ti esas cosas que no existirían si no tuvieran en ti su existencia. Me llamaste. Me gritaste. Y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí. Y quitaste la ceguera de mis ojos. Exhalaste tu perfume y pude respirar. Y ahora suspiro por ti. Te probé y ahora siento hambre de ti. Me tocaste y me abrasé en tu paz». (X,27)

Como dices, Mª Luisa, el silencio de la casa del corazón que espera a Dios no se puede describir. Estoy de acuerdo. Hoy me decía otra persona amiga a quien invitaba al silencio, que éste no es posible. No será posible de una manera absoluta, pero sí que es posible como acogida de nuestro espacio interior a una palabra, al don de la vida, a una llamada externa, que puede poner otro ritmo en nuestra vida. Un ritmo de más y mejor vida. El silencio no se describe, se vive. Es muy bella esta oración de san Agustín: «¡Oh casa llena de luz y de belleza! Amo tu hermosura y el lugar donde mora la gloria de mi Señor, que te ha construido y es tu dueño. Por ti suspiré yo peregrino en la tierra. Y yo digo a quien te hizo a ti que sea también dueño de ti, porque también me hizo a mí. Me he descarriado como oveja perdida, pero espero ser llevado a ti en los hombros de mi pastor…» (XII,15). Que tu casa esté siempre llena del perfume del nardo. Un abrazo,

+ P. Abad