27 de diciembre de 2015

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, JOSÉ Y MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre
1Sam 1,20-22.24-28; Sal 83; 1Jn 3,1-2.21-24; Lc 2,41-52

El evangelio nos ofrece una estampa singular, una escena un tanto sorprendente:

María y José entran en el templo y contemplan al Hijo en un interesante diálogo con los maestros de la Ley. La sorpresa de los padres de Jesús no evita unas palabras de reproche: «Hijo por qué nos has tratado así. Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados». Es una escena que se escapa a nuestra comprensión. Nos encontramos con el misterio de un Dios que se hace hombre, humano, para que, como dicen los Padres Orientales, nosotros, el hombre, nos hagamos divinos. Por ello, yo creo que un camino más correcto para penetrar en la comprensión de este misterio de un Dios humano es considerar cómo vivimos, nuestra relación con este misterio divino que se nos ha manifestado en la carne.

Este Dios manifestado en la carne se pierde en el espacio del templo con los sabios en las cosas divinas, dejando sorprendidos con su puntual revelación tanto a los sabios como a los propios padres, María y José. Una revelación puntual. Pues, inmediatamente vuelve la normalidad ante la mirada humana para continuar por el camino habitual y normal de una vida humana: «vuelta a Nazaret y bajo la mirada de los padres crecer en entendimiento, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres».

Pero ante esta manifestación del misterio de Dios en la vida de los hombres, un rasgo que no debemos de olvidar, un rasgo que contemplamos en quien debe ser para todos nosotros una referencia principal en nuestra inmersión en el misterio de Dios: «María conservaba todos estos recuerdos en el corazón».

El RECUERDO de la vida, de lo vivido. Es lo que contemplamos en María. Ella, sensible a la acción de Dios, guarda en el corazón, hasta que llega el momento de Dios en su vida, como nos sugiere el Eclesiástico: «Voy a recordar las obras de Dios y a contar lo que he visto. ¡Qué amables son todas sus obras!, y eso que no vemos sino una chispa. Todas viven y duran eternamente… no ha hecho ninguna inútil» (Eclo 42,15).

¿Acaso nosotros no nos perdemos, no nos escondemos de Aquel que nos busca? Solo que nosotros no solemos estar en las cosas de Dios, del Padre, transitamos otros caminos. No obstante, la historia de la salvación nos muestra como Dios busca al hombre:

«Me has enamorado, hermana mía y novia mía. Me has enamorado con una sola de tus miradas dice el Amado»(Ct 4,9). «Yo soy de mi Amado y él me busca con pasión, dice la Amada» (Ct 7,11).

Y acaso ¿no escuchamos en las páginas de los profetas muchas lamentaciones de este Dios que nos busca con pasión, de un Dios que se ha enamorado del hombre, que busca seducirlo como nos dice el profeta Oseas, hasta el punto de hacerse hombre, hasta revestirse de nuestra frágil naturaleza?

Y ¿cuál es nuestra respuesta? Estar sumergidos en la sabiduría de mundo. Pero ante la pregunta de Dios: «Hijo, ¿por qué te portas así conmigo?» ¿Nos dejamos interpelar por este Dios que nos busca?

Este es el «Dios que nos reconoce como hijos suyos en una singular prueba de amor», como dice san Juan, que nos busca con angustias de amor, un amor que le llevará hasta las angustias de la Cruz.

Y ante las palabras dolidas de María, Jesús vuelve a la normalidad, baja a Nazaret, está bajo la autoridad, vuelve al silencio de la vida, mientras crece en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres.

Este es el camino. Aparece con suma claridad el camino de Dios entre los hombres. Un Dios seducido por el misterio de la humanidad, el misterio salido de su propio misterio, y que ahora quiere hacer el camino inverso: aprender el camino de retorno hacia sí mismo a través de nuestra humanidad.

Aquí contemplamos lo extraordinario de Dios: la suma sencillez, lo ordinario de cada día, que invita a caminar gozando de la belleza del camino. Por dentro y por fuera.

Por esto uno no puede menos que considerar aquella interesante lección de Pablo VI en su visita a Nazaret hace 50 años, y que todavía permanece viva y actual: «Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento del evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizás de una manera casi insensible, a imitar su vida».

¡Qué amables son todas tus obras Señor! ¡Danos, Señor el corazón silencioso de san José, y el corazón abierto y contemplativo de santa María, para que nos saciemos contemplando tu belleza!