11 de julio de 2012

NUESTRO PADRE SAN BENITO, ABAD Y PATRONO DE EUROPA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Prov 2,1-9; Salm 33,2-4.6.9.12.14s; Col 3,12-17; Llc 22,24-27

Se canta en un responsorio de la fiesta de san Benito: «San Benito amó más las injurias del mundo que las alabanzas. Pasar trabajos por Dios, que verse ensalzado por los favores de la vida presente».

Y luego en una antífona del Magníficat de esta fiesta se nos invita a la alegría: «Que los fieles se alegren por la gloria del santo patriarca Benito, que se alegre sobre todo la multitud de los monjes».

Esta es la alegría de santa María que había encontrado a Dios y lo manifestaba en la alegría del canto en su Visitación.

Esta será también nuestra alegría si lo encontramos. Este es nuestro camino como nos enseña la Regla acerca del monje: «buscador de Dios, amante del Oficio divino, de la obediencia y las humillaciones».

Evidentemente en la Regla tenemos todo un programa de vida, para hacer este camino. Pero, hoy, con motivo de la fiesta de san Benito, la Palabra de Dios concreta de modo muy luminoso el perfil de este camino. Pero este camino viene a ser como un tapiz precioso que es necesario tejer en el telar de nuestra vida. Yo diría que la Palabra nos invita a realizar como tres tejidos diferentes.

Un primer tejido o tapiz sería la lectura de Colosenses que invita a revestirse. «Revestiros. Revestiros por dentro de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre y paciencia». Es necesario un trabajo interior, previo, profundo. Esto nos podría llevar a pensar en el tiempo que Benito vive como ermitaño, en Subíaco, trabajando con generosidad grande en una purificación interior, que luego tendrá una proyección hacia afuera con los hilos del «perdón y del soportarse mutuamente». Todo ello cogido por «los hilos de la paz y del amor». Solamente, de este trabajo puede nacer la alegría que nos lleve «a cantar a Dios de corazón, con salmos himnos y cánticos inspirados».

Un trabajo, pues que comienzan en nuestro espacio interior y acaba en el testimonio exterior de una alabanza ferviente al Señor. Son dimensiones importantes de la persona que podemos percibir en la Regla.

Un segundo tejido o tapiz del libro de los Proverbios. Con una relación más estrecha con el trabajo de nuestra inteligencia, un trabajo quizás más intelectual que invita a «aceptar las palabras del Señor, retener sus mandatos, atender a la sabiduría». Esto provoca la invocación, llamar, buscar, rastrear, que nos pone en «el sendero de la inteligencia y la prudencia», y sobre todo de «llegar a comprender el temor del Señor», que viene a ser lo mismo que «comprender la justicia, el derecho, la obra recta».

Aquí tenemos un trabajo más personal a la hora de buscar al Señor. Cultivar día a día una relación profunda con el Señor que es, en definitiva el camino de nuestro encuentro con él.

El tejido tercero, que nos ofrece el salmista es una invitación a vivir una experiencia profunda de Dios. «Gustad y ved que bueno es el Señor». Dios se convierte en un verdadero festín. El gustar, disfrutar, saborear las cosas de Dios es un don del Espíritu Santo. Esto se hace realidad sobre todo en la Eucaristía.

Hay un comentario precioso de Claudel a este salmo, en relación con la eucaristía: «¡Cállate, cierra los ojos, gusta! Es bueno percibir todo el sol de un solo golpe. Lo ha colocado sobre la lengua para que yo lo trague».

El salmo nos habla de la experiencia de Dios «al bendecir, alabar, ensalzar». Esto es posible cuando hemos experimentado una transformación de nuestro ser entero. Transformación que va unida a un trabajo de purificación en nosotros. «Purificación de la lengua, de los labios, de búsqueda de paz y alejamiento de todo mal». Es decir que toda esta alabanza del salmista será realidad en nuestra vida, cuando tenemos en cuenta simultáneamente el trabajo de purificación. Es el trabajo permanente de nuestra plegaria comunitaria. Tiempo de mirar, de contemplar la Palabra de escucharla.

Esta fue la vida toda de Benito. Una permanente conversión. Un trabajo permanente de purificación. Porque estos tapices que nos presenta hoy la Palabra son los verdaderos tapices del Reino, que nos va proporcionando los nuevos colores de los que necesitan revestirse los ciudadanos del Reino, y que se reflejan en la página de las Bienaventuranzas que san Benito encarna con gran fidelidad.

8 de julio de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 14º del tiempo ordinario (Año B)

De los sermones de san Juan Crisóstomo, obispo

Los sentimientos de los primeros fieles eran de hombres poco centrados. Liberados recientemente del culto de los ídolos, tenían unas ideas muy groseras y poco criterio: mientras las cosas materiales atraían su curiosidad y su atención, no tenían ningún tipo de inteligencia para los dones incorporales y no sabían bien qué es una gracia espiritual y visible en la sola luz de la fe. Por eso, entonces había milagros. Entre las gracias del Espíritu las hay que son invisibles y únicamente accesibles a la fe, pero hay otras que se manifiestan por signos sensibles, a fin de despertar a los infieles. El perdón de los pecados, por ejemplo, es un don espiritual; no vemos, con los ojos carnales, como son borrados nuestros pecados. ¿Por qué? Porque es nuestra alma la que es purificada, y los ojos del cuerpo no saben ver el alma. El perdón de los pecados es, por tanto, un don espiritual inaccesible a los ojos del cuerpo. Por otro lado, hablar muchas lenguas es un efecto de la fuerza inmaterial del Espíritu; con todo, ese don se manifiesta por un signo sensible y de esta manera puede ser captado por los no creyentes.

Ahora bien, actualmente yo no tengo ninguna necesidad de prodigios. ¿Por qué? Porque he sido instruido en la fe en el Señor sin la intervención de ningún milagro. Se necesitan garantías al que no cree. Pero yo creo y no tengo necesidad ni de garantías ni de milagros, y, aunque no hable muchos idiomas, sé muy bien que he sido purificado de mis pecados. En otro tiempo, en cambio, no habrían creído sin milagros. De modo que los milagros han sido dados como garantía, no de la fe sino para la incredulidad, a fin de que ésta se abriera a la fe. Pablo mismo asegura: «Los milagros no están destinados a los que creen sino los que no creen». Ya veis: no es para ofendernos sino por consideración hacia nosotros que Dios ha hecho cesar el testimonio de los milagros. Como que quiere poner de relieve nuestra fe y mostrar que no tiene necesidad ni de garantías ni de prodigios, actúa de esta manera.

Mientras que, en los orígenes, sin garantías ni milagros, los hombres no habrían podido creer en las cosas invisibles que Dios ha revelado; en cuanto a mí, ya le concedo —libre como estoy de esta condición— una fe plena y sincera. Esta es la razón por la que hoy ya no se cumplen prodigios.

De la Regla de san Benito, abad (prólogo 1-7)
Escucha hijo, los preceptos de un maestro, e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica, a fin de que por el trabajo de la obediencia retornes a Aquel de quien te habías apartado por la desidia de la desobediencia. A ti, pues, se dirige ahora mi palabra, seas quien seas que, renunciando a satisfacer tus propios deseos, para militar para el Señor, Cristo, el rey verdadero, tomas las fortísimas y espléndidas armas de la obediencia.

Primero de todo, pídele con oración muy insistente que lleve a cabo cualquier cosa buena que empiezas a hacer, porque quien ya se ha dignado a contarnos en el número de sus hijos jamás se vea obligado a entristecerse por nuestras malas obras: Así, es necesario que estemos siempre a punto para obedecerle con los dones que ha puesto en nosotros, para que, no sólo como un padre indignado no deshereda a sus hijos, sino que, ni como un señor temible, irritado por nuestras maldades, no entregue al pena eterna, como sirvientes malvados, quienes no la hayan querido seguir a la gloria.

LA CARTA DEL ABAD

Querido Miguel:

Estoy de acuerdo contigo con una serie de afirmaciones que me haces en una de tus últimas cartas: «la debilidad del pensamiento humano es una evidencia. ¡Cuántas veces me desmayo de pasión por la vida, y luego lloro por la incertidumbre que me causa esta misma vida!»

Ciertamente, es una experiencia que nos acecha a todos. La vida misma es una permanente contradicción. Hasta en la escritura: así la palabra «separados» la escribimos toda junta, mientras que «todos juntos» las escribimos separados. Y así en muchas manifestaciones de esta misma vida. Alternativas, contrastes… que provocan en nosotros toda una gama de experiencias de todo tipo, positivas, negativas, de entusiasmo, incertidumbre.

Yo creo que hoy, ante el ritmo de la vida, uno se siente pequeño, desbordado, abrumado incluso. Pero esta experiencia de la existencia es algo que hemos recibido como un don, y un don precioso. Y debemos hacer este camino de la vida, de manera que vayamos haciendo de él una experiencia gratificante y de maduración de nosotros mismos. De maduración humana y espiritual.

Pienso que es importante asumir nuestras debilidades que todos tenemos, y también nuestras virtudes que no faltan tampoco. Y plantear la vida desde una óptica humilde, en la línea de la enseñanza de san Pablo: «cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Saber conjugar la debilidad con la fortaleza, es vivir la sabiduría de este mundo, una sabiduría que arraiga en la fuerza y menosprecia lo débil, o vivir la sabiduría espiritual que valora la fortaleza y la sabiduría de este mundo, pero haciendo presente en ella la sabiduría de lo débil, de lo pequeño, de lo humilde.

No es fácil el camino para conjugar ambas palabras: la debilidad y la fuerza. Es cuando se pone de relieve esa «debilidad del pensamiento humano» de la que te lamentas.

Debemos vivir la vida, pero contando con esos polos, debilidad y fortaleza. Vivirla conscientemente y en la mayor profundidad posible. Descubrir que la vida tiene una profundidad que escapa a su dimensión visible, o a su elemento material. Hay en la vida, clavada en ella como un aguijón, una dimensión profunda, trascendente. Yo diría que la gracia, que sería esa dimensión trascendente de la vida, que va más allá de lo material está injertada en ella. Que todo el hombre tiene un elemento espiritual, por la presencia de esa gracia, que le proporciona una capacidad de combinar la debilidad con la fuerza.

Tenemos un punto de referencia en nuestro Dios, que es la fuente de esa gracia. Un Dios que se muestra en su «versión» visible débil, y vive esa debilidad en medio de la fuerza de este mundo; una fuerza que le rechaza. Vive esa debilidad con tanta fidelidad, con tanta verdad, que los hombres incluso se escandalizan y le rechazan violentamente. Pero nuestro Dios vive esa debilidad desde la fuerza del amor, desde el servicio del amor, buscando el corazón del otro. La debilidad busca la raíz del otro: su corazón, que es el principio de ir trabajando un equilibrio entre esa dos palabras fundamentales en la vida de los hombres: debilidad y fortaleza.

Miguel, es evidente la debilidad del pensamiento humano, pero debemos ir a la raíz, allí donde podemos trabajar ese equilibrio de la debilidad y la fuerza, muy importante para dar un sentido profundo de la vida. Un abrazo,

+ P. Abad

1 de julio de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 13º del Tiempo Ordinario (Año B)

Del comentario al Evangelio según San Juan, de San Cirilo de Alejandría, obispo

Vemos que incluso para resucitar muertos El Salvador no se contenta con actuar con su palabra divina. Toma como cooperadora —por decirlo así— para esta obra tan magnífica su propia carne, a fin de mostrar que ésta tiene el poder de dar la vida y para hacer ver que forma una sola cosa con él: es realmente su propia carne y no un cuerpo extraño. Así sucedió cuando resucitó la hija del jefe de la sinagoga, diciéndole: «Muchacha, levántate», la tomó de la mano, tal como está escrito. Le dio vida, como Dios, con un mandato todopoderoso, y la vivificó también por el contacto con su santa carne; testimonió de esta manera que, tanto en su carne como en su palabra, ponía en práctica una misma energía. Asimismo, cuando llegó a un pueblecito llamado Naín, donde llevaban a enterrar a un joven hijo único de una madre viuda, tocó el féretro diciendo: «Joven, levántate». No sólo da a su palabra la fuerza de resucitar a los muertos sino que también, para mostrar que su cuerpo es vivificante, como hemos dicho, toca los muertos, y por medio de su carne hace pasar la vida a los cadáveres.

Si el solo contacto con su carne sagrada da la vida a un cuerpo que se descompone, ¿qué provecho no encontraremos en su eucaristía vivificante, cuando la tomamos como nuestro alimento? Transformará totalmente en su bien propio, que es la inmortalidad, quienes habrán participado.

Homilía del Papa Pablo sexto, en Manila (29/09/1970)
«Pobre de mí, si no predicara el Evangelio!» Cristo mismo me ha enviado para ello. Yo soy apóstol, soy también testigo. Cuanto más lejano es el término y más difícil el mandato, con más vehemencia «el amor que Cristo me tiene me obliga». Yo he de predicar el nombre de Cristo: «Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo»; él, que nos manifestó el Dios invisible, «es el primogénito de toda la creación y todo se mantiene unido gracias a él». Es maestro y redentor de los hombres, por nosotros nació, murió y resucitó.

Cristo es el centro de la historia y de todas las cosas del universo, nos conoce y nos ama, es amigo y compañero de nuestra vida, es el hombre del dolor y de la esperanza. Y volverá, al fin de los tiempos, para ser nuestro juez y —tenemos esa confianza— la plenitud y la dicha de nuestra vida.

Yo no pararía nunca de hablar de Cristo: él es la luz, él es la verdad, sí, él nos es camino, verdad y vida. Cristo es pan y fuente de agua viva, que sacia nuestra hambre y nuestra sed, es pastor, caudillo, ejemplo, es para nosotros consuelo, es hermano. Fue como nosotros, o aún más que nosotros, pequeño, pobre y humillado; se dedicó al trabajo, fue oprimido y paciente. Habló para nosotros, hizo milagros, fundó un reino nuevo en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la vida de la comunidad, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados y los que tienen hambre de justicia son vindicados, en el que los pecadores pueden obtener el perdón, y en ello se ve que todos somos hermanos.

LA CARTA DEL ABAD

Querida Emilia:

Muchas gracias por tu carta donde me hablas de tu deseo de compartir nuestras inquietudes y esperanzas, lo cual no siempre es posible porque el tiempo tiene sus límites. Esto es verdad, pero si somos conscientes de esto —que no siempre lo somos— uno de nuestros esfuerzos, o una inquietud permanente en nuestra vida, debería ser la de dominar el tiempo para ponerlo al servicio de nuestra vida, de nuestra persona. Ya nos lo recuerda el poeta W. Blake: «Se nos pone en la tierra un rato, para que aprendamos a soportar los rayos del amor».

El tiempo que el Señor nos concede en este mundo es para esto, soportar los rayos del amor, acogerlos y dejar que esos rayos nos enciendan. El amor siempre guarda relación al «otro». En la vivencia de este amor que da al tiempo su sabor más pleno y auténtico, tenemos una referencia singular: Cristo. De él nos da la Escritura una enseñanza preciosa: «Bien sabéis lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos. No se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces; se trata de nivelar…»

Verdaderamente, no sé si sabemos de esta generosidad del Señor. Contemplando nuestra vivencia del tiempo, la relación con el «otro», yo diría que la planteamos con egoísmo, es decir alrededor de «mi yo», con lo cual nuestro punto de partida aparece ya viciado. Nos cerramos, cuando el tiempo más bien es expansión, abertura, encuentro… Es necesario que al vivir nuestro tiempo tengamos un horizonte. Y el horizonte siempre es amplio, invitación a la abertura, a la trascendencia.

Vemos que el horizonte de Dios es la criatura. Un Dios que se anonada, se niega a sí mismo, para encerrarse en «nuestro tiempo». Pero en la relación con el otro, uno no deja de ser «uno mismo», sino que se enriquece con las cualidades o riqueza del otro. Podríamos decir, pues, que Dios se enriquece de humanidad, con nuestra humanidad. Sin dejar de ser él mismo. Es el misterio del amor. Dios que se humilla temporalmente viviendo bajo los rayos del amor, motivado por el amor que es él mismo, al final lo que provoca es la exaltación de la criatura, abrir su tiempo a la eternidad.

Cristo es un maestro, un modelo singular para vivir nuestro tiempo. Viviendo el misterio del amor. Hoy, esto, lo necesitamos. Necesitamos vivir el tiempo con sabiduría. Vivirlo con sabiduría yo pienso que es vivirlo con más humanidad.

Vivimos tiempos especiales, difíciles. En realidad yo creo que todos los tiempos han tenido un componente de dificultad, pues nunca es un camino fácil la realización de la persona en el amor, que es lo que le da un sentido profundo. Hoy las circunstancias nos exigen vivir nuestra relación con el «otro», con más humanidad. Si antes nos lo exigía la madurez de nuestra naturaleza, ahora nos lo exige también la necesidad de una madurez material a nivel social, en un mundo crecientemente desequilibrado.

Emilia, compartir inquietudes y esperanzas, tiene un precio, un riesgo, cierto, pero cuando lo hacemos y lo vivimos motivados por el misterio del amor, siempre es ponerse en un camino de más madurez, de más enriquecimiento personal. Una vida de comunidad nos ayuda a ponernos en este camino.

Te deseo un feliz camino. Un abrazo,

+ P.Abad